Ahora la basílica ya estaba delante de nosotros. Antes de que yo pudiese hacer un comentario, alguien lo vio y se acercó a saludarlo. La lluvia fina caía con insistencia, y yo no sabía cuánto tiempo nos quedaríamos allí; recordaba continuamente que sólo tenía la ropa que llevaba puesta, y que no podía mojarme.

Traté de concentrarme en eso. No quería pensar en la casa, en las cosas que estaban suspendidas entre el cielo y la tierra, esperando la mano del destino.

Él me llamó y me presentó a algunas personas. Nos preguntaron dónde estábamos, y cuando él dijo Saint-Savin, alguien comentó que allí estaba enterrado un santo eremita. Explicaron que era él quien había descubierto la fuente en el centro de la plaza, y que la idea original del lugar era crear un refugio para los religiosos que abandonaban la vida de la ciudad y se iban a las montañas en busca de Dios.

—Ellos todavía están allí —dijo otro.

Yo no sabía si esta historia era cierta, y no sabía quiénes eran «ellos.»

Fueron llegando otras personas, y el grupo se dirigió al frente de la gruta. Un hombre mayor intentó decirme algo en francés. Al ver que me costaba entenderle, me habló en un trabajoso español.

—Usted está con una persona muy especial —dijo—. Un hombre que hace milagros.

No dije nada, pero me acordé de la noche en Bilbao, cuando había ido a buscarlo un hombre desesperado. Él no me había dicho adónde había ido, y el tema no me interesaba. Mi pensamiento se centraba en una casa que conocía con exactitud. Qué libros había, qué discos, qué paisaje se veía, cómo estaba decorada.

En algún lugar del mundo nos esperaba una casa de verdad, algún día. Una casa donde yo esperaría tranquila su llegada. Una casa donde podría esperar a una niña o un niño que volvía del colegio, que llenaba el ambiente de alegría y no dejaba ninguna cosa en su sitio.

El grupo caminó en silencio, bajo la lluvia, hasta que llegamos finalmente al sitio de las apariciones. Era exactamente como me lo imaginaba: la gruta, la imagen de Nuestra Señora y una fuente —protegida por un vidrio— donde se había producido el milagro del agua. Algunos peregrinos rezaban, otros permanecían sentados dentro de la gruta, en silencio, los ojos cerrados. Pasaba un río por delante de la gruta, y el sonido de sus aguas me tranquilizó. Al ver la imagen hice una rápida petición; pedí a la Virgen que me ayudase, porque mi corazón no necesitaba sufrir más.

«Si el dolor tiene que venir, que venga rápido —dije—. Porque me queda una vida por delante y necesito usarla de la mejor manera posible. Si él tiene que escoger, que lo haga pronto. En ese caso, lo espero. Si no, lo olvido.

»Esperar duele. Olvidar duele. Pero el peor de los sufrimientos es no saber qué decisión tomar.»

En el fondo de mi corazón, sentí que ella había escuchado mi petición.