—Tengo que preguntarte una cosa —dije en cuanto entramos en el coche—. Trato de eludirlo, pero no puedo.
—El seminario —dijo él.
—Eso. No lo entiendo.
«Quizá ya no tenga importancia entender nada», pensé.
—Yo siempre te amé —empezó a decir él—. Tuve otras mujeres, pero siempre te amé. Llevaba conmigo la medalla, pensando que un día te la devolvería, y que tendría el coraje de decir «te amo.»
»Todos los caminos del mundo me llevaban de vuelta a ti. Escribía las cartas, y abría con miedo cada respuesta, porque en una de ellas podías decirme que habías encontrado a alguien.
»Fue entonces cuando oí la llamada a la vida espiritual. O mejor dicho, cuando acepté la llamada, porque, lo mismo que tú, ya estaba presente desde mi infancia. Descubrí que Dios era demasiado importante en mi vida, y que no sería feliz si no seguía mi vocación. El rostro de Cristo estaba en cada uno de los pobres que encontré por el mundo, y no podía dejar de verlo.
Calló, y decidí no insistir.
Veinte minutos más tarde detuvo el coche y bajamos.
—Estamos en Lourdes —dijo—. Tienes que ver esto en el verano.
Lo que yo veía eran calles desiertas, tiendas cerradas, hoteles con grandes rejas de acero sobre la puerta principal.
—Seis millones de personas vienen aquí en el verano —prosiguió, entusiasmado.
—A mí me parece una ciudad fantasma.
Atravesamos un puente. Delante de nosotros, un enorme portón de hierro —flanqueado por dos ángeles— tenía uno de los lados abiertos. Y entramos.
—Sigue con lo que estabas diciendo —pedí, a pesar de la decisión que había tomado de no insistir—. Habla del rostro de Cristo en las personas.
Percibí que él no quería seguir con la conversación. Quizá no fuese el sitio ni el momento indicados. Pero ahora que había empezado, necesitaba terminar.
Empezamos a caminar por una extensa avenida, bordeada de campos cubiertos de nieve. Al final, notaba la silueta de una catedral.
—Continúa —repetí.
—Ya sabes. Entré en el seminario. Durante el primer año, pedí a Dios que me ayudase a transformar mi amor por ti en un amor por todos los hombres. En el segundo año, sentí que Dios me escuchaba. En el tercer año, aunque la nostalgia era todavía muy grande, ya tenía la certeza de que este amor se estaba transformando en caridad, oración y ayuda a los necesitados.
—Entonces ¿por qué volviste a buscarme? ¿Por qué volviste a encender en mí este fuego? ¿Por qué me contaste el ejercicio de la Otra, y me hiciste ver lo mezquina que era con la vida?
Las palabras me salían confusas, trémulas. Cada minuto que pasaba, lo veía más cerca del seminario y más lejos de mí.
—¿Por qué volviste? ¿Por qué esperaste a contarme esta historia hoy, cuando ves que estoy empezando a amarte?
Él tardó un poco en responder.
—Te va a parecer una locura —dijo.
—Nada me va a parecer una locura. Ya he perdido el miedo al ridículo. Tú me lo enseñaste.
—Hace dos meses mi superior me pidió que lo acompañase a la casa de una mujer que había muerto y dejado todos sus bienes para nuestro seminario. Ella vivía en Saint-Savin y mi superior tenía que hacer un inventario de sus cosas.
La catedral, al fondo, se acercaba continuamente. La intuición me decía que en cuanto llegásemos allí, cualquier conversación quedaría interrumpida.
—No te detengas —dije—. Merezco una explicación.
—Recuerdo el momento en que entré en aquella casa. Las ventanas daban a las montañas de los Pirineos, y la claridad del sol, aumentada por el brillo de la nieve, se extendía por todo el ambiente. Empecé a hacer una lista de las cosas, pero a los pocos minutos había parado.
»Había descubierto que los gustos de aquella mujer eran exactamente iguales a los míos. Ella poseía discos que yo habría comprado, con las músicas que también me habría gustado oír mirando aquel paisaje. Los estantes tenían muchos libros, algunos que ya había leído, otros que por cierto me gustaría leer. Reparé en los muebles, en los cuadros, en los pequeños objetos esparcidos por la casa; era como si yo los hubiese escogido.
»A partir de aquel día ya no pude dejar de pensar en la casa. Cada vez que entraba en la capilla a rezar, recordaba que mi renuncia no había sido completa. Me imaginaba allí contigo, viviendo en una casa como aquélla, escuchando aquellos discos, mirando la nieve de la montaña y el fuego de la chimenea. Imaginaba a nuestros hijos corriendo por la casa y jugando en los campos que rodeaban Saint-Savin.
Aunque nunca hubiese entrado en aquella casa, sabía exactamente cómo era. Y deseé que no dijese nada más, para poder soñar.
Pero continuó:
—Hace dos semanas no conseguí soportar la tristeza de mi alma. Busqué a mi superior y le conté todo lo que me pasaba. Le conté la historia de mi amor por ti, y lo que había sentido al hacer aquel inventario.
Empezó a caer una lluvia fina. Bajé la cabeza y me cerré más la chaqueta. Tenía miedo de oír el resto.
—Entonces mi superior me dijo: «Hay muchas maneras de servir al Señor. Si crees que ése es tu destino, ve a su encuentro. Sólo quien es feliz puede repartir felicidad.»
» —No sé si ése es mi destino —respondí a mi superior—. Encontré la paz en mi corazón cuando decidí entrar en este monasterio.
» —Entonces ve allí, y sácate todas las dudas —dijo él—. Quédate en el mundo, o regresa al seminario. Pero tienes que estar entero en el lugar que escojas. Un reino dividido no resiste las embestidas del adversario. Un ser humano dividido no consigue afrontar la vida con dignidad.
Metió la mano en el bolso y me dio algo. Era una llave.
—El superior me prestó la llave de la casa. Dijo que podía esperar un poco antes de vender los objetos. Sé que quería que yo volviese allí contigo.
»Fue él quien organizó la charla en Madrid, para que pudiésemos volver a encontrarnos.
Miré la llave que tenía en la mano y apenas sonreí. Mientras tanto, dentro de mi pecho, era como si tocasen campanas y se abriese el cielo. Él serviría a Dios de otra manera: a mi lado. Porque lucharía por eso.
—Ten esta llave —dijo.
Tendí la mano, y guardé la llave en el bolso.