El sonido de nuestros pasos resonaba en las paredes de piedra. Llevé instintivamente la mano hasta la pila de agua bendita e hice la señal de la cruz. Me acordé de lo que él me había dicho: el agua es el símbolo de la Diosa.

—Vamos hasta allí —dijo él.

Caminamos por la iglesia vacía y oscura hasta donde estaba enterrado un santo —san Savin, un ermitaño que vivió a comienzos del primer milenio—, debajo del altar principal. Las paredes de aquel sitio ya habían sido derribadas y reconstruidas varias veces.

Ciertos lugares son así; los pueden arrasar las guerras, la persecución, la indiferencia. Pero permanecen sagrados. Hasta que alguien pasa por allí, siente que falta algo y lo reconstruye.

Reparé en una imagen de Cristo crucificado que me producía una sensación extraña: tenía la clara impresión de que su cabeza se movía, acompañándome.

—Detengámonos aquí.

Estábamos delante de un altar de Nuestra Señora.

—Mira la imagen.

María con el hijo en el regazo. El niño Jesús apuntando hacia lo alto.

Le comenté lo que había visto.

—Mira con más atención —dijo.

Traté de ver todos los detalles de la escultura de madera: la pintura dorada, el pedestal, la perfección con que el artista había trazado los pliegues del manto. Pero al fijarme en el dedo del niño Jesús fue cuando entendí lo que él me quería decir.

La verdad es que, aunque María Lo tuviese en sus brazos, era Jesús quien La amparaba. El brazo del niño, levantado hacia el cielo, parecía transportar a la Virgen hasta las alturas. De regreso a la morada de su Novio.

—El artista que hizo esto, hace más de seiscientos años, sabía lo que quería decir —comentó él.

Sonaron unos pasos en el suelo de madera. Entró una mujer y encendió una vela delante del altar principal.

Nos quedamos inmóviles durante un rato, respetando el silencio de aquella oración.

«El amor nunca viene gradualmente», pensaba mientras lo veía absorto en la contemplación de la Virgen. El día anterior, el mundo tenía sentido sin que él estuviese presente. Ahora necesitaba tenerlo a mi lado para poder descubrir el verdadero brillo de las cosas.

Cuando se fue la mujer, él volvió a hablar.

—El artista conocía a la Gran Madre, la Diosa, el rostro misericordioso de Dios. Hay una pregunta que me hiciste y que hasta el momento no he contestado con claridad. Tú me preguntaste: «¿Dónde aprendiste todo eso?»

Sí, le había preguntado y él ya había contestado. Pero me callé.

—Pues aprendí como este artista —continuó—. Acepté el amor de las alturas. Me dejé guiar.

»Debes de acordarte de aquella carta donde te decía que quería entrar en un monasterio. Nunca te lo, conté, pero el hecho es que terminé entrando.

Me acordé inmediatamente de la conversación antes de la conferencia. Mi corazón empezó a latir más rápido, y traté de fijar la mirada en la Virgen, que sonreía.

«No puede ser —pensé—. Entró, pero salió. Por favor, que me diga que salió del seminario.»

—Ya había vivido con intensidad mi juventud —prosiguió, sin fijarse en mis pensamientos—. Conocía otros pueblos y otros paisajes. Ya había buscado a Dios por todos los confines de la Tierra. Ya me había enamorado de otras mujeres, y trabajado para muchos hombres en diversos oficios.

Otra punzada. «Necesito tener cuidado de que la Otra no vuelva», dije para mis adentros, sin apartar la mirada de la sonrisa de la Virgen.

—Me fascinaba el misterio de la vida, y quería comprenderlo mejor. Busqué las respuestas donde me decían que alguien sabía alguna cosa. Estuve en la India y en Egipto. Conocí a maestros de la magia y de la meditación. Conviví con alquimistas y sacerdotes.

»Y descubrí lo que necesitaba descubrir: que la Verdad siempre está donde existe la Fe.

La verdad siempre está donde existe la fe. Volví a mirar la iglesia a mi alrededor, las piedras gastadas, tantas veces derribadas y vueltas a colocar en su sitio. ¿Qué era lo que llevaba al hombre a insistir tanto, a trabajar tanto para reconstruir aquel pequeño templo, en un lugar remoto, enclavado en montañas tan altas?

La fe.

—Los budistas tenían razón, los hindúes tenían razón, los indios tenían razón, los musulmanes tenían razón, los judíos tenían razón. Siempre que el hombre siguiese, con sinceridad, el camino de la fe, sería capaz de unirse a Dios, de obrar milagros.

»Pero con saber eso no bastaba; era necesario escoger. Escogí la Iglesia Católica porque fui criado en ella, y mi infancia estaba impregnada de sus misterios. Si hubiese nacido judío, habría elegido el judaísmo. Dios es el mismo, aunque tenga mil nombres; pero tienes que escoger un nombre para llamarlo.

Otra vez pasos en la iglesia.

Se acercó un hombre y se quedó mirándonos. Después fue hasta el altar central y retiró los dos candelabros. Debía de ser alguien encargado de cuidar la iglesia.

Me acordé del vigilante de la otra capilla, el que no nos quería dejar entrar. Pero esta vez el hombre no nos dijo nada.

—Esta noche tengo un encuentro —dijo él, después de que saliera el hombre.

—Por favor, sigue con lo que estabas contando. No cambies de tema.

—Entré en un seminario cerca de aquí. Durante cuatro años estudié todo lo que pude. En ese período entré en contacto con los Esclarecidos, los Carismáticos, las diversas corrientes que intentaban abrir puertas cerradas desde hace mucho tiempo. Descubrí que Dios ya no era el justiciero cruel que me asustaba en la infancia. Había un movimiento de retorno a la inocencia original del cristianismo.

—O sea que después de dos mil años entendieron que era necesario dejar que Jesús participara en la Iglesia —dije con cierta ironía.

—Puedes bromear, pero es exactamente eso. Comencé a aprender con uno de los superiores del monasterio. Él me enseñaba que era necesario aceptar el fuego de la revelación, el Espíritu Santo.

El corazón se me encogía a medida que oía esas palabras. La Virgen seguía sonriendo, y el niño Jesús tenia una expresión alegre. Yo también había creído en eso en una época, pero el tiempo, la edad y la sensación de que era una persona más lógica y más práctica habían terminado por apartarme de la religión. Pensé cuánto me gustaría recuperar aquella fe infantil, que me había acompañado durante tantos años y me había hecho creer en ángeles y milagros. Pero resultaba imposible traerla de vuelta mediante apenas un acto de voluntad.

—El superior me decía que si yo creyese que sabía, terminaría sabiendo —continuó—. Empecé a conversar cuando estaba solo en mi celda. Recé para que el Espíritu Santo se manifestase y me enseñase todo lo que necesitaba saber. Poco a poco fui descubriendo que, a medida que hablaba solo, una voz más sabia decía las cosas por mí.

—A mí me pasa lo mismo-dije, interrumpiéndolo.

Él esperó a que continuase. Pero yo no conseguía decir nada más.

—Te escucho —dijo.

Algo me había trabado la lengua. Él decía cosas bellas, y yo no podía expresarme con las mismas palabras.

—La Otra está tratando de volver —dijo, como si hubiese adivinado mi pensamiento—. La Otra tiene miedo de decir tonterías.

—Sí —respondí, haciendo todo lo posible por vencer el miedo—. Muchas veces, cuando converso con alguien y me entusiasmo con algún tema, termino diciendo cosas que nunca había pensado. Es como si canalizara una inteligencia que no es mía, y que entiende de la vida mucho más que yo.

»Pero eso es raro. Generalmente, en cualquier conversación, prefiero quedarme escuchando. Creo que estoy aprendiendo algo nuevo, aunque siempre termine olvidándome de todo.

—Nosotros somos nuestra gran sorpresa —dijo él—. La fe del tamaño de un grano de mostaza nos haría mover esas montañas. Es eso lo que aprendí. Y hoy me sorprendo cuando escucho con respeto mis propias palabras.

»Los apóstoles eran pescadores, analfabetos, ignorantes. Pero aceptaron la llama que bajaba del cielo. No tuvieron vergüenza de la propia ignorancia; tuvieron fe en el Espíritu Santo.

»Ese don es de quien quiere aceptarlo. Basta con creer, aceptar, y no tener miedo de cometer algunos errores.

La Virgen sonreía delante de mí. Tenía todos los motivos para llorar, y sin embargo sonreía.

—Sigue con lo que estabas contando —dije.

—Es eso —respondió él—. Aceptar el don. Entonces el don se manifiesta.

—La cosa no funciona así.

—¿No me entiendes?

—Entiendo. Pero soy como todas las demás personas: tengo miedo. Creo que esto funciona para ti, o para el vecino de al lado, pero nunca funcionará para mí.

—Un día eso cambiará. Cuando entiendas que somos como esa criatura que tenemos delante, mirándonos.

—Pero hasta ese momento creeremos que hemos llegado cerca de la luz pero que no hemos conseguido, encender nuestra propia llama.

Él no respondió.

—No has terminado la historia del seminario —dije, después de un rato.

—Continúo en el seminario.

Y antes de que yo pudiese reaccionar, se levantó y caminó hacia el centro de la iglesia.

Yo no me moví. La cabeza me daba vueltas, y no entendía qué estaba pasando. ¡En el seminario!

Era mejor no pensar. La presa se había roto, el amor me inundaba el alma y ya no podía dominarlo. Todavía había una salida: la Otra, que era dura porque era frágil, que era fría porque tenía miedo, pero yo ya no la quería. Ya no podía ver la vida a través de sus ojos.

Un sonido me interrumpió el pensamiento, un sonido agudo, largo, como de una flauta gigantesca. Mi corazón se sobresaltó.

Oí otro sonido. Y otro más. Miré hacia atrás: había una escalera de madera que llevaba a una plataforma poco cuidada, que no combinaba con la armonía y la belleza helada de la piedra. Encima de la plataforma se veía un antiguo órgano.

Y él estaba allí. No divisaba su rostro, porque el sitio era oscuro, pero sabía que estaba allí.

Me levanté, y él me interrumpió.

—¡Pilar! —dijo, con una voz llena de emoción—. Quédate donde estás.

Obedecí.

—Que la Gran Madre me inspire —prosiguió—. Que la música sea mi oración de este día.

Y comenzó a sonar el Ave María. Debían de ser las seis de la tarde, la hora del Ángelus, la hora en que la luz y las tinieblas se mezclaban. El sonido del órgano resonaba en la iglesia vacía, se mezclaba con las piedras y las imágenes llenas de historias y de fe. Cerré los ojos, y dejé que la música se mezclase también conmigo, y me lavase el alma de miedos y de culpas, y me hiciese recordar siempre que yo era mejor de lo que pensaba, más fuerte de lo que creía. Sentí una enorme necesidad de rezar; era la primera vez que eso ocurría desde que me había apartado del camino de la fe. Aunque yo me había sentado en el banco, mi alma estaba arrodillada a los pies de aquella Señora que tenía delante, la mujer que dijo

«»

cuando podía haber dicho no, y el ángel buscaría a otra y no habría ningún pecado a los ojos del Señor, porque Dios conoce a fondo la debilidad de sus hijos. Pero ella dijo

«hágase tu voluntad»

lo mismo que cuando sintió que recibía, junto con las palabras del ángel, todo el dolor y el sufrimiento de su destino; y los ojos de su corazón pudieron vislumbrar al hijo amado que salía de la casa, a las personas que lo seguían y que luego lo negaban, pero

«hágase tu voluntad»

lo mismo que cuando, en el momento más sagrado de la vida de una mujer, tuvo que mezclarse con los animales de un establo para dar a luz, porque así lo querían las Escrituras,

«hágase tu voluntad»

lo mismo que cuando, acongojada, buscaba a su hijo por las calles, y lo encontró en el templo. Y él pidió que no lo perturbase, porque necesitaba cumplir otros deberes y otras tareas,

«hágase tu voluntad»

sabiendo que lo seguiría buscando durante el resto de sus días, con el corazón traspasado por el puñal del dolor, temiendo a cada minuto por su vida, sabiendo que estaba perseguido y amenazado,

«hágase tu voluntad»

lo mismo que cuando al encontrarlo en medio de la multitud, no había podido acercarse,

«hágase tu voluntad»

lo mismo que, cuando envió a alguien para avisarle que ella estaba allí, el hijo mandó decirle que «mi madre y mis hermanos son estos que están conmigo»,

«hágase tu voluntad»

lo mismo que cuando todos huyeron al final, y sólo ella, otra mujer y uno de ellos se habían quedado a los pies de la cruz, soportando la risa de los enemigos y la cobardía de los amigos,

«hágase tu voluntad»

Hágase tu voluntad, Señor. Porque Tú conoces la flaqueza de corazón de Tus hijos, y sólo das a cada uno un peso que pueda cargar. Que Tú entiendas mi amor, porque es la única cosa que tengo realmente mía, la única cosa que podré llevar a la otra vida. Haz que se conserve valiente y puro, capaz de seguir vivo, a pesar de los abismos y de las trampas del mundo.

El órgano calló, y el sol se escondió detrás de las montañas, como si ambos fuesen dirigidos por la misma Mano. Su oración había sido escuchada, la música había sido su oración. Abrí los ojos, y la iglesia estaba completamente a oscuras, salvo por la vela solitaria que iluminaba la imagen de la Virgen.

Oí de nuevo sus pasos, que volvían hasta donde yo estaba. La luz de aquella única vela me iluminó las lágrimas y la sonrisa, que aunque no era tan hermosa como la de la Virgen, mostraba que mi corazón estaba vivo.

Él me miró, y yo lo miré. Mi mano buscó la suya y la encontró. Sentí que ahora era su corazón el que latía más rápido; casi lo escuchaba, porque estábamos de nuevo en silencio.

Mi alma, sin embargo, estaba tranquila, y mi corazón estaba en paz.

Le apreté la mano y él me abrazó. Nos quedamos allí a los pies de la Virgen durante un tiempo que no sé precisar, porque el tiempo se había detenido.

Ella nos miraba. La campesina adolescente que dijo «sí» a su destino. La mujer que aceptó llevar en el vientre al hijo de Dios, y en el corazón el amor de la Diosa. Ella era capaz de comprender.

Yo no quería preguntar nada. Bastaban los momentos pasados en la iglesia, esa tarde, para justificar todo aquel viaje. Bastaban los cuatro días con él para justificar todo aquel año en el que nada especial había sucedido.

Por eso no quería preguntar nada. Salimos de la iglesia cogidos de la mano, y regresamos a la habitación. La cabeza me daba vueltas; el seminario, la Gran Madre, el encuentro que él tendría esa noche.

Entonces me di cuenta de que tanto yo como él queríamos atar nuestras almas al mismo destino; pero existía un seminario en Francia, existía Zaragoza. Se me estrujó el corazón. Miré las casas medievales, la fuente de la noche anterior. Recordé el silencio y el aire triste de la Otra mujer que yo había sido un día.

«Dios, estoy intentando recuperar mi fe. No me abandones en medio de una historia como ésta», pedí, alejando el miedo.