Anduvimos horas seguidas en ayunas, caminamos por la nieve y por la carretera, tomamos café por la mañana en una aldea de la que nunca sabré el nombre, sólo que tiene una fuente, y en esa fuente una escultura de una serpiente y una paloma mezcladas en un único animal.

Él sonrió al ver eso.

—Es una señal. Masculino y femenino unidos en la misma figura.

—Nunca había pensado en lo que me contaste ayer —comenté—. Ahora me parece lógico.

—«Hombre y mujer los creó Dios» —dijo, repitiendo una frase del Génesis—. Porque eso era a su imagen y semejanza: hombre y mujer.

Vi que sus ojos tenían otro brillo. Estaba feliz, y se reía de cualquier tontería. Entablaba conversaciones con las pocas personas que encontraba en el camino: labradores de ropa grisácea que iban al trabajo, montañeros de ropas coloridas que se preparaban para escalar algún pico.

Yo me quedaba quieta, porque mi francés era pésimo; pero mi alma se alegraba de verlo así.

Su felicidad era tanta que todos sonreían cuando conversaban con él. Quizá su corazón le había dicho algo, y ahora sabía que yo lo amaba, aunque todavía me comportase como una vieja amiga de la infancia.

—Pareces más contento —le dije en cierto momento.

—Porque siempre soñé con estar aquí contigo, andando por estas montañas y recogiendo las doradas manzanas del sol.

«Las doradas manzanas del sol.» Un verso que alguien escribió hace mucho tiempo y que ahora él repetía, en el momento justo.

—Existe otro motivo para tu alegría —comenté, mientras volvíamos de aquella aldea con una fuente exquisita.

—¿Cuál?

—Tú sabes que estoy contenta. Tú eres responsable de que yo esté aquí hoy, subiendo a montañas de verdad, lejos de las montañas de cuadernos y de libros. Me estás haciendo feliz. Y la felicidad es algo que se multiplica cuando se divide.

—¿Hiciste el ejercicio del Otro?

—Sí. ¿Cómo lo sabes?

—Porque tú también has cambiado. Y porque siempre aprendemos ese ejercicio en el momento indicado.

La otra me siguió durante toda aquella mañana. Trataba de acercarse de nuevo. Pero a cada minuto su voz se volvía más débil, y su imagen comenzaba a disolverse. Me recordaba los finales de las películas de vampiros, en los que el monstruo se transforma en polvo.

Pasamos por delante de otra columna con la imagen de la Virgen en la cruz.

—¿En qué piensas? —preguntó.

—En vampiros. En los seres de la noche, encerrados en sí mismos, buscando desesperadamente compañía. Pero incapaces de amar.

»Por eso dice la leyenda que basta con clavarle una estaca en el corazón para matarlo; cuando eso ocurre, el corazón despierta, libera la energía del amor y destruye el mal.

—Nunca había pensado en eso. Pero es lógico.

Yo había conseguido clavar esa estaca. El corazón, liberado de las maldiciones, se hacía cargo de todo. La Otra ya no tenía dónde meterse.

Mil veces sentí deseos de cogerle la mano, y mil veces me quedé quieta, sin hacer nada. Estaba un poco confundida; quería decirle que lo amaba, pero no sabía cómo empezar.

Conversamos acerca de las montañas y los ríos. Anduvimos perdidos en el bosque durante casi una hora, pero volvimos a encontrar el camino. Comimos bocadillos y bebimos nieve derretida. Cuando el sol empezó a bajar, decidimos regresar a Saint-Savin.