Cuando me desperté, la ventana estaba abierta, y él miraba hacia las montañas que se veían allá fuera. Me quedé unos minutos sin decir nada, preparada para cerrar los ojos si él volvía la cabeza.
Como si percibiese lo que yo estaba pensando, dio media vuelta y me miró a los ojos.
—Buenos días —dijo.
—Buenos días. Cierra la ventana, está entrando mucho frío.
La Otra había aparecido sin previo aviso. Todavía trataba de cambiar la dirección del viento, descubrir defectos, decir que no, que no era posible. Pero sabía que era tarde.
—Tengo que cambiarme de ropa —dije.
—Te espero abajo —respondió él.
Entonces me levanté, alejé a la Otra del pensamiento, abrí de nuevo la ventana y dejé entrar el sol. El sol que todo lo inundaba: las montañas cubiertas de nieve, el suelo cubierto de hojas secas, el río que no veía pero que oía.
El sol me dio en los senos, me iluminó el cuerpo desnudo, y yo no sentía frío porque un calor me consumía, el calor de una chispa que se transforma en llama, de una llama que se transforma en hoguera, de una hoguera que se transforma en incendio imposible de controlar. Yo sabía.
Y quería.
Sabía que a partir de ese momento iría a conocer los cielos y los infiernos, la alegría y el dolor, el sueño y la desesperación, y que ya no podría contener nunca más los vientos que soplaban desde los rincones escondidos de mi alma. Sabía que a partir de aquella mañana me guiaba el amor, aunque ese amor hubiese estado presente desde la infancia, desde que lo había visto por primera vez. Porque nunca lo había olvidado, aunque me hubiese considerado indigna de luchar por él. Era un amor difícil, con fronteras que yo no quería cruzar.
Recordé la plaza de Soria, el momento en que le pedí que buscase la medalla que había perdido. Yo sabía, sí, yo sabía lo que me iba a decir, y no quería escucharlo, porque era como otros muchachos que un buen día se marchan en busca de dinero, aventuras o sueños. Yo necesitaba un amor posible, mi corazón y mi cuerpo estaban todavía vírgenes, y un príncipe encantado me vendría a buscar.
En aquella época poco entendía de amor. Cuando le vi en la conferencia, y acepté la invitación, me pareció que la mujer madura podía dominar el corazón de la niña que tanto había luchado para encontrar a su príncipe encantado. Entonces él habló de la criatura que siempre llevamos dentro, y volví a oír la voz de la niña que fui, de la princesa que tenía miedo de amar y perder.
Durante cuatro días había tratado de no hacer caso a la voz de mi corazón, pero ella se fue fortaleciendo cada vez más, para desesperación de la Otra. En el rincón más escondido de mi alma, yo seguía existiendo, y creyendo en los sueños. Antes de que la Otra dijese algo, acepté la invitación, acepté el viaje, decidí correr los riesgos.
Y a causa de eso —de lo poco mío que quedaba— el amor volvió a encontrarme, después de haberme buscado en todos los confines del mundo. El amor volvió a encontrarme, a pesar de que la Otra había montado una barrera de prejuicios, certezas y libros de estudio en una tranquila calle de Zaragoza.
Abrí la ventana y el corazón. El sol inundó mi habitación, y el amor inundó mi alma.