Volvemos a la plaza y atravesamos los pocos metros que nos separan de la iglesia. Veo la fuente, la luz del farol y la botella de vino con los dos vasos en el borde. «Ahí deben de haber estado dos enamorados —pienso—. En silencio, mientras conversaban sus corazones. Y cuando los corazones terminaron de decirlo todo, empezaron a compartir los grandes misterios.»

Por una vez, no se ha terminado planteando ninguna conversación sobre el amor. No importa. Siento que estoy ante algo muy serio, y tengo que aprovechar para entender todo lo posible. Por un instante recuerdo los estudios, Zaragoza, el hombre de mi vida que pretendo encontrar, pero eso ahora me parece lejano, envuelto en la misma bruma que se extiende por Saint-Savin.

—¿Por qué me has contado toda esa historia de Bernadette? —pregunto.

—No lo sé exactamente —responde él, sin mirarme directamente a los ojos—. Quizá porque estamos cerca de Lourdes. Quizá porque pasado mañana es el día de la Inmaculada Concepción. Quizá porque quería mostrarte que mi mundo no es tan solitario y loco como puede parecer.

»Otras personas forman parte de él. Y creen lo que están diciendo.

—Nunca dije que tu mundo fuera loco. Loco puede ser el mío: pierdo el tiempo detrás de cuadernos y estudios que no me harán salir de un sitio que ya conozco.

Sentí que estaba más aliviado: yo lo comprendía.

Esperé a que siguiera hablando de la Diosa, pero se volvió hacia mí.

—Vamos a dormir —dijo—. Hemos bebido mucho.