Ahora estamos completamente envueltos por la oscuridad de la bruma. Comienzo a imaginarme en el agua, en el vientre materno, donde el tiempo y el pensamiento no existen. Todo lo que él dice parece tener sentido, un sentido extraordinario. Me acuerdo de la señora de la conferencia. Me acuerdo de la muchacha que me llevó hasta la plaza. También ella había dicho que el agua era el símbolo de la Diosa.

—A veinte kilómetros de aquí hay una gruta —prosigue—. El 11 de febrero de 1858 una niña recogía leña allí en compañía de otras dos criaturas. Era una niña frágil, asmática, de una pobreza que rozaba la miseria. Aquel día de invierno tuvo miedo de atravesar un pequeño riachuelo; podía mojarse, enfermar, y sus padres necesitaban el poco dinero que ganaba trabajando como pastora.

»Entonces apareció una mujer vestida de blanco, con dos rosas doradas en los pies. Trató a la niña como si fuese una princesa, le pidió por favor que volviese allí un determinado número de veces y desapareció. Las otras dos criaturas, que la habían visto en trance, divulgaron luego la historia.

»A partir de ese momento comenzó un largo calvario para ella. La detuvieron, y le exigieron que lo negase todo. La tentaron con dinero para que pidiese favores especiales a la Aparición. Los primero días su familia fue insultada en la plaza pública; decían que hacía todo aquello para llamar la atención.

»La niña que se llamaba Bernadette, no tenía la menor idea de lo que estaba viendo. Se refería a la señora como «Aquello», y sus padres, acongojados, habían ido a buscar socorro en el cura de la aldea. El cura sugirió que, en la próxima aparición, la niña preguntase el nombre de aquella mujer.

»Bernadette hizo lo que el cura le mandó, pero la respuesta consistió apenas en una sonrisa. «Aquello» apareció en total dieciocho veces, la mayoría de ellas sin decir nada. En una de esas veces, pidió a la niña que besase la tierra. Sin entender, Bernadette hizo lo que «Aquello» le mandaba. Un día pidió que la niña cavase un agujero en el suelo de la gruta. Bernadette obedeció, y al instante brotó un poco de agua lodosa, pues guardaban allí cerdos.

»—Bebe esta agua —dijo la señora.

»El agua está tan sucia que Bernadette la derrama tres veces, sin coraje para llevársela a la boca. Pero, aunque con asco, termina obedeciendo. En el sitio donde ha cavado, empieza a brotar más agua. Un hombre ciego de un ojo se pasa unas gotas por la cara, y recupera la visión. Una mujer, desesperada porque su hijo recién nacido se está muriendo, sumerge al niño en la fuente, un día en que la temperatura es de bajo cero. El niño se cura.

»Poco a poco, la noticia se extiende, y empiezan a acudir al lugar millares de personas. La niña sigue insistiendo en saber el nombre de la señora, pero ella apenas sonríe.

»Hasta que un hermoso día, «Aquello» se vuelve hacia Bernadette y dice:

» —Soy la Inmaculada Concepción.

»Satisfecha, la niña va corriendo a contárselo al párroco.

» —No puede ser —dice él—. Nadie puede ser árbol y fruto al mismo tiempo, hija mía. Ve allí y échale agua bendita.

»Para el cura, sólo Dios puede existir desde el principio, y Dios, como todo indica, es hombre.

Él hace una larga pausa.

—Bernadette echa agua bendita en «Aquello.» La Aparición sonríe con ternura, nada más.

»El día 16 de julio, la mujer aparece por última vez. Poco después, Bernadette entra en un convento, sin saber que había cambiado por completo el destino de aquella pequeña aldea al lado de la gruta. De la fuente sigue brotando agua, y los milagros se suceden.

»La historia recorre primero Francia, y luego el mundo entero. La ciudad crece y se transforma. Los comerciantes llegan y empiezan a ocupar el lugar. Se abren hoteles. Bernadette muere y es enterrada lejos de allí, sin saber nada de lo que pasa.

»Algunas personas, para poner a la Iglesia en dificultades, ya que a esas alturas el Vaticano admite las apariciones, comienzan a inventar milagros falsos, que luego son desenmascarados. La Iglesia reacciona con rigor: a partir de determinada fecha, sólo acepta como milagros los fenómenos que son sometidos a una serie de rigurosos exámenes realizados por juntas médicas y científicas.

»Pero el agua sigue brotando, y continúan los milagros.

Creo oír algo cerca de nosotros. Siento miedo, pero él no se mueve. Ahora la niebla tiene vida y tiene historia. Me quedo pensando en todo lo que ha dicho, y en la pregunta cuya respuesta todavía no he entendido: ¿cómo sabe todo eso?

Me quedo pensando en el rostro femenino de Dios. El hombre que está a mi lado tiene el alma llena de conflictos. Hace poco me escribió que quería entrar en un seminario católico; pero cree que Dios tiene un rostro femenino.

Él está inmóvil. Yo sigo sintiéndome en el vientre de la Madre Tierra, sin tiempo y sin espacio. La historia de Bernadette parece representarse delante de mis ojos, en la bruma que nos envuelve.

Entonces él vuelve a hablar.

—Bernadette ignoraba dos cosas importantísimas —dice—. La primera era que, antes de que la religión cristiana llegase aquí, estas montañas estaban habitadas por celtas, y la Diosa era la principal devoción de esa cultura. Generaciones y generaciones habían entendido el rostro femenino de Dios, y compartido Su amor y Su gloria.

—¿Y la segunda?

—La segunda era que, poco antes de que Bernadette tuviese esas visiones, las altas autoridades del Vaticano se habían reunido en secreto.

»Casi nadie sabía qué pasaba en esas reuniones, y era evidente que el sacerdote de la aldea de Lourdes no tenía la menor idea. La alta cúpula de la Iglesia Católica estaba decidiendo si debía declarar el dogma de la Inmaculada Concepción.

»El dogma terminó siendo declarado mediante la bula papal Ineffabilis Deus. Pero sin aclarar, ante el gran público, qué significaba eso.

—¿Y cuál es tu relación con todo esto? —pregunto.

—Soy Su discípulo. He aprendido con Ella —dice, sin saber que está revelando también la fuente de todo lo que sabe.

—¿Tú La ves?

—Sí.