Llegamos de noche, con una niebla tan fuerte que costaba distinguir dónde estábamos. Yo divisaba apenas una pequeña plaza, un farol, algunas casas medievales mal iluminadas por la luz amarilla, y una fuente.
—¡La niebla! —dijo, excitado.
Yo no entendía.
—Estamos en Saint-Savin —explicó.
El nombre no me decía nada. Pero estábamos en Francia, y eso me excitaba.
—¿Por qué este lugar? —pregunté.
—Por la casa que quiero venderte —contestó él, riendo—. Además, prometí que volvería el día de la Inmaculada Concepción.
—¿Aquí?
—Aquí cerca.
Detuvo el coche. Al bajar, me cogió de la mano y empezamos a caminar entre la niebla.
—Éste lugar entró en mi vida de un modo inesperado —dijo.
«Tú también», pensé.
—Aquí, un día, sentí que había perdido mi camino. Y no era así: en realidad lo había reencontrado.
—Dices cosas muy enigmáticas —dije.
—Fue aquí donde entendí la falta que hacías en mi vida.
Volví a mirar alrededor. No podía entender por qué.
—¿Qué tiene esto que ver con tu camino?
—Vamos a conseguir una habitación, pues los dos únicos hoteles de este pueblo sólo funcionan en el verano. Después cenaremos en un buen restaurante, sin tensión, sin miedo a la policía, sin necesidad de volver corriendo al coche. Y cuando el vino suelte nuestras lenguas, conversaremos mucho.
Nos reímos juntos. Yo ya estaba más relajada. Durante el viaje, me había dado cuenta de las tonterías que estaba pensando. Al cruzar la cadena de montañas que separa Francia de España, pedí a Dios que lavase mi alma de toda tensión y miedo.
Ya me había cansado de hacer ese papel infantil, igual al de muchas de mis amigas, que temían el amor imposible pero no sabían exactamente qué era el «amor imposible.» Si seguía así, perdería todo lo bueno que me podían dar aquellos días junto a él.
«Cuidado —pensé—. Cuidado con la brecha en la presa. Si se abre apenas, nada de este mundo podrá cerrarla.»
—Que la Virgen nos proteja de aquí en adelante —dijo él.
Yo no respondí.
—¿Por qué no dices «amén»? —preguntó.
—Porque ya no me parece tan importante. Hubo una época en la que la religión formaba parte de mi vida, pero ese tiempo pasó.
Él dio media vuelta y empezamos a caminar, regresando hacia el coche.
—Todavía rezo —proseguí—. Lo hice cuando cruzábamos los Pirineos. Pero es algo automático, y no sé si creo mucho.
—¿Por qué?
—Porque sufrí, y Dios no me escuchó. Porque muchas veces en mi vida intenté amar con todo mi corazón, y el amor terminó siendo pisoteado, traicionado. Si Dios es amor, debería cuidar mejor de mi sentimiento.
—Dios es amor. Pero quien entiende mucho del tema es la Virgen.
Solté una carcajada. Cuando volví a mirarlo, descubrí que estaba serio: no había sido un chiste.
—La Virgen entiende el misterio de la entrega total —prosiguió—. Y, por haber amado y sufrido, nos liberó del dolor. De la misma manera en que Jesús nos liberó del pecado.
—Jesús era hijo de Dios. La Virgen fue apenas una mujer que tuvo la gracia de recibirlo en su vientre —contesté. Quería reparar la risa inoportuna, quería que supiese que respetaba su fe. Pero la fe y el amor no se discuten, especialmente en un pueblo tan bonito como aquél.
Abrió la puerta del coche y cogió las dos bolsas. Cuando intenté quitarle mi equipaje de las manos, sonrió.
—Déjame llevártelo —dijo.
«Cuánto tiempo hace que nadie me trata así», pensé.
Llamamos a la primera puerta; una mujer nos dijo que no alquilaba habitaciones. En la segunda puerta no nos atendió nadie. En la tercera, un viejecito gentil nos recibió bien, pero cuando miramos la habitación vimos que sólo tenía una cama de matrimonio. Yo me negué.
—Quizá convenga que vayamos a una ciudad más grande —sugerí cuando salíamos.
—Vamos a conseguir una habitación —respondió él—. ¿Conoces el ejercicio del Otro? Pertenece a una historia escrita hace cien años, cuyo autor.
—Olvida al autor y cuéntame la historia —dije mientras andábamos por la única plaza de Saint-Savin.
—Un sujeto encuentra a un viejo amigo, que vive tratando de acertar en la vida, sin resultado. «Voy a tener que darle un poco de dinero», piensa. Sucede que, esa noche, descubre que su amigo es rico, y que ha venido a pagar todas las deudas que ha contraído en el correr de los años.
Van hasta un bar que solían frecuentar juntos, y él paga la bebida de todos. Cuando le preguntan la razón de tanto éxito, él responde que hasta unos días antes había estado viviendo el Otro.
—¿Qué es el Otro? —preguntan.
—El Otro es aquel que me enseñaron a ser, pero que no soy yo. El Otro cree que la obligación del hombre es pasar la vida entera pensando en cómo reunir dinero para no morir de hambre al llegar a viejo. Tanto piensa, y tanto planifica, que sólo descubre que está vivo cuando sus días en la tierra están a punto de terminar. Pero entonces ya es demasiado tarde.
—Y tú ¿quién eres?
—Yo soy lo que es cualquiera de nosotros, si escucha su corazón. Una persona que se deslumbra ante el misterio de la vida, que está abierta a los milagros, que siente alegría y entusiasmo par lo que hace. Sólo que el Otro, temiendo desilusionarse, no me dejaba actuar.
—Pero existe el sufrimiento —dicen las personas del bar.
—Existen derrotas. Pero nadie está a salvo de ellas. Por eso, es mejor perder algunos combates en la lucha por nuestros sueños que ser derrotado sin siquiera saber por qué se está luchando.
—¿Sólo esa? —preguntan las personas del bar.
—Sí. Cuando descubrí eso, decidí ser lo que realmente siempre deseé. El Otro se quedó allí, en mi habitación, mirándome, pero no lo dejé entrar nunca más, aunque algunas veces intentó asustarme, alertándome de los riesgos de no pensar en el futuro.
»Desde el momento en que expulsé al Otro de mi vida, la energía divina obró sus milagros.
«Creo que él inventó esa historia. Quizá sea bonita, pero no es verdadera», pensé, mientras seguíamos buscando un sitio para pernoctar. Saint-Savin no tenía más de treinta casas, y pronto tendríamos que hacer lo que yo había sugerido: ir a una ciudad más grande.
Por mucho entusiasmo que él tuviese, por más que el Otro ya se hubiese alejado de su vida, los habitantes de Saint-Savin no sabían que su sueño era dormir allí esa noche, y no lo iban a ayudar en nada. Entretanto, mientras él contaba la historia, yo tenía la sensación de estar viéndome a mí misma: los miedos, la inseguridad, la voluntad de no descubrir todo lo que es maravilloso, porque mañana puede acabarse, y vamos a sufrir.
Los dioses juegan a los dados, y no preguntan si queremos participar en el juego. No quieren saber si has dejado a un hombre, una casa, un trabajo, una carrera, un sueño. Los dioses no se fijan en el hecho de que tienes una vida en la que cada cosa está en su sitio, y cada deseo puede ser alcanzado con trabajo y perseverancia. Los dioses no tienen en cuenta nuestros planes y nuestras esperanzas; en algún lugar del universo, juegan a los dados, y por accidente resultas escogido. A partir de ese momento, ganar o perder es sólo cuestión de oportunidad.
Los dioses juegan a los dados, y liberan el Amor de su jaula. Ésa fuerza que puede crear o destruir, según la dirección en que esté soplando el viento en el momento en que sale de su prisión.
Por ahora el viento soplaba hacia el lado de él. Pero los vientos son tan caprichosos como los dioses y, en el fondo de mi ser, empezaba a sentir algunas ráfagas.