Bebo dos vasos de vino en el almuerzo. Nunca bebí tanto en mi vida. Me estoy volviendo alcohólica.
«Qué exageración.»
Él charla con el camarero. Descubre que existen varias ruinas romanas en las cercanías. Trato de seguir la conversación, pero no consigo ocultar el mal humor.
La princesa se ha convertido en sapo. ¿Qué importancia tiene esto? ¿A quién necesito probarle algo si no busco nada, ni hombre ni amor?
«Ya lo sabía —pienso—. Sabía que iba a desequilibrar mi mundo. El cerebro avisó, pero el corazón no quiso seguir su consejo.»
Tuve que pagar un precio alto para conseguir lo poco que tengo. Debí renunciar a tantas cosas que deseaba apartarme de tantos caminos que se me presentaban… Sacrifiqué mis sueños en nombre de un sueño mayor: la paz de espíritu. No quiero apartarme de esa paz.
—Estás tensa —dice él, interrumpiendo la conversación con el camarero.
—Sí, lo estoy. Creo que aquel viejo fue a llamar a la policía. Creo que esta ciudad es pequeña, y ellos saben dónde estamos. Creo que esa obstinación tuya por almorzar aquí puede acabar con nuestras vacaciones.
Hace girar el vaso de agua mineral. Debe de saber que no es ése el motivo, que en realidad estoy avergonzada. ¿Por qué hacemos esto con nuestras vidas? ¿Por qué vemos la paja en el ojo ajeno y no vemos las montañas, los campos y los olivares?
—Escucha: no va a pasar nada de eso —dice él—. El viejo ya ha regresado a su casa, y ya no se acuerda del episodio. Confía en mí.
«No estoy tensa por eso, tonto», pienso.
—Escucha más tu corazón —prosigue.
—Eso es exactamente lo que hago: escucho —respondo—. Y prefiero salir de aquí. No me siento cómoda.
—No bebas más durante el día. No ayuda nada.
Hasta este momento me he estado controlando. Ahora es mejor decir todo lo necesario.
—Crees que lo sabes todo —digo—. Que entiendes de instantes mágicos, de niños interiores. No sé qué haces a mi lado.
Él se ríe.
—Te admiro —dice—. Y admiro la lucha que estás librando contra tu corazón.
—¿Qué lucha?
—Nada —responde.
Pero sé a qué se refiere.
—No te hagas ilusiones —contesto—. Si quieres, podemos hablar de eso. Estás engañado con respecto a mis sentimientos.
Él deja de mover el vaso y me mira a la cara.
—No lo estoy. Sé que tú no me amas.
Eso me deja todavía más desorientada.
—Pero voy a luchar por eso —continúa—. Hay cosas en la vida por las que vale la pena luchar hasta el fin.
Sus palabras me dejan sin respuesta.
—Tú vales la pena —dice.
Yo aparto la mirada, y finjo estar interesada en la decoración del restaurante. Me estaba sintiendo sapo, y vuelvo a ser princesa.
«Quiero creer en sus palabras —pienso, mientras miro un cuadro con pescadores y barcos—. No van a cambiar nada, pero por lo menos no me sentiré tan débil, tan incapaz.»
—Disculpa mi agresividad —digo.
Él sonríe. Llama al camarero y paga la cuenta.
En el camino de regreso me siento más confusa. Puede ser el sol, pero no, es otoño y el sol no calienta nada. Puede ser el viejo, pero el viejo ha salido de mi vida hace ya algún tiempo.
Puede ser todo eso nuevo. Zapato nuevo molesta. La vida no es diferente: nos coge desprevenidos y nos obliga a caminar hacia lo desconocido cuando no queremos, cuando no lo necesitamos.
Trato de concentrarme en el paisaje, pero ya no logro ver los olivares, el pueblo del monte, la capilla con un viejo en la puerta. Nada de eso me resulta familiar.
Recuerdo la borrachera de ayer, y la canción que él me cantaba:
Las tardecitas de Buenos Aires tienen ese no sé… ¿qué sé yo?
Viste, salí de tu casa, por Arenales…
¿Por qué Buenos Aires si estábamos en Bilbao? ¿Qué calle es ésta, Arenales? ¿Qué quería él?
—¿Qué canción es esa que cantabas ayer? —pregunto.
—Balada para un loco —dice—. ¿Por qué no me lo has preguntado hasta hoy?
—Por nada —contesto.
Pero sí, hay un motivo. Sé que él cantó esa canción porque es una trampa. Me hizo memorizar la letra, y yo tengo que memorizar la materia para el examen. Podría haber cantado una canción conocida, que yo hubiese oído miles de veces, pero prefirió algo que no hubiese escuchado nunca.
Es una trampa. Así, cuando más adelante suene esa música en la radio, o en un disco, me acordaré de él, de Bilbao, de la época en que el otoño de mi vida se transformó de nuevo en primavera. Recordaré la excitación, la aventura, y la criatura que renació sabe Dios de dónde.
Él pensó todo esto. Él es sabio, tiene experiencia ha vivido, sabe conquistar a la mujer que desea.
«Me estoy volviendo loca», me digo. Siento que soy alcohólica porque he bebido dos días seguidos Siento que él sabe todos los trucos. Siento que me domina y me gobierna con su dulzura.
«Admiro la lucha que estás librando con tu corazón», me dijo en el restaurante.
Pero se engaña. Porque ya luché y vencí a mi corazón hace mucho tiempo. No me voy a enamorar de lo imposible.
Conozco mis límites, y mi capacidad de sufrimiento.
—Háblame de algo —digo, cuando emprendemos el regreso hacia el coche.
—¿De qué?
—De cualquier cosa. Conversa conmigo.
Empieza a contarme algo acerca de las apariciones de la Virgen María en Fátima. No sé de dónde ha sacado ese tema, pero consigue distraerme con la historia de los tres pastores que conversan con Ella.
Al rato mi corazón se tranquiliza. Sí, conozco bien mis límites, y sé dominarme.