Después de casi media hora de caminata, llegamos a la capilla. Hay un viejo sentado en la escalera.

Es la primera persona que vemos desde que empezamos a caminar: ha llegado el final del otoño, y los campos están de nuevo entregados al Señor, que fertiliza la tierra con su bendición y permite que el hombre arranque su sustento con el sudor de la frente.

—Buenos días —le dice al hombre.

—Buenos días.

—¿Cómo se llama aquel pueblo?

—San Martín de Unx.

—¿Unx? —digo—. ¡Parece el nombre de un gnomo!

El viejo no entiende la broma. Camino hasta la puerta de la capilla.

—No puede entrar —dice el viejo—. Cierro al mediodía. Si quiere, puede volver a las cuatro de la tarde.

La puerta está abierta. Veo el interior, aunque no con nitidez a causa de la claridad del día.

—Sólo un minuto. Me gustaría rezar una oración.

—Lo siento mucho. Ya está cerrada.

Él escucha mi conversación con el viejo. No dice nada.

—Está bien, nos vamos —digo—. No vale la pena discutir.

Él sigue mirándome; sus ojos están vacíos, distantes.

—¿No quieres ver la capilla? —pregunta.

Sé que no le ha gustado mi actitud. Le debo de parecer floja, cobarde, incapaz de luchar por lo que quiero. Sin necesidad de un beso, la princesa se transforma en sapo.

—Acuérdate de ayer —digo—. Tú cerraste la conversación en el bar porque no tenías ganas de discutir. Ahora, cuando yo hago lo mismo, me censuras.

El viejo contempla, impasible, nuestra discusión. Debe de estar contento de que ocurra algo allí, delante de él, en un sitio donde todas las mañanas, todas las tardes y todas las noches son iguales.

—La puerta de la iglesia está abierta —dice él, dirigiéndose al viejo—. Si quiere dinero, algo le podemos dar. Pero ella quiere ver la iglesia.

—Ya es tarde.

—Muy bien. Entraremos de cualquier modo.

Él me coge del brazo y entra conmigo.

Mi corazón se dispara. El viejo puede volverse agresivo, llamar a la policía, arruinar nuestro viaje.

—¿Por qué haces esto?

—Porque quieres ir a la capilla —es su respuesta.

Pero no logro concentrarme en lo que hay allí; esa discusión, y mi actitud, han roto el encanto de una mañana casi perfecta.

Mi oído está atento a lo que pasa fuera: imagino continuamente al viejo saliendo y a la policía del pueblo llegando. Invasores de capillas. Ladrones. Están haciendo algo prohibido, violando la ley. ¡El viejo dijo que estaba cerrada, que no era hora de visita! Él es un pobre viejo que no nos puede impedir que entremos, y la policía será más dura porque no respetamos a un anciano.

Me quedo allí dentro sólo el tiempo necesario para mostrar que cumplo con mi voluntad. El corazón me sigue latiendo con tanta fuerza que tengo miedo de que él me oiga.

—Podemos marcharnos —digo, cuando ha pasado el tiempo que yo calculo necesario para rezar un avemaría.

—No tengas miedo, Pilar. Tú no puedes «representar.»

Yo no quería que el problema con el viejo se transformase en un problema con él. Necesitaba conservar la calma.

—No sé qué es eso de «representar» —respondo.

—Ciertas personas viven peleadas con alguien, peleadas con ellas mismas, peleadas con la vida. Así, empiezan a montar una especie de pieza teatral en su cabeza, y escriben el guión según sus frustraciones.

—Yo conozco a mucha gente así. Sé de lo que estás hablando.

—Y lo peor es que no pueden representar esa pieza de teatro solas —prosigue—. Entonces comienzan a convocar a otros actores. Es lo que hizo ese sujeto. Quería vengarse de algo, y nos escogió a nosotros. Si hubiésemos aceptado su prohibición, ahora nos sentiríamos arrepentidos y derrotados. Habríamos pasado a formar parte de su vida mezquina y de sus frustraciones. La agresión de ese señor era visible, y resultó fácil evitar entrar en su juego. Hay otras personas que nos «convocan» cuando comienzan a comportarse como víctimas, quejándose de las injusticias de la vida, pidiendo que los demás estén de acuerdo, den consejos, participen.

Me miró a los ojos.

—Cuidado —dijo—. Cuando se entra en ese juego, siempre se sale perdiendo.

Él tenía razón. A pesar de eso, no me sentía muy cómoda allí dentro.

—Ya recé. Ya hice lo que quería. Ahora podemos salir.

Salimos. El contraste entre la oscuridad de la capilla y el fuerte sol de fuera me ciega por momentos. Cuando mis ojos se acostumbran, descubro que ya no está el viejo.

—Vamos a almorzar —dice él, andando hacia la ciudad.