El amor está lleno de trampas. Cuando quiere manifestarse, muestra apenas su luz, y no nos permite ver las sombras que esa luz provoca.
—Mira la tierra a nuestro alrededor —dijo—. Vamos a acostarnos en el suelo, a sentir los latidos del corazón del planeta.
—Más adelante —respondí—. No puedo ensuciar la única chaqueta que traje.
Caminamos a través de los olivares. Después de la lluvia del día anterior en Bilbao, el sol de la mañana me producía una sensación de sueño. Yo no tenía gafas oscuras: como pensaba regresar a Zaragoza el mismo día, no había traído nada. Tuve que dormir con una camisa que él me prestó, y compré una camiseta en la esquina del hotel para, al menos, poder lavar la que estaba usando.
—Debes de estar asqueado de verme con la misma ropa —dije, bromeando, para ver si un asunto tan banal me traía de vuelta a la realidad.
—Yo estoy feliz porque tú estás aquí.
No había vuelto a hablar de amor desde que me había entregado la medalla, pero estaba de buen humor, y parecía que había vuelto a los dieciocho años. Andaba a mi lado, sumergido también en la claridad de esa mañana.
—¿Qué tienes que hacer allí? —pregunté, señalando las montañas de los Pirineos, en el horizonte.
—Detrás de aquellas montañas está Francia —respondió, sonriendo.
—Yo estudié geografía. Sólo quiero saber por qué tenemos que ir hasta allí.
Él se quedó un rato callado, sonriendo apenas.
—Para que veas una casa. Quien sabe se interesa por ella.
—Si estás pensando en convertirte en agente inmobiliario, olvídalo. No tengo dinero.
A mí tanto me daba ir a un pueblo de Navarra como a Francia. Lo único que no quería era pasar los días de fiesta en Zaragoza.
«¿Te das cuenta? —oí que le decía mi cerebro a mi corazón—. Estás contenta de haber aceptado la invitación. Has cambiado, y no lo percibes.»
No, no cambié nada. Sólo me aflojé un poco.
—Fíjate en las piedras del suelo.
Eran redondas, sin aristas. Parecían guijarros marinos. Aunque el mar nunca había estado allí, en los campos de Navarra.
—Los pies de los trabajadores, los pies de los peregrinos, los pies de los aventureros moldearon estas piedras —dijo él—. Las piedras cambiaron, y también los viajeros.
—Todo lo que sabes ¿te lo enseñaron los viajes?
—No. Fueron los milagros de la Revelación.
No entendí, y no intenté profundizar. Estaba concentrada en el sol, en el campo, en las montañas del horizonte.
—¿Hacia dónde vamos ahora? —pregunté.
—Hacia ningún lugar. Estamos aprovechando la mañana, el sol, el bello paisaje. Tenemos por delante un largo viaje en coche.
Vaciló un instante, y luego preguntó:
—¿Guardaste la medalla?
—La guardé —dije, y empecé a caminar más rápido. No quería que tocase ese tema: podía estropear la alegría y la libertad de esa mañana.
Aparece un pueblo. Está, como las ciudades medievales, en la cima de un morro, y veo, a la distancia, la torre de su iglesia y las ruinas de un castillo.
—Vamos hasta allí —sugiero.
Él duda un instante, pero acepta. Hay una capilla en el camino, y tengo deseos de entrar en ella. Ya no sé rezar, pero el silencio de las iglesias me tranquiliza siempre.
«No te sientas culpable —me digo—. Si él está enamorado es problema suyo.»
Preguntó por la medalla. Sé que esperaba que volviésemos a la conversación del café. Al mismo tiempo, tenía miedo de escuchar lo que no quería oír; por eso no tomaba la iniciativa y no tocaba el tema.
Quizá me amara realmente. Pero conseguiríamos transformar ese amor en algo diferente, en algo más profundo.
«Ridículo —pensé—. No existe nada más profundo que el amor. En los cuentos infantiles, las princesas besan a los sapos, que se transforman en príncipes. En la vida real, las princesas besan a los príncipes, que se transforman en sapos.»