—Vamos a preguntar dónde queda la estación de autobuses —dije, en cuanto salimos de la autopista—. Hay una línea regular a Zaragoza.
Era la hora de la siesta y había poca gente en las calles. Pasamos por delante de un señor, de una pareja de jóvenes, y él no se detuvo a pedir información.
—¿Tú sabes dónde queda? —pregunté, después de un rato.
—¿Dónde queda qué?
Él seguía sin prestar atención a lo que yo decía.
De repente entendí aquel silencio. ¿De qué podía conversar con una mujer que nunca se había aventurado por el mundo? ¿Qué interés podía tener estar al lado de alguien que temía lo desconocido, que prefería un empleo seguro y un matrimonio convencional? Yo —pobre de mí— hablaba de los mismos amigos de la infancia, de los mismos recuerdos polvorientos de un pueblo insignificante. Era mi único tema.
—Me puedes dejar aquí mismo —dije cuando llegamos a lo que parecía ser el centro de la ciudad. Trataba de mostrarme natural, pero me sentía estúpida, infantil y aburrida.
Él no detuvo el coche.
—Tengo que coger el autobús para regresar a Zaragoza —insistí.
—Nunca estuve aquí. No sé dónde queda mi hotel. No sé dónde tengo que dar la conferencia. No sé dónde queda la estación de autobuses.
—Ya la encontraré, no te preocupes.
Disminuyó la velocidad, pero siguió conduciendo.
—Me gustaría… —dijo.
Por dos veces no consiguió terminar la frase. Yo imaginaba qué era lo que le gustaría: agradecer mi compañía, mandar recuerdos a los amigos y, de esa manera, aliviar aquella sensación desagradable.
—Me gustaría que fueses conmigo a la conferencia de esta noche —dijo por fin.
Me llevé un susto. Quizá estuviese tratando de ganar tiempo para reparar el incómodo silencio del viaje.
—Me gustaría mucho que fueses conmigo —repitió.
Yo podía ser una muchacha de provincias, sin grandes historias que contar, sin el brillo y la presencia de las mujeres de la ciudad. Pero la vida de provincias, aunque no haga a la mujer más elegante o mejor preparada, le enseña a escuchar el corazón, a entender sus instintos.
Para mi sorpresa, el instinto me decía que él estaba siendo sincero.
Respiré aliviada. Claro que no me quedaría a conferencia alguna, pero al menos mi amigo querido parecía estar de vuelta, llamándome para asistir a sus aventuras, compartiendo conmigo sus miedos y victorias.
—Gracias por la invitación —respondí—. Pero no tengo dinero para hotel, y necesito regresar a fin de seguir con mis estudios.
—Yo tengo algo de dinero. Puedes quedarte en mi habitación. Pedimos dos camas separadas.
Advertí que él estaba empezando a sudar, a pesar del frío. Mi corazón se puso a enviar señales de alarma que yo no conseguía identificar. La sensación de alegría de hacía unos momentos fue sustituida por una inmensa confusión.
Detuvo el coche de repente y me miró directo a los ojos.
Nadie logra mentir, nadie logra ocultar nada cuando mira directo a los ojos.
Y toda mujer, con un mínimo de sensibilidad, consigue leer los ojos de un hombre enamorado. Por absurda que parezca, por fuera de lugar y de tiempo que se manifieste esa pasión. Me acordé inmediatamente de las palabras de la mujer pelirroja de la fuente.
No era posible. Pero era verdad.
Nunca, nunca en mi vida había pensado que él —tanto tiempo después— se acordase todavía. Éramos niños, vivíamos juntos y descubrimos el mundo cogidos de la mano. Yo le amé, si es que una niña puede entender del todo el significado del amor. Pero aquello había sucedido hacía mucho tiempo, en otra vida, donde la inocencia deja el corazón abierto a todo lo mejor que hay en la vida.
Ahora éramos adultos y responsables. Las cosas de la infancia eran cosas de la infancia.
Volví a mirarlo a los ojos. Yo no quería o no podía creerlo.
—Tengo sólo esta conferencia, y estamos en el puente de la Inmaculada Concepción. Necesito ir a las montañas —prosiguió—. Necesito mostrarte algo.
El hombre brillante, que hablaba de instantes mágicos, estaba frente a mí, actuando de la manera más equivocada posible. Avanzaba demasiado rápido, estaba inseguro, hacía propuestas confusas. Resultaba duro verle de ese modo.
Abrí la puerta, salí y me recosté contra el coche. Me quedé mirando la avenida casi desierta. Encendí un cigarrillo y traté de no pensar. Podía disimular, fingir que no entendía; podía tratar de convencerme de que era realmente la propuesta de un amigo a una amiga de la infancia. Quizá él hubiese estado viajando demasiado tiempo, y empezase a confundir las cosas.
Quizá yo estuviese exagerando.
Él bajó del coche y se sentó a mi lado.
—Me gustaría que fueses a la conferencia esta noche —dijo, una vez más—. Pero si no puedes, lo comprendo.
Eso era. El mundo había dado una vuelta completa, y regresaba al punto de origen. No era nada de lo que pensaba: él ya no insistía, ya estaba dispuesto a dejarme partir. Los hombres enamorados no se comportan de esa manera.
Me sentí aturdida y aliviada al mismo tiempo. Sí, me podía quedar por lo menos un día. Cenaríamos juntos, y nos embriagaríamos un poco, cosa que jamás habíamos hecho cuando éramos niños. Era una buena oportunidad para olvidar las tonterías que había pensado unos minutos antes, una buena oportunidad para romper el hielo que nos había acompañado desde Madrid.
Un día no supondría ninguna diferencia. Por lo menos tendría algo que contarles a mis amigas.
—Camas separadas —dije, en tono de broma—. Y tú pagas la cena, porque a esta edad sigo siendo estudiante. No tengo dinero.
Dejamos las maletas en la habitación del hotel, y bajamos y fuimos caminando hasta el local de la conferencia. Llegamos temprano, y nos sentamos en un café.
—Te quiero dar algo —dijo él, entregándome una bolsita roja.
La abrí inmediatamente. Dentro había una medalla vieja y oxidada, con Nuestra Señora de las Gracias en un lado y el Sagrado Corazón de Jesús en el otro.
—Era tuya —dijo al ver mi cara de sorpresa.
Mi corazón empezó de nuevo a dar señales de alarma.
—Un día de otoño como éste, cuando teníamos unos diez años, me senté contigo en la plaza que tiene el roble grande. Yo quería decir algo que había ensayado durante semanas. En cuanto comencé, me dijiste que habías perdido la medalla en la ermita de San Saturio, y me pediste que fuera a buscarla.
Yo me acordaba. Dios mío, claro que me acordaba.
—Logré encontrarla —prosiguió—. Pero cuando regresé a la plaza ya no tenía coraje para decir lo que había ensayado. Entonces me prometí que sólo te entregaría la medalla cuando pudiese terminar la frase que había comenzado a decir aquel día, hace casi veinte años. Durante mucho tiempo intenté olvidar, pero la frase seguía presente. No puedo vivir más con ella.
Dejó el café. Encendió un cigarrillo y se quedó un largo rato mirando la punta. Finalmente se volvió hacia mí.
—Es una frase muy sencilla —dijo—. Te quiero.