Paramos a tomar un café.

—La vida te enseñó muchas cosas —dije, tratando de iniciar una conversación.

—Me enseñó que podemos aprender, me enseñó que podemos cambiar —respondió él—. Aunque parezca imposible.

Estaba cortando el asunto. Casi no habíamos conversado durante las dos horas de viaje hasta aquel bar de la carretera.

Al principio intenté recordar nuestro tiempo de infancia, pero él apenas mostraba un educado interés. Ni siquiera me oía, y me hacía preguntas sobre cosas que yo ya había dicho.

Parecía que algo no andaba bien. Podía ser que el tiempo y la distancia lo hubiesen apartado para siempre de mi mundo. «Él habla sobre instantes mágicos —pensé—. ¿Qué diferencia hay en la carrera que siguieron Carmen, Santiago o María?» Su universo era otro, Soria no era más que un recuerdo distante: detenida en el tiempo, con los amigos de la infancia todavía en la infancia, y los viejos todavía vivos haciendo lo que hacían veintinueve años antes.

Empecé a arrepentirme de haber aceptado el viaje en coche. Cuando volvió a cambiar de tema, durante el café, decidí no insistir más.

Las dos horas restantes, hasta Bilbao, fueron una verdadera tortura. Él miraba la carretera, yo miraba por la ventanilla, y ninguno de los dos ocultaba el malestar que se había instalado. El coche alquilado no tenía radio, y la solución era aguantar el silencio.