Las personas lo rodearon cuando terminó de hablar. Esperé, preocupada por la impresión que tendría de mí después de tantos años. Me sentía una niña: insegura, celosa porque no conocía a sus nuevos amigos, tensa porque prestaba más atención a los otros que a mí.
Entonces se acercó. Se puso rojo, y ya no era aquel hombre que decía cosas importantes; volvía a ser el niño que se escondía conmigo en la ermita de San Saturio, hablando de sus sueños de recorrer el mundo, mientras nuestros padres pedían ayuda a la policía pensando que nos habíamos ahogado en el río.
—Hola, Pilar —dijo.
Lo besé en la mejilla. Podría haberle dicho algunas palabras de elogio. Podría haber hecho algún comentario gracioso sobre la infancia, y sobre el orgullo que sentía de verlo así, admirado por los demás.
Podría haberle explicado que necesitaba salir corriendo y coger el último autobús nocturno para Zaragoza.
Podría. Jamás llegaremos a comprender el significado de esta frase. Porque en todos los momentos de nuestra vida existen cosas que podrían haber sucedido y terminaron no sucediendo. Existen instantes mágicos que van pasando inadvertidos y, de repente, la mano del destino cambia nuestro universo.
Fue lo que sucedió en aquel momento. En vez de todas las cosas que yo podía haber hecho, hice un comentario que —una semana después— me trajo delante de este río y me hizo escribir estas líneas.
—¿Podemos tomar un café? —fue lo que dije.
Y él, volviéndose hacia mí, aceptó la mano que el destino me ofrecía:
—Siento una gran necesidad de hablar contigo. Mañana tengo una conferencia en Bilbao. Voy en coche.
—Tengo que volver a Zaragoza —respondí, sin saber que allí estaba la última salida.
Pero, en una fracción de segundo, quizá porque volvía a ser una niña, quizá porque no somos nosotros los que escribimos los mejores momentos de nuestras vidas, dije:
—Es el puente de la Inmaculada. Puedo acompañarte hasta Bilbao, y regresar desde allí.
Tenía el comentario sobre el «seminarista» en la punta de la lengua.
—¿Quieres preguntarme algo? —dijo él, notando mi expresión.
—Sí —traté de disimular—. Antes de la conferencia, una mujer dijo que le estabas devolviendo lo que era de ella.
—Nada importante.
—Para mí es importante. No sé nada de tu vida, me sorprende ver a tanta gente aquí.
Él se rió, y se volvió para atender a otros presentes.
—Un momento —dije, cogiéndolo del brazo—. No has contestado a mi pregunta.
—Nada que te interese mucho, Pilar.
—De cualquier manera, quiero saberlo.
Él respiró hondo y me llevó a un rincón de la sala.
—Las tres grandes religiones monoteístas, el judaísmo, el catolicismo y el islamismo, son masculinas. Los sacerdotes son hombres. Los hombres gobiernan los dogmas y hacen las leyes.
—¿Y qué quiso decir la señora?
Él vaciló un poco. Pero respondió:
—Que tengo una visión diferente de las cosas. Que creo en el rostro femenino de Dios.
Respiré aliviada; la mujer estaba engañada. Él no podía ser seminarista, porque los seminaristas no tienen una visión diferente de las cosas.
—Te has explicado muy bien —respondí.