24.-
Cuando los dioses combaten

—¡Ella…, esos enanos escapan! —La voz de Pitrick estalló en un penetrante chillido de cólera—. ¡Estúpidos incompetentes! ¡Los dejáis escapar!

Mientras veía a Perian escabullirse, el jorobado salió renqueante a la calle principal, sujetándose el brazo herido con la otra mano. Su odio por Perian y por todo lo que representaba alcanzó unas dimensiones que lo desbordaban y le provocaban unos temblores incontrolables. Mientras barbotaba sus desvaríos, la saliva le caía en espumarajos por la comisura de los labios. El que la mujer hubiese logrado escapar, incrementaba aún más, si cabe, su furia.

A través del humo de la descarga mágica que le había lanzado, había visto que estaba gravemente herida. A despecho de esta certeza, Pitrick era incapaz de pensar en otra cosa que no fuera una total y arbitraria destrucción.

—¡Excelencia, por favor! —suplicó uno de sus sargentos, agotado por la batalla.

El cabecilla de los derros lo miró; el humo y el polvo embadurnaban la pálida piel de su rostro. La barba crespa y el cabello estaban considerablemente chamuscados.

—Los Enanos de las Colinas se han agrupado en un edificio grande, ¡no han escapado! —El oficial habló con premura, temeroso de la cólera de su comandante—. ¡Están atrapados ahí dentro! ¡Han metido la cabeza en una horca y no tenemos más que apretar el nudo!

Pitrick bajó el amenazante puño; un remedo de sonrisa apareció en su rostro grotesco.

—¿Atrapados? ¿Todos?

—Que nosotros sepamos, sí, señor. El edificio es una estructura sólida, con una gran puerta de aspecto resistente. Pero creo que podremos derribarla.

—Bien. Muy bien.

El jorobado se sentó en el suelo y se sumió en hondas reflexiones. Su faz se iluminó al ocurrírsele una idea.

—¡Ofrezcamos a esa escoria de las colinas un espectáculo grandioso! ¡Que contemplen desde su refugio cómo prendemos fuego a su pueblo! —ordenó Pitrick, incorporándose de un salto—. Incendiad casas, comercios, establos, todo. ¡Que arda hasta la última bala de paja de Casacolina! —Imaginar la conflagración que arrasaría la ciudad le proporcionaba un gran placer.

—Excelencia, me permito sugeriros una idea —dijo el sargento, dando muestras de un coraje poco común.

Pitrick lo observó con suspicacia durante un instante; luego, con un ademán, concedió permiso al sargento para que hablara.

—Pronto amanecerá. Antes de una hora, las primeras luces del alba alumbrarán el cielo y una hora más tarde el sol nos obligará a ponernos a cubierto. Considero primordial atacar de inmediato a los Enanos de las Colinas, acabar con ellos cuanto antes, mientras la oscuridad nos rodea. Después podremos arrasar su ciudad cuando nos convenga.

»Por el contrario —prosiguió el sargento, aun sabiendo que arriesgaba la vida por atreverse a sugerir un plan contrario al de su temperamental comandante—, si ahora nos entretenemos en prender fuego al pueblo, el sol se levantará antes de que la batalla haya concluido y les habremos dado otro día de vida a los Enanos de las Colinas.

Sin hacer una pausa, el oficial se apresuró a continuar.

—Ya han demostrado que son ingeniosos y traicioneros. Quién sabe lo que son capaces de hacer durante las horas diurnas, cuando nosotros estamos en desventaja. Excelencia, ¡estamos a punto de alcanzar una gran victoria! Insisto en que concluyamos ahora la batalla, ¡cuando todavía está en nuestras manos la iniciativa!

Pitrick asumió una repentina y ominosa expresión de calma.

—Muy bien. Destruiremos primero al enemigo. Dime, ¿donde está ese edificio en el que se refugian?

El sargento derro, conteniendo un suspiro de alivio, describió al consejero las instalaciones de la cervecería mientras se encaminaban por la desierta calle Mayor.

Pitrick sabía que sus hechiceros habían agotado los conjuros más poderosos en el ataque al parapeto y no le serían de gran utilidad en el inminente combate. Tendrían que emplear largas horas de estudio en sus libros de hechizos antes de poder lanzar de nuevo descargas de proyectiles mágicos o tormentas de granizo como las que habían tenido tan decisivo resultado en la barrera defensiva.

También él había utilizado la mayoría de sus hechizos. Aún disponía de uno o dos que quizá fueran eficaces para forzar la entrada del edificio, sin olvidar algunos otros conjuros que había reservado en previsión de su enfrentamiento con Perian y el insolente Flint Fireforge.

De manera inconsciente, Pitrick tocó la oscura hacha que pendía de su costado. Todavía no la había utilizado, pero aguardaba con un ansia enfermiza que se le presentara la ocasión de hundirla en el cuerpo de un Enano de las Colinas. Quién sabe si el propio Flint Fireforge tendría la ocasión de probar en su carne el sabor amargo de este acero theiwar.

Llegaron a la cervecería, y al jorobado le bastó una sola mirada para captar la formidable solidez de la estructura. Las puertas eran, sin lugar a dudas, el punto vulnerable, pero también lanzaría a sus tropas contra la muralla con escalas, pértigas y cualquier otra cosa factible de utilizar para el asalto.

Estaba convencido de que no tardarían en tomar este último reducto.

Sus suboficiales se agruparon a su alrededor, en espera de sus órdenes.

—Acabaremos con ellos aquí. Atacad desde todos los flancos. —Pitrick se volvió hacia su sargento—. En cuanto a las puertas, preparad un ariete.

Los derros se lanzaron en avalancha contra el edificio amurallado, atacando por todos los flancos. Treparon por el empinado muro, arremetieron contra las puertas y empujaron con fuerza las ventanas atrancadas de la pared posterior para abrirse camino. En todas partes encontraron una firme defensa.

Algunos theiwar apoyaron largas pértigas contra el muro y treparon palmo a palmo por estas rampas improvisadas en un intento de salvar la muralla. Otros se equiparon con escaleras que encontraron en los establos y almacenes cercanos y se valieron de ellas para remontar de un modo más directo el muro de piedra.

Pero la parte alta tenía varios palmos de ancho, lo que proporcionaba una buena plataforma a los defensores. En varios puntos de la muralla, en la parte interior del recinto, se habían hecho montones con barro y tierra que facilitaban el acceso a la zona alta del muro, y muchos Enanos de las Colinas y enanos gullys gateaban por las inclinadas superficies.

Los defensores luchaban con resolución. Los aghar del cuerpo de Percheros, dirigidos por Nomscul y Pústula, descubrieron un nuevo modo de usar sus escudos: golpear con ellos las cabezas de los theiwar conforme alcanzaban lo alto de la muralla. Los Enanos de las Colinas, siguiendo el ejemplo de Fidelia Fireforge y Turq Hearthstone, blandían horcas, palas y lanzas para rechazar a los derros que trepaban por las escaleras. Pronto aprendieron cómo manejarlas para empujar las escaleras y derribarlas al suelo.

En la parte posterior del recinto, otros theiwar se arrojaban con salvaje abandono contra las ventanas atrancadas. Rompían a hachazos los refuerzos de madera y se introducían por las estrechas aberturas practicadas. Pero, en el interior de la fábrica, Basalt y Hildy encabezaban una defensa igualmente salvaje. Tan pronto como un derro asomaba por la brecha, moría atravesado por las armas de media docena de Enanos de las Colinas. A no tardar, los cadáveres amontonados de los atacantes crearon un obstáculo adicional a las tropas theiwar.

Las puertas eran el punto flaco de la defensa, si bien tras ellas aguardaba una compañía de robustos combatientes. Tybalt Fireforge se encontraba entre ellos, con la mirada fija en las crujientes hojas de madera que cedían más y más a cada embestida del ariete. Las grietas de los tablones se hicieron más visibles conforme la luz del amanecer se difundía por el patio.

Entonces, con un sonoro chasquido, las puertas saltaron en pedazos.

Flint apenas advertía las fuertes embestidas contra las puertas. Sostenía en sus brazos el cuerpo inerte de Perian. La mujer estaba inconsciente y su respiración era débil y entrecortada.

Fidelia y Ruberik lo habían ayudado a transportarla al edificio del almacén; allí preparó un lecho de mantas y paja donde la tumbó.

Ruberik, que se había quedado con él, trajo una taza de aluminio con agua, pero Perian ni siquiera podía beber. El granjero se apartó a un lado, no queriendo entrometerse en el dolor de su hermano, pero dispuesto a echarle una mano en lo que fuera preciso.

Por fin, Flint alzó la vista hacia su hermano después de intentar restañar la hemorragia del mejor modo posible. Sabía, en lo más hondo de su alma, que no tenía remedio.

Los ojos de los hermanos se aunaron en una mirada rebosante de dolor.

—Será mejor que te vayas —dijo Flint con voz ronca—. Me… reuniré contigo pronto.

Enmudeció y agachó la cabeza para ocultar las lágrimas.

—Lo siento, Flint —respondió el rudo granjero, mientras se dirigía abatido hacia la puerta.

Flint se volvió hacia Perian. Estaba tan bella como siempre. Unos mechones de cabello cobrizo le caían sobre la frente, pero la piel tenía un tinte pálido…, terriblemente pálido. En la blanca garganta de la mujer Flint vio el colgante de la hoja de álamo.

De repente, parpadeó y abrió los ojos. Al enano le dio un vuelco el corazón. Perian le sonrió débilmente y su mano se cerró, apenas sin fuerza, en torno a la suya. Sus labios se entreabrieron, pero carecía de energía para hablar.

—Mi Perian… —susurró Flint, ahogadas sus palabras por el llanto.

Ella le apretó de nuevo la mano con una ternura que le rompió el corazón.

Un instante después, había muerto.

Flint la tuvo entre sus brazos largo rato, sin advertir todavía el estruendo de la lucha. El dolor que lo atenazaba era desgarrador. Se sentía vacío, quería morir también.

Mas, conforme el tumulto del combate iba in crescendo, su sufrimiento se abrió camino lentamente, como un puñal, desde su corazón hasta su alma. Y, en ese recorrido, su aflicción se transformó en ira, en una cólera ardiente que por fin lo impulsó a regresar a la batalla, a matar a quienes habían asesinado a Perian.

Las puertas del recinto saltaron hechas astillas y, aun desde el interior del almacén, Flint sintió la imperiosa necesidad de reincorporarse a la lucha. Alargó la mano hacia el hacha que Perian le había entre dado en Lodazal la sorpresa le hizo soltar un juramento al quemarse la mano con el mango. El blanco resplandor del hacha Tharkan tenía ahora un matiz rojizo, como si el metal se hubiese calentado del mismo modo que lo hace una barra de hierro en la forja del herrero.

Actuando sin pensar, Flint recorrió con la mirada el almacén y enseguida descubrió un par de guantes de cuero. Se los puso y enarboló la reluciente hacha. El cortante filo de la hoja brillaba limpio, como ansiando beber de nuevo la sangre enemiga. Flint cargó contra la puerta del almacén y la abrió de golpe; en el patio amurallado se desarrollaba una escena de caos general. Los derros habían derribado las puertas con un pesado ariete y ahora irrumpían en el recinto, donde se enfrentaban con la firme resistencia de los Enanos de las Colinas.

—¡Pitrick! —voceó, mientras corría hacia el patio.

La potencia de su grito sobrepaso el tumulto y varios Enanos de las Montañas, entre ellos el consejero del thane, se volvieron hacia él.

—¡Vas a morir! —lo desafió Flint.

El enano levantó su hacha, aunque su fulgor antinatural quedaba en cierto modo amortiguado por la creciente claridad del alba, atrajo hacia sí las miradas de los derros como si tuviese un magnetismo hipnótico.

—Fireforge —musitó Pitrick, contemplando inmóvil el avance de Flint.

Mas, al instante, el jorobado aferró el amuleto de cinco cabezas, y la luz azul brotó del colgante mágico.

—¡Que Reorx maldiga tu alma cobarde! —barbotó Flint.

Sabía que el hechicero lanzaría su conjuro antes de que él lo alcanzara. Cosa extraña, no sintió miedo por su propia muerte, sino una abrumadora tristeza por el hecho de que otras muchas muertes quedarían sin venganza.

Una mueca burlona fue todo cuanto Pitrick concedió a su víctima antes de pronunciar las crueles palabras que desencadenaban el hechizo. De entre sus dedos saltó un rayo zigzagueante que salió disparado hacia Flint en un mortal estallido mágico.

El Enano de las Colinas dio rienda suelta a su furia con un grito salvaje, pero no frenó su carrera a pesar de llevar los ojos entrecerrados por la deslumbrante y letal explosión que se le echaba encima.

Entonces, el hacha Tharkan brilló con más fuerza y un resplandor de luz blanca superó al mortecino amanecer y obligó a Pitrick a cerrar los ojos a la par que lanzaba un grito de dolor. El fulgor del hacha alcanzó su máximo esplendor en el mismo instante en que la descarga mágica alcanzaba a Flint y, de repente, el hechizo se desvaneció, disipado de un modo inexplicable. Fuera cual fuere el motivo, Flint comprendió vagamente que estaba relacionado con el hacha.

—¡Ahora tendrás que luchar, escoria! —aulló Flint con salvaje alegría.

Por razones que no se paró a considerar, el hacha lo protegía de la magia de Pitrick.

Algunos soldados theiwar se interpusieron en su camino; Tybalt acabó con uno de ellos de un golpe y Ruberik se situó junto a Flint y derribó a otro de los protectores del hechicero.

—¡Haz frente a mi acero, miserable cobarde! —gritó el rey de los enanos gullys.

Entre los dos antagonistas quedaba sólo un guardia contra el que arremetió Fidelia, que lo atravesó de un tajo.

—Un Enano de las Colinas jamás superará a un Enano de las Montañas —respondió Pitrick con un tono desafiante y amenazador.

Temblando tanto de miedo como de júbilo expectante, Pitrick enarboló por fin su hacha, sabedor de que no vencería a este enemigo con sus hechizos. Flint alzó el hacha Tharkan y el arma iluminó e patio.

Con resuelta determinación, los dos cabecillas blandieron las hachas y las armas entrechocaron. El jorobado poseía una fuerza sorprendente y los dos enanos retrocedieron tambaleantes por la contundencia del impacto. Las vibraciones del choque resonaron en el patio y el sonido despertó una salvaje satisfacción en el Enano de las Colinas.

Flint, que percibía el calor del arma a través de los guantes, contraatacó con rapidez. Los aceros entrechocaron una vez más y, de nuevo, los dos adversarios salieron rebotados de la brutal colisión. Con los ojos entrecerrados, Flint enfocó toda su fuerza, su habilidad y su ira en el odioso derro que tenía frente a sí. Una y otra vez, levantó su arma y arremetió con golpes salvajes que, de algún modo, Pitrick logró desviar.

Flint notó que cesaba la batalla a su alrededor; tanto los Enanos de las Colinas como los derros dejaron de luchar para observar el duelo librado por sus líderes, y cientos de combates individuales quedaron relegados al olvido en torno a esta lucha a muerte.

Flint y Pitrick atacaban y frenaban los golpes del contrario de forma alternativa; las hachas entrechocaban, el acero encontraba acero, respaldado por músculos y furia desatada. De repente, el consejero del thane arremetió con cruel ferocidad y descargó una tormenta de golpes veloces como el rayo. Flint retrocedió, deteniendo a la desesperada la andanada de hachazos. Su arma frenó cada arremetida, aunque el calor irradiado por el mango se hizo tan intenso que ni siquiera los guantes lo protegían del ardiente contacto. Haciendo caso omiso del dolor abrasador, Flint agarró el hacha con más firmeza; no la soltaría hasta que la muerte o la victoria aflojaran sus dedos.

De forma imprevista, Pitrick se apartó de un salto y la rápida maniobra cogió a Flint por sorpresa. El Enano de las Colinas adoptó una postura agazapada mientras dirigía una mirada cautelosa a su oponente.

De nuevo, el hechicero aferró el amuleto que colgaba de su cuello y levantó un puño amenazador con el que apuntó a Flint. Con un siseo agudo, como si unas brasas cayesen en el agua, un chorro de chispas salió de la mano del theiwar. Las ascuas parecían hambrientas de la carne de Flint en su veloz trayectoria hacia el enano. Girando en remolinos como entes vivientes, las chispas formaron un círculo a su alrededor.

Desesperado, el Enano de las Colinas alzó el hacha Tharkan a la vez que retrocedía un paso. La refulgente hoja se hundió en el fuego azul como si la llama fuese un cuerpo sólido, y lo cortó con su afilado acero vengador. Flint golpeó una, dos, tres veces, con más fuerza en cada ocasión, partiendo en pedazos el chorro de chispas hasta abrirse paso a través del círculo mágico. Poco a poco, los fragmentos cayeron al suelo y la arcana magia desatada por el amuleto quedó reducida a unas retorcidas volutas de humo inofensivo.

Los dos enanos se abalanzaron el uno sobre el otro, y la lucha se convirtió de nuevo en una confrontación de fuerza física y resistencia. Flint parpadeó para librarse del sudor que le entraba en los ojos y se obligó a sobreponerse a la fatiga. Todo cuanto veía era el despreciable rostro de su enemigo y su propio odio fundido con el de Pitrick conformó un círculo de arrolladora violencia en torno a ambos contendientes. El derro inició una serie de golpes que se estrellaron en el hacha de Flint, mas, de repente, el Enano de las Colinas vio su oportunidad. Retrocedió agazapado antes de que el theiwar propinara un nuevo golpe y esperó hasta que el hacha del derro pasó con un zumbido junto a su cara.

Entonces se lanzó al ataque, poniendo hasta el último gramo de fuerza de sus músculos en el golpe. Todo el odio y la cólera, toda la amargura y el dolor salieron a la superficie, cristalizados en el irresistible poder de su arma. Pitrick trató de girarse y frenar la brutal embestida, pero en el último instante de su vida supo que no lo lograría. Finalmente, durante un breve segundo, Flint vio los dementes ojos tornarse aún más enajenados, esta vez por el terror.

Fue una visión cuyo recuerdo saborearía durante mucho tiempo.

El hacha Tharkan hendió el aire con un sesgo plateado y alcanzó la garganta del hechicero entre el yelmo y el peto. El acero hizo un corte limpio, cercenando las cabezas del amuleto y después la piel y el músculo.

La hoja se frenó por último cerca del corazón de Pitrick, incrustada entre la clavícula y el peto de la armadura. El comandante theiwar retrocedió unos pasos tambaleantes, arrancando el arma de las manos de Flint. La sangre del hechicero empapó la otrora reluciente hoja del hacha Tharkan y siseó, achicharrada por el calor del ardiente metal. Perplejo, sin dar crédito a sus ojos, Flint vio que la hoja del hacha se ponía al rojo vivo.

El cuerpo de Pitrick se retorció; luego, con un gemido, se desplomó lentamente y cayó de rodillas; miró con expresión incrédula el charco de sangre que se formaba a su alrededor. Por último, sufrió una convulsión y cayó de bruces al suelo; quedó tendido en el barro empapado por su propia sangre. Y la locura se desató.

Los primeros rayos de sol asomaron sobre la cordillera oriental y bañaron de luz la ciudad. Flint alargó la mano para recoger el arma, casi sin atreverse a respirar. El hacha Tharkan, clavada en el pecho de Pitrick, alojada entre los restos del amuleto de cinco cabezas, estaba al rojo vivo y ni siquiera con los guantes podía tocarla.

De pronto, el hacha estalló en llamas, y del fuego salió un humo blanco. En medio de siseos, la humareda se alzó serpenteante y se expandió con rapidez en el aire.

De manera simultánea, las cabezas cercenadas del amuleto empezaron a retorcerse como serpientes y vomitaron una nube de humo negro. También este vapor oscuro se propagó en el aire y creció como si tuviese vida propia, remontándose en una espiral retorcida.

Las dos nubes se encontraron y giraron una en torno a la otra, pero se mantuvieron separadas en un contraste impresionante de luz y tinieblas. El sol saliente se reflejaba en el humo blanco con un fulgor brillante, en tanto que el vapor oscuro parecía absorber la claridad y la energía del aire sin dar nada a cambio.

Flint retrocedió a trompicones, perplejo ante la súbita encarnación de las nubes. La visión lo atemorizaba y despertaba en su subconsciente un terror que no tenía explicación pero que le helaba hasta el alma.

Los enanos que habían luchado en el patio se quedaron boquiabiertos y retrocedieron atemorizados. Los densos nubarrones de humo, blanco y negro, crecieron más y más y empezaron a adoptar las formas vagas de dos cabezas humanas: la de una hermosa mujer de cabellos oscuros, labios rojos y ojos almendrados; y la de un enano de cabellos grises y aspecto fiero cuyas pupilas irradiaban cólera. Las dos formas brumosas flotaron sobre la cervecería.

Las nubes se unían y se separaban, como si mantuviesen un combate, si bien era una pugna silenciosa, escalofriante, efímera. Aumentaron de tamaño aún más, cubriendo el cielo por encima de toda la ciudad. En la base de las nubes, el amuleto y el hacha crepitaron en medio del ardiente fuego, y se formó entre ellos un chisporroteante arco de poder. El calor obligó a Flint a retroceder un poco más, aunque fue incapaz de apartar los ojos del aterrador espectáculo.

De improviso, se escuchó un horrendo retumbar y al momento la tierra empezó a temblar bajo los pies de los enanos. El suelo se movía como el oleaje del mar; se desplomaron algunas piedras del muro y Flint y muchos otros enanos cayeron de bruces. Las casas de madera se derrumbaron como castillos de naipes.

Volutas de humo negro se dispersaron por la ciudad y por donde quiera que pasaran prendían fuego en la madera seca de los edificios ya derrumbados y en los que todavía se mantenían en pie. En cuestión de segundos las llamas se alzaron rugientes y Casacolina se convirtió en un infierno devastador.

En el patio de la cervecería, los aterrorizados enanos huyeron en estampida y se pisotearon unos a otros en su afán por salir del recinto. Los theiwar fueron los primeros en abandonar la ciudad y escaparon a todo correr hacia los cerros. No quedó atrás ni un solo derro vivo que hiciese frente a la furia vengativa de los habitantes de Casacolina.

La tierra tembló por segunda vez, un tremor convulsivo y destructor que sacudió la ciudad de parte a parte. Aparecieron enormes grietas en el suelo al explotar la tierra a causa del ardiente calor emitido por el hacha y el amuleto. Flint, paralizado todavía por la sorpresa, observó cómo estas fisuras se abrían a su alrededor. Vio desaparecer en las grietas a muchos Enanos de las Colinas y a enanos gullys sin poder hacer nada por ayudarlos. El muro de la cervecería cedió y se derrumbó en montones de escombros.

En el aire resonaban gritos de pánico. Se produjeron alocadas huidas en las que aghar y Enanos de las Colinas gateaban entre los escombros buscando una salida para escapar de las convulsiones que sacudían el mundo a su alrededor.

Flint se obligó a salir de su estupor.

Pero, antes de que el enano tuviese tiempo de reunir a su familia y huir del recinto, los temblores de tierra cesaron. Las borrosas figuras de humo blanco y negro se lanzaron una última mirada desafiante y después se disiparon en leves volutas que esparció el aire matinal. El siseante fuego de los dos artefactos mágicos se consumió poco a poco. No quedaba rastro del cuerpo de Pitrick ni de su amuleto.

Flint miró lo que quedaba del hacha Tharkan: una finísima lámina de frágil metal en forma de hacha. De la estructura original del arma, permanecían sólo las runas.

—El hacha Tharkan —dijo una voz suave a su espalda.

Se volvió y miró sorprendido la faz manchada de sangre y barro de Hildy.

—Mi padre me enseñó la Escritura Antigua —explicó, señalando las runas. Flint asintió aturdido, sin apartar la vista de los trazos que, también, poco a poco, empezaban a desvanecerse.

—«El hacha de Tharkas», dice —comenzó Hildy—. «Forjada por el dios Reorx en honor a la gran paz entre los enanos. Su magnificencia perdurará hasta…». —Hildy dirigió una mirada compasiva a Flint antes de concluir «…hasta que un enano la utilice para derramar la sangre de otro enano».

En el patio, ahora sumido en el silencio y la muerte que sigue a la batalla, la fina lámina se alzó en el aire y revoloteó hasta perderse en la distancia.