23.-
El último bastión

—¡Maldita sea vuestra repugnante cobardía! —explotó Pitrick, dirigiéndose a los dos sargentos que tenía ante él.

Al principio, las cosas parecían desarrollarse muy bien, según lo previsto. Sus regimientos se habían agrupado en formaciones de combate con gran precisión y el avance se llevaba a cabo con un ímpetu, en apariencia, irresistible. No cabía duda de que los Enanos de las Colinas serían arrollados en el primer embate.

Su ansia por la batalla se había acrecentado con la conclusión a la que había llegado durante las acampadas obligadas en los días precedentes. Había rumiado y maquinado para sus adentros, había maldecido en voz alta, todavía atormentado por la certeza de que Perian estaba viva y fuera de su alcance. Mas, cuanto más pensaba sobre ello, más se convencía de que la joven capitana se encontraba aquí, en Casacolina, de nuevo al alcance de sus manos.

Después de todo, ¿no había convivido en Lodazal con el Enano de las Colinas, quien, en opinión de Pitrick, personificaba la perniciosa terquedad de Casacolina? ¿Y cómo poner en duda que Flint Fireforge correría en defensa de su ciudad? Por consiguiente, era lógico pensar que Perian también estaría allí. Tal conclusión avivó la hoguera de odio que ardía en su interior y acrecentó su determinación de arrasar la ciudad con todos sus habitantes.

Sin embargo, el primer ataque de sus tropas había sido rechazado, y ahora tenía ante sí a estos dos quejumbrosos soldados balbuceando sus patéticas excusas.

—¿Me estáis diciendo que habéis sufrido una derrota a manos de unos Enanos de las Colinas? —prosiguió el jorobado, clavando de manera alternativa en los dos aterrados sargentos su mirada penetrante, salvaje.

«Bien —pensó para sí—. Afrontan la batalla de buen grado, sin importarles lo que les depare el destino, pero a mi me temen».

Pitrick paseó arriba y abajo, frente a los atemorizados soldados. Cojeaba de manera ostensible, pues el pie lisiado lo torturaba; el dolor lo distrajo momentáneamente del asunto que tenía entre manos. Sacudió la cabeza para despejarse.

La cólera que embargaba al comandante del ejército derro lo sacudió de pies a cabeza. Enfurecido, contempló sus manos trémulas, demasiado temblorosas para sostener un arma o invocar un hechizo. Cada fibra de su cuerpo clamaba por la muerte de estos dos fracasados, por descargar toda su ira en sus cuerpos miserables.

Pero no podía hacerlo. Pitrick tuvo que enfrentarse al hecho indiscutible de que esta batalla no se vencería con facilidad. Poco a poco, dominó la cólera y recobró el control de sí mismo hasta que por fin fue capaz de hablar con normalidad. Se volvió a la pareja de veteranos que habían dirigido el primer ataque contra el parapeto defensivo de Casacolina.

A su alrededor, las hogueras encendidas por los Enanos de las Colinas casi se habían consumido. De nuevo retornaba la densa y protectora oscuridad, rota sólo por las rojas ascuas ardientes. Muchos derros se reunían en pequeños grupos, junto a sus sargentos, en espera de nuevas órdenes. Otros atendían a los compañeros afectados por el maligno as. Aquí, lejos de los adversarios, la noche se extendía sobre ellos como un protector manto de seguridad.

Sin embargo, allá al frente, junto a la zanja abierta a lo largo del parapeto, todavía ardían las balas de paja y desprendían un doloroso resplandor en la fría noche. Las balas habían sido empapadas con aceite, comprendió Pitrick; una treta cruel que había dado un resultado excelente. No obstante, los Enanos de las Colinas no tardarían en pagar aro su astucia.

Un soplo de brisa llevó hasta sus fosas nasales el hedor del humo negro. Pitrick torció el gesto y volvió la mirada hacia la espesa neblina que todavía se interponía entre sus fuerzas y la parte central de las defensas de Casacolina. No importaba, avanzaría por los flancos. ¡Los destruiría!

Aquella idea le recordó a los dos theiwar de reluciente armadura negra que seguían firmes ante él. Los oficiales contemplaban su rostro crispado por la furia que lo consumía. Vacilante, uno de los soldados se dirigió a él.

—Pero, excelencia —balbuceó el sargento, un veterano de muchas batallas y cabellos canosos—, ¡luchan como demonios, como locos posesos! Disponen de armas y mantienen una disciplina. Vos mismo habéis olido los gases nocivos que nos han arrojado… Además, se protegen tras ese parapeto, ¡fuera de nuestro alcance!

—¡Y el fuego! —abundó su camarada—. ¡Los hechiceros quedaron cegados por completo y el resto de las tropas sufren agudos dolores!

—¡Estúpidos! ¡No permitiré más retrasos! ¡Reanudad el ataque! —espetó el jorobado con voz estridente.

—Pero… —Uno de los sargentos abrió la boca para expresar su oposición, pero la cerró al advertir la mirada de su comandante.

—No más retrasos —reiteró Pitrick, bajando el tono de voz hasta convertirlo en un siniestro susurro.

Con un gesto maquinal, su mano aferró el amuleto de hierro que colgaba sobre su pecho. Entre los dedos escapó un fulgor azulado, y los ojos de sus sargentos se desorbitaron por el terror. La luz se derramó como un humo espeso en torno a la oscura figura del hechicero y se aproximó lentamente hacia los atemorizados soldados.

Un velo rojizo de odio enturbió la vista de Pitrick. El hechicero apretó los dientes; inhaló en cortos jadeos, en tanto procuraba recobrar el control una vez más.

—¡Atacaremos ahora mismo, excelencia! —barbotó uno de los sargentos.

Los dos oficiales se dieron media vuelta y se alejaron a trompicones en su afán por huir de su demente líder.

Pitrick dio un paso hacia ellos, tentado todavía de reducir a cenizas a uno de los dos, como advertencia de las consecuencias que acarrearía el fracaso. Pero el simple hecho de dar un paso le produjo unas ardientes punzadas de dolor en la pierna. Se mordió los labios y olvidó por el momento a sus recalcitrantes oficiales.

¡Por las oscuras deidades! ¡Cómo le dolía el maldito pie! Dio rienda suelta a su agonía con un chillido penetrante, un sonido que denotaba tanta ira que aterrorizó a las tropas que lo escucharon. Después, Pitrick caminó renqueante en pos de los dos sargentos. Encontraría a los hechiceros hablaría con ellos en persona. ¡Iban a saber qué locura habían cometido al retirarse!

Después de largos y dolorosos minutos de caminata, localizó a las seis figuras vestidas con túnicas. Los hechiceros estaban en cuclillas y sujetaban sobre sus ojos abrasados unas compresas frías de hierbas machacadas.

—¡Estúpidos! ¡Idiotas! ¡Imbéciles! —chilló, metiéndose entre los desconcertados magos y obligándolos a incorporarse por medio de patadas—. ¡No podéis rendiros ahora! El enemigo nos ha infligido un golpe, así que tenemos que devolvérselo… ¡más fuerte!

—Pero, maestro —gimió uno, arrastrándose de rodillas hasta él y sin levantar la cabeza—. Nuestros ojos… ¡apenas podemos ver!

—¡Malditos vosotros y vuestros ojos si no os levantáis ahora mismo y atacáis! —bramó el jorobado—. ¡Venid conmigo! ¡Los aplastaremos con fuego y magia! ¡Arriba, charlatanes obtusos! ¡Hemos de dirigir el asalto!

Lentamente, de mala gana, los hechiceros se incorporaron. Siguieron a Pitrick, que se dirigió renqueando sobre el embarrado terreno hacia el parapeto de los Enanos de las Colinas.

A medida que caminaba, el dolor que martirizaba el pie del jorobado empeoró; la torturante agonía creció hasta un punto tal que amenazaba con superar y anular cualquier otra sensación. Pero Pitrick estaba acostumbrado a este dolor y lo convirtió en una especie de ejemplo brutal que demostrara a sus hombres la verdadera valía de su raza. Aceleró el paso, castigándose intencionadamente, mofándose de la debilidad de los que lo rodeaban.

También sus ojos sufrían con el resplandor de las fogatas esparcidas por el campo de batalla, pero se obligó a mirar más allá del brillo cegador, hacia el enemigo encaramado en lo alto de la fortificación. Divisó una larga y variopinta hilera de enanos; gruñó para sus adentros al pensar que semejante hatajo de especímenes enclenques había rechazado el ataque de los jactanciosos hombres de la casa de la Guardia, que tanto se vanagloriaban de su habilidad militar.

No se volvería a repetir.

Conforme se aproximaba, Pitrick vio el combate que se libraba en lo alto del parapeto. Los theiwar avanzaban en pequeños grupos y subían corriendo la pendiente del terraplén sólo para encontrarse con las armas de los decididos Enanos de las Colinas cuando llegaban arriba. Uno tras otro, los asaltos fracasaban al morir los derros en lo alto del parapeto o al retroceder los supervivientes, ya fuera rodando cuesta abajo o corriendo de vuelta a la zanja de la base.

—¡Y ahora os mostraré cómo atacar! —comenzó Pitrick con voz estridente para atraer la atención de los otros hechiceros—. ¡Sin piedad! ¡Sin vacilación!

Aferró el amuleto de hierro y recorrió con la mirada el parapeto con el propósito de localizar al cabecilla de los Enanos de las Colinas.

En el tumulto de la enconada batalla librada entre las fuerzas atacantes y las filas defensoras, era difícil distinguir quién estaba al mando. De nuevo vio cómo sus tropas de élite eran rechazadas, empujadas literalmente desde lo alto del terraplén por sus tenaces oponentes.

Sólo tenía que encontrar a su cabecilla. Entonces lanzaría un único y potente conjuro, y toda la cohesión de la formación rival se iría al traste.

De repente se quedó petrificado, con la mirada fija en una enana de cabellos largos que combatía en el centro de la posición enemiga. Parpadeó, pero, al mirar de nuevo, sus sospechas se tornaron poco a poco en certeza. Era una mujer joven que manejaba el hacha con mortífera precisión. Bajo el yelmo, los mechones cobrizos le enmarcaban el rostro.

¡Perian Cyprium!

—¡Está aquí! —gritó Pitrick, indiferente a las miradas perplejas de los hechiceros que lo acompañaban.

Al punto, levantó la mano y apuntó con el índice a la joven. Casi podía saborear los efectos que el mágico proyectil de fuego infligiría a la mujer que había despertado en él un deseo tan arrollador como el odio que ahora lo consumía.

Pero algo detuvo su mano. Los hechiceros aguardaban expectantes mientras su maestro contemplaba con fijeza a la joven enana. La pasión vehemente que creía olvidada surgió de nuevo con abrumadora fuerza y se enseñoreó de su cuerpo atormentado.

Al fin tomó una decisión. No la abrasaría con su magia… todavía. Un proyectil de fuego era una muerte demasiado rápida, demasiado impersonal para Perian Cyprium. Merecía algo mucho mejor; que fuera consciente de que la poseía y de que la muerte vendría después, de un modo lento, muy lento. Incluso existía la posibilidad de que llegara a apreciarlo; por un instante, experimentó una viva sensación de placer al imaginarla de rodillas, suplicándole clemencia. Una parte de su mente empezó a discurrir la respuesta que le daría. De repente, de una manera violenta, la batalla reclamó toda su atención.

—¡Toque de retirada! —gritó al corneta, y a los hechiceros—: ¡Preparad vuestros conjuros!

Las penetrantes notas del cuerno resonaron por el campo y los derros encaramados en lo alto del parapeto retrocedieron con premura a la relativa seguridad de la zanja.

Al mismo tiempo, sus ojos se posaron brevemente en Perian. «Después —se dijo—. La cogeré después. La encon traré; la haré venir a mi por medio de la magia o a la fuerza, tanto da».

—¡Ahora! ¡Destruidlos! —aulló Pitrick.

Su mano se cerró en torno al amuleto. La luz azul brotó con ímpetu y envolvió al jorobado en una aureola escalofriante mientras lanzaba su conjuro.

El poder mágico estalló con violencia.

Basalt se encontraba en lo alto de la fortificación, en el flanco derecho, firme en su puesto, abatiendo a los derros con su hacha. La batalla se libraba desde hacía una hora, aunque a él le parecía que llevaba toda su vida inmerso en ese continuo combate agotador y ese estridente fragor de dolor y muerte.

En principio, el miedo lo había dominado y cada golpe propinado se reducía a una cuestión de vida o muerte. Sin embargo, con cada victoria individual, había crecido la seguridad en si mismo y con ella, su cólera. Ahora golpeaba con fría y mortífera precisión, matando para vengar la muerte de su padre, de Moldoon, de todos los enanos anónimos que en aquel momento caían a su alrededor.

Perian luchaba cerca de él, sorprendiendo al joven enano con su habilidad y tenacidad. Se enfrentaba a sus compañeros de antaño con gritos broncos y desafiantes. Los soldados de negra armadura que reconocían a su antigua capitana, vacilaban un instante antes de entrar en combate con ella. Pero aquella breve vacilación era crucial. La joven, blandiendo su hacha con fuerza brutal, conseguía rechazar todos los ataques.

Basalt vio a un Enano de las Montañas alcanzar la cima del repecho, entre Perian y él. El soldado alzó el hacha ensangrentada y arremetió contra la joven enana; Basalt giró sobre sí mismo y barrió al theiwar del parapeto con un hachazo salvaje.

—¡Buen trabajo! —dijo Perian, esbozando una mueca.

Su faz, arrebolada por el esfuerzo, resplandecía de excitación y ardor combativo.

De pronto se oyó el toque de un cuerno, y los Enanos de las Montañas se retiraron del parapeto. «¡Los hemos rechazado otra vez!», gritó Basalt para sus adentros, enardecido. Pero Perian vio a seis figuras que avanzaban entre las filas de las tropas del thane y entonces, entre ellos, divisó la silueta oscura y retorcida de su mortal enemigo: Pitrick. Lo miró, incierta por un momento de la amenaza, pero entonces vio el fulgor azulado y el pánico la hizo reaccionar con rapidez.

—¡Al suelo! —gritó, mientras se zambullía de cabeza en el parapeto.

—¿Qué? —gruñó Basalt, aunque también él se echó cuerpo a tierra.

El joven escudriñó la oscuridad y atisbó un minúsculo glóbulo luminoso que surcaba el aire. La esfera acortó distancias, en dirección al repecho de tierra, hacia la derecha de la posición ocupada por Perian y él. Basalt pensó que la pequeña esfera era muy hermosa, aunque al punto la idea se le antojó incongruente.

No imaginaba el horror que se desencadenó a continuación.

El punto de fuego se deslizó sobre el parapeto, entre un grupo arracimado de enanos. Al instante, explotó en una enorme bola incandescente de muerte y destrucción. La cercana ola de calor emitida por la explosión alcanzó a Basalt y le chamuscó la piel y el cabello. Escuchó los alaridos de terror y angustia, si bien no vio nada durante unos preciosos segundos, deslumbrado por el resplandor del proyectil de fuego.

Pero, cuando la fuerza del destello remitió, contempló, embotado por la impresión, los cuerpos carbonizados de los Enanos de las Colinas y de los gullys que habían tenido la desgracia de encontrarse en el mortal radio de acción de la bola de fuego. El olor a carne quemada traído por la brisa le revolvió el estómago. No podía creer que aquellas ennegrecidas formas retorcidas habían sido alguna vez enanos vivos. Los cadáveres semejaban estatuas talladas en carbón.

Entonces Basalt vio otros puntos ígneos y luces procedentes de los enanos ataviados con túnicas oscuras. El Enano de las Colinas alzó la vista, conmocionado, cuando unos rayos restallantes pasaron sobre su cabeza y explotaron. Contempló horrorizado a una pareja de Enanos de las Colinas —vecinos de toda la vida— desplomarse sin vida, exterminados de forma instantánea por el impacto mágico. Los gritos se propagaron por las líneas defensoras, y Basalt notó que el pánico se adueñaba también de él.

Los hechiceros entonaron una nueva salmodia, y del cielo despejado se desprendió una avalancha de granizo que acribilló a los ocupantes de la fortificación. Basalt se cubrió la cabeza con las manos y aplastó el rostro contra la tierra, esperando que esta pesadilla llegara a su fin.

Los enormes granizos que martilleaban su cuerpo le dejaron las manos entumecidas y un palpitante dolor de cabeza. Lanzó un grito de dolor al recibir el impacto de un granizo inmenso en el codo y golpearlo otro en los riñones con fuerza brutal. Conteniendo el aliento y con los dientes apretados, Basalt luchó por no perder el sentido, aunque se sabía incapaz de soportar un minuto más esta tortura. La tormenta mágica cesó de modo tan repentino como había comenzado. Una breve quietud espeluznante se adueñó del campo de batalla; en realidad, no era un silencio, puesto que se escuchaban los quejumbrosos lamentos de muchos aghar y Enanos de las Colinas a todo lo largo del parapeto castigado por la granizada. Basalt hizo un gesto de dolor al incorporarse con esfuerzo sobre las rodillas; vio a otros enanos ponerse de pie con lentitud.

«Tenemos que rechazar el ataque», se dijo para sí.

—¡Aguarda! —siseó Perian, arrastrándolo de nuevo al suelo.

El joven escuchó el seco chasquido de las ballestas al dispararse. Los dardos metálicos barrieron la cima del terraplén donde muchos defensores exhaustos, quebrantados por el castigo infligido, se incorporaban jadeantes. Unos cuantos, como Perian y Basalt, se echaron cuerpo a tierra justo a tiempo, pero muchos otros quedaron expuestos a la letal andanada.

—¡A las instalaciones de la cervecería! —gritaron Flint, Tybalt, Hildy y todos cuantos estaban al corriente del plan de emergencia. Las paredes de piedra del edificio les proporcionarían un último bastión donde refugiarse, si bien todos sabían que ello significaba dejar la ciudad en manos de sus rapaces enemigos.

Flint hizo un alto en el centro de la población, observando el paso de la oleada de enanos de Casacolina. Grupos reducidos de enanos gullys corrían a trompicones entre sus más corpulentos congéneres. Perian y Tybalt se reunieron con él, en tanto que Hildy y Basalt se encargaban de organizar la defensa en la cervecería.

—¡Maldición! —bramó el alguacil—. ¡Creí que lograríamos rechazarlos!

—Lo intentamos —dijo Flint—. Ahora todo depende de las altas paredes de piedra de la cervecería. ¡Tenemos que resistir allí!

—¿Basalt se encuentra bien? —preguntó Tybalt a Perian.

Las explosiones de las bolas de fuego y los siseantes proyectiles mágicos se habían visto con claridad desde el otro flanco del parapeto.

—Sí, está bien. Ha ido a organizar la defensa en la cervecería. Sin embargo, hemos recibido un duro castigo en el flanco derecho. Me temo que hemos perdido cuarenta o cincuenta hombres. —Perian se volvió hacia Flint mientras Tybalt se alejaba para reunirse con los defensores en la cervecería.

—Otros tantos, quizá más, cayeron en el otro lado —explicó el enano, procurando mantener un tono firme. El recuerdo de la mirada asombrada de Garf y el valeroso ataque de Bernhard persistía en su mente.

La suave sonrisa compasiva de la joven puso de manifiesto que comprendía su estado de ánimo.

—¡Y tú con esa hacha! —exclamó—. Te veía sin dificultad desde mi posición, arrollador, abriéndote paso como una furia reluciente.

—¿Eso parecía? —preguntó Flint con voz lúgubre.

—Sí. Sin embargo, también han caído muchos de los nuestros —observó Perian con voz tenue, mientras observaba el paso de los supervivientes.

—Vayamos a ponernos a cubierto —sugirió el enano.

—Aguarda. Quiero asegurarme de que algunos Percheros están a salvo y se dirigen a la cervecería. Vi a Pústula a la cabeza de un grupo que se encaminaba al pueblo.

—¡No hay tiempo! —objetó Flint con un gruñido, aunque sabía que no podían abandonar a sus protegidos, expuestos a las fuerzas theiwar, mientras existiera una posibilidad de conducirlos a la seguridad del edificio.

—Sólo tardaré un minuto. Deja las puertas abiertas para cuando lleguemos.

Flint se tragó sus objeciones, sabedor de que sería una pérdida de tiempo.

—¡Apresuraos! —instó a la mujer.

La vio meterse a toda carrera por un callejón, en la dirección por la que se había marchado Pústula. Tras dirigir una mirada nerviosa a la carretera, sintió cierto alivio al constatar que todavía las fuerzas theiwar no daban señales de vida. Luego echó a correr y no tardó en girar por el recodo de la calzada que llevaba a la cervecería.

La muralla de piedra del enclave se alzaba un poco más adelante: el último reducto de los defensores de Casacolina. Sin duda, era un bastión seguro al que sólo se podía acceder por una puerta abierta en la muralla que rodeaba el patio; el grosor de la base del muro medía entre dos metros y dos metros y medio. La cervecería constaba de tres edificios: un establo, la fábrica propiamente dicha donde estaban las grandes tinas, y otro pabellón utilizado para oficina y almacén.

En la puerta se encontró con Ruberik, Tybalt y una docena de enanos armados. El grupo esperaba en la calle, manteniendo las puertas abiertas para asegurarse de que todos los suyos habían entrado al patio.

—Las ventanas del edificio de las tinas están atrancadas —informó Tybalt—. Dentro hay un centenar de los nuestros armados con espadas, lanzas y horcas; también están los Percheros. No creo que los derros abran brecha por ese lado.

—¿Y los demás, han entrado ya? —preguntó Flint.

—Creo que sí. Éstos somos todos los que quedamos —dijo Ruberik, señalando a otra docena de enanos dirigidos por Turq Hearthstone que aparecían tras la esquina de un edificio y se acercaban a la puerta para reunirse con ellos.

—No he visto a nadie más al venir hacia aquí —dijo Turq entre jadeos—. Creo que todos han escapado… Al menos, todos los que todavía podían caminar —admitió con expresión sombría.

—Me quedaré en la puerta —dijo Flint—. La tendremos abierta unos minutos más; hay tiempo de cerrarla cuando los veamos acercarse. —«Deprisa, Perian», urgió en silencio. Luego se volvió hacia Tybalt y Ruberik—. Id al edificio de la fábrica y comprobad cómo se las arreglan Basalt y Hildy. Tenemos que estar preparados para un ataque por la retaguardia.

Los dos hermanos Fireforge asintieron en silencio. Estrecharon las manos de Flint y, por un momento, permanecieron así, callados, unidos.

—Basalt y tú habéis dado a Casacolina una oportunidad —le dijo Ruberik con voz queda—. Sea cual fuere el destino que nos aguarda, tenéis nuestra gratitud.

Turbado, Flint carraspeó.

—¿A qué te refieres con «el destino que nos aguarda»? —dijo, guiñando un ojo.

Sus hermanos sonrieron a pesar de la forzada jovialidad de su voz y luego se dieron media vuelta y entraron en el patio.

Flint dirigió una mirada a la elevada muralla y se dijo que el pueblo, tal vez, tuviese todavía una oportunidad. Cierto que estarían sitiados, sin posibilidad de escapar o de aprovisionarse, pero a los Enanos de las Montañas no les iba a resultar tarea fácil derrotarlos. Si conseguían rechazar el ataque durante cierto tiempo —aunque no tenía idea de hasta cuándo podía llegar ese «cierto tiempo»—, quizá lograran sobrevivir.

El enano se volvió de nuevo hacia la calle. Se oía el ruido de las tropas enemigas al acercarse, si bien todavía no se divisaba nada en la distante oscuridad.

¿Dónde estaba Perian?

Perian dobló la esquina de un viejo almacén y miró a un lado y a otro de la calle. Al no ver señales de los aghar, no supo si sentirse aliviada o preocupada.

Entonces escuchó un ruido procedente del oscuro interior de una tienda de comestibles cuya puerta estaba abierta de par en par. Agazapada, cruzó velozmente la calle y se asomó al establecimiento.

—¡Eh, reina Perillana! ¡Coger comida para fortaleza! —Pústula, sonriente, mostró el resultado de sus esfuerzos por reunir tocino, encurtidos y otras provisiones.

La enana aghar tenía la boca con un cerco de azúcar —al parecer, parte de las provisiones las transportaba en su interior—, pero el delantal estaba a rebosar de comida. Otros enanos gullys salieron de la oscura trastienda cargados con trozos de cerdo, quesos, pan y melones.

—¡Bien, Pústula, una idea estupenda! ¡Pero tenemos que apresurarnos! ¿Quedan más de los vuestros por los alrededores?

La gully asintió con un cabeceo.

—Estos otros; tener hambre y buscar comida.

—¡Bien! ¡Ahora, corred hacia la fortaleza tan rápido como os sea posible! —ordenó Perian con voz tensa.

Pústula se quedó momentáneamente desconcertada, pero enseguida salió disparada hacia la puerta. Los otros aghar, casi una docena entre enanos y enanas, corrieron en pos de la «camadera real».

Perian salió de la tienda tras ellos y dirigió una mirada nerviosa a ambos lados de la calle. Escuchaba el golpeteo de fuertes pisadas hacia el oeste, a pesar de que los derros se hallaban todavía a bastante distancia. Con alivio vio que Pústula y sus compañeros desaparecían por la esquina, en dirección a la cervecería.

¿Quedarían más aghar rezagados? Miró a su alrededor; sus sensitivos ojos escudriñaron sin dificultad la oscuridad, pero no divisó a ningún otro gully. El sonido de la marcha de los theiwar se aproximaba a la calle Mayor, pero no se veía todavía a ningún derro a este lado de la avenida.

Giró sobre sus talones y se encaminó hacia la cervecería. La estructura del edificio, con la alta y uniforme muralla ofreciendo protección, entró en su campo de visión. La puerta estaba justo a la vuelta de la esquina y allí encontraría a Flint. Una carrera corta y rápida, y alcanzaría el refugio de las instalaciones antes de que lo hiciesen los theiwar.

Un fogonazo de luz azulada alumbró la calle, y Perian comprendió que Pitrick estaba cerca.

—¡Ven aquí!

La orden, que parecía provenir de la nada, levantó ecos en la noche. Perian escuchó la voz del hechicero en el mismo momento en que se disponía a correr, pero la fuerza inmanente de esa voz, —de esas dos palabras— la frenó.

La joven giró sobre sí misma para enfrentarse a él, dispuesta a gritar todo su odio y repulsión. En lugar de eso, dio un paso hacia el jorobado. Boquiabierta por la sorpresa, se miró los pies mientras avanzaba otro paso hacia e repulsivo enano.

—¡Sabía que te encontraría! —se jactó el hechicero.

La joven intentó articular una palabra desafiante o levantar el hacha para defenderse, pero su boca permaneció cerrada y sus brazos caídos a los costados, sin fuerza. Sintió, sin poder hacer nada por evitarlo, que el hacha resbalaba de entre sus dedos entumecidos. El arma cayó al suelo. Se produjo otra irradiación de luz azulada, y Perian vio su imagen reflejada en las pupilas de Pitrick. La miraba con lascivia, casi relamiéndose, mientras ella daba otro paso inseguro. Perian pensó en la sólida muralla de la cervecería, en Flint, que la aguardaba en la puerta. La idea detuvo su avance; plantó firme los pies en el suelo, resistiendo la fuerza apremiante del hechizo de Pitrick.

Pero el derro levantó la mano y la llamó con un ademán cortés. Una vez más, avanzó otro paso hacia él, debatiéndose contra el impulso con toda su fuerza de voluntad, pero incapaz de resistirse a su poder. Perian miró de hito en hito la horrenda figura del hechicero, erguido todo cuanto le permitía su deformación, aunque la joroba lo obligaba a adoptar una postura inclinada. Los inmensos ojos centellearon, brillando en la noche como tizones ardientes.

«¡Flint!». Quiso gritar su nombre, guarecerse entre sus brazos; pero ante ella sólo estaba la burlona sonrisa y la amenazante figura de Pitrick, más próxima con cada paso que daba. El jorobado se puso en jarras y esbozó una sonrisa, seguro de sí mismo, mientras Perian avanzaba tambaleante. En cuestión de segundos la tendría a su alcance. Parecía encontrar un perverso placer en atraerla hacia sí mientras él permanecía inmóvil, aguardando.

Centrada toda su atención en aquel rostro odioso, Perian tuvo la sensación de que no existía en el mundo nadie más que Pitrick y ella; un mundo que se había convertido en algo desolado, vacío, ruin. La luz azul brotaba del amuleto y aquélla era la única luz que conocía. Irremisiblemente, se acercó otro paso, y otro más.

Unos cuantos más y la tendría a su lado. Luchó por hablar, por gritar, pero su boca permanecía cerrada, sus brazos paralizados; sólo sus pies se movían con esa cadencia lenta que la conducía a su perdición.

—Ven, desdeñosa mujerzuela. ¡Acércate y siente el contacto de tu amo! ¡Acércate al encuentro con tu muerte!

Pitrick echó la cabeza hacia atrás y estalló en carcajadas.

Con un último paso, la joven se halló de pie frente al hechicero. La desesperación y el desconsuelo atormentaban su alma.

Pitrick alargó una mano agarrotada que semejaba una garra y acerco los dedos al rostro de la mujer.

Le rozó la mejilla.

El contacto le provocó una descarga dolorosa en la piel. Su caricia era como la punzada de una enfermedad vil, mucho peor que la limpia herida de una hoja de acero. Unas oleadas de dolor le martirizaron el cuerpo; lágrimas ardientes le humedecieron los ojos.

Y, por fin, el dolor rompió las cadenas mágicas que la esclavizaban. Con un ronco gemido, Perian cayó de rodillas, mientras se llevaba la mano a la mejilla que el hechicero había tocado. Se escabulló de su lado. Estaba libre.

—¡Me das asco! —barbotó, en tanto se ponía de pie.

Tomado por sorpresa, Pitrick retrocedió un paso. En el mismo momento, el amuleto emitió un mágico destello, pero la luz se desvaneció en la noche, fuera del control de su amo.

—¡Deténte! —gritó el hechicero, llevando la mano hacia su hacha.

Pero también Perian había escapado a su control. La mujer buscó su propia arma, pero entonces recordó que se le había caído de las manos. El tumulto de la tropa theiwar se oía muy cerca y supo que los derros no tardarían en acudir en auxilio de su comandante.

Desesperada, cerró los dedos en torno al puño de una pequeña daga que colgaba de su cinturón. La alzó y arremetió con una fuerza salvaje; sintió un avieso placer cuando la afilada hoja se hundió en el antebrazo que Pitrick había levantado para protegerse. El hechicero lanzó un alarido y cayó de espaldas, llevándose con él la daga de la enana.

Perian retrocedió de un salto; en medio de la oscuridad, distinguió las figuras vestidas con armaduras negras de los Enanos de las Montañas, que se acercaban a espaldas de Pitrick. Un instinto animal la inducía a quedarse y apuñalar al hechicero hasta matarlo, pero la parte racional de su cerebro le advirtió que no había tiempo para venganzas.

Se dio media vuelta y corrió hacia la cervecería; en sus oídos resonaban los histéricos alaridos de odio del mago. No lo vio llevarse la mano al amuleto, pero la luz azul centelleó antes de que diera la vuelta a la esquina. La descarga mágica crepitó en la noche.

—¡Aprisa! —gritó Flint, respirando con alivio al ver a Perian correr hacia él.

Las tropas theiwar avanzaban calle adelante tras la mujer, pero el enano la cogió en sus brazos y la arrastró consigo al interior del patio. Otros enanos cerraron del golpe las pesadas puertas y las atrancaron con las barras.

—¡Lo conseguiste! —sonrió Flint, en medio de jadeos, volviéndose para mirar a Perian—. ¡Estaba tan preocupado!

Ella sonrió débilmente y le tomó la mano entre las suyas. Flint se sorprendió al ver que tenía los dedos empapados de sangre. Entonces sus ojos se desorbitaron por el horror al descubrir las profundas heridas abiertas por el fuego mágico en su espalda y en el costado izquierdo.

—¡Perian! —gritó con incredulidad.

La sonrisa de la mujer se desvaneció lentamente de sus labios.