La onda sonora de la carga de los theiwar pasó con estruendo sobre los defensores de la ciudad. Los Enanos de las Montañas voceaban broncos desafíos, y golpeaban las espadas y hachas contra los escudos; el suelo retumbaba bajo las contundentes y rítmicas pisadas.
El ruido procedente de la oscuridad se expandió entre las hogueras repartidas por el campo abierto y dio a Flint y a los demás una ligera idea de la posición de los derros. El enano vio el destello de las llamas reflejado en las hojas de acero de las hachas y en las oscuras superficies pulidas de los escudos. Incluso desde esa distancia, los horrendos ojos de los derros parecían captar y reflejar la luz. A Flint le recordaban, incongruentemente, unas luciérnagas bullendo en un prado una noche de verano.
Por un instante, se preguntó si el solo volumen del sonido bastaría para ahuyentar a los defensores, pero una rápida ojeada a su alrededor disipó sus dudas: los Enanos de las Colinas estaban dispuestos a mantenerse firmes. De hecho, los enanos gullys contribuían al alboroto con sus gritos, insultos y gestos de burla.
Flint dirigió una mirada nerviosa sobre su hombro, hacia Casacolina, protegida ahora tras la barrera semicircular de tierra. La ciudad envuelta en sombras parecía muerta bajo el encapotado cielo nocturno, sobre todo en contraste con las hogueras esparcidas por el campo. De hecho, la ciudad estaba casi abandonada. La mayoría de sus habitantes, unos trescientos cincuenta, estaban en la fortificación con Flint, Perian y los aghar. El resto, casi ciento sesenta Enanos de las Colinas —los muy ancianos, muy jóvenes o los débiles en cualquier otro sentido—, se habían refugiado en cuevas de las colinas, en espera del desarrollo de la batalla.
—¡Preparad las bombas explosivas! —gritó Flint, sin perder de vista la carga de los theiwar.
Los aghar situados en el centro de la barrera reprimieron de mala gana sus gritos ofensivos y cogieron los pequeños recipientes de cristal y cerámica que contenían la sustancia corrosiva.
—¡Listas también las antorchas! ¡Encendedlas ya!
Varias docenas de Enanos de las Colinas prendieron las teas impregnadas de aceite.
—Daremos una sorpresa a esos gusanos cuando estén cerca —comentó Flint a Ruberik, quien se había aproximado a él. El granjero se limitó a asentir con gesto torvo; los dos hermanos escudriñaron la oscuridad en silencio.
Las tropas del thane acortaban distancias. La carga, iniciada cien metros atrás, cerraba la brecha con gran rapidez.
Flint distinguía ya, al resplandor de las fogatas, las figuras individuales de los derros. Vio rostros desfigurados por el ansia guerrera, ojos en los que alentaba un brillo asesino, hambrientos de victimas. La mayoría de los theiwar avanzaba a paso vivo, con los escudos en el brazo izquierdo y las hachas o espadas empuñadas con la mano derecha.
Algunas hogueras dejaron de verse, pisoteadas al paso implacable de la amenazante oleada negra, pero las fogatas más cercanas a la barrera iluminaban ahora al ejército invasor.
A Flint le hubiese gustado disponer de un cuerpo de arqueros, o de una catapulta, o cualquier clase de arma con proyectiles de largo alcance. Pero, por desgracia, el alcance de las bombas se limitaba a la fuerza de tiro de los aghar, lo que comprendía entre los treinta centímetros y los quince metros. Por otro lado, no quería arriesgar a los gullys de las agharpultas antes de estar preparados para el contraataque.
—¡Manteneos firmes en vuestros puestos! —gritó a un par de jóvenes Enanos de las Colinas que habían empezado a echar ojeadas nerviosas sobre el hombro.
Oyó a Perian gritar palabras similares de aliento en el flanco derecho defendido por Basalt y un pequeño grupo de Enanos de las Colinas respaldados por una reserva de Percheros.
Flint echó una fugaz ojeada a la izquierda, donde se encontraba Tybalt con el grueso de sus tropas, ocultos tras la barrera. Entre aquel grupo, en alguna parte, estaban Hildy, su hermano Bernhard y su hermana Fidelia. Recordó fugazmente a Bertina y Glynnis, a quienes habían persuadido para que se encargaran de los niños evacuados a la seguridad de las colinas.
Tybalt lo saludó con un ademán despreocupado y su gesto sereno e indiferente arrancó una sonrisa a Flint. Le sorprendió la cálida sensación que le producía saberse rodeado por su familia en estas horas críticas. Eran estupendos, se dijo para sus adentros, con no poco orgullo.
—¿Falta mucho?
Flint se volvió al hacerle la pregunta Ruberik. El granjero seguía junto a él en lo alto de la fortificación.
—Poco —le respondió.
Miró la enorme ballesta que manejaba su hermano. La culata del arma, de roble desgastado por los años y las inclemencias del tiempo, lucía una suave pátina por el largo uso. La traviesa de acero no estaba brillante, pero si tensada con una fuerza innegable que ponía de manifiesto su solidez. En otros tiempos, había sido el arma de su padre.
—¿Estás listo?
Por toda respuesta, Ruberik levantó la pesada ballesta y la sujetó con firmeza mientras apuntaba a su diana… una diana que no eran los derros, sino un gran jarro de arcilla interpuesto en su camino.
—¿Lo ves bien? —inquirió Flint, escrutando dudoso la oscuridad. El campo se iluminó fugazmente con algunos resplandores de luz amarilla, pero enseguida las sombras se abatieron de nuevo sobre el entorno—. La idea parecía mejor a la luz del día que ahora.
—No te preocupes —gruñó Ruberik, estrechando los ojos por la concentración—. Me las arreglé para aprender algo de lo que padre consideraba más importante: las armas.
—El granjero adoptó una postura agazapada y se quedó inmóvil como una roca a la espera de la orden de su hermano.
—Unos cuantos segundos más —dijo Flint con voz tensa. Divisó la diana, en medio del paso de la horda atacante. Los derros se acercaron más—. Aguarda un momento…, aguanta… ¡Ahora, dispara!
Con un seco chasquido, la ballesta soltó el dardo acerado. El proyectil centelleó en la noche y se perdió en la oscuridad. Un instante después, una nube bien definida —un remolino de humo espeso, tan negro que se distinguía claramente en contraste con la creciente oscuridad de la noche— brotó del jarro de arcilla.
—¡Buen tiro! —gritó Flint, palmeando la espalda de su hermano.
Ruberik hizo caso omiso, concentrado de nuevo en la laboriosa tarea de amartillar la pesada ballesta. Encajó en la ranura otro dardo; el sudor le resbalaba por la frente cuando terminó de girar la fuerte manivela tensora.
Flint manifestó su satisfacción con un gruñido al ver que el humo se extendía por el campo. Las filas de derros se dispersaron cuando los enanos se apartaron tambaleantes de las nocivas emanaciones. La oscuridad reinante le impedía distinguir la reacción de los theiwar, pero lo complació sobremanera imaginar su malestar. Los derros rodearon la cada vez más extensa nube de humo, pero su avance había sufrido un momentáneo retraso.
—¡Listas las antorchas! —gritó Flint, al verlos acercarse—. ¡Y también las bombas!
Cerca de su posición, Fango y Terrón levantaron los pequeños recipientes y los agitaron con denodado vigor.
—¡Cuidado! —advirtió Flint.
«Sólo nos falta que estalle uno de ésos aquí. La batalla finalizaría antes de comenzar», pensó con un estremecimiento.
Detrás de la trinchera, varias docenas de Enanos de las Colinas blandían antorchas encendidas, aunque las mantenían bajas, fuera del alcance de la vista de los derros, a la espera de utilizarlas a una orden de Flint.
Por fin Ruberik levantó su arma, la afianzó y apuntó al segundo jarro grande. Este se hallaba mucho más cerca que su primera diana. Con un seco chasquido, la ballesta disparó el dar o; a vasija se hizo añicos y desprendió otra nube del nocivo humo cáustico.
Los derros estaban a menos de treinta metros. A tan corta distancia, Flint y Ruberik veían las arrugas de sus faces grotescas, las anillas de sus cotas de malla.
Flint se volvió hacia los aghar agrupados a su derecha y a su izquierda.
—¡Petarderos, tirad!
—¡Tomar y comer porquería «esprosiva»! —gritó Fango, mientras lanzaba el recipiente, que cayó entre las primeras filas enemigas y, al romperse, liberó una nubecilla de apestoso humo negro.
En medio de un griterío infernal, los aghar del centro de la fila arrojaron sus apestosos proyectiles. Los recipientes eran pequeños y el entusiasmo de los lanzadores grande. Tal como habían practicado, los gullys doblaron los brazos hacia atrás y arrojaron los frascos tan lejos como les fue posible contra las filas de los theiwar. Algunos no pudieron evitar irse de bruces al suelo por la fuerza del impulso.
Varios recipientes cayeron justo delante de la fortificación de tierra y rodaron a la zanja abierta al pie de la barrera, entre los atacantes y los defensores. La mayoría de los proyectiles volaron siete u ocho metros, y algunos surcaron vertiginosamente el aire y reventaron a los pies de la primera línea enemiga.
Al instante, una nube oscura y espesa se expandió de los frascos rotos. La onda explosiva hizo que el humo se elevara y luego quedara suspendido en el aire como un manto espeso y viscoso. Parte del humo se alzó en volutas que sobrepasaron la barrera defensiva; Flint se zambulló de cabeza para eludirlo, pero no antes de haber aspirado una bocanada. El enano se dobló en dos, jadeante y medio asfixiado; tropezó y cayó rodando por la inclinada pared de la barrera, con el hacha Tharkan rebotando con fuerza contra su costado. Quedó tendido al pie de la fortificación, inerme, sacudido por las arcadas.
—Rey no gustar bombas apestosas —comentó Fango, contemplando entristecido a su monarca. Un poco de humo se enroscó en sus botas y se elevó hasta rozarle el rostro, pero el gully hizo poco más que restregarse la nariz y pestañear un par de veces.
Flint apareció arrastrándose entre los últimos vestigios de la espesa neblina que barría la trinchera. Sacudió la cabeza varias veces para despejarse, mientras rogaba a los dioses que los efectos de las bombas hubiesen resultado tan repulsivos para los derros como lo habían sido para él.
En efecto, la mayor parte del humo se había frenado contra la barrera de tierra y, volviéndose hacia las filas theiwar, se había arrastrado como un ente animado por el suelo, adhiriéndose a la piel, introduciéndose en botas y ropajes y abriéndose paso a través de cualquier rendija.
De hecho, la reacción de Flint por la mínima bocanada que había aspirado, fue moderada en comparación con los efectos intensos infligidos por el gas en los theiwar. Los derros recibieron de lleno el embate de la espesa y nociva neblina. El vapor era tan pesado que se expandió en una nube suspendida a una altura que apenas sobrepasaba las cabezas de los enanos de mayor talla y se quedó flotando sobre el campo con una consistencia liquida.
La primera fila central de soldados se desplomó como pichones abatidos de un solo golpe. La siguiente hilera se tambaleó y se detuvo mientras la sustancia cáustica los envolvía como un sudario; los enanos trastabillaron y cayeron, medio inconscientes, tosiendo y boqueando.
El gas se disipó conforme se extendía y perdió intensidad. Pero antes redujo a todo theiwar, lo bastante desafortunado para caer en sus redes viscosas, a un cuerpo convulso sacudido por el paroxismo y la asfixia. Tal y como Flint había planeado, la ponzoñosa neblina se expandió como una cuña en el centro de la formación theiwar. Cuando el rey de los gullys remontó la cima de la fortificación —ahora limpia del nocivo gas—, vio que las fuerzas del thane se habían dividido en dos, ahuyentadas por el pestilente humo reptante.
Muchos derros se detuvieron y miraron a su alrededor con nerviosismo. Otros que los seguían se frenaron en seco. En la oscuridad, Flint descubrió que la previa formación ordenada de theiwar se había convertido en un grupo de soldados confusos y desconcertados. La carga se había frenado de manera efectiva.
—¡Flint… aquí!
Escuchó la llamada urgente de Perian y la vio acercarse a toda carrera. También él corrió por lo alto de la defensa para reunirse con la mujer.
—¡Los hechiceros de Pitrick! —gritó la enana, apuntando a media docena de enanos que se había abierto camino entre las filas enemigas desde la retaguardia—. Nos alcanzarán con sus conjuros en cualquier momento.
Flint divisó a los magos, claramente visibles a la luz de una hoguera cercana. Sus cabellos eran blancos pero emitían destellos rojos al reflejarse en ellos las llamas. Vestían largas túnicas oscuras que parecían incongruentes entre las relucientes armaduras negras de sus compañeros.
—Van a empezar los fuegos artificiales —masculló Flint, mientras observaba a los derros de manera apreciativa.
—Tengo una idea —susurró Ruberik—. Las antorchas están preparadas. ¿Qué te parece si esperamos a que estén más cerca y entonces les damos algo que los entretenga?
El granjero señaló las balas de paja empapadas en aceite que tenían preparadas al pie del parapeto. En su fuero interno, Flint deseó que la idea resultara tan efectiva, ahora en mitad de la noche y en medio del fragor de la batalla, como había imaginado durante las horas tranquilas de la tarde.
—¡Qué gran idea! —exclamó Perian, dando a Ruberik una palmada en la espalda. El granjero se sonrojó.
—Esperemos que funcione —dijo Flint.
—Por supuesto que funcionará —replicó la mujer con un tono alegre que lo sorprendió. Por primera vez, Flint advirtió el gran espíritu guerrero que alentaba en la mujer—. Cuando ese estallido de luz se alce ante sus ojos, quedarán cegados largo rato. ¡Para ellos será más amenazador que hacer frente al frío acero de las espadas o a una cerrada formación de soldados!
Flint la miró en silencio un momento, reparando una vez más en los rizos de su cabello cobrizo, en la tersa suavidad de sus mejillas. «¡Por Reorx, ojalá hubiese concluido ya la batalla!», deseó. Ella notó su mirada y se dio media vuelta, sorprendiéndolo con el ligero rubor que tiñó repentinamente sus pómulos.
Entonces se escuchó a los sargentos derros impartiendo órdenes a gritos y vieron que las filas theiwar se agrupaban otra vez en formación. Los hombres de la infantería surgieron a espaldas de los hechiceros y la horda derro al completo reanudó el avance hacia la zanja abierta al pie del parapeto.
—¡Antorchas, ahora! —bramó Flint.
Docenas de Enanos de las Colinas treparon a toda carrera a lo alto de la fortificación y arrojaron las teas encendidas al otro lado, sobre las balas de paja que habían sido colocadas a lo largo de la zanja tras empaparlas con aceite.
Con una súbita ráfaga de aire y un sonoro estampido, cada bala de paja estalló en una pira de llamas y una explosión de cegadora luz amarilla desgarró la oscuridad.
En medio de aullidos de dolor, los hechiceros se llevaron las manos a los ojos y retrocedieron tambaleantes. Rodaron por el suelo, chillando y gimiendo, con sus ojos de enormes pupilas temporalmente cegados.
Los magos, más cercanos a la implacable irradiación, fueron los más afectados, pero los soldados situados tras ellos parpadearon molestos y aturdidos y se vieron forzados a dar la espalda al doloroso resplandor. De nuevo, Flint oyó a los sargentos maldecir y vocear y los derros reanudaron poco a poco el avance hacia las líneas enemigas.
—¡He de regresar a mi puesto en el centro! ¡Buena suerte! —gritó a Perian, que también corría a su posición junto a Basalt.
Las enormes columnas de fuego perfilaban la totalidad del perímetro del parapeto. En el centro, la oscura nube ponzoñosa todavía ocultaba el campo, impidiendo el avance de cualquier theiwar. A la izquierda de Flint, los Enanos de las Montañas vacilaban en medio del caos reinante, pero a su derecha, donde los hechiceros habían marchado a la cabeza, los oficiales theiwar fustigaban a sus tropas en un salvaje avance.
Flint escudriñó el flanco derecho, defendido por un reducido número de tropas al mando de Perian y Basalt, apenas un centenar de Enanos de las Colinas y unos cincuenta aghar. Sin embargo, su labor se limitaba a contener al enemigo, ya que el pronunciado declive de la ribera del río cortaba el avance de los derros por aquel lado. La propia muralla de tierra en sí los obligaría a atacar cuesta arriba, lo que daba una ventaja significativa a los defensores.
La primera línea de Enanos de las Montañas llegó a la zanja abierta en la base del parapeto. Los theiwar se metieron sin dudarlo en la poco profunda trinchera y empezaron a cruzarla. Para entonces, las balas de paja estaban casi consumidas y se desmoronaban en cenizas, pero, incluso así, los derros se veían forzados a rodear los ardientes restos. Iban armados con las hachas de batalla que se manejaban con ambas manos pero que ellos blandían con una a fin de ayudarse con la otra a trepar la inclinada pendiente de la fortificación de tierra.
Flint vio a Perian abalanzarse sobre un derro y hundir su hacha en el yelmo. Basalt, por su parte, arremetió con la espada y otro theiwar rodó cuesta abajo hasta la zanja. A todo lo largo de la línea, los enanos se habían encaramado en lo alto del parapeto y propinaban hachazos y cuchilladas a los derros que trepaban hasta su posición.
La confusión aumentó cuando los aghar del regimiento de Percheros subieron en tropel a lo alto de la barrera y estrellaron sus escudos en las cabezas de los soldados enemigos. Las armas hendían el aire, la sangre fluía con profusión. A Plint se le cayó el alma a los pies al ver desplomarse a varios Enanos de las Colinas, que quedaron tendidos en el suelo, inertes.
El rey de Lodazal contuvo el aliento, preguntándose si la línea defensiva aguantaría el embate. Vio a un derro remontar el parapeto, pero Basalt lo detuvo con un certero golpe en la garganta. Perian dirigía a un grupo de enanos en un contraataque contundente de golpes y arremetidas a los theiwar, que caían dando tumbos parapeto abajo.
Escuchó el ronco grito de batalla de la mujer, y vio a los Enanos de las Colinas seguirla con ímpetu. La guerrera atacó como un espíritu vengador, heraldo de la muerte, propinando cuchilladas a diestro y siniestro, retrocediendo de un salto antes de que un golpe de contraataque alcanzara su destino. El corazón de Flint dejó de latir cuando un derro la atacó por la espalda; sin embargo, algún sexto sentido advirtió a la mujer del peligro, pues giró velozmente sobre sus talones a tiempo de eludir el golpe y hundir su acero en el traicionero theiwar.
Flint dejó escapar un hondo suspiro de alivio al comprobar que los Enanos de las Colinas no sólo contenían la arremetida, sino que obligaban a los Enanos de las Montañas a retroceder. Desorganizados, aturdidos, desconcertados, los theiwar se agruparon al pie de la fortificación.
—El humo les impide todavía acercarse aquí —rezongó Ruberik, mientras señalaba la viscosa neblina suspendida en el centro del campo de batalla.
Flint observó a su hermano con sorpresa; en la voz del granjero se advertía un manifiesto timbre de decepción.
—Ansías tener la oportunidad de disparar contra ellos y acabar con unos cuantos, ¿no es cierto? —le preguntó.
Ruberik carraspeó y asintió en silencio.
—Supongo que me gustaría ocuparme personalmente de que algunos no regresaran a Thorbardin.
Los hermanos volvieron su atención al flanco izquierdo, donde los Enanos de las Montañas reanudaban el avance desplegándose por el campo abierto. Debido ala densa nube de humo que aún flotaba entre sus líneas, estos theiwar ignoraban que sus compatriotas habían sido rechazados en el flanco derecho.
—¡Encárgate de que todo marche bien aquí! —ordenó Flint a su hermano.
—¡Aguarda! ¿A qué te refieres? ¿Qué hago si…? —gritó Ruberik, mientras Flint se alejaba a toda carrera.
En su fuero interno, al enano le inquietaba dejar a su hermano al mando de los atolondrados y escandalosos Petarderos, tan difíciles de controlar. No obstante, una breve ojeada a la oscura nube de humo lo tranquilizó, pues tenía visos de permanecer inalterable durante algún tiempo e impediría el acceso por el centro del parapeto.
Flint corrió por lo alto de la fortificación hacia el punto donde Tybalt estaba apostado con un numeroso grupo de enanos en el ala izquierda del parapeto, desde el que observaban el avance de los theiwar. De improviso, éstos trazaron un viraje y rodearon el final de la barrera en lugar de trepar por ella. La amplia brecha abierta entre el terraplén y los árboles ofrecía una ruta fácil que sobrepasaba las líneas defensivas.
En torno a los Enanos de las Colinas, se arremolinaban los gullys integrantes del regimiento de Agharpultores al mando de Nomscul. Los hombrecillos saltaban y brincaban en un intento de atisbar las fuerzas enemigas sobre las cabezas de los Enanos de las Colinas, más altos que ellos.
—¡Agharpulteros, preparaos! —gritó Flint, en el momento de llegar a una distancia desde donde lo podían oír.
—¿Preparan para qué? —inquirió el chamán, volviéndose hacia su monarca con expresión desconcertada.
—¡Para disparar, zopenco!
El rostro del gully se iluminó.
—¡Yo, Nomscul[3]! ¡Tú rey!
Flint se mordió la lengua para refrenar los insultos que pugnaban por salir de su boca, mas al punto lo complació ver que Nomscul y sus hombres entraban en acción a toda velocidad. ¡Incluso recordaban la dirección hacia donde debían apuntar!
—¡Bien, muy bien! —los animó, falto de resuello, al llegar junto a Tybalt.
—Rodean el parapeto muy deprisa —apuntó el alguacil, con un ligero ribete de alarma.
Flint volvió la mirada al campo y vio el rápido avance de los Enanos de las Montañas por el extremo del parapeto.
—¡No podemos perder tiempo! —bramó.
Los Enanos de las Colinas se prepararon para el contraataque.
—¡Agharpultas, disparen! ¡Lanzar dos veces! —Confiaba en que esta orden los haría repetir los lanzamientos hasta que no quedara un solo aghar. Luego se volvió hacia las tropas enemigas.
Las pirámides de agharpultas se levantaron por encima del muro defensivo en tanto que los gullys que actuaban como «detonantes» trepaban a toda carrera por el declive interior del parapeto. Embistieron contra sus compañeros encaramados unos sobre otros y las pirámides vivientes se tambalearon por el encontronazo de modo que los aghar situados en la cúspide salieron disparados contra las filas theiwar. Alcanzaron sus objetivos cual bolas de bolera que hacen pleno y la formación de los derros quedó partida en dos al caer patas arriba docenas de theiwar.
—¡Enanos de las Colinas, a la carga! —Flint alzó el hacha Tharkan sobre su cabeza mientras lanzaba el grito.
De repente, se quedó paralizado por un acontecimiento inesperado. Del hacha brotaba una luz fría y blanca; el fulgor se derramó por el campo y sobre las filas de derros; los Enanos de las Montañas, como un solo hombre, volvieron los rostros ante la cegadora luminosidad. Flint contempló el hacha de hito en hito, sobrecogido por el poder que emanaba de ella. A su alrededor, los Enanos de las Colinas prorrumpieron en clamorosos vítores.
—¡Por la victoria! —gritó Tybalt.
Con un atronador rugido que igualaba en potencia al voceante desafío de sus contrarios, los enanos de Casacolina se abalanzaron sobre las fuerzas theiwar. Flint divisó a Hildy, cuyo rostro era una máscara de inflexible determinación, bajar a toda carrera el declive del parapeto. Su hermano Bernhard y su hermana Fidelia se encontraban también entre la multitud enfebrecida lanzada a la carga, pero no los localizó.
—¡Por la Gran Traición! —gritó Turq Hearthstone. El corpulento enano pasó como una tromba junto a Flint y aplastó el cráneo de un derro con su pesado martillo de hierro.
El contraataque, rápido e inesperado, sembró la confusión entre las filas theiwar; los soldados se encontraron de pronto dispersos, sin la hegemonía de una formación compacta. Desesperados, en grupos de dos y tres individuos, los derros presentaron batalla a sus congéneres de las colinas. Se originó un caótico tumulto en el que se mezclaban el estruendo de las armas al chocar contra los escudos con los alaridos de los enanos.
Sobre las cabezas de los combatientes, volaban los cuerpos de muchos valientes aghar. Las agharpultas alcanzaban sus objetivos con notable puntería tras los días de práctica intensiva y los gullys se estrellaban con gran efectividad contra las apretadas filas de soldados theiwar.
El misterioso halo luminoso envolvía a Flint mientras dirigía el violento asalto contra sus congéneres de las montañas. El enano blandía su hacha Tharkan con una fuerza brutal que descargaba a diestro y siniestro conforme se internaba en las filas enemigas. El reluciente acero hendió el lustroso peto negro de un theiwar con un hachazo certero que acabó con la vida del soldado. Flint se revolvió para frenar la andanada de golpes que se le venía encima; otros dos derros se desplomaron con los yelmos y los cráneos destrozados.
Otro de sus adversarios emitió un alarido y retrocedió, con los ojos abrasados por el cegador brillo de la acerada hoja. Otros estrecharon los párpados y se lanzaron al ataque, con los rostros desfigurados por una mueca de odio. Pero fueron incapaces de resistir el ardiente fulgor, y Flint acabó sin dificultad con todos aquellos que no huyeron.
El estruendo de la contienda resonaba en sus oídos como un continuo y discorde entrechocar de metal contra metal en el que, cada vez con más frecuencia, se entremezclaban los alaridos y gemidos de los heridos. Todo cuanto veía Flint era un cerco de guerreros adversarios, cuyos semblantes expresaban crueldad, odio y temor en una constante alternancia.
La retina del enano captó una fugaz imagen de su hermana Fidelia, ataviada con un viejo peto de cuero y manejando una horca con mortífera efectividad; ensartaba a los derros por el estómago y los derribaba al suelo, donde los remataba.
Notó que a su alrededor la presión ejercida por los Enanos de las Colinas desbarataba poco a poco las formaciones de los theiwar. En la creciente confusión, Flint se adentró más en las filas enemigas arrastrando tras de sí a los Enanos de las Colinas que luchaban a su lado, como si su sola fuerza de voluntad actuara como un imán sobre ellos.
Oyó el ronco gruñido que Tybalt exhalaba de manera acompasada a cada mandoble que propinaba con su espada de doble asimiento. De un modo mecánico, como impulsado por la cadencia del sonido, Flint lanzó un grito de guerra y saltó hacia adelante para descargar un nuevo golpe contra otho theiwar. El enano advirtió que su hacha relucía más que nunca y que el mango empezaba a calentarse entre sus manos. La sangre de los derros muertos empapaba el acerado filo de la hoja.
En su avance, Flint llegó junto a Garf, que estaba sentado sobre el cuerpo desplomado de un theiwar inconsciente.
—¡Camisa dura! —protestó el aghar apuntando el peto metálico del guerrero para mostrar donde había aterrizado después de salir disparado de la agharpulta.
—¡Cabeza más dura! —señaló Flint, mientras palmeaba la espalda del gully y señalaba al theiwar caído.
De repente, los ojos de Garf se abrieron de par en par, desorbitados por la sorpresa.
—¡No! —gritó Flint, al ver emerger del pecho del aghar la ensangrentada punta de una espada.
Ensartado por la espalda, Garf se desplomo de bruces. La mirada de Flint quedó prendida en los enormes ojos dementes del despreciable derro que lo había atravesado.
Aquellos ojos se desorbitaron aún más cuando Flint se abalanzó sobre él y hundió la centelleante hacha en la frente del theiwar. El adversario cayó sobre el pequeño cuerpo de su víctima, y Flint pestañeó repetidamente para ahuyentar unas lágrimas de angustia y cólera que acudían a sus ojos.
En ese momento se le echó encima otro Enano de las Montañas y apenas tuvo tiempo de frenar la embestida. Se alejó del cadáver de Garf y retrocedió, perdido el equilibrio por la brutalidad con que el derro había arremetido con su hacha.
Escuchó a Hildy gritar a su lado, pero no pudo librarse del agresivo theiwar. Un hacha pequeña pasó zumbando y se hundió en la cabeza de su adversario. Al punto, un Enano de las Colinas se plantó a su lado; Flint se volvió para darle las gracias y se encontró con su hermano Bernhard. Giró sobre sus talones para acudir en ayuda de Hildy, pero la muchacha ya había dado cuenta de su oponente con un certero golpe de espada.
No obstante, los derros presionaban por todas partes y pronto el enano se encontró retrocediendo para no caer en un cerco. Bernhard y Hildy combatieron a su lado, hombro con hombro, conteniendo a la desesperada el renovado ataque del enemigo. La hoja de una espada alcanzó a Flint en el antebrazo y el enano gritó de dolor. Otros dos derros arremetieron contra él, con una mueca cruel impresa en sus semblantes.
Antes de que Flint tuviese tiempo de alzar su hacha para defenderse, una figura se interpuso entre él y sus atacantes. Vio a Bernhard hundir su hacha en la garganta de uno de los derros, pero el arma se quedó atascada en la armadura metálica de su víctima. Frenético, Bernhard trató de desencajar el hacha, pero el segundo derro fue más rápido que él.
Flint contempló horrorizado cómo el theiwar atravesaba el cuello de su hermano: Un borbotón de sangre —más de la que Flint hubiese podido imaginar— brotó de la herida y empapó el pecho de Bernhard, quien se volvió hacia Flint con una expresión de inconcebible sorpresa y luego se derrumbó a sus pies.
—¡Bastardo! —chilló Hildy, abalanzándose sobre el todavía sonriente derro.
El Enano de las Montañas alzó su arma, frenando el ataque, pero no podía guardar dos flancos a la vez.
Flint, sacudido de la cabeza a los pies por una furia arrolladora, atacó. El hacha Tharkan centelleó y cercenó de un tajo el cuello del theiwar; la cabeza salió por el aire, separada limpiamente de los hombros.
A pesar de la conmoción ocasionada por la muerte de su hermano, Flint advirtió el cambio operado en el tumultuoso combate; los avezados guerreros del thane reaccionaban ante la inicial confusión y la situación se inclinaba poco a poco a su favor.
—¡Atrás! ¡Regresad al parapeto! —ordenó Flint a voces.
Su advertencia resultó innecesaria ya que los enanos de Casacolina se retiraban hacia el terraplén defensivo, no por propia iniciativa, sino empujados por la creciente presión que ejercían las fuerzas oponentes. Muy pronto, mientras los Enanos de las Montañas reanudaban la ofensiva con renovados bríos, se hizo patente que la retirada era la única salida para evitar una matanza y que el valeroso ataque de sus compatriotas acabara en un baño de sangre.
Acuciados por la desesperación, los Enanos de la Colinas treparon a gatas el repecho de tierra, pero los feroces theiwar fueron tras ellos.
—¡Manteneos en lo alto del parapeto! —gritó Flint, a la vez que se enfrentaba a otro Enano de las Montañas.
De nuevo su hacha aplastó la armadura metálica y acabó con su oponente sin necesidad de atravesar la rígida barrera del peto de acero. Su víctima se desplomó de espaldas y rodó por el terraplén, arrastrando en su caída a dos de sus compañeros de armas. Flint notó que el hacha Tharkan, todavía resplandeciente, estaba tan caliente que empezaba a quemarle la palma de la mano, y la sangre de sus enemigos siseaba en la afilada hoja.
Tybalt y otros enanos de Casacolina llegaron a lo alto del parapeto, donde se volvieron para presentar batalla. Jadeaban por el esforzado combate, pero, aun así, su actitud era de firme decisión.
Por su parte, los theiwar, exhaustos por la larga carga y todavía desorganizados por el inesperado contraataque, de repente se replegaron para reagruparse y darse un respiro.
Flint advirtió el agotamiento de los Enanos de las Colinas que lo rodeaban y agradeció la tregua que les brindaba la retirada momentánea de los derros. Había llegado en el momento oportuno.
Entonces miró por encima del hombro y vio sobrevenir la catástrofe.