—¡Alerta! ¡«Fazarrancho» de combate!
La tambaleante multitud gully se desbordó en los aposentos reales, trepando unos sobre otros y arañándose con las mugrientas uñas en su afán por ser el primero en poner al corriente de las nuevas a sus majestades.
—¿Qué pasa? —rezongó Flint, tumbado en el lecho de musgo del Salón del «Torno», con el brazo en torno a Perian en un gesto protector.
Era el amanecer, del quinto día desde que Pitrick había atacado Lodazal. Él y Perian habían regresado de la gruta al cómodo abrigo de la cama poco antes de la irrupción de los aghar.
—¡Basta! ¡Callad! —ordenó, enojado con ellos por haberlo sacado con tanta brusquedad del reconfortante sueño.
Por un instante, Nomscul cesó de pegar brincos en el borde del lado de la cama ocupado por Flint, hecho que hacía que saltaran por el aire pedazos secos del musgo.
—¡Enanos de las Montañas en marcha! ¡Son dos! ¡Ellos ir a la guerra, con espadas y otros «parejos»! ¡Enanos gullys grandes espías! ¡Ver todo y correr a informar sin «tandanza»!
—Bien, Nomscul, comprendo la gravedad de la situación.
Ahora Flint estaba despejado por completo. Sujetó al chamán por los hombros a fin de impedirle que prosiguiera con sus brincos.
—¿Cuántos…? Olvídalo. ¿Estás seguro de que no se trataba de una simple patrulla en alguna maniobra rutinaria?
Nomscul se palmeó los costados, se puso en jarras y alzó la cabeza en una actitud de persona ultrajada por haberse puesto en tela de juicio su inteligencia.
De mala gana, Flint se apartó del cálido cuerpo de Perian y se incorporó. Poniéndose de espaldas, se metió las calzas y las ajustó a la cintura; luego ciñó el cinturón en torno a la larga camisola verde.
—No puede tratarse de los hombres de la guardia. Es demasiado pronto —protestó Perian, medio adormilada, mientras se frotaba los ojos con los puños—. No ha pasado ni una semana desde el ataque al Salón Cielo Grande. ¡No es posible que Pitrick haya organizado las tropas en tan poco tiempo!
—Eso, díselo a él y a su ejército —rezongó Flint, mientras se calzaba las botas—. Sólo espero que Basalt haya tenido tiempo suficiente para fortificar Casacolina. En cualquier caso, nosotros nos ponemos en marcha.
—¿Nosotros poder marchar? ¿Poder? —suplicó Nomscul, al tiempo que sacaba pecho y pateaba de un lado al otro por la estancia a fin de demostrar que estaba dispuesto.
Flint hizo caso omiso del chaman, su mente estaba ocupada en la marcha que los aguardaba, mientras acababa de vestirse.
Se ciñó el hacha Tharkan, el regalo que le había hecho Perian a noche anterior. Sus dedos rozaron con lentitud la fría hoja de acero, en tanto que evocaba los recuerdos de unas horas atrás. Soltó un suspiro hondo y se lavó la cara con el agua de la palangana.
—Di a todos los gullys del lugar que ha llegado la hora de la gran marcha. Que cojan sus armas, sus escudos, provisiones, todo —ordenó a Nomscul—. Recoged las bombas explosivas y reuníos con la reina Perian en la gruta. Yo parto ahora mismo hacia allí, para echar una ojeada al exterior.
Nomscul asintió repetidas veces y salió disparado por el túnel, en dirección al Salón Cielo Grande.
Por su parte, Perian denegó con obstinación mientras gateaba sobre la cama, bajaba por el lado de Flint y se vestía a toda prisa.
—Voy contigo.
Flint se volvió hacia ella con actitud exasperada.
—¡Uno de nosotros se tiene que quedar y controlar que hagan bien las cosas y se organicen! —objetó—. ¿Cómo, si no, estaríamos seguros de que no se llevaban consigo los tenedores y las cucharas en lugar de las espadas y los escudos?
—Es cierto. Pero tú no sabrás a qué fuerzas del thane habremos de enfrentarnos o cómo combatirlas. Serví en su guardia…
—Lo recuerdo —la interrumpió con sequedad.
—… y reconoceré las unidades, su fuerza y sus puntos flacos. ¡Conozco a los oficiales! ¡En todo caso, si alguien se queda aquí, tendrías que ser tú!
Aunque rezongando, Flint aceptó que lo acompañara. Recorrieron los empinados Tubos Superiores y por fin llegaron a la entrada de la escalera que conducía a la gruta.
Bajaron los escalones de forma atropellada, Flint de dos en dos. Ambos hicieron un alto para mirar al banco de piedra, junto al estanque, todavía abarrotado con las ollas y platos utilizados la noche anterior.
—Prosigamos —dijo al cabo él.
Bordearon el estanque hasta el extremo más alejado de la escalera. Allí, en la pared, existía una grieta amplia, aunque a ras del suelo; en el piso arenoso se había cavado un canal profundo. Era de suponer que, tanto éste como la grieta, habían formado parte del lecho de una antigua corriente subterránea; en la actualidad, el estanque desaguaba por otro nuevo canal, abierto a cuatro metros de distancia.
—Aquí es.
Flint tomó a Perian de la mano y se introdujo por la irregular fisura. Poco después, se vieron forzados a caminar agazapados ya que el techo de la grieta descendía sobre sus cabezas. El enano contó, como era su costumbre, los pasos; en el número noventa y tres, salieron de manera inesperada a la luz del sol, sobre un pequeño repecho rocoso. La grieta trazaba un ligero ángulo y estaba rodeada de pinos; en consecuencia, pasaba inadvertida a los ojos de quien no fuera un avezado explorador.
Acostumbrada a la vida subterránea, Perian apretó los párpados al recibir la hiriente claridad en los ojos; el resplandor era más acusado por la nieve recién caída. Incluso Flint, habituado a la oscura penumbra en las últimas semanas, parpadeó. Una fresca brisa le acarició el rostro; la sensación, tan familiar para él, resultó estimulante.
—He estado en la superficie menos de una docena de veces, pero nunca me pareció hermosa. Hasta hoy —confesó Perian, con la mano puesta en la frente para protegerse los ojos—. La luz me hace daño, pero me acostumbraré pronto, puesto que soy medio hylar. —Se echó a reír—. Después de tantos años de sufrir las amenazas de Pitrick, jamás imaginé que me alegraría de mi mestizaje.
Flint le dio unas palmadas en el hombro para infundirle ánimos; tenía la sensación de que serían muchas cosas más las que cambiarían en este día. El Enano de las Colinas sabía que habían emergido al exterior en la cordillera de las Kharolis, al nordeste del túnel por el que había entrado a Thorbardin, distante a media jornada de viaje. Trepó a lo alto del saliente, a fin de tener una mejor visión; allá abajo, vio el arroyo que, presumiblemente, nacía en la gruta del estanque.
Resguardándose los ojos con la mano, volvió la vista hacia el este. El cielo estaba claro y despejado y divisó la orilla reluciente del lago Mazo de Piedra, distante a un día de marcha. Recorrió con la mirada la montaña abajo, hacia el oeste, pero no vislumbró la calzada del Paso, ni tampoco vio señales de tropas.
—Este arroyo corre montaña abajo hasta uno de los valles laterales que llevan al lago y, por lo tanto, a la calzada del Paso —dijo Flint—. Si nos movemos en la misma dirección de la corriente, divisaremos la calzada.
Avanzaron por la despejada floresta, siguiendo el suave declive del valle. Antes de diez minutos, llegaban a una vertiente del risco. Más allá de las laderas áridas, salpicadas con parches de nieve, vieron la calzada del Paso, una cinta marrón que culebreaba al pie de las colinas situadas al norte de Thorbardin.
Hasta donde alcanzaba la vista, la carretera estaba vacía.
Con los brazos cruzados, Flint se mordisqueó el labio con gesto pensativo.
—¿Tanto nos hemos retrasado que han pasado ya y se han perdido de vista? —preguntó, con la voz ronca de preocupación.
—No lo creo —repuso Perian, sin apartar los ojos de los alrededores de la calzada—. En mi opinión, han acampado en algún sitio durante el día, a cubierto del sol. No parece probable que hayan avanzado tanto. —Escudriñó el horizonte para detenerse al borde del denso bosque de pinos, un poco hacia el oeste—. ¿Ves allí, bajo aquellos árboles? —preguntó, señalando con el dedo—. Casi no lo distingo. Están tan lejos que parecen hormigas. No, estoy segura de haber visto ondear una pluma roja. Son los Filos Sangrientos.
Flint se estremeció de manera involuntaria al oír ese nombre.
—¿Qué son los Filos Sangrientos?
—La Casa de la Guardia —dijo con los labios prietos—. Los Filos es uno de los tres regimientos de que consta y cada uno de ellos cuenta con doscientos soldados. Las otras unidades son los Espadas Plateadas y los Dardos Negros. Los tres regimientos luchan siempre juntos, como una sola fuerza sincronizada que complementa sus fuerzas y cubre sus puntos débiles. Forman unidades de infantería pesada, infantería ligera y ballesteros.
—¿No podrías disimular el orgullo evidente que sientes por ellos? —rezongó Flint.
—Es por costumbre —se disculpó, aun sin mostrarse muy turbada.
—Seiscientos enanos. —Flint soltó un silbido apagado—. Y para hacerles frente disponemos de menos de trescientos aghar. Con semejantes perspectivas, tanto da si les entregamos ya Casacolina —gruñó.
—Podría ser peor —dijo Perian, procurando adoptar un tono animoso—. El thane cuenta con un ejército de miles de soldados, pero únicamente la Casa de la Guardia le debe lealtad sólo a él. El resto defiende todo Thorbardin, no sólo la ciudad theiwar.
—Es un consuelo —replicó con sarcasmo Flint, mientras abría un agujero en un montón de nieve con la puntera de la bota.
—Te olvidas de Basalt —le recordó en voz baja.
—No. Pero hemos cargado una gran responsabilidad en los hombros de un jovencito y muchas de nuestras esperanzas de alcanzar la victoria dependen de él.
—Bueno, hemos de ponernos en marcha —dijo la capitana con suavidad—. Los adelantaremos durante el día, mientras ellos acampan para resguardarse del sol.
Flint asintió y se sacudió de encima el pesimismo. Volvieron sobre sus pasos, risco arriba, y regresaron a la grieta abierta en la pared de granito. Allí se encontraron con Nomscul.
—Se supone que te encargarías de organizar las tropas —lo reprendió Flint.
—El resto esperar ahí dentro —anunció el chamán, señalando el túnel—. Como Nomscul ordenarles.
De repente, por la fisura empezaron a salir enanos: Pústula, Cainker, Fango, Garf, Terrón y todos los demás. Se desbordaban por la grieta como una corriente constante, armados con cualquier tipo de herramienta; los ciento cincuenta Agharpultores llevaban cuchillos en los cinturones; los cien Percheros de Asalto portaban los escudos bajo el brazo.
Los aghar se amontonaron alrededor de la entrada del túnel en una muchedumbre cada vez más numerosa. Flint y Perian iban de un lado a otro como perros pastores a fin de mantener un grupo compacto, mientras el resto emergía por la fisura. Los últimos, aunque no en orden de importancia, aparecieron los Petarderos con su carga de jarras, frascos y grandes ollas de veneno explosivo. Flint les había advertido de manera insistente sobre la necesidad de manejar los recipientes con gran delicadeza, así que caminaban de puntillas para reunirse con sus compañeros en la ladera bañada por los rayos de sol, si bien balanceaban las vasijas hacia todos lados con total despreocupación.
—¡Cuidado con los recipientes! ¡¡Cuidado!! —bramó Flint—. ¿Dónde están las angarillas para transportar las bombas?
Justo en ese momento, aparecieron por la grieta cuatro enanos gullys que sostenían los mangos de dos parihuelas improvisadas con viejos chalecos de cuero, sujetos a unas ramas gruesas. Los recipientes más grandes, algunos de los cuales medían treinta centímetros de circunferencia, se habían colocado sobre las angarillas para facilitar su transporte.
Flint y Perian empezaron a organizar a los casi trescientos miembros de su ejército en la ladera de la montaña.
—¡Formad por unidades! —gritó Flint—. Nomscul, ponte al frente de los Agharpultores, allí a la izquierda. Fango, reúne a los Petarderos a este otro lado. Pústula, trae aquí a los Percheros de Asalto, en el centro.
Hay que reconocer que los aghar pusieron un gran empeño en cumplir las órdenes de su soberano. Siguieron varios minutos de caos generalizado en el que los gullys se arracimaron en un montón de sujetos forcejeantes del que sólo se distinguía de tanto en tanto un brazo, una pierna o un rostro. A saber cómo, el montón se desmembró en tres grupos enredados y tambaleantes, organizados —más o menos— en las categorías detalladas por Flint.
El soberano se sintió obligado a dirigirles algunas frases alentadoras e inspiradas.
—Poneos firmes para escuchar algunas instrucciones de última hora —ordenó a voz en grito.
De nuevo, procuraron hacer lo que se les pedía, pero su costumbre de encarar para cualquier lado menoscabó la precisión de la maniobra. Flint se limitó a suspirar.
—¡Enanos gullys de Lodazal! —comenzó con gesto adusto, procurando que la mayoría se volviera hacia él—. ¡Hoy nos embarcamos en una aventu…! ¡Fango, vuelve a tu puesto!… en una gran aventura, para enfrentarnos en combate a un enemigo implacable y audaz, fiero y… ¿Qué ocurre, Nomscul?
El chamán, muy agitado, daba brincos, agitaba la mano en el aire y se mordía los labios como obligándose a no decir palabra hasta tener la venia de su soberano.
—Rey hablar mucho —dijo—. ¿Nosotros marchar, sí o no?
Flint sintió la sangre agolpada en las mejillas y dirigió una mirada a Nomscul que habría hecho palidecer a cualquier otro medianamente inteligente.
Por fortuna —para él mismo, en cualquier caso—, el intelecto del chamán no alcanzaba esas alturas e interpretó la severa mirada del monarca por un amable gesto de felicitación.
—Dentro de un momento —gruñó Flint, exasperado. Se volvió a las tropas y se encontró con sus expresiones bobaliconas y ansiosas—. Veréis, muchachos, nos espera una larga caminata; acamparemos antes del anochecer, cerca del lago Mazo de Piedra. Mañana, así lo espero, llegaremos a Casacolina al mediodía. Es de vital importancia que nos mantengamos juntos, como un grupo. Basalt y toda la ciudad aguardan en este mismo momento nuestra llegada con ansiedad, para que les prestemos ayuda. Por favor, tratad de comportaros como soldados. Hacedlo por vuestros monarcas.
—¡Dos burras para rey Flunk y reina Perillana! ¡Hip, hip, burra! ¡Hip, hip, burra! —gritó Nomscul.
Las tropas corearon el vítor con resonantes chillidos y aclamaciones.
—Pongámonos en marcha antes de que se enreden otra vez —sugirió Perian en un susurro audible, al advertir que algunos hombrecillos se apartaban de sus unidades y se mezclaban con las otras.
—¡Enanos aghar, en marcha! —ordenó Flint, con el brazo en alto y moviéndolo en círculo sobre la cabeza.
El rey de los gullys se puso a la cabeza de su ejército de casi trescientos hombres y lo condujo ladera abajo, en dirección a la calzada del paso, al este del campamento de la Casa de la Guardia.
Ello le permitiría, con suerte y a buen paso, llevar a sus fuerzas a la carretera, con cierta ventaja sobre las tropas del thane.
La previa organización de los gullys en unidades representaba una obra maestra de precisión militar si se comparaba con la marcha que vino a continuación. En un murmullo confidencial, Flint comentó a Perian que tratar de guiar a unos gullys era sólo equiparable a la tarea ridícula de conducir una caterva de pollos al mercado, si bien, tras el cuarto o quinto esfuerzo por alcanzar una columna errante de aghar y hacerlos regresar con el grueso del grupo, rectificó el comentario anterior en el sentido de que hacer tal equiparación desprestigiaba a las aves de corral.
Para empeorar las cosas, unas nubes amenazantes cubrieron el cielo y empezó a nevar. Al principio, cayeron copos grandes y esponjosos que flotaban con suavidad y se deshacían en el suelo. Salvo por las interrupciones motivadas por algunos gullys que se salían de la formación para coger con la lengua los copos de nieve, la ligera precipitación no causó problemas a los resistentes aghar.
Pero después, soplaron ráfagas de aire frío y los esponjosos y suaves copos se convirtieron en punzante ventisca. La tempestad, procedente del norte, los fustigó con los aguijonazos de hielo que se les clavaban en el rostro y frenó de forma considerable el progreso de las fuerzas aghar. Por si esto fuera poco, conforme transcurría el día, los enanos se dispersaron y abrieron más las filas, obligando a Flint y a Perian a cubrir tres o cuatro veces el trayecto recorrido por sus súbditos, en un constante ir y venir a lo largo de las columnas.
Todavía envueltos en la mordiente tempestad, descendieron al fin hasta un pequeño valle que les proporcionó protección contra las fuertes ráfagas de viento.
—Creo que sería conveniente hacer un alto para descansar un rato —opinó Perian.
—¿Por qué no te adelantas y buscas un sitio lo bastante grande para todos? —sugirió Flint—. Yo me encargaré de guiar a los aghar y después me reuniré contigo.
La joven se alejó en dirección a un bosquecillo de pinos altos que apenas era visible por la tormenta. Nomscul llegó enseguida, junto con sus compañeros de la agharpulta, y Flint les dio instrucciones de seguir hasta el pinar. Los siguientes en aparecer fueron Fango con los Petarderos, y los urgió a que continuaran en la misma dirección del grupo anterior. Flint se quedó esperando a Pústula y su unidad, en tanto que el último componente del cuerpo de Petarderos desaparecía de la vista, en pos de Perian. Los Percheros de Asalto habían marchado todo el camino a la retaguardia, pero, incluso considerando que eran aghar, venían muy retrasados. Conforme transcurrían los minutos, la intranquilidad de Flint aumentó.
Ya había oscurecido y el frío soplo del viento se clavaba en los huesos, pero todavía no había señales de Pústula y los Percheros de Asalto. Flint escudriñó en vano la oscuridad, esperando distinguir cualquier señal de movimiento, pero todo cuanto percibió fue la punzante y gélida ventisca. No cabía negar la evidencia: Pústula y los Percheros se habían perdido; o quién sabe si incluso habían muerto y la nevada los había enterrado.
Flint estuvo tentado de volver sobre sus pasos, pero un sexto sentido le advirtió que sería tiempo perdido. Por consiguiente, giró sobre sus talones y se encaminó hacia el pinar, en medio de la tormenta. Tendría que informar a Perian que, aun antes de haberse enfrentado al enemigo, su ejército se había reducido en un tercio de un modo trágico.
La tempestad se descargaba con toda su fuerza y, no sin dificultad, localizó las copas de los árboles. Por fin llegó a un pequeño claro rodeado de pinos densos que daban cobijo al área.
Perian estaba sentada en un tronco caído, junto a un pequeño manantial que no se había congelado.
—¿Dónde están Pústula y los Percheros? —preguntó al punto, al advertir la expresión preocupada de Flint.
—Perdidos… o algo peor —masculló—. Me temo que correríamos el riesgo de agotarnos si salimos en su búsqueda con esta nevada.
—Esperemos que sepan encontrar el camino y se reúnan con nosotros —aceptó Perian, pensando con afecto en su «camadera real».
Los otros aghar no dieron muestras de haber advertido la desaparición de sus compañeros. Toda su atención estaba volcada en conseguir el sitio más cómodo para dormir en el húmedo suelo nevado del bosquecillo.
Suponiendo que los soldados derros permanecerían en su campamento hasta echarse la noche, Flint y Perian decidieron correr el riesgo de esperar una hora más. Aun así, los desaparecidos Percheros no dieron señales de vida. En cambio, en el transcurso de esa hora, la tormenta empezó a amainar. El viento, que había hecho el viaje dificultoso, arrastraba ahora a los nubarrones. Aunque la visibilidad no era mucha, divisaron un panorama de total blancura a su alrededor. Los picos y la silueta de la cordillera refulgían con el manto prístino que los cubría, y toda la comarca se mostraba como una belleza natural que quitaba la respiración. A la entrada del valle, una pequeña cascada congelada colgaba en el aire como un, gigantesco carámbano.
—Hemos de reanudar la marcha —declaró Flint, después de transcurrido el plazo marcado—. Se acabó el descanso.
Recorrió el claro entre los cuerpos amontonados de enanos y descubrió que sus súbditos se habían acostado en grupos de cuatro o seis individuos. Compartiendo el calor corporal, bien que con muchos empujones, codazos, pellizcos y mordiscos, los aghar se las habían ingeniado para no pasar frío.
En medio de parpadeos y bostezos, disfrutando la siesta de la tarde, los aghar se reunieron en grupos al borde del claro. Allí, el remanso de agua alimentado por un manantial caliente, permanecía limpio de nieve.
—¡Vamos, perezosos! —les gritó Flint, ara atraer su atención—. ¡En fila! ¡Espabilaos o vais de cabeza al agua…! ¡No!
Pero ya era demasiado tarde. Por una vez en su vida, los enanos gullys reaccionaron con prontitud a lo que entendieron que era una orden y se zambulleron en la pequeña alberca como un montón de bolos en los que se ha hecho un pleno.
—¡Por Reorx! ¡Salid inmediatamente del agua! —bramó su soberano desde el borde de la charca. De repente, el banco de nieve bajo sus pies cedió y, también él, cayó a plomo en el cálido manantial.
Durante unos segundos, Flint, sumergido hasta la cintura, se quedó rígido, inmóvil como un poste. Al advertir que las miradas de sus súbditos estaban fijas en él, trató con desesperación de domeñar el terror que lo paralizaba. Con un supremo esfuerzo de voluntad, ahogó el alarido que pugnaba por escapar entre sus labios, temeroso de que, si empezaba a gritar, ya no sería capaz de pararse. Con deliberada lentitud, se aupó en el borde y salió del agua. Tiró de los faldones de la túnica, embutidos en los pantalones, y se dispuso a escurrir el agua que empapaba la prenda, pero se encontró con que el tejido estaba ya tieso, casi congelado.
—Esta será una campaña muy larga, aun en el caso de que finalice esta tarde —comentó con un gruñido a Perian, que le enjugaba el rostro con un trozo de tela rasgado que guardaban para vendajes en el fardo de suministros.
Sin prisas, después de retozar y chapotear con despreocupación, los aghar salieron de la alberca y aguardaron de pie, empapados y tiritando.
—Más vale que nos pongamos en marcha antes de que mueran congelados —sugirió Perian, mientras trataba en vano de secarles la cabeza.
La profunda capa de nieve que cubría el terreno contribuyó a que los gullys marcharan en fila. Flint y Perian se turnaron en abrir camino a través del blando manto. Llegó un momento en que la agotadora tarea los dejó exhaustos; a partir de entonces, algunos de los aghar de más confianza los sustituyeron en el trabajo, si bien eran más las veces que su rastro avanzaba en zigzag que en línea recta. A lo largo de toda la tarde, la hilera de aghar se abrió paso a través de la nieve, rodeando las elevaciones de terreno más pronunciadas en la ruta que, a juicio de Flint, era el mejor atajo para llegar a la calzada del Paso.
Sin embargo, la trabajosa marcha sirvió para que los aghar se mantuvieran calientes; los hombrecillos demostraron tener una resistencia poco común para afrontar el frío y las penalidades.
Con Flint de nuevo a la cabeza, remontaban la cumbre de una pequeña elevación, cuando el enano escuchó unos ruidos al frente y aceleró el paso a fin de alcanzar la cima. A los pocos segundos se encontraba en lo alto de la suave colina y divisaba un valle ancho, cubierto de nieve, que se abría ante él. La cinta marrón que se extendía a lo largo del valle era, sin lugar a dudas, la calzada del Paso. En la parte más alejada de la carretera, el suelo de la cañada descendía en una larga y pronunciada cuesta que llegaba hasta el lago Mazo de Piedra, distante a un par de kilómetros. Pero lo que Flint atisbó en la calzada, le hizo soltar un gruñido audible.
—Llegamos tarde —masculló, aturdido, cuando se volvió hacia Perian—. Dijiste que acamparían hasta que se hiciese de noche.
La Enana de las Montañas estaba de pie junto a él. Un suave rubor le teñía las mejillas; cuando habló, su voz denotó una tensa amargura.
—Sin duda Pitrick decidió aprovechar la cobertura que les proporcionaba la tormenta.
—Me temo que sí.
Flint contempló con impotencia la escena que se desplegaba ante sus ojos, allá abajo, en el valle.
Plumas de tres colores —rojo, negro y gris— ondeaban al aire con precisión marcial al paso de las tropas del thane, a unos tres kilómetros de distancia. Las tres compañías de Enanos de las Montañas mantenían formaciones bien diferenciadas, pero la totalidad de la columna era un conjunto militar compacto y disciplinado.
Los gullys ya no podrían alcanzarlos, aun cuando Flint los condujera a marchas forzadas. Admitir la derrota fue un trago amargo. El enano tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para no derrumbarse abatido en la nieve. Había llegado tarde, además de perder un tercio de su ejército durante la primera jornada. ¿Cómo había podido ser tan estúpido para creer, ni por un solo momento, que tenían opciones de vencer?
—¿Qué es aquello? —preguntó Perian, propinándole un codazo.
—¿El qué? —interrogó a su vez, sin apenas prestarle atención.
—Mira… ¡Algo se mueve sobre la nieve, allí! —señaló en la misma dirección en que avanzaba el ejército theiwar—. Tú ves mejor que yo con esta luz. ¿Qué es aquella mancha borrosa que se divisa a este lado de la calzada, cerca de la base de la montaña?
—¿Dónde? —Flint, a pesar del desaliento, se sentía intrigado.
También él escudriñó el distante panorama nevado, en dirección a la calzada. Divisó un largo rastro marcado en la nieve y un leve movimiento rielante. «¿Era eso que acabo de ver una pierna?», se preguntó, desconcertado. ¿Era una manada de animales cubiertos de nieve lo que percibía bajando por la ladera?
Poco a poco, la mancha amorfa en movimiento cobró nitidez hasta distinguirse pequeñas formas individuales. Flint vislumbró un grupo compacto de criaturas; en lo alto de cada una de ellas se veía un pegote blanco. Por fin cayó en la cuenta de que aquellas curiosas tapas blancas eran, ni más ni menos, que nieve amontonada sobre unos escudos que portaban encima de las cabezas.
—¡Ser los Percheros! —chilló Nomscul de repente. La excitación le hizo dar brincos hasta que, por último, resbaló en la nieve y se fue de bruces al suelo—. Viejo truco —informó con indiferencia, mientras se incorporaba—. ¡Ellos esconderse bajo escudos y arrastrarse hasta enemigo de «huntadillas»!
—¡Pero están solos y los destrozarán! ¡Nos encontramos demasiado lejos para llegar a tiempo de ayudarlos! —exclamó Flint, mientras abría y cerraba los puños con impotencia.
—Aguarda. —Perian posó la mano en su brazo con un gesto apaciguador, sin apartar la mirada de los acontecimientos que tenían lugar en el valle—. Los Percheros tienen una oportunidad. Los derros no parecen haber advertido todavía su presencia: los camuflan la nieve y el resplandor.
Desde la distancia, los monarcas, junto con los otros dos tercios de sus tropas, contemplaron perplejos cómo los Percheros de Asalto, ahora una masa ondeante de aghar cubiertos con escudos y nieve, proseguían su lento y laborioso avance. Alcanzaron la calzada del Paso en el mismo momento en que la última compañía de theiwar, con el distintivo de plumas grises, pasaba frente a ellos, a unos treinta pasos de distancia de la columna de plumas negras que los precedía. Un repentino caos se cernió sobre los plumas grises al infiltrarse los Percheros entre sus filas.
Surgiendo de la nieve como los muñecos de resorte en las cajas de sorpresa, aparecieron multitudes de diminutas figuras blancas. Su inesperada irrupción en mitad de la compañía theiwar causó un gran desorden entre sus filas, pero pronto las espadas hendieron el aire y las primeras manchas carmesíes tiñeron la nieve.
En medio de la confusión, la última compañía derro se detuvo y quedó rezagada de los otros dos regimientos, que prosiguieron la marcha, ajenos a lo que ocurría a sus espaldas.
—Es la unidad Espadas Plateadas —observó Perian con amargura—. La infantería ligera del thane. Si logran reagrupar sus filas, acabarán con todos los Percheros.
—¡Tenemos que ayudarlos! —gritó Flint, aun cuando sabía que jamás llegarían a tiempo. No obstante, echó a correr ladera abajo en dirección a la lejana calzada—. ¡Adelante, muchachos! ¡A la carga!
—¡Sí, nosotros ir también!
Una oleada de aghar se lanzó a la carrera por el suave declive nevado.
Su soberano mantenía la mirada fija en la batalla mientras descendía; de repente, percibió un cambio. Los Percheros de Asalto se daban media vuelta y abandonaban la calzada, para desaparecer por detrás del montículo que llevaba hasta el lago Mazo de Piedra.
—¡Bien, se ponen a salvo! No tenían oportunidad de vencer a los Enanos de las Montañas, de todos modos —gritó Flint.
—¡Pero, mira! —señaló Perian—. ¡Los persiguen! Tal vez los Percheros hayan conseguido algo con su maniobra, después de todo.
Ante la atónita mirada de Flint, los Espadas Plateadas, lejos ya de los otros dos batallones de derros que proseguían la marcha calzada adelante, se lanzaban por la pendiente del montículo tras los aghar. Ninguno de ellos, deslumbrados por el reflejo, advirtió la presencia de Flint, Perian y sus tropas, que se deslizaban por la nevada ladera de la montaña.
—¡Chitón! —ordenó Flint con un siseo a sus escandalosos y alegres súbditos que descendían en medio de risitas y gritos de regocijo.
Los aghar que se batían en retirada habían desaparecido tras la pronunciada pendiente del otro lado de la calzada y otro tanto había ocurrido con los theiwar salidos en su persecución.
Tras quince minutos de alocada carrera, Flint y sus seguidores llegaron a la calzada del Paso. Sin hacer un alto para recobrar el resuello, la cruzaron y se lanzaron por la cuesta abajo del montículo, tras los pasos de los Percheros y los Espadas Plateadas, sin preocuparse ya de pasar inadvertidos.
El ímpetu de su carga se acrecentó al deslizarse por el pronunciado declive en dirección a los restantes Percheros, quienes estaban ahora agrupados de espaldas al lago. Los theiwar habían formado un apretado semicírculo a su alrededor que se cerraba con rapidez y precisión.
Confiados en exceso en su superioridad, los theiwar se abalanzaron sobre su presa y un buen número de aghar se desplomó sin vida sobre la nieve. Pero los gullys eran ágiles y muchos otros se las ingeniaron para esquivar y saltar por encima a los Enanos de las Montañas, cuyos movimientos eran más lentos a causa de las armaduras. Los enanos enzarzados en la lucha se arremolinaban de manera caótica en el campo de batalla y, de nuevo, la sangre tiñó el blanco manto de nieve.
Minutos más tarde, cuando Flint y el resto de sus tropas alcanzaron la orilla del lago, la situación había cambiado por completo: los Enanos de las Montañas estaban rodeados por una horda ululante de enanos gullys.
—¡Preparar «lanzamentos»! —Sin aguardar la orden de su monarca, Nomscul se apresuró a formar los equipos de agharpultas.
Flint, que cargaba a toda velocidad, vio de repente a varios gullys pasar volando sobre su cabeza y chocar contra los theiwar. Terrón pasó zumbando, en medio de chillidos, y tiró patas arriba a tres soldados enemigos antes de perder altitud y zambullirse de cabeza en el agua con un gran chapoteo.
El resto de los aghar arremetió de cabeza contra las filas de theiwar, indiferentes a las espadas y armaduras de sus oponentes, en un valeroso acto de seguir a su rey en la batalla. Las hojas de acero abrieron crueles heridas en los cuerpos de los leales aghar. Flint le rompió el cuello a un capitán theiwar y giró sobre sus talones en busca de otro enemigo, a la par que empuñaba en esta ocasión la magnífica hacha Tharkan.
De pronto, sintió que el suelo se hundía bajo sus pies. Al parecer, se encontraban sobre una placa de hielo cubierto de nieve que se quebró con un seco chasquido bajo el excesivo peso de los combatientes. Enanos de las tres razas se sumergieron en las profundas y gélidas aguas del lago Mazo de Piedra. La placa de hielo se separó de la orilla y se resquebrajó en pedazos que flotaron a la deriva en la suave corriente.
—¡Yujuuu!
—¡Yipm!
—¡Nadar otra vez!
Los enanos gullys pataleaban y chapoteaban en las aguas heladas, alegres como niños; luego nadaron hacia la orilla y, poco a poco, salieron a terreno firme.
No ocurrió otro tanto con los theiwar. Cargados con el peso de sus cotas de malla, poco o nada partidarios del agua por naturaleza, e incapaces de nadar, los derros se debatieron con denuedo pero no se rebajaron a pedir ayuda y, una tras otra, las blancas cabezas desaparecieron bajo la superficie.
En unos momentos, todo cuanto quedaba de la contienda disputada en la orilla eran unos aghar empapados hasta los huesos que suplicaban el permiso de su rey para darse otro chapuzón.
Eso, y una cantidad ingente de negros yelmos de acero con plumas grises esparcidos por la orilla.