Realgar, thane del clan theiwar, aparecía ufano como un pavo real ante los seiscientos hombres de la Casa de la Guardia que se alineaban en tres columnas en la Plaza Central de Armas, en el segundo nivel de la ciudad theiwar del este. Adoptó una postura tiesa a fin de erguir al máximo su metro veinte de estatura; el cabello plateado caía en cascada sobre sus hombros. Paseó a lo largo de las filas de enanos derros, tan tiesos como su monarca, que constituían el cuerpo de la Casa de la Guardia.
Estas tropas y sus lujosos barracones ocupaban todo el segundo nivel, un piso por debajo del pináculo de la ciudad donde el thane y su consejero tenían sus lujosas residencias. La privilegiada ubicación, lejos del humo y los malos olores de las forjas del nivel inferior, era un símbolo de prestigio para este cuerpo militar que gozaba del favor del thane.
Los soldados aguardaban en posición de firmes, ensoberbecidos de su apariencia, orgullosos de su disciplina, altivos por su posición en el regimiento más prestigioso, el único formado por theiwar de pura raza.
Vestían lustrosos petos negros del acero más resistente y refinado. Sus antinaturales cabellos blancos iban cubiertos por yelmos negros del mismo metal, rematados en lo alto con plumas de diferentes colores que eran los distintivos de cada una de las tres compañías que formaban el grueso del cuerpo de guardia. Cada enano iba equipado, al menos, con dos armas.
La primera columna, identificada por las plumas rojas de los yelmos como los Filos Sangrientos, estaba conformada por expertos en el manejo del hacha, elegidos especialmente por su estatura y corpulencia y su porte feroz. De los guerreros más fieros y brutales en la lucha cuerpo a cuerpo en todo Krynn, los enanos de los Filos Sangrientos eran como máquinas de matar en un campo de batalla. Además del hacha, llevaban una espada corta y un escudo. Se les inculcaba una lealtad fanática y un no menos fanático celo en el cumplimiento de las órdenes de su thane. Corría el rumor de que un veinticinco por ciento de los theiwar reclutados en la compañía Filos Sangrientos moría durante los entrenamientos, tan rigurosa era la preparación a que se los sometía. Les estaba prohibido contraer matrimonio, a fin de que no tuvieran otros vínculos y compromisos que los adquiridos con su unidad. Antes de la batalla, cada uno de ellos preparaba su propio canto fúnebre, ya que tener esperanza de sobrevivir en la contienda estaba considerado como un signo de debilidad.
La segunda columna de guerreros, diferenciados con plumas azabache, era la unidad Dardos Negros. Manejaban pesadas ballestas, lentas de cargar y difíciles de disparar. En compensación, una descarga de sus proyectiles llevaba potencia suficiente para penetrar escudos y armaduras de acero. De hecho, la mayoría de los enanos no disparaba una de estas ballestas sin acabar con el hombro dislocado. A los miembros de los Dardos Negros se les exigía conseguir tres aciertos de tres tiros a una diana del tamaño de un elfo, colocada a una distancia de doscientos metros. Todo aquel que fallase esta prueba, era expulsado de manera fulminante de la unidad.
La tercera columna de las tropas de Realgar la formaban los Espadas Plateadas, cuyo distintivo era una ondeante pluma larga de color gris. Estos derros, aunque también protegidos con armaduras de acero, llevaban escudos más pequeños que los de los Filos. Estaban entrenados en tácticas más ágiles y de escaramuza, y podían abrir pequeñas brechas en la formación enemiga. Como individuos, eran inteligentes, dinámicos y animosos. En más de una ocasión habían ganado una batalla al penetrar en las líneas enemigas y abrirse paso hasta su general y matarlo para, de ese modo, sembrar el caos en el ejército oponente. Antes de la contienda, se pintaban el rostro con carbón y una mezcla de tierra de color ocre para darse una apariencia feroz que aterrorizara a sus enemigos.
Colocados en formación a los flancos de estas unidades de élite, se hallaban los portadores de los estandartes de los regimientos, los trompetas, los tambores, los oficiales y los encargados de las señales con las que se comunicaban entre unidad y unidad. Los trofeos que portaban, ganados en anteriores contiendas, eran tan horripilantes como gloriosos, y entre ellos se contaban estandartes capturados al adversario, cabezas disecadas, yelmos relucientes, garras monstruosas, lanzas doradas y otros muchos arreos militares.
De hecho, existían cuatro unidades en el ejército theiwar, si bien la última estaba conformada sólo por seis enanos: los hechiceros. Como resultado de centurias de una evolución arcana, cuyo origen se remontaba a remotas civilizaciones de derros, los hechiceros eran los únicos enanos poseedores de la rara habilidad de invocar conjuros poderosos, capaces de hacer levitar objetos de gran tamaño o incluso crear tormentas de granizo. Su piel era aún más pálida que la de los otros miembros de su raza. Vestían ropajes negros, al igual que el resto de los soldados de la Casa de la Guardia, si bien sus uniformes eran túnicas acolchadas, no armaduras de metal. Sus poderes en el campo de batalla, sobre todo en combates contra los Enanos de las Colinas, desconocedores de cualquier tipo de magia, eran, ni que decir tiene, decisivos.
—¡Pitrick! —llamó a voces Realgar.
El jorobado se acercó renqueante junto a su thane cuando éste acabó de pasar revista al ejército.
—¡El aspecto de las tropas es espléndido! Es notorio que Perian Cyprium hizo una buena labor antes de su muerte prematura.
Realgar miró de soslayo a su consejero; desde el primer momento, desconfió de las explicaciones dadas por Pitrick sobre el fallecimiento de la capitana. Sin embargo, el rostro del hechicero era una máscara impenetrable, vacía de expresión. El thane prefería no presionar demasiado a su consejero en este asunto, ya que Pitrick era mucho más valioso para él de lo que pudiera llegar a ser cualquier joven capitana.
—Me complacería que tomases el puesto de Perian al mando de la guardia —dijo Realgar con un tono despreocupado.
—Sí, mi señor —fue la respuesta firme y resuelta del consejero—. Con semejantes tropas, es imposible que fracasemos en borrar de la faz del continente ese pueblucho de Enanos de las Colinas.
Con los brazos cruzados y las piernas plantadas firmes en una actitud imponente, el thane observó con detenimiento a su consejero.
—Ese es el propósito de nuestro ataque, ¿verdad?
—Sin lugar a dudas —se apresuró a responder Pitrick—. Partiremos hoy al mediodía para cubrir el largo tramo del túnel de las carretas, de modo que lleguemos a la superficie al anochecer, al abrigo de la oscuridad. Aun cuando he realizado algunos viajes a Sanction en los últimos tiempos, las tropas nunca han salido de la penumbra de Thorbardin. No estoy seguro de cómo reaccionarán sus ojos a la luz; por ello, viajaremos durante la noche y dormiremos en cuevas o bajo la protección de densas arboledas durante el día.
Realgar dio su conformidad al plan de su consejero con un breve cabeceo. El mismo no había subido a la superficie hacía décadas, tanto por falta de tiempo como por su escasa inclinación a hacerlo.
—¿Qué me dices de las nevadas? ¿No esta próxima la estación invernal allá arriba? —inquirió.
—Sí, así es. Pero las dotaciones delas carretas de transporte me han informado que el mal tiempo acaba de empezar y la nieve caída es poca y no impide transitar por los caminos. Calculo que, aun con el impedimento de mover un gran número de tropas, nos llevará dos noches de marcha llegar a ese repugnante poblacho. Caeremos sobre los desprevenidos habitantes de Casacolina en el ocaso del tercer día. Podemos descansar durante la tarde, en las cercanías… pero con el pueblo fuera del alcance de la vista, para que nuestro ataque les llegue por sorpresa.
—¿Qué demonios querrá hacer Perian en la gruta de la cascada tan tarde, la víspera de nuestra partida? —rezongó Flint en voz baja, mientras se apresuraba por el último pasadizo que conducía a la hermosa caverna situada en el último rincón de Lodazal.
El enano había estado con Nomscul, ocupado en empaquetar los recipientes con la sustancia explosiva en trozos de arpillera, así como también en limpiar el óxido de varias dagas y espadas viejas que habían encontrado entre los montones de desechos.
Había sido el propio chamán quien, entre risitas, le había dado el mensaje de la joven enana.
—Reina Perillana decir que tú reunirte con ella en gruta cuando acabar trabajo. ¡Tener gran sorpresa preparada!
Dicho eso, el chaman se había llevado la mano a la boca y había rehusado dar ninguna otra pista a su soberano acerca del misterioso mensaje.
Al cabo, llegó Flint al acceso abierto a la derecha del túnel que desembocaba en la escalera que descendía hasta la caverna; bajó los peldaños angostos y retorcidos de dos en dos y, al llegar al último escalón, hizo un alto para recobrar el resuello; después avanzó decidido.
Lo detuvo de inmediato una enana gully, la autodesignada «camadera real», Pústula.
—¡Quitar ropas y venir conmigo! —dijo, entre risitas que hacían temblar sus gordos mofletes, al tiempo que propinaba tirones a la camisa de Flint.
—¿De qué demonios hablas? ¡Basta! ¡No me toques estúpida! ¿Dónde está Perian? —demando, mientras trataba de quitarse de encima las manos de Pústula.
—Aquí estoy —llamó la joven, saliendo de detrás de una estalagmita. Soltó una carcajada al contemplar el semblante congestionado y furioso de Flint y el empeño de la gully en arrancarle las ropas—. Déjalo, Pústula.
La regordeta aghar se apartó de Flint, miró con veneración a la familia real, y después echó a correr escaleras arriba.
Abochornado, con la sangre agolpada en el rostro, el enano se colocó los faldones de la camisa que Pústula había logrado sacar a tirones.
—¿Qué pasa aquí? ¿Le has estado dando lecciones de cómo atracar en los caminos?
Perian se echó a reír de nuevo.
—Eso, por desgracia, ya sabía cómo hacerlo. Lo siento, de veras. —Los ojos de color avellana centellearon alegres—. Fue su propia iniciativa. Sin duda lo decidió al ver que yo me había despojado de mi atuendo habitual, creyendo que tú querrías hacer lo mismo.
De pronto Flint cayó en la cuenta de que, en lugar del uniforme, Perian iba ataviada con una especie de sari ajustado, de un vivo tono verde mar; era el color favorito del enano y destacaba de un modo espectacular con la cabellera cobriza de la joven. Estaba de pie cerca del estanque, a contraluz del fulgor emitido por el musgo; por vez primera, Flint vio su silueta a través del fino tejido. La miró de arriba a abajo: los tobillos, sorprendentemente finos, las piernas musculosas, las amplias caderas, el esbelto talle, los amplios senos… El rubor tiñó de nuevo las mejillas del enano, que se obligó a alzar la vista al terreno más seguro de la faz de la mujer.
Perian le dedicó una sonrisa invitadora y le tendió la mano.
—Ven, tu sorpresa se enfría.
Desconcertado, Flint dio un paso atrás.
—¿Qué sorpresa?
—Si te dijera de qué se trata, dejaría de ser una sorpresa, ¿no te parece? —dijo, frunciendo el entrecejo con impaciencia—. No tendrás miedo de estar a solas conmigo, ¿verdad?
—¡Por supuesto que no! —replicó, como si lo hubiesen pinchado con una aguja. Cogió con brusquedad su mano, en un gesto mezcla de enojo y cortedad.
Pero, conforme la seguía a través de las formaciones pétreas hacia el interior de la gruta, ya no estaba tan seguro de lo que sentía. Olvidó el enfado por la vejación que creía haber sufrido cuando vio lo que le aguardaba en el banco, junto al estanque.
Cinco ollas de comida humeante cubrían la casi totalidad de la superficie del banco y rodeaban una vela encendida y dos platos de metal. Flint dio una palmada y se relamió de gusto; se acercó presuroso e inspeccionó el contenido de los recipientes.
—¿Qué acontecimiento se celebra?
—El de nuestra última cena juntos en Lodazal —repuso con sencillez la joven, mientras lo invitaba con un gesto a que tomase asiento frente al plato que quedaba de canal estanque.
Él se dejó caer sobre la mullida alfombra de musgo y dobló las piernas bajo el banco.
—Menudo acontecimiento —resopló—. ¿Qué tenemos que celebrar? Conducimos a un montón de desharrapados gullys para que defiendan una ciudad del ataque de un mago poderoso y demente, y…
—Sé todos los detalles —lo interrumpió Perian con un suspiro—. Limitémonos a disfrutar de estas últimas horas de sosiego.
Dobló las piernas y se reclinó con donaire en el musgo, de espaldas al estanque. Cogió una vieja daga con la que removió el contenido de una olla y después sirvió una generosa ración en el plato de Flint.
—Salteado de cebollas y setas blancas. —Señalando un recipiente tras otro, citó los contenidos—. Hay champiñones, brotes de col, carne (más vale que no me preguntes de qué clase) con salsa, sopa de tortuga y pescado a la crema.
—¿De dónde has sacado este festín? —farfulló Flint de un modo casi ininteligible a causa de tener la boca llena con deliciosas setas blancas y cebollas.
Perian reclinó la barbilla en las manos con expresión satisfecha y algo tímida.
—Me temo que corrí el riesgo de enviar a otros dos aghar a los Suburbios Norte. Les llevó su tiempo, pero se las ingeniaron para encontrar la mayoría de las cosas que les había encargado sin que los apresaran. Te complacerá saber que no los mandé buscar hojas de tabaco; he dejado ese hábito… creo. También te gustará saber que las manos de los gullys no han tocado la comida mientras se cocinaba; me encargué yo misma de prepararla.
—¡Qué hallazgo…! Inteligente, bella, valiente y sabe cocinar —musitó de manera impulsiva Flint, mientras se atiborraba de comida. Al oír sus propias palabras, dio un respingo y echó una mirada fugaz a Perian, pero la joven, enfrascada en su comida, no dio muestras de haberlo escuchado.
Comieron en silencio, paladeando los sabores olvidados en las últimas semanas en las que se habían alimentado de manera exclusiva con el inapetente guisado gully en el que entraba «cualquier cosa que se dejara cazar».
Cuando en las ollas desapareció hasta el último vestigio de comida, Flint se echó hacia atrás y se palmeó el estómago con gesto satisfecho.
—Sencillamente maravilloso —suspiró.
—Me alegro de que te gustara. —Perian se incorporó—. Espero que te agrade también la siguiente sorpresa.
Sin más, pasó junto a Flint y desapareció tras las columnas de piedra caliza que se alzaban entre el suelo y el techo, al otro lado del estanque.
No tardó en regresar; traía en las manos un paquete largo y estrecho, envuelto en un paño de algodón y atado con un cordel. Flint aguardó expectante, sin alcanzar a imaginar su contenido.
Perian mantuvo la cabeza gacha mientras desataba el paquete con gestos nerviosos.
—Hace dos días que quería dártelo, pero no se presentó el momento adecuado. Ojalá hubiese dispuesto de más tiempo para prepararlo mejor… —dijo en un confuso susurro, mientras manipulaba con torpeza los extremos del cordel—. ¡Oh, ya está! —exclamó, con las mejillas arreboladas. Apartó el paño de algodón y le tendió el paquete—. Un arma digna de un monarca que conduce a sus tropas a la guerra.
Dominado por la curiosidad, Flint echó una ojeada al misterioso envoltorio. Se quedó sin respiración, como si el aire no pudiese entrar por su garganta constreñida, y palideció de un modo alarmante.
—¿Qué ocurre? —inquirió la joven, preocupada, con una expresión desilusionada—. La…, la limpié lo mejor que pude. Sé que es muy vieja, pero la calidad es excelente, de manufactura enana, sin lugar a dudas. ¿No te gusta?
Pero Flint no escuchaba sus palabras; tenía la mirada prendida en el objeto que le ofrecía la mujer. Recobró el aliento y alargó las manos hacia el hacha.
El suave mango de roble no tenía signos de desgaste o debilidad. Pulido por las amorosas manos del artífice, exhibía un acabado perfecto, sin nudos. La madera encajaba con total precisión en la intachable hoja de acero, como si el hacha estuviese fabricada en una sola pieza. La propia hoja era de esa clase de acero que le confería la calidad inmaculada de la plata y su circunferencia estaba grabada con unos trazos suaves de exquisita delicadeza. Flint acarició con gesto amoroso las familiares runas enanas que permanecían inalterables desde la última vez que las abra tocado.
Porque ésta no era un hacha cualquiera. Era el hacha Tharkan, el arma hallada en una de sus aventuras juveniles, posteriormente ofrecida por su hermano Aylmar como regalo y perdida de nuevo hacía largos años.
—¿Dónde la encontraste? —dijo al cabo, sin apartar los ojos de la maravillosa pieza de artesanía. ¿Cómo había llegado a parar a este lugar?
Perian se sentía algo confundida. Había abrigado la ilusión de que le gustase, pero la reacción de Flint superaba con creces cualquier expectativa. Sostenía el hacha con la ternura de un amante…
—La…, la encontré en un montón de desechos del Salón Cielo Grande, el mismo día en que descubrimos la sustancia explosiva —explicó. Luego prorrumpió en una suave carcajada—. Tenías un humor insoportable… No sé lo que me pasó, pero en el instante en que vi el hacha, supe que tenía que esconderla y limpiarla para darte después una sorpresa.
—¿Entonces no sabes que fue mía en el pasado? —Sus ojos empañados fueron del arma a la mujer—. No, claro. ¿Cómo ibas a saberlo? No te he contado esa historia.
—¿Qué historia? ¿Esta hacha te perteneció? ¿La dejaste caer en el Foso de la Bestia? —Perian estaba cada vez más confusa y alzó el tono de voz a causa de la agitación que a dominaba.
Flint sacudió con vigor la cabeza; el último sitio donde habría imaginado encontrar el hacha perdida, era Lodazal. Cuando habló, su voz fue apenas un susurro.
—No, no se me cayó en el Foso. Mi hermano, al que asesinó Pitrick, me regaló el hacha Tharkan en mi Día de Barba Cerrada, al alcanzar la mayoría de edad, hace muchos años. La encontramos durante una de nuestras correrías por los sótanos de unas ruinas, pero la perdí en la guarida de un hobgoblin, aquí, en las montañas Kharolis, varios años después. El hacha Tharkan fue la mejor arma que he poseído en toda mi vida. —Acarició una vez más el astil de madera con los ojos cerrados, ensimismado en los recuerdos—. Pensé que la había perdido para siempre…
—Qué coincidencia tan extraña hallarla de nuevo aquí —musitó Perian. Luego se encogió de hombros—. Quienquiera que la cogiese de aquella guarida, acabó sin duda en el Foso de la Bestia y los enanos gully se limitaron a añadirla a su colección de «tesoros».
La joven pasó las puntas de los dedos por las runas.
—Entiendo algunas palabras, pero están escritas en un lenguaje enano muy arcano. ¿Sabes lo que dicen?
Flint denegó con la cabeza y metió el hacha en su cinturón.
—Ocupado con mis andanzas, nunca tuve tiempo de hacerlas traducir; a fuer de ser sincero, no era un detalle que me importara mucho, toda vez que me servía a las mil maravillas. Luego, la perdí.
De repente cayó en la cuenta de que se había quedado tan impresionado por el inesperado suceso que había olvidado darle las gracias. Se recostó y su mirada recorrió la melena cobriza, las tersas mejillas, la cálida sonrisa que distendía sus rojos labios. Esta mujer había cobrado una importancia capital para él; formaba parte de su propio ser…
—No sé cómo agradecértelo, Perian. Esta hacha es el mejor regalo… —rompió a reír—. Uno de los dos mejores regalos que he recibido en toda mi vida. Con ella, me has devuelto esperanza para afrontar lo que nos espera en los próximos días.
La joven se sonrojó.
—Me alegro de que te guste. Eso es todo cuanto importa. —Se dio media vuelta para servir en dos tazas una infusión de hierbas.
—No tengo nada que darte a cambio —comentó con tristeza Flint. De pronto se le ocurrió una idea—. ¡Aguarda! —Rebuscó bajo la túnica, cogió una cadena que llevaba al cuello y la sacó por la cabeza—. Sí que tengo algo para ti… aunque no es mucho —dijo con timidez.
No se atrevió a mirarla a la cara mientras alargaba la mano y le ofrecía su obsequio.
—¡Qué hermoso! —exclamó la joven.
Soltó a un lado las dos tazas y tomó el delicado trabajo de talla suspendido de una antigua cadena de plata. Sostuvo la pieza en las puntas de los dedos mientras la miraba absorta. Era una hoja de madera con un acabado tan suave como la seda, de un blanco marfileño; cada nervadura, grande o pequeña, se había tallado con precisión meticulosa, perfeccionista. Perian alzó la vista hacia Flint.
—La tallaste tú mismo, ¿no es así?
Flint se encogió de hombros y se frotó la bulbosa nariz.
—No es uno de mis mejores trabajos. Es algo que realicé hace mucho tiempo y guardé para mí porque me recordaba los bosques cercanos a Casacolina.
—¡Me encanta! —afirmó la joven—. ¿Me ayudas? —preguntó, tendiéndole el colgante.
Con dedos temblorosos, el enano pasó la cadena sobre la cabeza de la mujer y la contempló mientras se la guardaba bajo la vestimenta; percibía la forma de la hoja bajo el fino tejido, subiendo y bajando con el ritmo acompasado de su respiración. Abochornado, apartó la vista.
—¿Sabes? La hoja de álamo me recuerda a ti. Son unos árboles fuertes, pero más moldeables de lo que aparentan. El dorso y el envés de sus hojas son de distintos tonos verdes, a semejanza del negro y el gris, y, cuando el viento las mueve, el lado claro semeja una deslumbrante veta mineral de una mina. Son los árboles más maravillosos de las Kharolis, y mi preferido en cualquier parte del mundo.
El enano se ruborizó al reparar en el significado implícito en sus palabras. Ella le tendió una mano.
—Escúchame, Perian —comenzó Flint con voz ronca—. Sé que estaba en lo cierto al afirmar que entre un Enano de las Colinas y una Enana de las Montañas nunca puede… ya me entiendes —farfulló, hacilendo un gesto vago con a mano—. Todavía pienso igual.
La miró a los ojos y en ellos vio reflejada una gran desilusión.
—Pero, ni tú ni yo tenemos mucho en común con los otros miembros de nuestros respectivos clanes. —Tragó saliva con esfuerzo, buscando la frase más adecuada para el momento—. La vida es demasiado corta para despreciar las oportunidades que nos brinda por miedo a correr riesgos. No sé qué ocurrirá mañana, o al día siguiente, pero…
La joven se echó en sus brazos y lo silenció poniéndole un dedo sobre los labios.
—Lo único que me importa es el momento presente.
Con un palpitar ensordecedor en los oídos y la visión borrosa por una sensación de dulce embriaguez, Flint tomó a Perian por los hombros y la despojó del vestido, que resbaló hasta caer sobre el musgo reluciente. Abrazando contra su pecho a la maravillosa Enana de las Montañas, Flint aplastó sus húmedos labios entreabiertos con un beso que nacía de lo más hondo de su alma.