18.-
El arma secreta

—¡Salir en gran marcha!

—¡Minutos, fuera!

Se levantó un coro de gritos y berridos mientras los aghar brincaban alrededor de Flint y Perian, entusiasmados por el anuncio de la inminente campaña.

—¡No se trata de una excursión campestre! —aulló exasperado Flint—. ¡Vamos a la guerra! ¡A luchar contra los Enanos de las Montañas!

La celebración prosiguió, imperturbable ante sus palabras admonitorias.

—Déjalos que disfruten con la idea, mientras puedan —aconsejó Perian, palmeándole la espalda—. No tardarán en comprender su verdadero significado.

—Supongo que tienes razón —admitió el enano, mientras observaba los brincos y las piruetas de los alborozados aghar. No pudo evitar preguntarse para cuántos de ellos sería la última vez que hacían cabriolas en Lodazal.

—¡Vamos, Pezuña Gris, aprisa! —animó Hildy al pesado caballo de tiro; las coletas rubias de la joven ondeaban a su espalda agitadas por el aire y los traqueteos.

El animal se inclinó hacia adelante y se esforzó con denuedo para arrastrar el carromato cuesta arriba.

Basalt, sentado en el pescante junto a Hildy, se apartó los rizos pelirrojos de la frente y se inclinó también hacia adelante, como si con ello pudiese ayudar al esforzado caballo.

En la parte trasera del carro viajaban otros cinco Enanos de las Colinas, todos jóvenes y armados hasta los dientes.

—¡Arriba, precioso! ¡Más deprisa, pequeño! —La hija del cervecero animaba con palabras aduladoras al caballo tordo y el viejo animal respondía a sus mimos empleando en la tarea cada músculo de su cuerpo macizo.

Basalt advirtió que Hildy no hacía uso del látigo y, sin embargo, daba la sensación de ser capaz de sacar del fiel caballo hasta el último vestigio de fuerza. Los belfos de Pezuña Gris espumeaban, y la agitación de sus flancos denunciaba lo laborioso de su esfuerzo.

Se encontraban a seis horas de distancia de Casacolina, en las montañas de la calzada del Paso. Los Enanos de las Colinas se dirigían hacia el Nuevo Mar con el propósito de asaltar en una emboscada a las carretas de los derros que habían partido de la ciudad la noche anterior. Ninguno de ellos sabía a qué distancia del Paso se hallaba la parada de postas de los theiwar. Pronto habrían dejado atrás las montañas y entrarían en las llanuras situadas al oeste del Nuevo Mar, lo que haría más fácil y rápida la marcha. Antes o después, el ligero carruaje de madera alcanzaría al más pesado vehículo de los derros, con su carga de hierro, a pesar de contar con un tiro de cuatro caballos.

Los Enanos de las Colinas dirigían miradas nerviosas hacia el cielo, donde el sol empezaba a descender por el oeste. Tenían que alcanzar el campamento de los theiwar, situado entre Casacolina y el Nuevo Mar, antes de la puesta del sol; de lo contrario, su presa partiría hacia la costa y se perdería un centenar de armas imprescindibles para defender Casacolina.

—¿Cuanta distancia calculas que falta? —preguntó Turq Hearthstone, un joven fornido y musculoso, asomando la cabeza por detrás de Basalt y Hildy y apoyando la barbilla en el costado del carruaje.

—Lo ignoro —admitió Basalt—. Pero tiene que estar lo bastante cerca como para que los theiwar recorran el trayecto desde Casacolina en una sola noche de viaje. De acuerdo con los informes del alcalde, reanudan el viaje al amanecer.

Otro de los enanos, Horld, se asomó por el borde de la caja del carro.

—Tres ocupantes por carreta; cuatro carretas, dos de ida y dos de vuelta… Deduzco que habrá doce guardias, como mínimo. —Horld hizo más cálculos en silencio y, al cabo, concluyó—: Contra nosotros siete.

—Contamos con la sorpresa como una baza a nuestro favor —lo animó Basalt, y añadió para sí: «Eso espero…».

Horld volvió a su puesto, satisfecho al parecer con la respuesta.

Basalt advirtió que los demás lo consideraban el cabecilla del grupo. Horld había sido siempre uno de los jóvenes más sobresalientes de la nueva generación de Casacolina. En cierto sentido, era una especie de camorrista a quien Basalt, por regla general, había procurado eludir, y ahora, no obstante, allí estaba, pidiéndole opinión.

—¿Por qué no utilizas el anillo a fin de asegurarnos de que siguen allí? —sugirió Turq, mientras señalaba los aros de acero entrelazados que brillaban en el dedo de Basalt.

Este denegó con la cabeza.

—La magia es algo extraño, supongo. Para que funcione, tengo que evocar mentalmente el lugar al que deseo ir; en consecuencia, sólo puedo teleportarme a sitios que conozco. Ignoro dónde está la posta de los derros; podrían cobijarse en cualquiera de las cuevas existentes en el bosque. —Se encogió de hombros, en un gesto de impotencia.

En medio de resoplidos, Pezuña Gris alcanzó la cumbre de la calzada del Paso, marcada por dos colinas prominentes que flanqueaban el camino; de allí en adelante, la calzada discurría cuesta abajo hasta llegar al mar.

—¡Aprisa, precioso! ¡A todo galope! —lo animó Hildy a gritos.

Notando su carga mucho más liviana, el caballo inició un trote vivo. Tras él, el carro traqueteaba y retumbaba; hubo momentos en que Hildy tuvo que tirar de las riendas por miedo a que volcara. Las lanzas de tiro crujían, las ruedas chirriaban; en definitiva, el ruidoso descenso impedía cualquier conversación que no fuese a gritos.

Basalt se aferró con todas sus fuerzas al pescante durante el trayecto suicida por la angosta y sinuosa calzada. Miró de soslayo a Hildy; la joven tenía los ojos fijos en el caballo y en el camino, y los dientes apretados con una expresión de fiera determinación impresa en su semblante. El enano pensó en los cinco compañeros que viajaban en la parte posterior del carruaje y lo dominó una sensación de inseguridad y confusión.

«¿Qué vamos a hacer? Esperan que sea yo quien tome las decisiones, ¡pero no soy un aventurero avezado! ¡Fracasaremos! Ahora que nos aproximamos a nuestra meta, el plan en su totalidad me parece una locura. ¡Con mi idea temeraria he puesto en peligro, no sólo mi propia vida, sino la de otras seis personas!», pensó desesperado.

En ese instante Basalt recordó las palabras animosas de su tío. Cabía la posibilidad de que sus compañeros y él salieran victoriosos de un enfrentamiento con los guardias derros. Eran siete Enanos de las Colinas, jóvenes, fuertes y bien armados. Observó de nuevo el cielo. Con un poco de suerte, los alcanzarían antes del anochecer, lo que les daría una ventaja considerable sobre sus lejanos parientes, moradores de subterráneos sombríos.

Un bosque de pinos oscuros flanqueaba la calzada marcada con rodadas. De tanto en tanto, el carro cruzaba frente a alguna granja o cabaña, habitadas por los escasos Enanos de las Colinas que había emigrado al otro lado del Paso en años precedentes. Basalt y Hildy observaron con atención todas ellas, en busca de alguna señal que denunciara la presencia de los derros, pero no vieron nada sospechoso. Conforme las sombras de los pinos se alargaban sobre la calzada, Basalt empezó a temer que su grupo y él no llegarían a tiempo de alcanzar a los theiwar antes del ocaso.

—¡Allí se ve algo! —susurró de repente Hildy, señalando un sendero de tierra, marcado con profundas rodadas, que se bifurcaba de la calzada principal.

A unos cincuenta metros, al final de la senda, se alzaba un establo de gruesos troncos oscuros. A un costado de la estructura, carente de ventanas, se divisaba una entrada de gran tamaño, protegida por una prolongación del tejado. En el patio estaban las cuatro enormes carretas de transporte con las ruedas de llantas de hierro, cuya altura sobrepasaba a la de cualquier enano. Un derro ataviado con armadura negra vigilaba de pie, a la sombra de uno de los vehículos; estrechó los ojos y dirigió una mirada escudriñadora al ligero carro que se acercaba. No se veían los caballos de tiro por parte alguna y, de todas las dotaciones, el único derro visible era el guardia que realizaba la ronda con evidente aburrimiento.

—¡Manteneos agachados! —advirtió con un siseo Basalt a los cinco enanos que viajaban en la parte trasera. En aquel momento cruzaban ante la senda—. Sigue adelante. No demostremos un interés excesivo —ordenó a Hildy con un murmullo.

Sin la menor vacilación, la joven azuzó al caballo para que prosiguiera la marcha. El pequeño carro pasó bamboleante frente al camino y de nuevo se encontró rodeado por los gigantescos pinos oscuros.

—Muy bien, frena aquí —indicó Basalt, después de rodar unos cientos de metros calzada adelante.

Pezuña Gris salió de la carretera y condujo el carro bajo el abrigo de las gruesas ramas bajas de los árboles.

—¡Abajo todos, deprisa! El sol se está ocultando tras los pinos.

Los otros seis enanos se agruparon a un lado del carro, empuñadas las armas y al resguardo del sombrío bosque.

Nadie se movió y entonces Basalt comprendió que aguardaban sus órdenes.

—De acuerdo —comenzó con un susurro ronco—. Nos acercaremos en silencio, al abrigo de los árboles, hasta llegar al establo. Los cogeremos por sorpresa.

Blandiendo hachas y dagas con firmeza, los Enanos de las Colinas avanzaron en Fila entre los pinos que se alzaban a la izquierda del claro del bosque, con Basalt a la cabeza de la marcha. De improviso, el joven hizo un alto y se agazapó; sus compañeros hicieron otro tanto.

—Todavía hay un solo guardia, así que los otros deben de encontrarse dentro —susurró Basalt—. Y también los caballos. Me ocuparé del vigilante; una vez que lo haya hecho, corred hacia el establo.

Los demás asintieron en silencio, mostrando su acuerdo con el plan trazado. Basalt enrojeció cuando Hildy le besó la pecosa mejilla.

—Para darte buena suerte —dijo la joven.

El enano avanzó sobre los codos y las rodillas hasta alcanzar las últimas ramas de los pinos que rodeaban el claro y espió al descuidado derro que realizaba su ronda con apatía. Por fin, el sujeto dio la espalda a Basalt, rodeó una de las carretas y se perdió de vista.

Al punto, Basalt echó a correr, procurando mantenerse agazapado. A cada zancada se le encogía el corazón por temor a que el ruido descubriera su presencia; cubrió velozmente la distancia que lo separaba de la carreta tras la que había desaparecido el guardia. Aferrando con ambas manos el hacha, se asomó para atisbar el establo. Hasta el momento, no se había dado la alarma. Los rayos de sol no bañaban ya el claro, pero en lo alto el cielo seguía luminoso y azul. Basalt confió en que el resplandor fuera lo bastante fuerte para deslumbrar a los derros.

Rodeó la carreta con decisión; delante, de espaldas a él, se encontraba el guardia derro, a menos de tres metros de distancia. Basalt procuró avanzar en silencio, pero al dar un paso hundió el pie en un charco y se oyó un sonoro chapoteo.

El derro giró sobre sí mismo, sorprendido; sus ojos desmesurados parpadearon en un gesto de desconcierto y después se estrecharon.

—¿Eh? —comenzó—. ¿Ya es la hora?

A la luz brillante, había confundido a Basalt con uno de sus compañeros.

—Sí, lo es —gruñó el Enano de las Colinas.

De repente, toda la tragedia, todas las humillaciones y frustraciones infligidas por los theiwar, se concentraron en el derro que tenía frente a sí. El hacha reluciente sesgó el aire y se hundió en el cuello del confiado theiwar, que se desplomó sin hacer el menor ruido.

Por un instante, Basalt se quedó paralizado, en suspenso; trató de detectar alguna sensación de asco y desprecio por sí mismo. Era la primera vez que mataba a alguien; ¿acaso no debería sentir cierto remordimiento? Sin embargo, el hecho de haber acabado con el derro no guardaba otro significado que cumplir con una tarea más, quizá difícil y peligrosa, pero ineludible.

—En nombre de Moldoon —susurró al cadáver. Luego regresó a la parte trasera de la carreta y llamó con un ademan a sus amigos.

Los seis Enanos de las Colinas salieron a toda carrera e su escondrijo. Basalt se reunió con ellos y todo el grupo se precipitó a través del portón e irrumpió en el establo envuelto en la penumbra.

Sus ojos se esforzaron por ajustarse al súbito cambio. Escucharon maldecir a los theiwar y el aire cargado con el olor de los caballos de tiro les inundó las fosas nasales.

Basalt divisó a varios derros que estaban acuclillados en torno a una mortecina fogata; al instante se levantaron de un brinco y empuñaron sus armas. Otros cuantos guardias descansaban todavía entre las mantas; éstos, cogidos por sorpresa, se incorporaron con movimientos torpes en un intento de escapar.

Basalt dejó caer su hacha con fuerza, contra la espada corta de uno de los derros. El theiwar retrocedió a trompicones, perdido el equilibrio. Basalt arremetió una y otra vez, obligándolo a recular más y más. El joven atacaba con una temeridad tan feroz que incluso lo sorprendió a él mismo.

Este theiwar vestía armadura metálica y utilizaba con habilidad su arma; detuvo uno de los golpes de Basalt con una finta, al tiempo que le infligía un rasguño superficial en la pierna. Mas su experiencia no le sirvió de nada contra las salvajes acometidas del Enano de las Colinas; al retroceder otro paso, se encontró atrapado contra la pared del establo.

El derro ensayó un nuevo golpe, un ataque desesperado dirigido al corazón de Basalt. Este esquivó la embestida con una ágil finta que dejó a su oponente en una posición comprometida, sin oportunidad de eludir el golpe siguiente. El hacha se hundió en la frente del derro y penetró profundamente en el cerebro. El theiwar ya estaba muerto cuando se des lomó de bruces en el suelo.

Basalt sacó su arma de un brusco tirón y giró sobre sí mismo, a fin de captar de una ojeada lo que ocurría a su alrededor. Varios derros más yacían inmóviles en el piso y uno de los Enanos de las Colinas estaba hecho un ovillo, retorciéndose de dolor. Vio a Hildy embestir con su espada a un theiwar y se precipitó en su ayuda, pero la joven atravesó al derro de parte a parte sin precisar de su auxilio.

Los theiwar que habían saltado de sus lechos al irrumpir el grupo en el establo, corrieron hacia la salida sin pérdida de tiempo, a la par que lanzaban miradas atemorizadas a los Enanos de las Colinas. En un visto y no visto, habían desaparecido en el frondoso bosque del entorno.

—Dejadlos marchar —advirtió Basalt a Turq y a Horld, que se disponían a perseguirlos—. Tenemos las armas que vinimos a buscar.

Hildy se arrodilló junto a Drauf, el muchacho gordinflón que había caído herido; tenía un corte profundo en el muslo, pero el acero no había llegado al hueso. Hildy contuvo la hemorragia y vendó la herida, lo que proporcionó cierto alivio al joven.

—Me recobraré pronto —musitó, mientras se incorporaba para sentarse.

—Estupendo —Basalt le palmeó la espalda con afecto—. Salgamos cuanto antes de este agujero y regresemos a Casacolina. Habrá luz de luna suficiente para alumbrar el camino, aunque podemos hacer un alto en el trayecto, si es necesario. Nos llevaremos las dos carretas que transportan armas. Turq y Horld, id a mirar en los dobles fondos —instruyó, tras describirles los compartimientos ocultos, según el relato de Flint—. Las otras dos, se quedarán aquí.

—Si nos llevamos todos los caballos, las carretas que dejamos atrás no les servirán de nada a los derros que han huido —sugirió Hildy.

—Buena idea.

Tras identificar los vehículos cargados con una gran cantidad de armas, tiraron los arados y demás aparejos que transportaban en la parte superior, a fin de aligerar el peso, y engancharon los caballos. Los otros ocho animales los ataron en fila a la última carreta y emprendieron el camino de regreso a Casacolina.

Flint pasó el resto del día haciendo acopio de la sustancia explosiva —o arma secreta— y guardándola en todos los recipientes de cristal y arcilla disponibles en Lodazal. En más de una ocasión, Flint tuvo que lanzarse al vuelo para recoger en el aire alguna jarra volcada de un golpe, arrastrar a un aghar humeante y zambullirlo en el arroyo, o sacar a tirones de las entrañas de la bestia a algún apurado súbdito que pataleaba y chillaba con desesperación. Al finalizar el día, había perdido por completo la paciencia y tenía los nervios tan tirantes como la cuerda de un arco. Tanto es así, que incluso los gullys demostraron el suficiente sentido común de dejarlo en paz aquella noche.

Las dos jornadas siguientes —todo el tiempo del que disponían— se dedicaron a instruir a los aghar en el arte de la guerra. En esta tarea, la experiencia de Perian resultó inestimable. Por desgracia, los intentos de enseñar a los gullys las maniobras de formación utilizadas por la Casa de la Guardia fueron infructuosos.

—Poneos en fila —gritaba Perian—. ¡En fila!

Con una mirada de disgusto a la hilera desigual de aghar, la joven se acercó al enano que sobresalía mas de la formación —casi metro y medio por delante de sus compañeros— y caminó con lentitud a su alrededor.

Después, se detuvo frente a él y lo miró a los ojos.

—¿Cómo te llamas, ciudadano?

—Esputote, oh grande y poderosa reina.

Flint, sentado al otro lado de la fila de aghar, estalló en carcajadas.

Perian lo miró ceñuda y luego se volvió hacia el gully.

—¿De verdad intentas convertirte en un soldado, Esputote, o me estás tomando el pelo?

Los ojos del aghar se iluminaron. ¡La reina se dirigía a él, personalmente!

—¡Oh!, si, reina Perillana, yo desear mucho ser soldado duro.

—De mollera —intervino Flint—. Buen trabajo, Esputote; lo haces a la perfección. —El Enano de las Colinas rió su propio chiste. Las carcajadas crecieron de intensidad al mismo ritmo que crecía la tensión en las mandíbulas de Perian.

—Da dos pasos atrás y después no te muevas ni un centímetro —ordenó la joven con los dientes apretados, mientras giraba sobre sus talones y se acercaba a donde Flint se revolcaba de risa, tirado sobre el musgo.

Lo agarró por el cinturón y lo arrastró hasta quedar fuera del alcance del oído de sus «tropas».

—¿Cómo esperas que imponga la menor disciplina en esa chusma si tú socavas mi autoridad? —le espetó en un furioso siseo.

—De todas formas, no tiene remedio —respondió el enano entre risitas contenidas, mientras se enjugaba los ojos—. No puedes instruir a estos macacos de túnel como si fueran veteranos. Jamás aprenderán. No están hechos para formar en fila.

Perian giró sobre sus talones para mirar al grupo gully.

—¿Entonces, qué sugieres? ¿Que los guiemos amontonados y gritemos «¡carguen!» a la primera oportunidad? Se abrasarían unos a otros con sus propias bombas de sustancia explosiva.

—Es probable —admitió Flint—. Creo que necesitamos nuevas tácticas, algo más acorde con sus aptitudes.

—Adelante, soy toda oídos —bufó la joven.

El enano volvió sobre sus pasos y caminó frente al grupo de aghar, cada vez mas desordenado.

—El problema, desde mi punto de vista —les dijo—, está en acercarse lo bastante a los «tipos malos» para echarles las bombas, sin que antes nos hayan sacudido la badana. Es obvio que no podremos hacerlo en grandes grupos; pero tal vez lo logremos en grupos reducidos. Probemos a hacer una cosa…

»Vosotros, muchachos, los de ahí —gritó Flint, apuntando a un grupo de unos diez hombrecillos que parecían estar atentos a sus palabras—. Quiero que os mováis todos juntos, a la vez, y vayáis hasta la pared; luego, regresáis otra vez aquí.

En medio de empujones y codazos, los gullys avanzaron en un confuso montón, llegaron a la pared de la gruta, dieron media vuelta y regresaron hasta donde los aguardaba Flint, sin cesar de propinarse empellones y golpes.

—Muy bien —declaro su soberano—. Ahora lo intentaremos de nuevo de otro modo.

Colocó a los hombrecillos de forma que los que iban al frente se cubrieran con los escudos por delante y los de la segunda fila los llevaran sobre la cabeza, de manera que formaran una buena defensa.

—Estupendo. Id hacia la pared y regresad. Y mantened los escudos como os los he colocado.

Los aghar avanzaron a trompicones hasta la pared, giraron sobre sí y regresaron empujándose unos a otros. Cuando llegaron a donde los esperaba Flint, algunos habían tirado los escudos por el camino y los demás los llevaban ladeados.

—Es patético —opinó Perian—. Hemos llegado a un punto muerto.

Flint denegó con un enérgico cabeceo.

—No estoy de acuerdo. A la vuelta estaban desorganizados, pero alcanzaron la pared en un orden bastante aceptable. Creo que con un poco de práctica, serían capaces de hacerlo bien.

—¿Por qué tomarse la molestia? ¿De qué serviría? —replicó Perian, desabrida.

—Te lo mostraré. —Se volvió hacia el grupo de prueba—. Coged todos una piedra y después regresad a vuestras posiciones.

Se organizó un barullo de empujones, carreras, recogida de piedras y trueques hasta que Flint contradijo su anterior orden.

—Alto, hagamos las cosas una por una. Coged todos una piedra.

»Ahora, poned los escudos como os he enseñado.

»Ahora, caminad hacia la grieta por la que se metió el monstruo y cuando diga “¡tirad!”, arrojáis la piedra contra la pared.

Los aghar avanzaron en medio de tropezones a lo largo de un camino sinuoso en dirección a la pared. Cuando Flint gritó «¡tirad!», dejaron caer los escudos y acribillaron el muro a pedradas; luego se revolcaron por el suelo riendo, peleando y arañándose.

Flint se volvió hacia Perian.

—Quizá convendría que los gully huyesen ahora, antes de que sea demasiado tarde. Esto no tiene sentido.

La joven contempló al revuelto montón de hombrecillos tirados en el suelo.

—¡Simplezas! Han progresado mucho. ¿Qué nombre le das a esa maniobra? —preguntó.

—La brecha —suspiro el enano.

La brecha —a la que los gullys no tardaron en rebautizar «la percha»—, la agharpulta y la práctica generalizada de puntería contra una diana fueron las disciplinas comprendidas en el programa de instrucción. Perian descubrió con gran satisfacción que los hombrecillos tenían una puntería excelente a la hora de arrojar piedras o lanzar bombas (destreza adquirida por la costumbre de cazar roedores a pedradas para comérselos, según supo después). Los hombrecillos disfrutaban con los ejercicios de la agharpulta y demostraron una habilidad natural para alcanzar grandes distancias, aunque no precisión.

En cuanto a la «percha», Flint estaba plenamente convencido de que en esta disciplina radicaba su fuerza principal. Al finalizar el período de instrucción, eran capaces de cruzar el Salón Cielo Grande a toda carrera en un grupo compacto, lanzar las bombas cáusticas (simuladas, se entiende) y regresar a toda velocidad, todo ello sin tropezar a cada paso unos con otros.

Aun así, dos días eran sólo dos días.

—¿Por qué rey ceñudo cada vez que nosotros hacer «preinticas» de guerra? —quiso saber Nomscul—. Tener peor aspecto que después vomitona por «indigistión» de hongos dorados.

Flint se limitó a dedicar una mirada ceñuda al chamán. Con los dientes apretados, incapaz de presenciar ni un segundo más la ridícula parodia de desfile, voceó, en tanto daba palmadas:

—¡Oíd todos, hombres y mujeres de Lodazal!

Tras muchos empujones, pellizcos, empellones y dedos metidos en los ojos de sus compañeros, los enanos gullys se agruparon en lo que recordaba vagamente una asamblea atenta.

—Lo que os está haciendo falta, muchachos, es algo que dé sentido a vuestros esfuerzos, algún himno brioso que os una y sincronice con una fuerza irresistible, arrolladora. —Perian se cubrió la boca con la mano para ocultar la risa y Flint le propinó un codazo en las costillas. Luego se apartó de ella y empezó a pasear frente a sus súbditos, con las manos enlazadas a la espalda y la vista prendida en el suelo—. Por ello he decidido enseñaros una canción enana regia, sagrada, muy especial.

Un silencio profundo se cernió sobre la asamblea de enanos.

—¿Rey?

Irritado por la interrupción, Flint vio a Nomscul que agitaba la mano para llamarle la atención.

—Nosotros saber buena canción —anunció el chamán.

La multitud asintió con bruscos cabeceos que corroboraban las palabras del curandero. Antes de que Flint tuviese ocasión de impedirlo, los enanos gullys se lanzaron a berrear a voz en grito una cantilena.

Gran sol, ojo amarillo,

no escupir tantas llamas,

apagar ya tu brillo,

en ramas, las hojas amodorradas,

y chinches en cueva torradas,

gris, gris, gris,

el viejo tener barba,

los árboles llamar;

para ir a merendar.

Hojas arder en el fuego,

pero eso qué más da,

todas muertas luego,

con frías nieves de invierno.

—¡No, no, No! —bramó Flint a pleno pulmón para hacerse oír por encima de aquel estruendo, a la vez que se golpeaba la palma de la mano con una vara fina. Por fin, la cantilena perdió fuerza hasta cesar por completo.

—Quiero que oigáis una canción de verdad. La Marcha Guerrera de los enanos forma parte de vuestra herencia como miembros de esta raza. Ahora, escuchad.

Flint carraspeó para aclararse la garganta y, sin advertirlo, adoptó una pose más erguida. Su voz, de un agradable timbre grave y vibrante, acometió el primer verso de un canto que no entonaba hacía años, desde que había abandonado a los suyos para recorrer mundo.

Bajo las montañas, del hacha la esencia

brota de las cenizas, del alma, de un fuego apagado.

Templado su astil, anuncia su presencia,

pues las montañas el hálito de la guerra han fraguado.

El corazón del soldado

domina y anima la acción.

Vuelve glorioso

o sobre el blasón.

Salidas de las cuevas, al surcar el aire en una pirueta,

las hachas sueñan, sueñan con la roca,

con metal vivo que nació de una generosa veta.

Metal y piedra, piedra y metal, cual lengua y boca.

El corazón del soldado

anhela, desea la acción.

Vuelve glorioso

o sobre el blasón.

El rojo del hierro, sangre vengadora de lo inmundo

el verde del bronce, el cobre siempre fiel,

creados en el fuego de la fragua del mundo

consumen la injusticia al hender la piel.

El corazón del soldado

descansa, completa la acción

Vuelve glorioso

o sobre el blasón.

Flint sintió que Perian, de pie junto a él, se le unía en la canción en la estrofa: «Salidas de las cuevas…». Sus voces se mezclaron e hicieron contrapunto; la de él, un barítono bajo; la de ella, un suave y claro contralto. Cuando vacilaba con algunas palabras olvidadas, Perian estaba allí para llenar sus lapsus. Su corazón estaba henchido de orgullo, pasión y fervor étnico al concluir el himno nacional de su raza. La canción había adquirido un significado mucho mayor para él al estar acompañado por Perian; jamás imaginó que compartía tradición alguna con sus parientes de las montañas. Había tomado en su mano la de la joven y, cuando se volvió hacia ella en la última estrofa, vio, a través de sus propios ojos empañados por el llanto, los de ella, relucientes y trémulos de lágrimas.

—Quivalen Sath —identificó la joven al autor de la canción, con un suave murmullo.

—¿Acaso existe algún otro? —repuso Flint con énfasis.

—¡Cantar otra vez! —corearon los gullys, entusiasmados—. ¡Nosotros aprender! ¡Nosotros cantar canción regia realmente bien!

Flint y Perian tararearon la melodía una y otra vez para los aghar y después los hicieron repetir los versos al menos en tres ocasiones. Parodiando, ensayando y trabándose la lengua con las rimas, los enanos gully pasaron la hora siguiente practicando este nuevo ejercicio. Flint no los había visto nunca poner tanto empeño en hacer algo. Un nuevo espíritu de armonía y compañerismo germinó en todos. Al final, cuando los enanos gullys entonaron a coro la canción por vez primera, a sus majestades Flint y Perian no les importó siquiera que su versión hubiese sufrido un «pequeño» cambio.

Abajo en montañas, con hacha a la bestia

cortar y hacer trizas. Sus tripas tener peste y fango.

¡Prender el candil! ¡Ya empezar la fiesta!

En montañas, el grito de guerra haber sonado.

El corazón desolado

animar con rimas de canción.

Volver goloso

o sobre bastón.

Lo que de verdad importaba, era el entusiasmo que habían puesto en aprenderla.