17.-
¡Allá vamos, teleportados!

Con un gesto de fastidio, Flint arrojó a un lado un escudo de madera roto.

—Aquí no encontraremos suficientes armas decentes para nosotros, y mucho menos para equipar a trescientos enanos gullys indefensos —protestó con amargura, desde su posición en lo alto de un montón de desechos de dos metros, apilado en el Salón Cielo Grande, al otro lado del arroyo, en la zona opuesta al túnel que conducía al Salón del «Torno».

Estaban ansiosos por iniciar los preparativos para la marcha a Casacolina y, puesto que la primera anotación en la lista de Perian era reunir armas, regresaron al Salón Cielo Grande poco después de que Basalt hubo desaparecido teleportado de la gruta. A su izquierda, al otro lado del arroyo, los enanos gullys seguían con su trabajo de tapar el agujero que el conjuro de Pitrick y el carroñero habían abierto en la pared.

En cuanto al monstruo, los aghar habían cortado en trocitos la mitad anterior del cuerpo. Tras una severa reprimenda de su disgustado rey a causa del nuevo juego de «tirar bestia unos a otros», varios gullys fueron destinados a transportar cajas de madera cargadas con los pedazos del carroñero y sacarlas por la «gran grieta», en tanto que el resto trabajaba de firme en desmembrar la parte trasera del cuerpo.

Hundida hasta las caderas en zapatos desparejados, ollas desportilladas, restos de comidas y otros «tesoros» apilados a un lado del montón de desperdicios, Perian estudió con atención una vieja hacha que acababa de encontrar.

—¿Algo interesante? —preguntó Flint.

La joven levantó la vista con un gesto de culpabilidad y, sin pensarlo, metió el hacha en su cinturón, medio escondida entre los pliegues de la túnica.

—¿Qué decías? Lo siento, pero estaba distraída.

Flint sacudió la cabeza, descendió del montículo y se acercó a la enana.

—¿Dónde hallaremos las armas que necesitamos? ¿Vamos a mandar a la guerra a los aghar, equipados con tenedores afilados? —rezongó, mientras se cruzaba de brazos con un gesto abatido.

Perian se deslizó por la pila de desechos y le palmeó la espalda para animarlo.

—No te preocupes. Nomscul afirma que hay muchos montones como éste, donde tal vez encontremos algún objeto útil. Además, los agharpultores no precisan armas.

Flint resopló con sarcasmo.

—Fantástico. En ese caso, sólo nos hace falta contar con unos doscientos agharpultores. —Recogió un botón de madera marrón, del tamaño de la palma de su mano, y jugueteó con gesto distraído—. No son muchas nuestras oportunidades de salir victoriosos en un enfrentamiento con los derros, y menos aún si lo hacemos desarmados.

Perian se puso en jarras con actitud irritada.

—Plint Fireforge, si no vas a intentar siquiera ser un poco optimista, entonces…, entonces… —barbotó con exasperación—. ¡Oh, no sé por qué me molesto contigo! ¡Eres el Enano de las Colinas más gruñón que conozco!

—¿Y cuántos Enanos de las Colinas conoces? —se burló él, con un brillo malicioso en los ojos. Le gustaba irritarla.

—¡Uno más de lo que me gustaría! —replicó mordaz, y, aunque sus iris de color avellana se habían oscurecido bajo los rizos cobrizos, las comisuras de los labios se curvaban hacia arriba en una sonrisa divertida, apenas perceptible.

Flint esbozó también una sonrisa. «No se parece a ninguna de las mujeres que he conocido en más de una centuria de vida —pensó; estuvo a punto de apartarle de la frente un rizo rebelde, pero se contuvo—. ¿Por qué buscan excusas mis manos para tocarla? Los dos sabemos que los Enanos de las Colinas y los de las Montañas no se mezclan».

—¿Cómo? ¿No tienes una réplica dispuesta? —le preguntó Perian, al percatarse de repente de la fijeza con que la contemplaba.

Los bigotes de él se inclinaron con un gesto enfurruñado.

—Tenemos mucho que hacer para perder el tiempo con combates verbales —repuso con irritación, mientras echaba de nuevo el botón al montón de desperdicios.

Herida por su súbito mal humor, Perian se puso tensa.

—Como quieras. También yo estoy ansiosa por acabar con este asunto de Casacolina. ¡Así podré ocuparme de mis propios asuntos!

—Nadie te obliga a que tomes parte en «este asunto de Casacolina» —respondió él con frialdad.

Los ojos avellana se estrecharon hasta formar meras rendijas.

—Tal vez seas incapaz de entenderlo, pero mi sentido del honor me impide romper una promesa.

—Jamás te pedí que empeñaras tu palabra o que me ayudases. —Flint le dio la espalda con brusquedad.

—Me refería a mi juramento de quedarme con los enanos gullys —dijo con voz queda, aunque temblaba de ira.

—Oh.

Silencio.

—Tengo cosas quehacer. —Eludiendo el rostro, Perian cruzó presurosa el puente tendido sobre el arroyo y penetró como una exhalación en el túnel que conducía al Salón del «Torno».

Flint masculló un juramento. ¿Por qué había actuado como un viejo estúpido, orgulloso y cabezota? «Ve tras ella; dile que lo sientes —se exhortó—. ¡Dile cuanto sea preciso para que desaparezca esa mirada disgustada de sus ojos!».

—¡Aaaaaaaaayyy!

Flint volvió la cabeza hacia la zona de la cueva de donde procedía el grito de angustia y vio a un grupo de diez enanos gullys que todavía se ocupaban en el despiece del carroñero. Un humo siseante se alzaba en pequeñas nubes que rodeaban a la mitad de los aghar, quienes brincaban y chillaban de dolor.

—¿Qué habéis hecho ahora para prenderos fuego a vosotros mismos, cabezas huecas? —rezongó el Enano de las Colinas, mientras cruzaba el puente a grandes zancadas.

Salvó a la carrera los sesenta metros que lo separaban del punto donde los gullys rodeaban los restos viscosos del carroñero gigante.

A pesar del humo sofocante y apestoso, Flint no vio señales de fuego. Cuatro de los aghar se habían hecho un ovillo y miraban aterrados de tanto en tanto a sus cinco compañeros que chillaban sin cesar.

Estos estaban cubiertos de una sustancia pringosa y negra, semejante a alquitrán, que trataban de quitarse con desesperación. Cada vez que conseguían arrancar un pegote de la sustancia y la tiraban, ésta explotaba con un chispazo y un sonoro estallido al hacer contacto con el suelo, para después expandirse en una nube gris y siseante.

—¡Quemarme piel!

—¡Pringue negra hacer ampollas en dedos!

—¡Ser como bomba!

—¡Yo echar vapor por todo el cuerpo!

—¡Abrirme un agujero en cerebro!

—Eso ser tu oído, no cerebro —le informó Nomscul con tranquilidad, mientras examinaba con detenimiento un lado de la cabeza del aghar. El hombrecillo se encontraba con el grupo para supervisar el trabajo de despiece; su condición de chamán lo había ayudado a no caer en la histeria que dominaba al resto de los aghar.

—¡Sumergidlos en el arroyo! —gritó Perian, a espaldas de Flint.

La joven había regresado por el túnel cuando escuchó los alaridos de los gullys. Ahora, mientras corría hacia el grupo, empujó a dos de los enanos heridos, que cayeron con un chapoteo en la tranquila corriente. Los sostuvo por el cuello de las camisas en tanto que los hombrecillos se desprendían de la misteriosa sustancia negra. Por fin sus alaridos remitieron y dieron paso a quedos sollozos.

Perian los sacó del agua y se alegró de ver que, salvo un fuerte tono rosa en la piel, no presentaban otras heridas.

Viendo la efectividad de la maniobra, Flint empujó a los otros aghar y poco después los síntomas remitían también. Con los dientes castañeteando, los gullys, que parecían ratas empapadas, se agruparon en torno a su soberano.

—¡Será mejor que alguien me explique lo ocurrido! —dijo Flint—. ¿Nomscul?

El encrespado bigote del chamán temblaba por el nerviosismo.

—¡Utilicé mi saco mágico para callar gritos, pero no funcionar! ¡Antes siempre funcionar! —Sus ojos se estrecharon con suspicacia—. ¿Poner tú maleficio en pringue negra, oh majestuoso colega?

Flint frunció el entrecejo.

—Desde luego que no. Y es lógico que tu «magia» no funcione; no es más que una bolsa con polvo y… —Suspiró hondo y se obligó a recobrar la paciencia—. Nomscul, ¿de dónde ha salido esa sustancia negra?

—¿Eso es todo lo que rey querer saber? —se sorprendió el chamán—. De entrañas de bestia. —Tiró de Flint para acercarlo a los restos del carroñero y señaló con el dedo—. ¿Ver bolsa de porquería, ahí? Ellos cortar en trozos, como tú ordenar, y ¡saltar pringue negra!

—Debe de ser una especie de glándula venenosa —sugirió Perian—. ¿Cómo conseguiremos librarnos de los restos de esta cosa sin que explote ese órgano?

Flint se rascó la barba con actitud pensativa.

—Dame tu daga —pidió a la joven.

Desconcertada, Perian sacó el arma del cinturón y la posó en la palma extendida del enano. Este se acuclilló y removió con la hoja la oscura sustancia.

—¿Qué haces con mi daga? —demandó la joven.

—Aguarda un momento —rogó con voz calma.

Con un giro de muñeca, Flint lanzó al suelo una pequeña cantidad de la viscosa materia siseante. Se produjo un estampido sordo, semejante al chasquido de una rama al arder en el fuego, y después se levantó una fina columna de humo espeso y acre. Flint examinó la superficie de la hoja de la daga y comprobó que no tenía señales de corrosión. Al parecer, la sustancia abrasaba la piel, pero no afectaba con tanta rapidez los objetos de materiales más consistentes, como el metal; probablemente, el cristal y la loza eran impermeables a sus efectos cáusticos. Flint devolvió el arma a la joven.

—¿Qué cantidad de este veneno negro calculas que hay?

—Lo ignoro, pero mucho. La vejiga es muy grande, y tal vez haya alguna otra glándula venenosa. ¿Qué importancia tiene?

Flint estaba absorto en cálculos mentales y no respondió a su pregunta.

—¿No estarás pensando en…?

—Desde luego que sí —la interrumpió, con una sonrisa ladina—. Creo, Perian, que hemos encontrado nuestra arma secreta…

La mano derecha de Basalt se cerró en torno al anillo teleportador. Cerró los ojos y pensó en el salón de la casa familiar. Entonces, por un breve instante, la imagen fugaz de la acogedora taberna de Moldoon cruzó por su cerebro en el mismo momento en que su cuerpo flotaba en el aire. Dominado por el pánico, abrió los ojos y vislumbró las imágenes distantes y borrosas tanto del hogar familiar como del establecimiento de Moldoon. Al punto, cerró de nuevo los párpados y evocó en su mente recuerdos de su casa, su familia, el mobiliario… Tras un momento que le pareció una eternidad, notó que se sostenía otra vez sobre sus pies. Había llegado… a alguna parte.

Un aire cálido le rozaba las pecosas mejillas. Abrió los ojos con lentitud y, ante él, se hallaba el semblante perplejo de su tío Ruberik. Este dejó caer al suelo los pozales de madera, y a sus pies se formó un pequeño charco blanco de leche cremosa.

—¿Qué significa esto? ¿De dónde sales? ¿Qué te ha ocurrido? ¡Tienes que dar muchas explicaciones, estúpido jovencito embaucador!

—Sí, Basalt —oyó la voz de su madre a sus espaldas—. Aparte de esta exhibición absurda, ¿dónde has estado desde…? —Carraspeó con nerviosismo—. Bueno, ¿dónde has pasado todas estas noches? Tybalt te ha estado buscando, sin mencionar lo preocupados que estábamos todos los demás.

Basalt, que no se había movido desde su aparición, retrocedió un paso hacia la chimenea para verlos a ambos, Bertina en la cocina y Ruberik en la puerta. Advirtió en sus rostros la reacción habitual hacia él —el enfado de su tío, la aflicción de su madre—, y faltó poco para que perdiera el coraje que lo había animado hasta entonces. Pero se recordó a sí mismo que su extraño comportamiento se debía a una causa justa, demasiado importante para darse por vencido.

—La leche se cuaja, ¡habla de una vez, muchacho! Tienes más golpes que un viejo yunque… ¿dónde has pasado todos estos días, emborrachándote? —demandó Ruberik.

Basalt articuló con esfuerzo las palabras.

—Mamá, tío Rubi, he de deciros algo —comenzó con voz temblorosa, mientras sus ojos iban de uno a otro—. ¡Os va a parecer todo un embuste o una locura, pero tenéis que creerme! ¡Papá no murió de un ataque al corazón, sino que lo mató la magia de un derro!

Bertina contuvo el aliento y se mordió los nudillos. Ruberik Fireforge se dio una palmada en el muslo con gesto enfadado.

—¡Los dioses te confundan! ¡Ahora te inventas mentiras dolorosas para encubrir tus vicios! Lo he intentado por todos los medios; hablar contigo, chillarte, avergonzarte. Traté de ayudarte en la medida de mis posibilidades, ¿y ésta es tu respuesta? —Se abalanzó sobre el joven enano y lo agarró por la muñeca—. Quizás un día o dos en la cárcel, por huir de la escena del crimen, te devuelvan la sobriedad suficiente para que reflexiones acerca de tu mal comportamiento.

Basalt se mantuvo firme, a pesar de tener las piernas temblorosas y el estómago revuelto. Cuando habló, lo hizo con rapidez y decisión.

—Por favor, dejadme que os lo explique —empezó de nuevo—. Siento haberos asustado, pero los derros planean atacar Casacolina y disponemos de poco tiempo para prepararnos.

—Basalt, lo que dices no tiene sentido, pero te había oído hablar tan en serio —intervino Bertina—. No sé qué te ha ocurrido, pero sea lo que sea, tómatelo con calma y explícanoslo.

Ruberik soltó un resoplido.

—Es obvio lo que le ha ocurrido y ya he perdido bastante tiempo con esto. Es hora de que…

—Rubi, cállate y déjalo hablar —lo interrumpió Bertina.

El joven enano dedicó una sonrisa nerviosa y agradecida a su madre.

—Sé que me he comportado como un irresponsable en los últimos, tiempos —comenzó, pasando por alto el gruñido de su tío—. Pero ahora no esto borracho y no miento.

Respiro hondo antes de proseguir.

—A papá lo asesinaron porque había descubierto que los supuestos arados transportados por los derros no eran tal, sino grandes cargamentos de armas para alguna nación e norte.

—Basalt —gimió su madre, mientras sacaba un pañuelo de la manga—, ¿cómo lo has sabido?

—He estado con tío Flint. Trataron de matarlo por descubrir lo mismo.

Ruberik se dio una palmada en la frente con un gesto burlón.

—Esa que es una fuente de información fiable: ¡mi imprevisible hermano, el asesino de un derro!

Basalt frunció el entrecejo.

—Tío Rubi, te ruego que me dejes terminar. Si después de escucharme sigues sin creerme, entonces habré fracasado y yo mismo me entregaré a tío Tybalt e iré a la cárcel. Tampoco es que importe mucho porque, si nadie me cree, todos estaremos muertos dentro de cuatro o cinco días.

La ominosa frase hizo que incluso Ruberik guardara silencio.

—Flint no tuvo más remedio que matar al derro, pues lo sorprendieron aquella noche husmeando en las carretas.

Ahora fue Bertina quien lo interrumpió.

—¿Pero que tiene que ver tu padre con todo esto?

Basalt se frotó la cara. Se sentía exhausto y aturdido. Si era incapaz de convencer a su propia familia, ¿cómo iba a convencer a toda una ciudad?

—Tío Flint sospechó algo cuando Moldoon le contó que padre tenía intención de echar una ojeada a las carretas justo la misma noche en que murió. Decidió hacer lo mismo saltó la valla del patio de la forja. Se encontró con Garth, que creyó que era el fantasma de padre. Garth estaba fuera de sí, asustado porque se encontraba allí la noche que asesinaron a papá y presenció todo lo ocurrido.

Lo siento, mamá, pero tengo que decir esto: Garth dijo a Flint que un derro de aspecto extraño había fulminado a papá con un rayo humeante de luz azul…

—… Perian era uno de los capitanes de la Casa de la Guardia, a las órdenes del tal Pitrick, hasta que éste la empujó al Foso de la Bestia por tratar de salvar a tío Flint. Está convencida de que ese hechicero cumplirá su amenaza de arrasar Casacolina…

Concluida la larga historia, Basalt se recostó en la silla que había acercado a la chimenea y fijó la mirada en el fuego. «He hecho cuanto he podido —pensó—. Al menos, lo he intentado».

Pasaron unos minutos sin que Bertina ni Ruberik dijeran una palabra.

—¿Por qué no ha regresado Flint a Casacolina y nos lo ha contado él mismo? —inquirió por fin Ruberik.

—Oh, supongo que olvidé esa parte de la historia —respondió el joven—. Los enanos gullys que los rescataron tienen una especie de profecía que se cumplió cuando Flint y Perian cayeron por el foso. Los proclamaron reyes de Lodazal y ellos no tuvieron más remedio que dar su palabra de honor de que no escaparían.

La voz de Basalt perdió fuerza al reparar en que, además de lo enrevesado e inverosímil de su historia, esta última parte podía echar por tierra la poca credibilidad que tenían en él. Bajó las manos al regazo.

—No me creéis, ¿verdad? De no haberlo visto con mis propios ojos, tampoco yo lo creería.

—Es lo más sensato que has dicho hasta ahora —musitó Ruberik.

Basalt se incorporó con brusquedad de la silla y extendió el brazo derecho.

—¡Pero tengo el anillo! Visteis cómo me trajo aquí, teleportado. ¿En qué otro lugar habría conseguido un objeto semejante? Y, una vez en mi poder, ¿por qué iba a regresar sólo para decir mentiras? ¡Podría ir a cualquier sitio que me apeteciese! En lugar de ello, volví para advertiros del peligro. ¿Acaso eso no cuenta para nada?

Ruberik se puso de pie y se arregló las ropas antes de contestar a su sobrino.

—Cuando iniciaste tu historia, aseguraste que irías a ver a tío Tybalt, tanto si te creíamos como si no. ¿Estás dispuesto?

Bertina miró a su cuñado con tristeza.

—¿Serías capaz de entregar a mi hijo? —preguntó.

—Lo haría si creyese que estaba mintiendo. Pero es obvio que dice la verdad. Vamos, muchacho. Nos aguarda una ardua tarea si queremos que la ciudad abra los ojos a la realidad.

—Nos encontramos con un nuevo problema —dijo Pitrick con voz suave.

El thane escuchaba con cierto interés, en tanto que las gárgolas observaban desconfiadas y aleteaban a sus espaldas.

—¿Y bien? —preguntó por último.

—Los enanos de Casacolina se disponen a levantarse en nuestra contra.

En su regreso a la ciudad, Pitrick había discurrido una historia para convencer al thane. Había llegado a la conclusión de que la amenaza del Enano de las Colinas encerraba demasiado peligro para hacer caso omiso de ella.

—¿De veras? —Realgar se echó hacia adelante en el sillón y clavó en Pitrick una mirada glacial—. ¿Qué has pensado hacer al respecto?

—Lo único que se puede hacer —anunció el jorobado, con un siseo melifluo—: arrasar la ciudad.

—¿Cuál será el siguiente paso? —preguntó Ruberik a Tybalt un poco más tarde, después de haberlo convencido de que la historia era cierta—. En primer lugar, todos somos de la familia, y ninguno de nosotros depende del comercio con los derros para ganamos la vida. ¿Pero qué crees que ocurrirá cuando este asunto se haga público? Muchos se sentirán ofendidos y el resto no lo creerá, sencillamente.

—En efecto —se mostró de acuerdo Tybalt—. No será fácil decir a la gente que renuncie al dinero fácil que los theiwar han derrochado con prodigalidad.

El silencio se adueñó del reducido grupo de Fireforge —Basalt, Ruberik, Bertina y Tybalt— reunidos en el austero despacho de este último.

La mitad de la estancia la ocupaba una mesa maciza y resistente; Tybalt, acomodado en su silla, apoyaba los pies en el tablero y fumaba su pipa. Basalt y Bertina estaban sentados en taburetes que habían arrimado a la mesa, en tanto que Ruberik paseaba sin cesar desde la puerta a la pared opuesta. A despecho de la tensión reinante, Basalt percibió una nueva sensación de unidad familiar que le resultaba reconfortante.

El joven dirigió una mirada tímida a sus tíos antes de decidirse a hablar.

—Quizá si conseguimos poner de nuestra parte a una o dos familias importantes de la ciudad, como por ejemplo los Hammerhand o los Strikespark, tendríamos mucha más influencia. La gente escucha a esos personajes, aun cuando no los crean.

—Tu idea tiene un fallo —respondió Ruberik—. Las «familias dirigentes» son las que más se benefician con la presencia de los derros. Por eso son «familias dirigentes».

—Es cierto. La gente que saca provecho de la situación no estará dispuesta a arriesgar esos beneficios —aseveró Tybalt—. A menos que les demostremos la realidad del peligro. Entonces, tal vez, admitirían que hacer tratos con los theiwar es un error.

Bertina, siguiendo la línea del razonamiento, tomó la palabra.

—Pero, desde mi punto de vista, el único modo de demostrarlo es convocar a todo el mundo y echar un vistazo a lo que hay dentro de las carretas. Cuando vean que están cargadas de armas, ¿quién negaría que es una amenaza?

—Sin lugar a dudas —opinó Tybalt.

—Una idea estupenda —intervino Ruberik—. Pero nadie se atreverá a llevarla a cabo por temor a dar un paso en falso. Si una multitud de ciudadanos se pone en marcha, arresta a los conductores e inspecciona las carretas y encuentra sólo arados y aperos de labranza, se provocaría un grave incidente con Thorbardin que pondría en peligro el acuerdo comercial. No, esta ciudad exigirá que se le presenten pruebas en una bandeja de plata —concluyó.

De repente, Basalt se puso tan nervioso que faltó poco para que se cayera del taburete.

—¡Ahí está la solución, tío Ruberik! Llevémosles las pruebas. Nadie nos impide que nosotros examinemos las carretas. Si los cuatro nos metemos en el patio de la forja, podríamos reducir a los guardias, buscar en los carros, y entonces llevar allí a los demás y mostrarles lo que hemos encontrado. Si no encontramos nada, la afrenta será sólo responsabilidad nuestra y los derros no tendrán fuerza moral para culpar a toda una ciudad por la infracción cometida por un pequeño grupo de agitadores.

De nuevo el silencio se adueñó de la estancia mientras todos reflexionaban sobre la propuesta de Basalt. Al cabo, fue Tybalt quien, echándose hacia adelante, lo rompió.

—Este es el plan…

Casacolina bullía ya con el ajetreo diario cuando los cuatro Fireforge se encaminaron hacia el patio de carretas.

Se detuvieron a corta distancia y observaron el portón abierto.

—¿Tienen guardia de vigilancia? —preguntó Ruberik.

—Uno o dos se quedan dentro, pero no salen durante el día —contestó Tybalt—. Cualquiera puede entrar o salir, pero los derros mantienen ojo avizor. En ningún caso quieren que alguien merodee por los alrededores sin una razón que justifique su presencia en la forja.

—Es decir, que podemos entrar, así, sin más —dijo Basalt.

—No sin llamar la atención —explicó Tybalt—. Ahí es donde entra en juego el anillo. Recuerda el plan y todo cuanto hemos hablado en mi despacho. Utiliza la cabeza y no tendrás problemas. Ninguno tendrá problemas. Ahora, si estás listo…

Basalt asintió con un cabeceo. Escrudriñó con atención calle abajo y el portón abierto, concentrándose en el área del patio de carretas. Justo detrás de la forja, se alzaba el barracón donde se guardaban las herramientas y los derros dormían. A la derecha de este edificio, estaban los establos. Basalt enfocó mentalmente un punto a unos cuantos pasos de la forja. Sintió el estómago revuelto pero, aun así, rozó el anillo de Pitrick y entonces, tras notar un leve taponazo en los oídos, se encontró junto a la forja. «Esto ya no tiene secretos para mí», pensó con satisfacción.

Unas risas guturales procedentes del interior del barracón le recordaron al joven lo peligroso de su misión. Echó una mirada fugaz por encima del hombro y vio, bajo los árboles donde un momento antes se hallaba también él, a su madre y a sus tíos que agitaban las manos en un gesto de ánimo.

Basalt miró a su alrededor; a la derecha estaban las dos carretas de transporte, frente a los establos. Atisbó un par de piernas que se movían entre los carros. Se volvió con rapidez hacia la puerta de la forja y la abrió de un empellón. Su aguda visión enana se ajustó enseguida a la oscuridad del interior; divisó a tres derros que brincaron de las camas en una reacción instintiva al estrépito y el chorro de luz que entró a raudales por la puerta abierta de par en par.

—¡Despertad, comedores de musgo, ojos de lechuza, parásitos! ¡Os traigo unos cuantos huevos crudos para desayunar! —gritó con nerviosismo el joven enano.

De inmediato, se dio media vuelta y echó a correr en tanto los tres enfurecidos derros cargaban contra él. El cuarto theiwar salió a toda carrera de detrás de una de las carretas y se sumó a la persecución.

Mientras huía, Basalt eligió un punto a lo largo del muro, justo a su derecha. Frenó la carrera y dejó que los guardias se acercaran hasta casi alcanzarlo antes de rozar de nuevo el anillo y desaparecer antes sus narices para materializarse junto al muro, a veinte metros de distancia, en el lado opuesto del patio.

Los desconcertados theiwar se frenaron en seco y lanzaron miradas escudriñadoras aquí y allá en busca del misterioso enano. Basalt aguardó unos momentos y luego agitó el brazo y los llamó a gritos.

—¡Eh, aquí, asquerosas ratas de alcantarilla! ¿Estáis ciegos?

Furiosos, los derros se lanzaron de nuevo en persecución del joven, a la vez que sacaban las da as colgadas de sus cinturones. Basalt los vio acercarse, si bien dirigió su mirada al mismo tiempo hacia la tapa de un barril que se encontraba cerca de los establos. Cuando los guardias alcanzaban su posición, el joven enano tocó el anillo y se desvaneció al instante para reaparecer de nuevo en lo alto del barril.

Los derros se estrellaron contra el muro, en el lugar ocupado un momento antes por Basalt, y cayeron unos sobre otros mientras lanzaban Juramentos en su áspero lenguaje.

Para entonces, y cuando ya estaban a mitad de camino de la nueva posición de Basalt, uno de ellos hizo una breve pausa. En su mano centelleó el brillo de una daga y luego, con un sonido vibrante, el arma se hundió en la pared del establo, a escasos centímetros del hombro izquierdo de Basalt. Al instante, sus compañeros secundaron su acción y otra daga y dos hachas pequeñas volaron con un zumbido hacia el indefenso Enano de las Colinas. Una fracción de segundo más tarde, se hincaron en la pared de madera, Justo en su diana; pero su diana ya no estaba allí. Al percatarse del peligro, Basalt había agarrado el anillo y se había teleportado junto a la forja, cerca del lugar donde se había materializado por primera vez.

El joven estaba tembloroso e hizo un alto para recobrar el resuello antes de volverse y correr a toda velocidad hacia las carretas. Había dado sólo unos pasos cuando los derros, con los desmesurados ojos inyectados en sangre, aparecieron corriendo desde ambos lados del establo. Basalt, que los aventajaba escasos metros, había llegado a las carretas. Rebasaba la parte trasera de los vehículos cuando Tybalt, escondido detrás de uno de ellos, le lanzó una espada reluciente. El Joven se volvió a tiempo de ver a los derros meterse de cabeza en la trampa de los Fireforge; dos sólidas lanzas aparecieron de manera imprevista, a la altura de las rodillas, desde ambos lados del) pasillo formado por las carretas. Tybalt sostenía una de ellas, con el hombro apoyado contra la puertecilla trasera del vehículo, en tanto que Ruberik manejaba la otra. Los derros trastabillaron y cayeron de bruces al suelo embarrado.

Segundos después, Tybalt, Ruberik, Basalt e incluso Bertina se abalanzaban sobre los despatarrados theiwar, que no cesaban de proferir maldiciones, y los amenazaban con algunas de las armas de contrabando apuntadas contra sus gargantas.

—Tenías razón acerca de las armas y las carretas, muchacho —dijo entre jadeos Ruberik.

La faz de Bertina, arrebolada por la excitación y el esfuerzo, se iluminó con una sonrisa al mirar a su hijo.

—Bertina, corre en busca del alcalde y cualquier otro miembro del concejo que encuentres y los traes aquí —ordenó Tybalt, mientras propinaba un golpe a uno de los derros con el mango de la lanza—. Entretanto, ataremos a este miserable grupo. Sospecho que la parte más desagradable de este trabajo está aún por llegar.

Al propagarse la noticia de la traición de los theiwar, empezaron a acudir Enanos de las Colinas desde todos los puntos de la ciudad.

Algunos, como el pomposo comerciante Micah, se opusieron en principio a los ataques contra sus asociados de negocios. Otros, incluidos Hildy, el capitán de la milicia, e incluso el alcalde Holden, reconocieron la gravedad de la situación.

—Poco importa lo que pienses, Micah. El concejo ha tomado una decisión. —El alcalde estaba subido en lo alto de un barril, en el patio de la forja, rodeado por los otros cuatro miembros del concejo, el jefe de la milicia popular, Axel Broadblade, y una muchedumbre de conciudadanos.

—Es obvio que los theiwar nos han mentido y han utilizado nuestra ciudad para prepararse para una guerra. Todos hemos visto las armas escondidas en las carretas y hemos escuchado el testimonio de los guardias prisioneros. El voto del concejo es contrario a tu opinión, Micah, y no hay más que decir. Si fueses capaz de sacar las narices del montón de monedas de acero que has acumulado en tus tratos con los derros, verías que, en justicia, éste es el único curso de acción a emprender por personas honestas. Ahora, escuchemos al jefe de la milicia qué medidas hay que tomar.

El alcalde Holden descendió del barril y varios enanos ayudaron a subir a él a Broadblade, un fornido veterano de muchas campañas en tiempos pasados.

Broadblade estaba considerado el paradigma del guerrero enano por los habitantes de Casacolina. Iba siempre ataviado con una capa limpia de color verde, un yelmo con orejeras articuladas por unas bisagras, y unas botas de cuero altas y ajustadas, con la parte superior doblada hacia abajo. También llevaba una larga daga envainada en una funda que pendía de su cinturón, al estilo de un oficial de caballería humano. El cuerpo de caballería era casi inexistente en los ejércitos enanos, pero aquella funda ponia un toque llamativo al uniforme. Broadblade carraspeó, enlazó las manos tras la espalda y se dirigió ala multitud.

—Como sabéis todos aquellos que formáis el cuerpo de milicia de Casacolina (y eso os incluye a la gran mayoría, aun cuando no os presentéis de manera regular a las prácticas de instrucción), nuestro arsenal es tan reducido como variopinto al estar constituido por una mezcla de instrumentos de caza, herramientas de carpintería y aparejos de agricultura. Fueron adecuados en el pasado, para hacer frente de vez en cuando a merodeadores y pandillas de vagabundos y bandidos.

»Sin embargo, si hemos de defendemos de los Enanos de las Montañas (lo que es ineludible, ahora que hemos descubierto su plan infame), necesitaremos armas de calidad y de un estilo uniforme, apropiadas para su uso en formaciones de batalla. Por fortuna, acaba de caer en nuestras manos una cantidad considerable de semejantes armas; aproximadamente cuarenta lanzas, veinticinco espadas y treinta y cinco hachas. Por desgracia, nuestra milicia cuenta con más de trescientos cincuenta combatientes, lo que nos deja cortos en… mmmmm… unas doscientas cincuenta armas, mas o menos. Algunas se podrán conseguir del arsenal existente, pero todavía serán necesarias muchas más.

Broadblade hizo una breve pausa con el propósito de que el significado de sus cálculos matemáticos hiciera mella en la multidud reunida. Entonces, con una expresión severa plasmada en su semblante, prosiguió su alocución.

—Mañana llegarán otras dos carretas, conforme al ritmo establecido. Nos apoderaremos de ellas y de su contenido. Contando con que, al igual que éstas, transporten cincuenta armas cada una, supone que nuestro arsenal alcanzará una suma total de doscientas armas. No obstante, sería imprudente confiar en que habría más transportes después de ése, ya que los theiwar se darán cuenta enseguida de que les ha pasado algo a sus carretas.

—¿Entonces dónde conseguiremos las otras ciento cincuenta armas que nos faltan? —gritó alguien entre la multitud.

—Esa es una buena pregunta —admitió Broadblade—. Los arados y demás aperos que hay en estas carretas nos proporcionarán la materia prima para forjar unas cuantas más, pero con ello no llegaremos ni de cerca a la cantidad requerida.

—¡Lucharemos sin armas! —gritó otro.

Basalt se abrió paso a codazos hasta el barril.

—¡Escuchad, tengo una idea! —chilló, mientras se subía a lo alto del barril, junto a Broadblade.

El jefe de la milicia acalló el griterío de la muchedumbre.

—Oíd todos, éste es el joven gracias al cual se ha descubierto todo el complot. ¿Cuál es tu idea, Fireforge?

—Anoche partieron dos carretas hacia el Nuevo Mar.

Sabemos que se tarda dos días en cubrir ese trayecto; viajan durante toda la noche y después descansan en alguna parte durante el día —explicó Basalt—. Si nos ponemos en camino ahora mismo, con un carruaje rápido, cabe la posibilidad de que los alcancemos antes de oscurecer.

—Coged mi carro —ofreció Hildy—. Es más pequeño y más veloz que cualquier carreta de transporte. Y ahora mismo está vacío, esperando una nueva carga.

—Necesitamos voluntarios que acompañen a Basalt y a Hildy para dar alcance a esas dos carretas —pidió a voces Broadblade—. Cogeréis armas del nuevo arsenal y os pondréis en marcha de inmediato. Todos los demás, reuníos dentro de una hora en la plaza, listos para iniciar los trabajos de fortificación de la ciudad, de acuerdo con los planes que el alcalde Holden y yo prepararemos.

—¡Adelante! ¡Manos a la obra!