15.-
La «croronación»

—¿Más hongos? —inquirió Nomscul, poniendo bajo las narices de sus recién coronados monarcas una bandeja repleta de aromáticas setas.

—Estoy que reviento —contestó Flint, a la vez que cruzaba las manos sobre el vientre y se recostaba en los mullidos cojines de musgo—. El escaso hueco que me queda en el estómago lo reservo para esas chuletas que estás asando.

—Nomscul siente lo de la carne —se disculpó el aghar, con la mirada prendida en sus zapatos.

Al otro lado de la enorme gruta se había instalado sobre las ascuas de una hoguera una enorme lanza de acero en la que se habían clavado grandes chuletas de cerdo que rezumaban jugo sobre el fuego con un siseo que abría el apetito, si bien el sonido era apenas perceptible en medio del alboroto por la celebración de la «croronación».

En su nueva, oficial y magnífica designación como Mejor Cocinero y Sumo Chamán de Lodazal (el título más largo y, en consecuencia, el más importante de la comunidad), Nomscul había tenido un serio descuido en su cometido al no recordar que tenía que encender el fuego para cocinar, hasta un buen rato después de que hubiese dado comienzo la fiesta; ello había retrasado de manera considerable el asado de la carne. También había afectado el comportamiento de Nomscul, que se mostraba asquerosamente solícito con Flint y Perian.

Por el momento, sin embargo, Flint no echaba en falta la carne; estaba tan lleno que no podría comer un bocado más. Toda la comida servida durante el banquete había sido muy buena y, lo que es más, abundante. Al haber vivido toda su vida en la superficie, Flint no se había imaginado que existiera tanta variedad de alimentos en el mundo subterráneo. Las especialidades degustadas hasta el momento incluían setas condimentadas, pescado crudo y cocinado, patatas y hojas de liquen.

—No me he sentido mejor desde que llegué aquí —admitió el rey de los enanos gullys, con una mirada franca a su reina.

—No ha estado mal —se mostró de acuerdo Perian—. Estoy acostumbrada a cosas mejores; en cualquier caso, la mayoría de estos alimentos proceden de las plantaciones de Thorbardin. Con todo, me sorprende el buen partido que Nomscul ha sacado de ellos. Ojalá Den-tes regrese con las hojas de musgo. Me pregunto por qué se retrasa tanto.

—Todavía puede llegar para el final del banquete —contestó Flint, con una ojeada a las chuletas de cerdo, todavía crudas—. Hay tiempo de sobra.

Observaron la lumbre encendida al otro lado de la gruta, con el montón de costillas empaladas en la enorme lanza de acero. Cada pocos minutos, Nomscul se acercaba al fuego y daba un pequeño giro a la carne. Su procedimiento era en apariencia una labor llevada a cabo al azar, pero la carne exhalaba un aroma delicioso que flotaba entre la multitudinaria asamblea.

Todos los habitantes de Lodazal, unos cuatrocientos gullys, se habían reunido en el Salón Cielo Grande para celebrar el magno festejo. Llegado este punto, la gruta mostraba los estragos de la fiesta, con el suelo alfombrado de basura, comida, recortes de tela y montones de aghar dormidos.

La caverna estaba dividida por un arroyo poco profundo que fluía a través de la guarida de los gullys. Aquí, en la gruta, el arroyo desembocaba en una serie de tres estanques claros y profundos. Docenas de jóvenes aghar chapoteaban juguetones en las gélidas aguas de estos estanques. A diferencia de los demás clanes de enanos que Flint y Perian conocían, a los gullys de Lodazal les encantaba el agua. Todos ellos parecían ser unos nadadores estupendos. Ello sorprendía sobremanera a Flint, quien no conocía a ningún enano, ya fuera de las colinas o de las montañas, que supiera mantener la cabeza fuera del agua.

Él, Perian y una docena de aghar —su «corte», en la que estaban incluidos Nomscul, Fango y Pústula— estaban sentados a la orilla del arroyo. Una estrecha pasarela de piedra tosca cruzaba la corriente entre dos de los estanques y conectaba con la zona más amplia de la gruta, donde se encontraba el resto de los enanos gullys.

Pústula y Nomscul se habían turnado en aclamar y ofrecer brindis a sus nuevos gobernantes. Pústula se había convertido en la dama de compañía y camarera de la reina —o «camadera real»—, como se refería a sí misma la enana gully. Nomscul, además de sus funciones como curandero y Mejor Cocinero y Sumo Chamán, había jurado su cargo de primer edecán del rey.

—Tú ser un real rey regio —sentenció Nomscul, derramando un poco de licor al levantar la copa para ofrecer este nuevo brindis a su monarca.

Tras el brindis del chamán, el aire se llenó de setas, líquenes y cabezas de pescado que volaban de un lado a otro. Algunos tiros fallidos cayeron en el agua a poca distancia del rey y la reina, pero una mirada furibunda del edecán, unida al gesto amenazador de llevarse la mano a su saquillo mágico, indujo a que el juego se trasladara a un terreno más distante y seguro.

—Por cierto —comenzó Flint—. ¿Aquí no jugáis a algo, como a la pelota, enlazar la estaca, o cualquier otra cosa?

Nomscul lo miró extrañado.

—¿Atascar lazada?

—Quiero decir deportes —insistió Flint—. Juegos atléticos. Se pone un grupo de…

—Dos —lo interrumpió Perian.

—… de dos personas a un lado y otras dos en el contrario, y ambos grupos intentan meter una argolla en el poste de los otros… Ese tipo de cosas, ya sabes. O cualquier otro espectáculo más organizado que este «vale todo».

—¡Agharpulta! —gritó Nomscul, a la par que brincaba de contento—. Rey querer enterten… estrete… bueno, divertir. ¡Tú ver ahora!

El excitado enano se volvió hacia la multitud y pidió a voz en grito:

—¡Agharpultores, venir aquí! ¡Rápido, rápido, rápido!

De inmediato, la multitud se convirtió en una masa agitada de enanos gullys que empujaban desde todos los rincones de la gruta para converger frente a la pasarela de piedra.

—A ti gustar —sonrió Nomscul—. Nosotros aprender observando a los theiwar cuando practicar guerra.

Los gullys se reunieron en equipos y de pronto empezaron a formar pirámides de cuerpos arrodillados —un total de diez enanos encaramados en cuatro filas—; otros aghar se quedaron detrás, agazapados y preparados para cargar con todas sus fuerzas contra las pirámides creadas por sus compañeros.

A la orden de Nomscul, estos últimos se lanzaron a todo correr hacia adelante y saltaron a lo alto de las pirámides, con lo que todos los gullys apilados se tambalearon y salieron disparados por el aire. El ímpetu de la caída arrojó al enano que estaba en la cúspide a través de la gruta, a una velocidad considerable, hasta que se estrelló contra una multitud de espectadores.

Flint estalló en carcajadas al ver a los enanos gullys caer rodando unos sobre otros y volar por el aire agitando brazos y piernas a la par que chillaban con toda la fuerza de sus pulmones.

—Alguien se lastimará por hacer esto —musitó Perian.

—Oh, anímate —replicó Flint—. Estos hombrecillos tienen el cráneo mas duro que la mejor armadura de tu thane.

Desde luego, así debía de ser, concluyó para si Perian, al observar a un par de aghar que chocaban con violencia contra la pared de la caverna, caían al suelo y se incorporaban de un brinco, sonrientes.

—¿Dónde dijiste que aprendisteis este deporte? —preguntó Flint a Nomscul, entre carcajada y carcajada.

El chamán se hinchó de orgullo.

—Nosotros entrar a «huntadillas» en Gran-Gran Salón, caminar de «punsillas», sin ruido, y ver a los theiwar romper paredes con máquinas «caca-pultas». Un nombre estúpido, pues arrojar piedras, no cacas. Pero parecer divertido; así que nosotros hacer agharpulta.

—Se refiere al campo de tiro de las catapultas —explicó Perian, perpleja—. El ejército del thane hace prácticas con parte del equipo pesado de asalto, en una caverna inmensa situada en el segundo nivel. Practican con dianas pintadas en las paredes. Sin embargo, me sorprende que los gullys lo hayan visto. Esa gruta está muy distante de aquí.

A Flint le pareció advertir un brillo de admiración en los ojos de Perian cuando observaba atenta a Nomscul, quien se limitó a esbozar una sonrisa bobalicona.

Con las lágrimas de regocijo deslizándose por sus mejillas, Flint contempló al aghar más rechoncho de cuantos había visto hasta el, momento lanzarse desde lo alto de una agharpulta e intentar dar una vuelta de campana en el aire. Pero, en lugar de doblarse sobre sí mismo para dar la voltereta, salió disparado por el aire despatarrado, boca arriba, y acabó por estrellarse con un chapoteo contra la pared más alejada; luego resbaló y se zambulló en un charco de barro.

¿Chapoteo? ¿Charco de barro?

Algo puso en alerta a Flint, que escudriñó la pared opuesta con los ojos entrecerrados a fin de precisar los detalles.

Dio un codazo a Perian y señaló con el índice.

—¿Qué demonios ocurre allí? La pared tiene un aspecto… reblandecido, como si borboteara.

Perian miró hacia donde Flint señalaba y dio un respingo. Vio que la pared rocosa se hacía de pronto un espeso barrizal que se desmoronaba poco a poco. La estrecha brecha que conducía al Foso de la Bestia se ensanchaba y su estructura pétrea se derretía como mantequilla.

—¡Se viene abajo! —Al punto se había puesto de pie y gritaba¬ ¡Tenemos que sacar a todo el mundo de aquí ahora mismo!

Los enanos gullys proseguían con su juego de agharpultar por doquier, alegres, sin advertir el peligro inminente.

Flint se incorporó también de un brinco y agarró a Perian por el codo, sin dar crédito a sus ojos.

—¡Eso no es un derrumbe! —gruñó—. La pared se está derritiendo como un metal en la fragua.

—La gruta que se conecta con el Foso de la Bestia se encuentra tras ese muro —susurró Perian.

Su mirada preocupada descubrió a Flint que ambos habían llegado a la misma conclusión terrorífica.

Los dos enanos contemplaron, petrificados por el terror, cómo la masa de piedra y barro se derramaba sobre el suelo de la caverna. Poco después, la angosta grieta se ensanchaba y ambos supieron que ahora nada se interponía entre el carroñero reptante y Lodazal.

Entonces divisaron los ondeantes tentáculos, al otro lado de la brecha abierta.

—¡Ahí viene! —gritó Perian—. Estos aghar están indefensos. ¡Tenemos que evacuar la gruta y levantar barricadas que cierren el paso a esa cosa y aíslen el resto de Lodazal!

—¡Eh! ¡Bestia, fuera, volver a tu casa! —reprendió Nomscul al horrendo monstruo que asomaba al otro extremo de la inmensa gruta, mientras se incorporaba de un salto.

Otros aghar se volvieron y prorrumpieron en gritos de enfado, temor o confusión al ver a la bestia reptante.

La descomunal forma del carroñero se deslizaba a través de un agujero redondo de unos cuatro metros de diámetro y agitaba hambriento los largos tentáculos.

—¡Si no sacamos enseguida a los aghar de aquí, habrá una estampida! —Con un gesgo instintivo, Flint se llevó la mano al cinturón, donde debería encontrarse su hacha, pero sus dedos sólo hallaron vacío. Maldijo al destino que lo había traído a esta gruta sin contar siquiera con Trance, la daga oxidada, para defender su «reino».

Los chillidos y los gritos se propagaron por el Salón Cielo Grande, y los aghar salieron corriendo en todas direcciones.

Algunos, más por azar que a propósito, se encaminaron hacia el Salón del «Torno» —que era el nuevo nombre que los gullys daban a los aposentos de Flint y Perian— y hacia otras zonas de Lodazal. La mayoría corría ciegamente de un lado a otro, gritando y agitando los brazos; otros se acurrucaban en el suelo, aterrorizados ante el avance de la bestia.

—¡Seguidme! —gritó Perian. Un oficial de la guardia del thane está acostumbrado a dirigir con el ejemplo y, ni que mencionar tiene, a que lo sigan sin vacilación. La joven asió un cuchillo y se encaminó a toda velocidad hacia el puente de piedra, dispuesta a enfrentarse con el monstruo personalmente.

—¡Id al Salón del «Torno»! —La voz de Flint era un rugido atronador; aun así, el sonido se perdió en el aterrado griterío de cientos de aghar.

Algunos de sus súbditos más próximos oyeron la orden y se dirigieron a las salidas, pero en la caverna reinaba un caos generalizado. Flint agarró a Pústula por el cuello de la túnica; la enana manejaba un largo trinchete combado.

—¡Pústula, mírame! —ordenó Flint—. Di a todos que vayan al Salón del «Torno». ¡Que todo el mundo se dirija al Salón del «Torno»!

La enana contempló a Flint un momento con expresión estúpida, pero él la agarró por los brazos hasta ver que el miedo desaparecía de sus ojos y entonces la sacudió con vigor. Le cogió el trinchete y la hizo dar media vuelta; de inmediato, Pústula empezó a empujar a los gullys en dirección a las salidas. «Una cosa resuelta», pensó Flint.

El enano volvió la atención a lo que ocurría al otro extremo de la gruta y vio que varios aghar corrían ciegamente hacia la bestia para, un momento después, recibir el golpe de los ondeantes tentáculos y quedar paralizados. Los pequeños cuerpos se desplomaron en el suelo, mas, por fortuna, el carroñero no se detuvo para devorarlos de inmediato. Flint esperó que no tuviera una segunda oportunidad para intentarlo más tarde.

¿Pero cómo podían hacer frente al enorme monstruo segmentado? Corrió en pos de Perian, quien había llegado al puente y lo cruzaba con Nomscul pisándole los talones. El trinchete que había cogido a Pústula era un arma ridícula, pero cualquier cosa era mejor que nada.

Más aghar caían ante la bestia, que reptaba sobre los cuerpos inertes, atraída por la gran cantidad de presas que tenía ante sí. Con viveza, casi podría decirse que con alegría, estiró el hinchado cuerpo y se irguió cuatro metros en el aire, sin dejar de agitar los tentáculos.

De repente, Perian se frenó en mitad del puente y gritó. Nomscul, que se encontraba justo detrás de su reina, chocó contra ella, rebotó y cayó despatarrado. Flint divisó la amenazante figura jorobada de Pitrick que flotaba en el aire sobre la cabeza de la joven. ¡El derro volaba directo hacia Perian!

Blandiendo el largo trinchete, impertérrito ante la incongruencia de su gesto, Flint echó a correr hacia la estrecha pasarela de piedra. Vio que el grotesco theiwar descendía al lado de Perian y la aferraba por la muñeca. La joven se debatió para soltarse, pero Pitrick la acorraló contra el pasamanos de madera, a un lado del puente. El derro se afianzó en la barandilla y dijo una palabra que anulaba el conjuro de vuelo, a fin de posarse en el suelo.

Nomscul se incorporó y se lanzó al ataque, pero sólo consiguió recibir una fuerte patada de Pitrick que lo apartó a un lado. Desesperada, Perian tiraba para soltarse. Flint avanzaba tan rápido como le era posible, abriéndose paso a empujones entre los amontonados aghar.

—Tu mezcla de fumar ha sufrido un ligero retraso, pero no te preocupes. Vendrás conmigo —siseó el hechicero a Perian. Su aliento estaba cargado del pegajoso olor a ponche de hongos.

Pitrick agarró el amuleto con la otra mano, sin apartar la mirada de las pupilas de la joven; ella luchó por liberarse, pero no logró escapar de la férrea presa.

¡Kan-straithian! —gritó el hechicero.

De manera instantánea, centelleó la luz azulada. El hechicero soltó a Perian y se volvió hacia el Enano de las Colinas, que se precipitaba sobre él. Nomscul, momentáneamente olvidado, se incorporó de nuevo, detrás de Perian.

La joven, por su parte, intentó huir, pero sus pies rehusaron moverse, como si estuviesen fundidos con la piedra del puente. Trató de volverse, de abrir la boca para gritar, pero se encontró paralizada por la magia. Con una mirada de pánico, luchó contra el hechizo, pero la magia de Pitrick la había inmovilizado por completo.

—Ha llegado su turno —gruñó el theiwar, cuyos desmesurados ojos contemplaban a Flint con una mirada demente.

Los dedos del jorobado apretaron el amuleto, a la par que levantaba la otra mano y apuntaba a su oponente con un huesudo índice. Flint sabía que el derro le lanzaría el hechizo antes de que él lo alcanzase.

Incinerus… Incinetoria… —comenzó Pitrick, contemplando burlón a Flint, mientras se disponía a envolverlo en un ardiente infierno de fuego mágico. No reparó en que Nomscul salía de detrás del cuerpo paralizado de Perian y se acercaba.

—¡In-si-nie-ru-te tú! —desafió el chamán, imitando como un mono la pose del hechicero. Soltó de un tirón el saquillo rojo, lo levantó ante sí, y palmeándolo con fuerza, lanzó al aire una nube de polvillo.

Pitrick retrocedió ante el insidioso polvo, aunque demasiado tarde para evitar que le entrara en la nariz, los ojos y la garganta. Se llevó los dedos crispados a los ojos y después se dobló en dos.

—¡Aaaa… aaa… chússs!

El estornudo de Pitrick casi lanzó a Nomscul fuera del puente.

—¡Sabandija! —siseó el hechicero, mientras retrocedía tambaleante para alejarse de la nube de polvo. Acto seguido propinó una brutal patada al gully. El pequeño chamán chocó contra la baranda de madera del puente, que cedió ante el impacto, y cayó al estanque en medio de gritos y jadeos.

Entonces Flint alcanzó la pasarela y se lanzó a toda velocidad contra el derro, con el retorcido trinchete enarbolado. Todavía debatiéndose para recobrarse, Pitrick tomó una daga recta y l a que llevaba colgada del cinturón.

En el agua, bajo los dos contendientes, Nomscul emergió a la superficie.

—¡Tú mojar mi objeto mágico! —se quejó, mientras chapoteaba hacia la orilla.

Entretanto, Flint arrollaba a Pitrick con el impulso de su carrera. Trabados en una lucha encarnizada, forcejeando para aventajar al contrario, ambos enanos rodaron por el puente en dirección a la orilla. Los dos blandían en una mano su arma y con la otra agarraban la muñeca de su enemigo.

Al llegar a tierra, Pitrick aprovechó una de las volteretas para levantar una pierna y apoyar la rodilla sobre el estómago de Flint. Luego, empujando con todo el peso de su cuerpo, dirigió la hoja de acero contra el pecho desprotegido del Enano de las Colinas. Éste, cogido por sorpresa, se esforzó por estirar el brazo que sujetaba la muñeca de su enemigo, pero la daga del hechicero se acercaba centímetro a centímetro. Sacando fuerzas de flaqueza, Flint propinó una patada al derro, que rodó a un lado. Ambos combatientes se incorporaron de un salto y lanzaron cuchilladas y frenaron golpes a la par que se situaban a una distancia más segura.

—¿Creíste que escaparías, Enano de las Colinas? —se rió Pitrick, en medio de jadeos—. Admito que me has sorprendido al lograr sobrevivir en el Foso de la Bestia.

El derro lanzó una cuchillada, pero Flint la esquivó con una finta, a la par que alcanzaba con su propia arma en el pecho del hechicero. Al separarse de un salto ambos contendientes, Flint esperó ver sangre en la túnica de su enemigo, pero, en lugar del rojo fluido vital, atisbó el brillo de una cota de malla a través del tejido desgarrado. Con una rápida ojeada a su arma, advirtió que las puntas del trinchete estaban dobladas; un metal tan endeble jamás atravesaría la armadura del derro.

—También yo estoy lleno de sorpresas —se mofó el hechicero—. Aquí tienes otra: cuando haya acabado contigo, tu amada ciudad no tardará en sucumbir. ¡Me has hecho comprender que Casacolina y toda tu casta de moradores al aire libre sois demasiado peligrosos para mis planes!

—Veremos si sigues con vida para lograrlo —gruñó Flint, mientras se escabullía hacia la izquierda del hechicero. A pesar de sus palabras desafiantes, la amenaza del jorobado hizo que un escalofrío le recorriera la espina dorsal. ¡Había que detener a Pitrick ahora!

El malvado derro esbozó una mueca burlona mientras esquivaba su embestida.

—Viviré. Con Perian a mi lado. Juntos, destruiremos Casacolina y haremos esclavos a sus habitantes.

El hechicero se dio media vuelta y echó a correr por la orilla del estanque a una velocidad sorprendente. Flint fue en pos de él. El Enano de las Colinas sabía que su única esperanza era acosarlo tan de cerca que no le fuera posible realizar un conjuro.

Ambos giraron sobre sí mismos con brusquedad al escuchar un grito de Perian.

—¡Estoy libre!

Al desvanecerse los últimos efectos del hechizo paralizador, la joven corrió velozmente hacia ellos, al tiempo que blandía el largo y afilado cuchillo de cocina. Con una sonrisa retorcida, Flint se encaró con el derro.

Sin embargo, el hechicero lo sorprendió una vez más.

En lugar de asir su amuleto, Pitrick soltó una risa desafiante y rozó el anillo de su mano izquierda. Al instante, el derro había desaparecido.

Flint miró por encima del hombro al escuchar el grito de Perian. De manera inesperada, Pitrick se encontraba al lado de la enana y la aferraba por el brazo con ambas manos.

—He de marcharme ahora —se burló—. Pero regresaré una vez que me haya asegurado de que mi propiedad se encuentra a buen recaudo, sana y salva, en mi casa. —Miró con lascivia a la joven y Flint sintió como si se le clavaran en el corazón puñales de hielo.

Con un aullido, el Enano de las Colinas corrió como una exhalación hacia el puente. Vio a Pitrick llevarse la mano al anillo, aunque sin soltar a la joven enana.

Ni Flint ni Pitrick imaginaron la reacción de Perian.

Justo antes de que el derro tocara el anillo teleportador, la joven levantó la mano derecha, en la que todavía sostenía el cuchillo. El jorobado alzó el brazo para protegerse el rostro; comprendió demasiado tarde que ése no era el blanco de la capitana.

El cuchillo alcanzó la mano del hechicero y sesgó carne y huesos. El theiwar gritó y retrocedió; la sangre le corría a borbotones por el brazo. Dos dedos, separados limpiamente de la mano, cayeron con un chapoteo en el agua del estanque.

En uno de ellos brillaba un pequeño aro de alambre retorcido.

Gimiendo y chillando, Pitrick retrocedió tambaleante, en tanto se sujetaba la mano mutilada. Perian miró aturdida su túnica, salpicada de sangre.

A su alrededor, retumbaba el estruendo reinante en la gruta. Algunos aghar huían del carroñero reptante mientras que otros lo atacaban con cualquier utensilio. Su coraje no les servía de nada ante la horrenda criatura, pues su piel, dura y correosa, desviaba los ataques. Los pegajosos tentáculos azotaban a los gullys, que se desplomaban en el suelo, indefensos y paralizados.

—¡Acaba con él! —gritó Flint, mientras corría por el puente y se abalanzaba contra el derro.

—Pitrick alzó la vista; ahora sus ojos tenían una expresión de verdadero miedo. En las pupilas del Enano de las Colinas vio una cólera ardiente y asesina; se apartó a trompicones al otro lado del puente, en tanto rebuscaba desesperado en su saquillo.

Flint no frenó la carrera cuando vio al theiwar sacar un frasquito de cristal claro. Pitrick se llevó el frasco a los labios y bebió el contenido de un trago, justo en el momento en que Flint saltaba sobre él.

El Enano de las Colinas se precipitó sobre el hechicero y lo arrastró consigo al suelo; luego alzó el trinchete, dispuesto a hundirlo en la garganta del forcejeante derro.

Mas, de repente, la garganta desapareció. Mientras Flint lo contemplaba incrédulo, todo el cuerpo de Pitrick se diluyó en una tenue nube de vapor. Flint atacó fútilmente una y otra vez con su improvisada arma, pero la nube flotó a la deriva, se alejó de él y después atravesó el agujero abierto en el muro de la caverna. En pocos segundos, se perdió de vista por completo.

—¡Maldición! —aulló Flint, con la mirada prendida en la forma gaseosa de su enemigo que se le escabullía.

—Tenemos otros problemas —lo apremió la joven enana—. ¡Mira!

El gigantesco carroñero había llegado a la salida que conducía al Salón del «Torno». Era fácil ver por dónde había cruzado la criatura, pues a su paso iba dejando un rastro de cuerpos desplomados que yacían en una línea irregular que atravesaba el suelo de la caverna.

Flint oyó la voz de Nomscul impartiendo órdenes.

—¡Eh, agharpultores! ¡Aprisa, aprisa! ¡Agharpulta! ¡Patear esa fea cosa enorme! ¡Pultar, pultar, pultar!

Varios equipos de enanos gullys se agruparon frente a la bestia. Formaron sus pirámides y se lanzaron contra el carroñero, sin importarles el peligro. No estaba muy claro lo que pretendían llevar a cabo, pero la atención del monstruo estaba volcada por completo en los cuerpos que volaban sobre su cabeza y se estrellaban contra la pared de la gruta.

Flint cruzó la caverna a la carrera, mientras animaba enfebrecido a los agharpultores; si conseguían distraer a la bestia el tiempo suficiente…

¿Qué? ¿Qué haría? Su mirada fue del trinchete que manejaba al inmenso carroñero; arrojó a un lado el utensilio. Entonces se fijó en la carne que chisporroteaba sobre el fuego, empalada en la larga lanza de acero.

Flint vaciló un instante. Por Reorx, aquellas chuletas olían estupendamente; y estaban casi en su punto. La boca se le hizo agua mientras apartaba de la lumbre la lanza, cuya parte central estaba al rojo vivo. La dejó caer al punto, pues el acero le quemó las manos. Se despojó del jubón y se lo enrolló en las manos; después agarró de nuevo la lanza, cargada con varias docenas de chuletas. Si se entretenía en quitar la carne, perdería un tiempo precioso.

—¡Saltad! ¡Más rápido! —oyó gritar a Perian, que dirigía a los erráticos agharpultores contra su diana.

Otros cuantos súbditos de Flint volaron por el aire, esta vez con más puntería, y chocaron contra la erguida criatura. No la hirieron, pero sí lograron atraer su atención.

Al ver las dificultades de Flint para manejar la lanza, Perian se apresuró a reunirse con él. Entre los dos la levantaron y rodearon con precaución al monstruo. La cabeza de la bestia, semejante a la de una babosa, continuaba fija en los aghar que volaban y chillaban.

—¡Ahora! —bramó Flint.

Los dos enanos embistieron a toda carrera, con la lanza, aún cargada de chuletas, levantada a la altura de los hombros. La punta acerada alcanzó al carroñero en una de las zonas donde se unía su cuerpo segmentado, a unos palmos de la cabeza.

El carroñero se revolvió al instante, pero los dos enanos se giraron con agilidad en la misma dirección, a fin de eludir los tentáculos paralizantes.

—¡Empuja! —gruñó Perian.

Hundieron más el arma en las entrañas de la vil criatura. De la herida brotó un pus azulado que impregnó las chuletas atravesadas en el mango de acero conforme la lanza se hincaba más hondo en el cuerpo repugnante.

El carroñero se retorció y, con un estremecimiento, se derrumbó en el suelo al fallarle las patas. Sus convulsiones perdieron fuerza mientras Perian y Flint hundían y giraban el arma a fin de alcanzar algún órgano vital. Por fin, tras un último espasmo, el monstruo se quedó inmóvil.

Alrededor de los dos enanos, yacían infinidad de gullys paralizados por los tentáculos del carroñero o atontados por los impactos al lanzarse contra él. Flint estaba cubierto de cortes y magulladuras de su enfrentamiento con Pitrick, así como las quemaduras producidas por la ardiente lanza. Las manos y las ropas de Perian estaban salpicadas de la sangre del hechicero. Exhaustos, los dos enanos se miraron en silencio.

—Me asusté… cuando Pitrick te agarró. Temí que te llevara y que yo fuese incapaz de evitarlo. —Flint bajó la vista al suelo; luego miró de nuevo el rostro de la joven—. Me alegro de… —La tomó en sus brazos y la apretó contra su pecho.

—También yo me alegro —susurró Perian, mientras acercaba su rostro al suyo y lo besaba en los labios.

El corazón del enano latió desenfrenado, con más fuerza que cuando Pitrick amenazaba su vida. Y, entonces, de improviso, apartó los brazos de la joven y se separó de ella.

—No puede ser —dijo con voz ronca—. Somos diferentes, por dentro y por fuera, y no hay esperanza para una relación entre nosotros.

—Eso no puedes saberlo —protestó ella, tendiéndole los brazos.

Él retrocedió otro paso.

—Lo sé.