14.-
Un robo extraño

En el fondo de la jarra quedaba un resto turbio con sedimentos de ponche alucinógeno. Pitrick lo agitó hacia un lado, luego en sentido contrario, sin apartar la mirada del movimiento rítmico y simétrico. Observó el sedimento, inevitable en la bebida de hongos por mucho que se filtrara, que se agitaba atrás y adelante como una ola diminuta. Encontraba escaso solaz en el sencillo espectáculo; el hecho de que ésta fuera la sexta jarra que se tomaba en el transcurso de tres horas, le causaba tanto consuelo como amargura. Si bien Pitrick utilizaba el brebaje como una ayuda trascendental, como un paso hacia la relajación y una comprensión más profunda, rara vez se permitía el perderse de un modo tan completo en sus otros alicientes que creaban adicción. El abuso no convenía.

El hechicero ya era adicto al poder. De crearse otra dependencia, de desarrollar cualquier otra relación tan profunda y esencial como la que tenía con el concepto de poder, sólo le reportaría retrasos y lo apartaría de su meta.

Con todo, algo había apartado su atención del objetivo principal. Perian Cyprium, la capitana pelirroja de la guardia del thane, consumía sus pensamientos. De nuevo Pitrick agitó los posos y escuchó el leve rumor del líquido. Frustrado, arrojó el contenido en la lumbre y después estrelló la jarra en los morillos. El fuego adquirió una tonalidad azul brillante y la poción fermentada cobró vida en una llamarada deslumbrante. Inflamada al igual que el fuego, la melancolía del hechicero se tornó en cólera.

¡Se la había jugado bien, por todos los dioses! Ignoraba cómo o por qué, pero, de algún modo, se había confabulado con los hados para chasquearlo. Uno de sus recursos más poderosos y potentes, el pergamino de deseos que había reservado durante tantos años, se había convertido en cenizas y arrastrado por el viento de su propia magia. Su poder era incuestionable, irrefutable, pero aun así no había dado resultado. Pitrick no había dejado resquicio alguno por el que pudiesen escapar los poderes místicos; sin embargo, aun cuando el pergamino se había consumido y le había sido tomado el período de vida exigido a cambio, Perian no estaba a su lado.

—¡He sido un estúpido! —gimió Pitrick en voz alta—. Lo que es peor, he sido un estúpido ofuscado y manipulado. He despilfarrado uno de los mejores recursos mágicos que existen, sin recibir nada a cambio. ¿Cómo he permitido que ocurra algo así? ¿Cómo llegó a convertirse en semejante obsesión esta mujer?

Con el rostro hundido en las manos, Pitrick pasó cojeando junto al pulido escritorio y bajó los escalones que llevaban al salón, situado a la derecha del estudio. Sus ojos estaban en otro lugar, en otro tiempo, tal vez en otro mundo. No necesitaba ver nada, pues los detalles de la estancia estaban grabados con total precisión en su mente. Sin dirigir siquiera una ojeada al entorno, se detuvo y se derrumbó en el asiento frente a la chimenea.

—La aborrezco y, sin embargo, necesito poseerla. Cada negativa, cada movimiento para apartarse de mi, sólo incrementó mi deseo. ¿Conspira el destino en mi contra? ¿Busca frustrarme el entramado mágico de este mundo? —Pitrick alzó la cabeza y lanzó un aullido—. ¿Cómo pudo fallar? ¡No cometí el menor error!

El sonido de una llamada en la puerta dejó rígido al hechicero. Miró alrededor de la habitación, desconcertado en principio por el ruido, hasta que éste se repitió. La bruma de alucinógeno y la angustia que le ofuscaba la mente se aclaró y su vista se enfocó de nuevo en los detalles del entorno.

«Al igual que con el pergamino, también he dispuesto con excesiva premura de Legaer», se dijo. Sus labios esbozaron una sonrisa retorcida al rememorar la suave garganta del indefenso criado entre sus dedos. Mientras se levantaba, pensó que necesitaba de inmediato un sustituto.

La llamada sonó una vez más. Pitrick, irritado, cruzó renqueante la sala, muy molesto por la intromisión. Hizo una pausa, considerando la posibilidad de no responder, pero decidió que una cara nueva podría ser entretenido.

—¿Qué ocurre? —inquirió, a la vez que abría con brusquedad la pesada puerta; su aparición sorprendió al guardia vestido con la armadura negra de la Casa de la Guardia que aguardaba al otro lado. El desconcertado soldado se puso firme y se quedó en el umbral, sin saber qué hacer a continuación.

Pitrick alzó la mano hacia el amuleto de cinco cabezas, pero, antes de cogerlo, cambió de idea y retiró la mano.

Después de todo, el guardia estaba allí por alguna razón.

—¿Tienes algún mensaje, zoquete? —preguntó Pitrick. Sentía una corriente de aire frío en los pies sabía que, de permanecer abierta la puerta, la agradable temperatura de sus aposentos se enfriaría.

—Me envían de los Suburbios Norte, excelencia. El oficial en servicio solicita que vayáis allí en cuanto os sea posible.

—¿Por qué? —inquirió, mientras pensaba que eso no era normal.

—Hemos capturado a un aghar, excelencia. El oficial de guardia cree que deberíais verlo.

Pitrick adivinó por el timbre de voz que el guardia estaba asustado; sin duda pensaba que transmitir tan trivial requerimiento al imprevisible consejero del thane era jugar con la muerte.

El hechicero disfrutaba con aquella faceta de su reputación.

—¿Por qué se me molesta con algo tan trivial? No me importan las raterías de los enanos gullys. Proceded del modo habitual y acabad con el asunto…, a no ser que haya algo más que yo deba saber y que todavía no me has dicho.

Para entonces, el mensajero transpiraba con profusión; bajo el ajustado yelmo sentía resbalarle por el cuello reguerillos de sudor.

—Si, excelencia —balbuceó el guardia—. Aún he de comunicaros que el aghar estaba robando algo de vuestra propiedad. Intentaba irrumpir en vuestras plantaciones privadas.

Pitrick estaba desconcertado. Este incidente, en cualquier caso, no tenía mayor relevancia. Las plantaciones de los suburbios eran el área de producción de alimentos más importante de Thorbardin y los aghar se infiltraban en la zona de tanto en tanto para robar algunas cosas. Por regla general, recogían desperdicios; en consecuencia, robar comida era algo inusual, pero no lo bastante importante como para que fuera requerida su presencia.

Con todo, el frío empezaba a adueñarse de los aposentos y su mente estaba acuciada por ideas delirantes. «Tal vez un poco de diversión con un aghar le levantara el ánimo», pensó.

—Puedes marcharte —dijo al guardia y acto seguido le cerró la puerta en las narices.

Tras inhalar hondo, Pitrick tocó el anillo al mismo tiempo que evocaba en su mente el puesto de guardia, en el límite de los Suburbios Norte. Un instante después, se encontraba en aquel preciso lugar.

—¿Bien? ¿Dónde está el oficial de guardia?

Varios soldados retrocedieron perplejos ante su súbita aparición y levantaron las armas. Acto seguido reconocieron al consejero del thane y se pusieron firmes. Un sargento adelantó un paso y señaló con un gesto de la mano, sin pronunciar palabra, la dirección en que se hallaba el oficial. Sin más preámbulos, Pitrick se encaminó túnel adelante, arrastrando la pierna tullida tras él.

Los suburbios eran un laberinto gigantesco de pasadizos y grutas en donde se cultivaban campos de hongos y musgo, los alimentos básicos de los enanos subterráneos, que crecían en abundancia. En los suburbios se encontraban también grandes estanques donde se criaban truchas y otros peces de agua fría. Distintas clases de abonos, procedentes de las colmas, se extendían por todo el área a fin de proveer de nutrientes el suelo pobre y poco profundo. Sumidas en una oscuridad perpetua, las plantaciones estaban cargadas de un aire fétido y llevaban en su interior la impronta de poder y riqueza ilimitada de la tierra en todas sus manifestaciones de vida.

Al cabo de unos momentos, el consejero del thane divisó al indefenso prisionero, atado y tumbado en el suelo de la caverna.

—Lo cogimos cuando entraba en una de vuestras posesiones, excelencia —le informó uno de los derros.

—¡Ya lo sé! —lo interrumpió el hechicero—. ¿Eres el oficial de guardia? ¡Si no es así, ve a buscarlo y que se presente aquí de inmediato!

El soldado echó a correr y giró en la esquina del túnel.

Pitrick dedicó una mirada indiferente al aghar tumbado en el suelo. Caminó alrededor del prisionero, cuya mirada lo seguía como la de un pájaro hipnotizado por una serpiente. En el momento en que Pitrick completaba la vuelta, el oficial de guardia se acercó y lo saludó.

—Explícame qué tiene de importante esta patética criatura —exigió el consejero.

El oficial estaba admirablemente tranquilo.

—Lo capturamos cuando intentaba entrar en una de vuestras plantaciones, excelencia. Por regla general, no le habríamos dado mayor importancia al hecho de apresar a un enano gully, pero éste en particular daba la impresión de que buscaba algo específico. De forma habitual se limitan a rebuscar entre los desperdicios y los montones de abono, en las zonas más alejadas de los suburbios; casi nunca se acercan tanto.

Pitrick miró con fijeza al aghar y observó sus raídas ropas. El enano gully esbozó una sonrisa vacilante que mostró varios huecos en su dentadura; por respuesta, el hechicero le propinó una bofetada.

—Hiciste bien al avisarme —dijo el jorobado al oficial. El derro reaccionó ante el elogio del consejero, si no con placer, sí con una sensación perceptible de alivio—. Dame más información. ¿Qué hay en esa plantación?

—Hojas de musgo para fumar, excelencia. Para ser preciso, la clase conocida por «Azul de Suburbios Norte», vuestra cosecha privada. En primer lugar, el hecho de que el gully estuviese ya era de por sí bastante extraño, pero que intentase robar hojas de tabaco en lugar de comida… no tiene explicación. Por eso os llamé, excelencia. Pensé que deberíais saberlo.

—Desde luego.

Pitrick clavó la mirada en el aghar y vio que el semblante del hombrecillo palidecía. ¿Por qué querría robar un enano gully hojas de tabaco? ¿Y por qué esta clase de hojas en particular? El «Azul de Suburbios Norte» de Pitrick tenía fama de ser lo mejor de Thorbardin, pero sólo entre los aficionados familiarizados con la selección más fina e la cosecha.

El aghar gimió y se retorció al tiempo que miraba a su alrededor en busca de algún rostro amistoso. Cuando Pitrick habló, su voz sonó suave como la seda y tranquilizó al tembloroso gully.

—Así que, ¿te apetecía fumar, eh? —El hechicero sonrió; aunque se esforzó, su gesto no fue más que una mueca—. Me causa un gran placer conocer a un gully de gustos tan refinados. ¿Por qué te gusta tanto?

El aghar estrechó los ojos y lo miró aterrado, tratando por todos los medios de comprender la pregunta.

—¿Gustar tanto, qué? —preguntó por último.

—Las hojas «Azul de Suburbios Norte», por supuesto —respondió Pitrick, simulando sorpresa—. Tú las fumas, ¿verdad?

La mente del hechicero hervía. Se imaginaba sus manos cerrándose en torno al cuello del indefenso enano gully, apretando poco a poco mientras el hombrecillo se retorcía. Concibió una docena de finales deliciosos para la inútil criatura y se preguntó por un instante cuál de ellos elegiría. Sabía que, llegado el momento, la respuesta llegaría por si misma.

El desdentado aghar lo contempló desconcertado durante un momento. Luego, como un rayo de sol que se abre paso entre densos nubarrones, una sonrisa de comprensión iluminó sus facciones.

—¡Oh, hoja de musgo no para Den-tes! —dijo entre risas.

Pitrick estrechó los ojos.

—¿No? ¿Para quién entonces?

—¡Hojas para reina! ¡Nueva reina de Lodazal gustar buen tabaco! —proclamó el aghar con orgullo—. ¡Ella elegir a Den-tes para que conseguir hoja de musgo!

Pitrick supuso que Lodazal era una de las patéticas guaridas de enanos gullys, en los límites de Thorbardin. Su furia se incrementó al pensar que alguna aghar disfrutaba con su refinada cosecha… Pero ¿por qué? ¿Por qué una enana gully que se alimentaba con lombrices y basura se interesaba por la calidad de las hojas que fumaba?

—Cuéntame algo más sobre esa nueva reina de Lodazal —pidió con voz suave Pitrick—. Después de todo, represento al thane, el rey de los theiwar. Tal vez le interese conocerla.

—No, no. Reina ya tener rey. ¡Pero thane poder visitar! ¡Nosotros preparar gran fiesta para reina Perillana, rey Flunk y thane!

—¿Hace mucho que Perillana y Flunk son vuestros soberanos?

—¡Oh, sí! ¡Dos días! ¡Quizá más! Rey y reina descender por barrizal, como anunciar «porquería». ¡Ellos bajar a Lodazal hace dos días!

El aghar hablaba ahora sin reservas, contento de compartir sus conocimientos con estos theiwar.

—Dime qué aspecto tiene la reina Perillana —ordenó Pitrick. Sus párpados se entornaron hasta quedar convertidos en una estrecha rendija—. Estará muy gorda y cubierta de verrugas, ¿verdad?

—Oh, no. Reina muy hermosa. Ella grande, con nariz de tamaño bueno y cabello rojo como hierro oxidado.

—Den-tes alzó la mirada, esperando que su explicación hubiese complacido al grotesco derro.

Pitrick se dio media vuelta; tenía los ojos desorbitados, la mente enardecida. Los guardias derros retrocedieron, asustados por la expresión de su cara. Las piezas del rompecabezas empezaban a encajar. La reina Perillana —que no podía ser otra que Perian, con su cabello rojo y su predilección por el «Azul de Suburbios Norte»— había descendido hasta ellos hacía dos días, junto con un rey —Flint—. Obviamente, había creído que sería divertido robarlo de su reserva privada y hacerlo pasar por tonto. Claro; ahora entendía por qué había fracasado el hechizo. Su planteamiento había sido perfecto; pero pedía que Perian regresara al mundo de los vivos, ¡y ella no había muerto! Cómo se las habían arreglado para sobrevivir en la sima, era algo que no alcanzaba a comprender, pero de lo que sí estaba seguro era que la reina de estos gullys era Perian.

Entre los labios apretados del derro salían espumarajos de rabia. Cómo se estaría riendo de su fracaso aquella maldita mestiza pelirroja. La idea acrecentó aún más su cólera; Pitrick se giró con lentitud y clavó la mirada en el aghar.

Den-tes se retorció y reculó al ver que el hechicero se le acercaba.

—Te mataré a ti primero —siseó Pitrick—. Pero sólo será el principio. Tu clan de ladrones y cómplices será exterminado por completo. Los mataré uno a uno, hasta acabar con todos; si es preciso, lo haré con mis propias manos. ¡Pero a ella la tendré! ¡Vuestra reina caerá en mi poder y sufrirá!

El jorobado se abalanzó sobre el tembloroso aghar y sus poderosas manos se cerraron en torno a su cuello. Los guardias derros contemplaron con nerviosismo cómo el enloquecido hechicero descargaba su furia en el indefenso prisionero.

Pitrick sacudió al aghar como un muñeco de trapo y después lo apartó de un empellón. Con una mano aferró el medallón mientras que con la otra señalaba al aterrado gully con un dedo acusador.

Una descarga de energía mágica se desprendió del índice de Pitrick, hendió el aire y alcanzó al enano gully en el pecho. El aghar lanzó un aullido y cayó de espaldas. Una y otra vez, la energía mágica chisporroteó y con fuerza brutal descargó sus rayos restallantes sobre el pequeño cuerpo. Con el tercer impacto el aghar ya estaba muerto y su cuerpo humeaba. Aun así, Pitrick lanzó otras dos descargas sobre el patético cadáver.

Algo más calmado en apariencia, el hechicero se apartó de su victima.

—He de atender asuntos importantes —bramó, atrayendo de nuevo sobre sí la atención de los guardias derros reunidos, quienes formaron un nervioso círculo a su alrededor y escucharon, huelga decir, muy atentos—. No se dará parte de este incidente a nadie. Controlaré personalmente la situación y os garantizo que, si se os escapa una sola palabra de lo ocurrido, me encargaré de que todos vosotros… todos, repito…, paguéis por ese desliz.

—Contáis con nuestra discreción, excelencia —aseguró el oficial de guardia—. Nadie lo sabrá. ¡Nadie!

—Muy bien. Regresad a vuestros puestos y olvidad lo acaecido hoy.

Pitrick rozó el anillo de acero a la par que evocaba en su mente la sima donde había visto a Perian y a Flint por última vez. En un abrir y cerrar de ojos, el jorobado desapareció de los Suburbios Norte.

En el mismo instante se materializó al borde del Foso de la Bestia. Sus ojos se estrecharon al otear la lóbrega y profunda sima. ¿Cabía la posibilidad de que las dos víctimas hubiesen sobrevivido a la caída en este oscuro agujero húmedo? Se inclinaba a dar crédito a la historia contada por el aghar muerto. Los nuevos reyes de los enanos gullys tenían que ser las dos personas que él suponía muertas.

De ser así, este nuevo plazo de vida estaba próximo a expirar, pensó, no sin cierto humor.

Pitrick estudió con detenimiento el foso. Era obvio que debía de existir algún tipo de pasaje por el que habían escapado hasta llegar a Lodazal. El hechicero esbozó una sonrisa al pensar en ese nombre. ¡Tal vez Perian se mostrase agradecida por ser rescatada de semejante lugar! En lo referente al Enano de las Colinas… Bien, tenía a su disposición infinidad de conjuros que se encargarían de él de manera definitiva.

Pero primero Pitrick necesitaba encontrar el pasadizo que los había conducido a una seguridad temporal y ello significaba explorar el Foso de la Bestia. El anillo teleportador, si bien le resultaba muy útil para cualquier desplazamiento en los confines de Thorbardin e incluso lo transportaba a lugares tan lejanos como Sanction, en el caso presente no le servía de nada. Sólo podía llevarlo a los sitios en los que había estado con anterioridad; si intentaba teleportarse a Lodazal sin conocer su localización exacta, corría el riesgo de materializarse en pleno corazón de la montaña, o algo peor. Para esta misión necesitaba otro medio de desplazamiento.

Y sus conjuros podían procurárselo. Pitrick metió la mano en el saquillo colgado del cinturón y sacó una pequeña pluma. La hizo girar entre sus dedos al tiempo que pronunciaba las palabras de un hechizo sencillo. Después, dio un paso hacia el agujero de la sima.

Con los brazos extendidos, el hechicero se entregó a la sensación emocionante del conjuro de vuelo. Descendió un corto trecho, luego se remontó como una flecha y de nuevo se zambulló en las profundidades de la sima. Debajo de él divisó un pozo negro de lodo y cieno; allí se movía algo y supo que se encontraba en la guarida de la bestia. Trazando un giro, Pitrick hendió velozmente el aire a lo largo del tortuoso canal que formaban las paredes del foso. En algún lugar de esta caverna se encontraba el pasaje hacia la guarida de los enanos gullys. El jorobado juró que no descansaría hasta hallarlo.

Escuchó tras él un sonido suave y desconocido; Pitrick hizo un alto y flotó un momento mientras volvía la mirada hacia la boca de la sima. Atisbó un movimiento en las profundidades y, por un instante, el corazón dejó de latirle al ver por vez primera el tamaño monstruoso de la bestia.

La criatura se deslizaba en su dirección; primero empujaba parte de su cuerpo segmentado hacia adelante y después arrastraba la otra mitad. La bestia avanzó cual una babosa gigante, agitando frente a ella aquellos tentáculos largos y restallantes.

«De encontrarme en la situación de Perian y Flint y la bestia me persiguiera, huiría por este lado —razonó Pitrick—. Si encontraron una vía de escape, tuvo que ser aquí, cerca del extremo más alejado de la caverna, puesto que es el único sitio donde dispondrían de tiempo suficiente para examinar las paredes». Sin embargo el hechicero no encontró nada.

De pronto se le ocurrió una idea. Sus enemigos no volaban, sino que caminaban. En consecuencia, su perspectiva era distinta. Pitrick descendió al suelo de la caverna y allí, justo frente a él, divisó una grieta por la que se colaba luz. Estaba casi taponada por un peñasco desprendido. Al acercarse más a ella, vio que conducía a alguna parte. Incluso le llegaban sonidos apagados del otro lado.

«¡Así es como escaparon de mí!», rezongó para sí. Se acercó más a fin de escuchar mejor y distinguió los sonidos de vítores y aplausos.

—Yo les daré una razón para gritar —se mofó. Luego se remontó ocho o nueve metros en el aire y se quedó flotando mientras reflexionaba.

¿Cuál de sus hechizos resultaría más efectivo? Lo primordial era apoderarse de Perian y después asegurarse de que el Enano de las Colinas, Fireforge, no volviera a molestarlo jamás. Consideró la posibilidad de transformarlo en un caracol, o destrozarlo con un dardo de fuego. Cuanto más pensaba en ello, tanto más crecía su regocijo y, mientras reía alborozado, la bestia se aproximaba más. Para cuando la forma viscosa y reptante del monstruo llegó al lugar donde flotaba el hechicero, Pitrick reía a carcajadas.

Sería estúpido atacar Lodazal solo, cuando tenía tan a mano algo que lo ayudaría en su tarea.

Los tentáculos de la bestia se dispararon a lo alto, y Pitrick lanzó un aullido cuando uno de ellos le rozó el pie.

Ascendió con rapidez y desde su nueva posición examinó la pared de la gruta. Sabía que, en alguna parte, al otro lado de ese muro, se hallaban Lodazal y sus víctimas.

La estrecha grieta era el único conducto que comunicaba el Foso de la Bestia con Lodazal, pero a Pitrick no le resultaría difícil ensancharla.

Bajo él, el monstruo lanzó un nuevo ataque. Sus tentáculos tantearon el aire a ciegas; algunos se alzaban a lo alto en tanto que otros rebuscaban por el túnel.

—Permíteme —siseó el deforme enano.

Su mano derecha se cerró sobre el amuleto, mientras sus ojos contemplaban con fijeza la pared de la gruta, aquel muro que se interponía entre el monstruo y los enanos gullys.

¡Gro-ath goe Kratsch-yill!

Pitrick pronunció las palabras del conjuro con voz firme. El amuleto emitió el familiar resplandor azulado que se expandió entre sus dedos.

El hechicero alzó la mano izquierda y señaló la pared con un ademán. La fuerza mágica se disparó y traspasó la superficie rocosa; el poderoso hechizo alteró y manipuló la piedra como si fuese barro. En la pared se acumuló humedad que resbaló por la estremecida superficie como gotas de sudor. Poco a poco, la roca se alabeó y reblandeció. De súbito, cedió a la presión y reventó como un tomate maduro. Pitrick soltó una risita aguda al ver desplomarse un torrente de barro y piedras sobre esta primera gruta y la siguiente. Entonces, la bestia percibió el efluvio de docenas de presas vulnerables y se lanzó a través del borboteante cieno de la hendidura que conducía a Lodazal.