13.-
Muerte de un amigo

—Dame otra —farfulló Basalt, mientras alargaba a Moldoon la jarra vacía.

El joven enano chasqueó los labios y se dijo que la cerveza no le sabía tan bien como antes. Mas no importaba.

El humano llenó el pesado recipiente en contra de su voluntad y dirigió una mirada entristecida a Basalt cuando el enano se la llevó a los labios y bebió con tragos ruidosos, sin importarle que la espuma se derramara y le cayera en la barba. Luego dejó la jarra sobre el mostrador con un golpe, decepcionado de que la cerveza, fuera por lo que fuese, no le proporcionara placer.

—Tomátelo con calma —le aconsejó Moldoon.

En la voz del hombre, por lo general cordial, se advertía un tono de reproche cuando se dirigía a Basalt en los últimos días. El tabernero estaba cada vez más preocupado por el comportamiento del joven enano. Irritable y alocado tras la muerte de su padre, el muchacho se había vuelto taciturno e intratable en las semanas transcurridas desde que su tío Flint había abandonado la ciudad.

Desde su regreso del túnel de los theiwar, Basalt no había hecho otra cosa que hundirse en la autocompasión. Un nuevo odio hacia los Enanos de las Montañas por la muerte de su padre y de su tío, combinado con una desesperante sensación de impotencia, lo hacían sentirse como un animal atrapado. Tenía la certeza de que no podía confiar en nadie y sabía que, en caso de hacerlo, nadie creería la disparatada historia de la desaparición de Flint y el asesinato de su padre. Era, y siempre lo sería, un despreciable borracho.

—Oye, Hildy tiene que hacer algunas entregas esta tarde. Sé que le vendría bien un poco de ayuda —aventuró el tabernero, mientras Basalt daba cuenta de la cerveza restante.

—¡Bah! ¡No querrá saber nada de mí! —Moldoon advirtió que el timbre despectivo implícito en la voz de Basalt estaba dirigido contra sí mismo.

—Bueno, seguro que no querrá saber nada de ti si persistes en tratarla de tan mala manera como haces contigo mismo. ¡Yo tampoco querré tener trato contigo! —espetó el tabernero, quien se volvió a atender los encargos de otros clientes mientras Basalt contemplaba con fijeza los restos de espuma adheridos al interior de la jarra.

Por último, se puso de pie y se encaminó hacia la puerta; salió al exterior y buscó con la mirada la franja larga y marrón de la calzada del Paso. La nieve, teñida de rojo y púrpura por la luz del atardecer, cubría los montes circundantes con un manto prístino que contrastaba con el parche embarrado que era Casacolina.

Hubo un tiempo en que la comunidad enana se habría sumido en una soñolienta inactividad bajo la capa invernal, en que sus residentes se habrían sentido satisfechos con aguardar la llegada de la primavera. Pero ahora, en el anochecer de un día de principios de invierno, la ciudad bullía de energía bajo la gélida luz mortecina. Los martillos golpeaban en las forjas, los caballos tiraban de las carretas sobre un pringoso barrizal espeso, los comerciantes disponían con ansiedad sus productos para abastecer a los derros que preparaban el regreso a Thorbardin.

Basalt pensó regresar a casa, pero la imagen de su adusto tío Ruberik lo hizo cambiar de idea. Ruberik no cesaba de zaherirlo por beber. De hecho, cuanto más groseramente se comportaba el enano más joven, más persistentes se hacían las quejas del de mayor edad. La casa familiar, un lugar donde imperaba la incomunicación y la sensación de culpabilidad desde la muerte de Aylmar, ahora semejaba un nido de enemigos y Basalt no se sentía con ánimos de afrontar la situación.

En consecuencia, el joven tomó asiento en los amplios peldaños de acceso a la taberna, sin importarle el aire gélido que soplaba en el valle. En cierto modo, dado su depresivo estado de ánimo, el viento helado casi le parecía un amigo que compartiera sus problemas y desdichas.

Mientras estaba sentado, con la barbilla apoyada en las palmas de las manos y la mirada prendida en el suelo, atisbó el movimiento de un carro pequeño y familiar que transitaba bamboleante por la embarrada calleja. Como Moldoon había previsto, Hildy transportaba más barriles desde la fábrica de cerveza. Por un breve momento, mejoró su humor al ver a la joven enana, pero entonces recordó de pronto las indirectas sutiles de Hildy y sus no tan sutiles palabras de ánimo para que se dedicara a alguna actividad —cualquier actividad, según sus propias palabras— más útil que sentarse en la taberna. Basalt, dominado por la vergüenza, se levantó de los escalones y se agazapó tras la esquina del edificio para no ser visto, a pesar de sentirse infantil por proceder de aquel modo.

La humillación le aconsejaba marcharse por el callejón y no parar de andar, pero su corazón opinaba de otro modo y lo hizo detenerse cuando daba el primer paso.

Con los párpados apretados, Basalt se recostó contra la pared y se preguntó, en medio de la bruma producto de la cerveza, por qué sentía el impulso de huir de alguien a quien conocía de toda la vida y que había sido siempre su amiga. Lo que es más, rememoró con una sonrisa, Hildy le había dado su primer —y único— beso en los labios.

—¡Maldita sea! —gruñó, ceñudo por la mala suerte que lo perseguía. Sacudió la cabeza para aclarar las ideas y dio la vuelta a la esquina en el momento en que Hildy frenaba el tiro de caballos frente a la taberna.

—Hola, encantadora hija del cervecero —saludó con una galante reverencia. Luego se irguió, adoptando una pose jactanciosa, y sonrió a la muchacha sentada en el pescante del carro—. ¿Te ayudo?

Hildy tendió los brazos, y él la bajó del vehículo.

—Disculpa que te mire con tanta fijeza, pero hubo un tiempo en que conocí a alguien parecido a ti —se burló ella—. Era un buen muchacho… ¿O debería decir que aún lo es? —Le hizo un guiño—. Me vendría bien un poco de ayuda. Entraré y preguntaré a Moldoon lo que necesita. No tardaré.

Basalt la siguió con la mirada mientras pasaba por la puerta. En ese momento se sentía mucho más feliz de lo que hubiese imaginado unos minutos antes. Silbando con gesto ausente, se dispuso a descargar los pesados barriles. El carro contaba con dos largas planchas de madera que servían de rampa; bajó uno de estos tablones y lo asentó con firmeza en el suelo embarrado. Al tirar de la otra plancha, se le escurrieron los dedos y el madero cayó al suelo; el golpe levantó una rociada de barro y agua sucia que le salpicó las botas y los pantalones. Pero la reacción de Hildy al verlo le había levantado el ánimo de tal manera que se rió de su propia torpeza. Alguien más que estaba en la calle no compartía su buen humor.

—¡Eh! ¡Enano de las Colinas!

Basalt levantó la vista, sorprendido, y se encontró con el semblante hosco de un guardia derro. El cabello amarillo pajizo le crecía en mechones crespos y bajo la piel pálida de la frente se traslucía una palpitante vena azul.

—¡Estúpido zoquete! ¡Me has salpicado las botas con la mugre de vuestra ciudad maloliente! —acusó el theiwar.

Basalt se irguió listo para devolver el insulto al beligerante derro, pero recordó que Hildy saldría de la taberna en cualquier momento. Con el único deseo de evitar cualquier enfrentamiento y dar una buena impresión a la Joven, domino su primer impulso.

—Lo siento. Fue un accidente —musitó, aunque la disculpa se le atragantaba.

Dicho esto, se giró hacia el carro, pero una fuerte mano cayó sobre su hombro y lo obligó a darse la vuelta.

—¡Un accidente! —gritó el derro—. ¡Eres un embustero! Vi cómo lo hacías a propósito para mancharme las botas. ¡Ya las estás limpiando!

El theiwar era fornido y musculoso, tan alto como Basalt y llevaba cota de malla, guanteletes con nudilleras de hierro y yelmo. De su cintura pendía una espada corta.

Por el contrario, el Enano de las Colinas estaba desarmado y sin prendas que lo protegieran. El joven sabía que, de ser provocado, el derro lo atravesaría de una estocada, sin la menor vacilación.

Con la faz encendida por la cólera, Basalt consideró sus opciones. Por el rabillo del ojo atisbó a Hildy y a Moldoon que salían de la taberna, atraídos por el alboroto.

—¡Ya me has oído, límpialas! —bramó el Enano de las Montañas.

—¡Que lo haga tu madre, la hobgoblin! —intervino Hildy, fuera de sus casillas; sus ojos echaban chispas mientras se acercaba a los dos enanos.

Para entonces, un reducido grupo de curiosos se había reunido en la calle y contemplaba el enfrentamiento con cautela.

Basalt advirtió que los ojos del derro, brillantes y encolerizados, se volvían hacia la joven. De pronto, lo que más lo asustaba en el mundo no era el peligro que lo amenazaba, sino el temor de que Hildy se interpusiera entre ellos y lo humillase más de lo que se sentía capaz de soportar.

O, lo que era peor, que la hiriesen.

—Ni siquiera una hobgoblin admitiría como hijo a este pedazo de carne —gruñó Basalt, atrayendo sobre sí de nuevo la atención del derro.

Sus miradas se encontraron, rebosantes de odio, y se trabaron como dos cornamentas.

—Ni siquiera un hobgoblin consentiría que su hembra luchase por él —se mofó el theiwar—. Aunque ésta me serviría de diversión un par de horas, con la ayuda del incentivo adecuado.

La expresión lasciva impresa en la faz del derro era más de lo que Basalt podía soportar. Con un aullido salvaje, se abalanzó sobre el Enano de las Montañas y sus dedos se cerraron en torno a la garganta del arrogante theiwar.

El derro reaccionó con rapidez y estrelló el puño enguantado en el rostro de Basalt. El Enano de las Colinas se desplomó en el suelo, en medio del barro. Sentía un latido fuerte en el pómulo y, cuando se llevó la mano a la cara, la retiró manchada de sangre.

Sofocado por la ira y la frustración, Basalt se incorporó de un brinco y cargó de nuevo contra el derro. Agachó la cabeza y embistió al otro en el estómago. El theiwar se tambaleó un poco, sorprendido por la fuerza del impacto, pero después rompió a reír al ver que Basalt retrocedía a trompicones, aferrándose con las manos el cráneo, que había chocado con las anillas metálicas de la armadura del derro.

—Ahora ponte de rodillas, Enano de las Colinas, y ¡limpia mis botas! —se mofó el theiwar, adelantando un paso.

Mas la alta figura de Moldoon se interpuso entre ambos.

—Ya está bien. —El humano contempló con fijeza al derro; una expresión de cólera y desprecio se plasmó en su semblante.

—¿Qué pretendes, viejo? —demandó el guardia, mientras retrocedía un paso, con una mirada feroz.

—Vete de aquí, antes de que el asunto llegue demasiado lejos —advirtió Moldoon. Alzó las manos, como si fuera a apartar de un empujón al derro.

En un abrir y cerrar de ojos, el Enano de las Montañas desenfundó la espada.

—¡Yo decidiré hasta dónde llega el asunto! ¡Te enseñará cómo se hacen respetar los theiwar! —bramó.

La afilada punta del acero se disparó hacia adelante, atravesó delantal y camisa y se hundió limpia, profundamente, entre las costillas. Moldoon retrocedió, con las manos agarrotadas sobre el pecho. Dirigió una mirada incrédula al rosetón púrpura que brotaba en el delantal y extendía sus pétalos brillantes bajo sus dedos crispados.

Basalt, todavía atontado por el golpe recibido en la cabeza, contempló mareado cómo el tabernero se tambaleaba y después se desplomaba con un chapoteo en el barrizal de la calle. Hildy lanzó un grito; se arrodilló junto al cuerpo tendido y posó sobre su regazo la cabeza del hombre.

Basalt sintió que se le helaba la sangre al ver a Moldoon hecho un ovillo, con la mirada desenfocada dirigida al cielo y abriendo y cerrando la boca sin emitir sonido alguno. Levantó de un tirón la pesada plancha de madera causante de todo el embrollo y la blandió con una fuerza superior a lo habitual. El derro, quien todavía sostenía la espada manchada de sangre, intentó eludir el ataque, pero la pesada viga lo alcanzó en la cadera y cayó despatarrado. La espada corta se le escapó de entre los dedos y se clavó en el barro, con la empuñadura fuera del agua. Basalt se lanzó sobre ella, pero, antes de que la alcanzara, un cuerpo pesado lo empujó por el costado y lo tiró al suelo.

—¡Basta! —gritó Tybalt, a escasos centímetros del rostro de su sobrino que se debatía en el barro—. Ya han ocurrido demasiadas muertes en esta población para que también tengamos que añadir una ejecución en la horca.

Basalt se retorcía con desesperación, intentando todavía alcanzar al odioso derro mientras los otros Enanos de las Colinas ayudaban a Tybalt para sujetarlo.

—¡Basta, he dicho! —repitió con más firmeza su tío.

Tres enanos sujetaron a Basalt de modo que el joven apenas podía moverse, a pesar de sus forcejeos.

El alguacil se volvió hacia el derro, quien aguardaba erguido, con la mano apoyada en el hacha colgada de su cinto.

—Entrega esa arma y acompáñame. Serás huésped de la ciudad —dijo Tybalt, indicando el edificio del ayuntamiento, situado una manzana más allá, que incluía la cárcel de Casacolina que contaba con una sola celda.

El derro inició una protesta pero, al parecer, algo en los ojos de Tybalt lo hizo cambiar de opinión. Asimismo, para entonces el número de espectadores había aumentado a varias docenas, todos ellos Enanos de las Colinas. Algunos comentaban consternados al ver el cuerpo ensangrentado de Moldoon, pero ninguno se acercó para ofrecer consuelo a la llorosa Hildy.

El Enano de las Montañas se encogió de hombros, recogió su espada, le limpió la sangre y la enfundó en la vaina. Luego desabrochó la hebilla del cinturón y se la entregó al alguacil.

—Pero él… Moldoon… —balbuceó Basalt, incapaz de articular las palabras a causa de la ira que lo embargaba, viendo que el derro se alejaba calle adelante con uno de los alguaciles—. ¡Por Reorx! —gritó el joven—. ¡Dame tu hacha y déjame que acabe ahora mismo con él! —Su voz era un clamor desesperado.

—Deja que la ley se encargue del asunto —respondió Tybalt con brusquedad—. Ha sido una pelea en la calle, con muchos testigos. Una lucha que, tal vez, se habría podido evitar…

Tybalt no finalizó la frase, pero Basalt comprendió a lo que se refería. Miró ala muchedumbre, buscando con desesperación algún rostro comprensivo, pero sólo vio horror y piedad. Volvió la vista hacia Hildy y se encontró con sus ojos anegados en lágrimas, mientras acunaba la cabeza del hombre muerto.

De pronto, Basalt se sintió incapaz de seguir frente a esos enanos de Casacolina.

Se abrió paso a codazos entre la muchedumbre, echó a correr y se metió por un callejón lateral.

Siguió corriendo y giró en otra esquina, sin importarle hacia dónde se dirigía. Cegado por las lágrimas, giró a trompicones por otra calleja, todavía sin rumbo fijo. Por último, sus piernas debilitadas y el ardor de los pulmones lo obligaron a frenar la marcha y después a detenerse. Respirando a boqueadas, se recostó contra un cobertizo para sostenerse.

De improviso, se escucharon unas risitas; risas de niños. ¿Acaso habían presenciado el vergonzoso suceso y lo habían seguido desde la taberna para burlarse de él? No, no podía ser. Sin duda los chiquillos jugaban en el callejón.

Con todo, a Basalt lo enfureció su regocijo.

—¡Largaos, mocosos! —siseó, entre los dientes apretados, sin darse media vuelta.

Pero sus palabras sólo tuvieron por respuesta más risas crueles y burlonas.

Basalt giró sobre sí mismo, medio loco, dispuesto a darles un susto de muerte a aquellos demonios. De las sombras salieron los dos niños más feos y sucios que había visto en toda su vida; echaron a correr mientras agitaban cuerdas y correas sobre sus cabezas como si cargaran contra el perplejo enano.

Cayeron al instante sobre él como ratas y lo envolvieron con las cuerdas y las correas. Uno de ellos se le subió a la espalda y lo tiró al suelo. Su cabeza, todavía palpitante por el encontronazo con la cota de malla del derro, se golpeó contra la tierra, y el callejón, sus atacantes, e incluso el suelo, empezaron a dar vueltas y más vueltas.

Fue entonces cuando percibió el olor que emanaba de los asaltantes; antes de desmayarse, Basalt supo que no eran niños ni ratas, sino algo mucho peor.

Mientras perdía el conocimiento, se preguntó por qué querrían raptarlo unos enanos gullys.