12.-
Un feudo yerto

Unos fuertes dolores torturaban el pie malformado de Pitrick; había pasado mucho tiempo apoyado sobre él sin el alivio proporcionado por el efecto adormecedor de la raíz dorada. Los sucesos del día se habían acumulado de manera imprevista y no había tenido ocasión de formular un conjuro preventivo; ni siquiera se había acordado de recurrir a su anillo teleportador.

Arrastrando más de lo habitual la agarrotada pierna, el consejero del thane Realgar se sintió aliviado al divisar a la mortecina luz de las antorchas la puerta de hierro de sus aposentos, con los brillantes goznes de bronce y la imagen en relieve de un gran rostro de expresión sarcástica. Odiaba cualquier clase de luz; detestaba la práctica adoptada de mantener alumbradas, aunque de manera tenue, todas las calles públicas en los distintos niveles de la ciudad de Thorbardin. A través de la meditación y la magia, tenía una capacidad de visión en la oscuridad aún más agudizada que la mayoría de los otros derros. Siguiendo un impulso, murmuró una palabra, «¡shiva!!», al mismo tiempo que hacía un gesto con el brazo. Al punto, todas las antorchas que tenía en su campo de visión —unos treinta metros— se extinguieron de inmediato con un siseo y humearon.

Las pupilas del consejero se ajustaron con rapidez a la confortable oscuridad total. Su mano, de azulada piel suave, carente de callosidades, agarró el facetado picaporte diamantino y, como siempre, su superficie fría y perfecta le proporcionó una sensación de tremenda serenidad. Al tocar el picaporte se producía un luminoso estallido mágico que lanzaba una descarga mortal a todo aquel que no fuese él mismo o una persona autorizada por él. Pitrick contaba con muchos enemigos en la ciudad theiwar, así como en los clanes vecinos, donde pagarían elevadas sumas por la desaparición del hechicero. A la sazón, eran ya varios los que habían sufrido muertes espantosas por intentarlo.

Mas ni siquiera aquellos recuerdos agradables aliviaron su mal humor. Penetró en la oscura antecámara y llamó a voces a su sirviente.

—¿Legaer? Maldito seas, ¿por qué no estás en la puerta aguardando mi regreso?

El jorobado reclinó sobre la pierna sana el peso de su cuerpo y contó los segundos que transcurrían antes de que la sombra del sirviente se acercara presurosa.

Pitrick abofeteó el rostro de Legaer y las puntas del anillo teleportador dejaron rastros sanguinolentos en la mejilla, surcada de cicatrices, del otro enano.

—¡Cinco segundos de retraso! ¡He de discurrir algún castigo apropiado para semejante holgazanería! —El consejero hizo un alto para mirar con fijeza a Legaer—. Creo haberte dicho que no te quitases el velo… ¡Me asquea contemplar tu faz deformada! —El hechicero se despojó de su capa y se la arrojó al criado—. Tienes suerte de que sea un amo tan tolerante. ¡Ningún otro soportaría tu horrenda presencia!

Pitrick pasó como una exhalación junto al otro enano y se encaminó a sus aposentos. Legaer debía su aspecto repulsivo al hechicero. Contratado poco después de tener lugar el suicidio prematuro del vigésimo tercer sirviente de Pitrick, Legaer se había sentido honrado de entrar al servicio de un personaje tan importante como era el hechicero del thane. No se debía a una coincidencia el hecho de que Pitrick eligiera siempre como nuevo criado al joven más atractivo de entre los trabajadores de la forja. El consejero los mantenía presos en sus aposentos, los utilizaba como esclavos y los hacía objeto de sus experimentos mágicos. Si con dichos experimentos no tenía éxito en destruir de manera «accidental» su apariencia agraciada, al final acababan muertos o lisiados como castigo por alguna supuesta fechoría. Nunca duraban mucho; Pitrick se cansaba de ellos en el momento en que había logrado quebrantar su espíritu.

—Tráeme una jarra de ponche —ordenó al intimidado sirviente que le seguía los pasos—. ¡Y más te vale que esta vez esté a la temperatura ambiente, o ya sabes el castigo que te aguarda!

Legaer salió corriendo en la oscuridad. Pitrick tomó nota mental de discurrir una nueva tortura, ya que quedaba poco que destruir en la cara del criado y las orejas ya se las había cortado.

El hechicero se recostó en un banco de piedra, frente a la chimenea apagada que se alzaba en el centro de la estancia. En medio del sosiego y la total oscuridad, comenzó a relajarse.

Amaba su hogar. Era lo más valioso que había poseído en su vida, lo más parecido a sus más caras aspiraciones, si bien había tenido que pagar por ello. Dos décadas atrás, cuando había alcanzado el poder, había elegido la ubicación de la casa por el aislamiento que ofrecía —el tercer nivel no gozaba por entonces de tanta popularidad— y por los matices grises y azabaches del granito de aquella zona de Thorbardin. Durante cinco años, un equipo de cincuenta artesanos talló y moldeó el granito conforme las precisas especificaciones de Pitrick: un dormitorio, una reducida cocina, una antecámara que conducía al salón principal y varios peldaños por los que se accedía a un práctico estudio y un laboratorio. Todo el mobiliario —la chimenea circular, el lecho, los bancos del salón, la mesa y la silla del estudio, incluso los pilares de carga— se había tallado con meticuloso afán en la roca sólida, sin dejar líneas o junturas que rompieran la armonía del espacio.

Otra cuadrilla de cincuenta personas había empleado diez años dejándose los dedos pelados hasta el hueso para pulir hasta el último centímetro de granito a fin de que semejara mármol y tuviera el tacto del cristal.

Pitrick rememoró que hubo un tiempo en que le gustaba la luz, cuando la chimenea se encendía para proporcionar calor y las llamas anaranjadas proyectaban sombras espeluznantes sobre la brillante superficie de su hogar. El hechicero chasqueó los dedos y al instante las llamas lamieron la negra piedra de la chimenea; mantuvo el fuego bajo, sólo lo preciso para que dibujara siluetas fantasmales en las paredes.

Por fin regresó Legaer con la bebida caliente, sin atreverse a alzar la cabeza mientras ofrecía el ponche a su amo. Pitrick tomó la jarra de las manos de su sirviente con brusquedad y luego le ordenó retirarse con un ademán imperioso. Hoy no estaba de humor para divertirse aterrorizando al patético enano.

El jorobado, absorto, tomó a sorbos el brebaje templado que se obtenía al destilar una especie de hongos de propiedades alucinógenas suaves y esperó a que se produjeran los primeros efectos. Estaba convencido de que este ponche agudizaba sus sentidos hasta el punto de alcanzar un nivel de meditación profunda. Legaer tuvo que traer tres jarras del insípido brebaje antes de que Pitrick alcanzara el estado anímico al que llegaba por regla general con una sola dosis.

El consejero reflexionó acerca de las posibles razones de tal hecho. Sabía que no estaba relacionado con el cansancio físico. En todo caso, en su estado de agotamiento habría necesitado menos cantidad. No, se dijo; la causa era la depresión. De algún modo, su vida había perdido la chispa; su meta por alcanzar el poder, de repente ya no parecía tan importante. Con un respingo, comprendió la causa.

Se había visto impelido a arrojar a Perian Cyprium al Foso de la Bestia. Todos los demás —inclusive el thane— doblegaban su voluntad a la de Pitrick con gran facilidad. Se había encumbrado a zarpazos desde su baja procedencia en los estratos más recónditos de la ciudad theiwar hasta la elevada posición actual como consejero del thane. Nunca le había gustado a nadie, pero era temido y respetado por su poder y había llegado a la conclusión de que el temor y el poder eran sus mejores armas. Excepto con Perian.

Sólo ella se le había resistido y, en cierto modo, vencido. El jorobado había probado todo cuanto se le ocurrió para conquistarla —abuso físico, magia, chantaje—, pero la guerrera era más tenaz que él y le había dicho una y otra vez que prefería morir a soportar su contacto. Tenía una gran resistencia a la magia, quizá debido a su sangre hylar; en cualquier caso, poseerla a través de la magia habría sido una pobre victoria, carente de aliciente.

Había estado seguro de que sucumbiría a sus amenazas de revelar al thane su condición de semiderro, ya que tenía en gran estima su posición como capitán de la guardia. Sin embargo, se las había ingeniado para eludirlo una y otra vez; percibía la importancia que tenía para él y sabía que no haría nada que la alejara del clan, puesto que de ese modo no estaría a su alcance. El secreto de su dominio sobre él sólo había conseguido inflamar aún más el ardiente deseo de doble arla.

Pitrick nunca dudó que lograría su propósito y que al fin sería suya, sin reparar en que había vivido casi de forma exclusiva aguardando ese día. La mente del consejero, cargada de ponche alucinógeno, se vio invadida por una sensación desconocida. Había oído a otros llamar remordimiento a ese sentimiento. Jamás había lamentado una sola acción en su vida, pero ahora se sorprendió al admitir que en verdad se arrepentía de haber ordenado empujar a Perian al foso y haberla perdido.

Toda la responsabilidad recaía en el odioso Enano de las Colinas y en la misma Perian, por llegar demasiado lejos y ser lo bastante estúpida como para defenderlo. La admiración con que había contemplado al otro enano, mientras que a él todo cuanto le había dedicado eran miradas de aborrecimiento apenas disimulado, lo había conducido al borde de la locura. Sin duda, la culpa era de ella. Pero, por una vez, la responsabilidad de lo acaecido parecía menos importante a Pitrick que el hecho de que Perian estaba muerta, fuera de su alcance. Jamás la poseería, jamás la vería temblar a sus pies, como hacía Legaer. Y jamás era mucho, mucho tiempo.

Justo en ese momento, el sirviente penetró en la estancia con otra jarra de brebaje. El desfigurado enano atesoraba como un regalo inestimable aquellos ratos de meditación, prolongados por la bebida, ya que sólo entonces cesaba el acoso a que estaba sometido. Después… los viejos placeres retornaban vigorizados.

Legaer se apresuró a colocar la jarra al alcance de su amo, cuidando de no sacarlo del trance y de pasar inadvertido a toda costa.

Pero Pitrick advirtió la aborrecida presencia de su criado y ello le dio una idea. Una brillante idea nefasta. Su mano se disparó para aferrar al petrificado sirviente por la garganta. El brebaje de hongos incrementaba la fuerza del consejero y levantó al otro enano en vilo con facilidad, con tanta facilidad como si se tratara de un insecto.

—Tal vez haya un modo de lograr que Perian regrese. ¡Sí! Tengo la solución. Y ella será mi sirviente. Claro que el puesto está ocupado en este momento.

Legaer tenía los ojos desorbitados por el terror. La sonrisa de Pitrick no se desvaneció mientras apretaba el cuello del enano hasta que se escuchó el chasquido de las vértebras al romperse; los ojos del desgraciado criado se pusieron en blanco y se cerraron sus párpados.

—Pero ahora esta vacante.

Con gesto indiferente, el hechicero dejó caer el cadáver del enano sobre el suelo pulido, se puso de pie y pasó junto al cuerpo desplomado. Cogió la jarra llena, pero enseguida volvió a dejarla sobre la mesa. Si tomaba más ponche, quizá tendría dificultad en alcanzar la concentración requerida para realizar el conjuro destinado a levantar a Perian de entre los muertos.

Nomscul tomó el saquillo colgado del cinto y golpeó con él el rostro de Flint; se levantó una nubecilla de polvo que entró en la nariz del Enano de las Colinas. Éste tosió, escupió y maldijo.

—¿Qué intentas hacer, maldito estúpido? ¿Ahogarme con polvo?

El chamán de Lodazal mostró una expresión sorprendida.

—Esto no polvo, ¡esto magia! ¿Por qué no caer bajo efecto de conjuro, como los aghar? —Sopesó aquello por un momento—. Ya sé, ¡eso probar que tú rey! ¡Nomscul no poder hechizar al rey!

Flint contempló exasperado la expresión de terca decisión impresa en el semblante de Nomscul.

—¡No puedes obligar a alguien a que sea vuestro rey! —protestó, mientras forcejeaba fútilmente con las ataduras.

—No yo. La porquería. El destino. Deber rendirte —porfió el gully, sin perder el gesto de resolución.

—¡Pero no es mi destino, porque vuestra profecía no me incumbe! —insistió Flint.

Nomscul mostró de pronto una expresión desilusionada.

—¿Querer decir que no desear ser nuestro rey? Gran honor. Nosotros esperar largo tiempo tu llegada… ¡Desde antes que Nomscul ser Nomscul!

Con los labios temblorosos, el chamán extrajo de los bolsillos interiores de su chaleco de pieles la hoja oxidada de una daga sin empuñadura y un colgante enmohecido que mostró a Flint.

—Si tú no rey, ¿quién obtener tesoros que aghar guardar desde «Gatoclismo»? ¿Quién ser nuestro liberador?

La habitación se llenó de un concierto de lamentos, gemidos y sollozos, emitidos por ululantes gullys que se postraron de rodillas y aporrearon el suelo con desesperación.

—¡Oh, por todos los demonios, cesad este infernal griterío! —bramó Flint.

La estancia se sumió en un súbito silencio y todos los ojos, incluidos los de Perian, se volvieron hacia él.

En su afán por escapar, Flint se había olvidado de la enana. De repente, el Enano de las Colinas se vio a sí mismo como ella debía de verlo en ese momento, atado al sillón, y se sintió más ridículo que furioso. ¡Basta, ya estaba bien de tonterías!

Flint miró a Nomscul, que se daba golpecitos en la barbilla.

—Tengo una idea. Es tan divertido ser vuestro monarca que he decidido compartir contigo esta diversión. Voy a nombrarte rey por un día.

Sin embargo, en lugar de brincar de alegría por su propuesta, el enano gully se mostró ofendido.

—Porquería no funcionar de ese modo —afirmó con solemnidad—. Yo no caer con reina por tobogán embarrado.

Flint se habría tirado de la barba por la frustración de haber tenido las manos desatadas. Reconsideró sus opciones. Podía quedarse atado a la silla e intentar aguantar hasta que se aburrieran y perdieran interés en él. No obstante, estos aghar parecían tenaces y la paciencia no era una de sus virtudes. «¿Por qué no ser su rey durante un tiempo?», se preguntó. Si se exceptuaba el vengar la muerte de Aylmar, no tenía obligaciones ineludibles. Llevaría algún tiempo planear el modo de infiltrarse en Thorbardin y llegar hasta Pitrick; tal vez estos insoportables aghar le sirvieran de alguna ayuda.

¿No sería en verdad el destino el que había hecho que Perian y él hubiesen cumplido la profecía de los aghar? A decir verdad, era una curiosa coincidencia.

—Soltadme —gruñó de improviso, con una voz apenas audible—. Seré vuestro rey.

—¿Eh? —exclamó Nomscul, mientras parpadeaba desconcertado.

—He dicho que seré vuestro rey —repitió con más fuerza.

Nomscul se mostraba receloso.

—¿Tú prometer? ¿Tú no escapar?

Flint puso los ojos en blanco.

—Doy mi palabra de Fireforge que seré vuestro rey y no huiré.

El gully bizqueó en un esfuerzo por reflexionar.

—¿Hasta cuándo?

—¡Una promesa es una promesa! —el enano suspiró—. Hasta que no me necesitéis.

—Y yo seré vuestra reina —intervino Perian, adelantando un paso mientras sonreía a Flint y lo miraba con ojos risueños. El le hizo un guiño.

Un vítor se alzó en la sala y se propagó por el resto de los aghar que aguardaban en los pasillos.

—¡Traer corona! ¡Traer corona!

Flint vio que la multitud se pasaba algo unos a otros hasta que el objeto llegó a las manos de Nomscul. El chamán de los gullys extendió los brazos, adelantó una corona de metal dentado y la colocó con orgullo sobre los grises cabellos de Flint, empapados de sudor. El aro metálico resbaló de inmediato sobre la frente del enano, se deslizó hacia adelante y cayó con un tintineo contundente en el suelo de tierra. Nomscul se apresuró a colocarla de nuevo y, con la misma rapidez, el aro metálico volvió a caerse de la cabeza de Flint, chocó con el brazo del sillón y saltó en el aire.

—¡Eh, un juego! ¡Tiro de corona! —exclamó alegre Nomscul, frente al rostro de Flint—. ¡Tú rey divertido! —E incrustó de nuevo el aro metálico en la cabeza de su monarca.

—¡Con las puntas para abajo, no, imbécil! —chilló el Enano de las Colinas.

El gully se la quitó de un tirón y a toda prisa se la colocó del otro lado. No le encajaba mal y tampoco tenía mal aspecto, decidió Flint.

—Y ahora, ¡desatadme!

Se organizó un revuelo de enanos gullys que intentaban cumplir el deseo de su rey, algunos tirando de las cuerdas y otros muchos procurando romperlas a mordiscos. Por fin las ataduras se soltaron y Flint se puso de pie mientras se frotaba las muñecas y las piernas.

Los aghar estaban delirantes, entusiasmados; su «libertador» había llegado. Nomscul sopló el silbato para llamarles la atención. También gritó, pero nadie le hizo caso. Con el entrecejo fruncido por la irritación, el chamán soltó de un tirón el saquillo rojo colgado del cinto y le propinó unas fuertes palmadas que lanzaron una nube de polvo sobre los gullys, quienes callaron al momento, como si estuvieran bajo los efectos de un conjuro.

—¿Ver? —dijo Nomscul a Flint con actitud engreída—. Decirte que ser magia. —Se volvió hacia la asamblea.

»Fijar la fiesta para “croronación” de… —Sus ojos fueron de izquierda a derecha cual si buscara la respuesta en algún rincón de su mente—. ¿Cómo llamaros vosotros? —preguntó en un susurro a Flint y a Perian, quienes le respondieron con premura—. Fiesta algún día, pronto, en Salón Cielo Grande, ¡para rey Flunk I y reina Perillana! ¡Yo cocinar gran comida y todo mundo bailar!

La mayoría de los enanos gullys salieron en tropel de la habitación, a fin de iniciar los preparativos para los festejos inminentes.

Aun cuando Perian no pudo por menos de soltar una carcajada al oír el batiburrillo que Nomscul había hecho con su nombre, su faz se ensombreció ante el anuncio de su propósito de cocinar el banquete. Se llevó aparte a Flint.

—Digámosle que mande subir a algunos aghar a los Suburbios Norte para que traigan comida decente, no la porquería que acostumbran ratear. Les puedo indicar exactamente qué y dónde conseguirlo. —Su semblante se animó—. Oye, podrían incluso conseguir un poco de mezcla para fumar, ¿no crees?

—¿No sería algo arriesgado hacer una incursión a Thorbardin?

—Los aghar lo hacen a diario —respondió Perian—. Me limitaré a indicarles que sean un poco más selectivos.

Flint llegó a la conclusión de que la sugerencia de la enana era una buena idea y poco después Nomscul enviaba a dos gullys a los suburbios con las instrucciones específicas de Perian.

De hecho, era una idea tan estupenda que Flint decidió enviar a otros dos enanos gullys a través de la «gruta gran grieta», como la llamada Nomscul, para solucionar su mayor preocupación: Basalt. Para entonces, su sobrino debía de haber regresado a Casacolina y probablemente pensaba que su tío había desaparecido del mundo de los vivos. De acuerdo con las referencias dadas por Nomscul, Flint tenía una ligera idea de la localización de la «gruta gran grieta», e imaginaba que emergía de Lodazal a la cordillera de las Kharolis, probablemente en las inmediaciones de la punta occidental del lago Mazo de Piedra. Flint en persona seleccionó a dos jóvenes gullys llamados Cainker y Garf y les dio, lo mejor que supo, las indicaciones para llegar a Casacolina, así como una somera descripción de Basalt.

Flint garabateó una nota y la metió en el bolsillo del chaleco de Cainker.

—Entrega este papel a mi sobrino —lo instruyó, cuando se pusieron en camino—. Por él sabrá que me encuentro bien.

No abrigaba muchas esperanzas de que los dos jóvenes llevaran a cabo la empresa con éxito, pero merecía la pena intentarlo.

Excitada por la perspectiva de obtener unas hojas de musgo, Perian se había dejado llevar por un grupo de enanas que querían engalanarla para los festejos.

Así pues, Flint, una vez atendidas sus primeras obligaciones como monarca y abandonado por todos en una bendita soledad, se sumergió en un sueño tranquilo y sin interrupciones.

La transpiración empapaba el ralo cabello de Pitrick, y las gotas de sudor resbalaban por las sienes y se acumulaban sobre el labio superior. De manera inconsciente, su lengua entumecida lamió el sudor, tan absorto estaba en el pesado tomo encuadernado en piel que tenía ante los ojos. El hechicero estaba sentado a la pulida mesa de granito que se alzaba a la derecha del acogedor estudio, tres escalones sobre el nivel de la sala principal. A su izquierda había estanterías desde el suelo hasta el techo, repletas de pesados volúmenes, rollos de pergamino ajado, un bocal con dientes, trozos de pieles, un cráneo de arpía, un colmillo de ogro, plumillas y tinteros, y diversos ingredientes disecados. Las estanterías a la derecha del cuarto estaban destinadas a contener recipientes con componentes en bruto de toda clase de color, olor y consistencia imaginables, incluidas glándulas de rana sumergidas en un líquido turbio y fosforescente, sangre de grifo dorado, lava rojiza, glándulas sudoríparas de un oso lechuza, mercurio, secreción de babosa gigante y grasa derretida de serpiente de cascabel.

Pitrick repasó la última página del libro de hechizos, siguiendo las palabras con la carnosa yema del índice. Cerró de golpe el tomo y, con el entrecejo fruncido, contempló absorto las llamas de la chimenea.

Tendría que utilizar el pergamino de deseos. Los conjuros para reanimar a los muertos, resucitar cadáveres o efectuar la reproducción clónica de alguien requerían todos, el cuerpo muerto o, al menos, parte de él. El hechicero también consideró la posibilidad de reencarnar a Perian, pero no estaba a su alcance controlar o predecir el aspecto del nuevo ser y la muchacha no le sería de utilidad bajo la forma de un insecto, por ejemplo. Además, esta fórmula requería también el cadáver.

Medio día de investigaciones sistemáticas había llevado al derro a elegir uno de los conjuros más simples que existían; uno que no requería componentes desagradables o difíciles de obtener, ni largas formulas mágicas que memorizar, ni efectos pirotécnicos con que despertar el sobrecogimiento de espectadores. Rara vez los deseos no se encarnaban —siempre ocurría algo—, si bien sucedía a menudo que los resultados obtenidos eran distintos de los esperados. Esto se debía a que siempre se cumplían al pie de la letra las palabras formuladas por el hechicero oficiante, quien no se había tomado el tiempo suficiente para reflexionar sobre la precisión de su lenguaje.

La realización de un conjuro de deseo implicaba siempre el pago de un alto precio: el hechicero envejecía al instante cinco años, tanto daba si elegía invocar una escudilla de papilla de avena como si su intención era rescatar de la muerte a una joven enana de cabello cobrizo. Pero, para la larga vida de un enano, cinco años no representaban un precio excesivo.

El consejero se aproximó a las estanterías y rebuscó entre los montones de rollos de pergamino hasta encontrar el que deseaba: un pliego de frágil vitela contorneado con tinta roja descolorida. Era el mayor tesoro que había encontrado entre las pertenencias de su maestro muchos años atrás, después de haber envenenado al viejo hechicero.

Pitrick lo había reservado para una ocasión especial y sus dedos vacilaron antes de tirar de los extremos de la cinta de satén que ataba el rollo de pergamino. Tenía que elegir con cuidado las palabras con las que expresar su deseo antes de abrirlo y desencadenar su poder.

Colocó el pergamino bajo el brazo y paseó arriba y abajo frente a la chimenea, olvidando por el momento el dolor de su pie tullido.

—¿Qué es lo que quiero con exactitud? —se preguntó en voz alta—. Deseo que esté viva, que sea mi prisionera y que posea la misma belleza que tenía antes de que la bestia la devorara. —Hizo un alto y arqueó las cejas en un gesto caprichoso— Podría hacerla regresar sumisa, ¡incluso que sintiera adoración por mí! —Sacudió la cabeza—. No, ésa no sería Perian; yo perdería el estimulo de domeñarla y de disfrutar de su despecho por el poder que ejercería sobre ella. ¡Y ello es todo cuanto importa!

Pitrick pasó junto a una de las columnas y rodeó el cuerpo inerte de su criado para alcanzar la jarra del brebaje alucinógeno. Tomó sólo un sorbo a fin de aclararse la boca y luego escupió el brebaje en el fuego. Unas lenguas de fuego se elevaron chisporroteantes hasta casi lamer el respiradero del techo y proyectaron más sombras danzantes en las suaves paredes de la cámara. Ahora, el formidable hechicero derro estaba preparado…

Cogió el pergamino que sujetaba bajo el brazo, desató la cinta y desenrolló con cuidado la vitela. Ésta era una ocasión importante y Pitrick se irguió todo cuanto le permitía su joroba. Sostuvo el rollo de papel extendido ante él, cerró los ojos y articuló la frase que había preparado en su mente.

—Deseo que Perian Cyprium, con su belleza previa recobrada, se levante de entre los muertos y se presente aquí, ante mí, sin posibilidad de abandonar mi morada e incapaz de matarse o de matarme. Esa es mi voluntad.

Pitrick abrió los ojos. Se levantó un fuerte viento de la nada que sopló ululante por las habitaciones, barrió los papeles que reposaban sobre la mesa, avivó las llamas y arrancó de sus manos el rollo de pergamino. El hechicero se agarró a la columna más próxima, a la espera de que remitieran los efectos del conjuro.

Lenta, muy lentamente, el ulular del viento se convirtió en brisa ligera. Entonces el aire se tornó tan frío y quieto como la propia muerte. Luego, nada.

No fue preciso que el nigromante buscara a Perian en las otras estancias de su casa. Presentía, sabía con una certeza aterradora que la joven no estaba allí.

Se quedó inmóvil, como si hubiese echado raíces en el suelo, con los puños apretados con tanta fuerza que las uñas se le clavaban en las palmas de las manos.

De algún modo, Pitrick notaba que, en efecto, había envejecido cinco años.

Pero, por alguna extraña razón que no alcanzaba a imaginar, el conjuro había fallado.