La tarde avanzaba y Basalt seguía acuclillado a la sombra de la inmensa montaña, aguardando el regreso de su tío. No había hecho otra cosa en los últimos dos días. De tanto en tanto, se incorporaba para desentumecer los miembros y otear corriente arriba, hacia la boca del túnel oculta tras el follaje a unos quinientos pasos de distancia, con la esperanza de vislumbrar al viejo enano. Cada noche, después del ocaso, había visto salir del túnel, en medio de bamboleos, una pesada carreta cargada que se encaminaba en dirección a Casacolina. Antes del amanecer, otro carromato vacío pasaba frente a su puesto de observación, camino del túnel.
La tarde dio paso a otro frío ocaso. A pesar de estar harto, Basalt no se atrevía a abandonar su escondrijo para explorar los alrededores. Tampoco se arriesgaba a encender un fuego cuando la gélida noche se cerraba sobre las montañas Kharolis. Al menos, disponía de algunas provisiones que Flint le había dejado en una bolsa. El joven la abrió ahora y halló una manzana algo pasada, un emparedado de queso reseco y un muslo de ganso asado. Masticó con entusiasmo el suculento muslo de ave mientras sopesaba el siguiente paso a dar.
El frío lo hizo estremecerse; ¿cuándo aparecería su tío? La luna salió, y aún no había señales de Flint. Basalt levantó la mirada a lo alto; el cielo era un manto negro de terciopelo cuajado de estrellas. Soplaba un viento gélido. Las montañas eran tan elevadas que hacía rato que la cálida luz diurna había dejado de caldear el paraje donde se encontraba. El joven Fireforge se frotó los brazos y pataleó para reanimar el riego sanguíneo.
Basalt sabía que debería haber emprendido camino de regreso a Casacolina antes del anochecer, pues se había cumplido el plazo de dos días marcado por su tío. Si esperaba un rato más, se repetía una y otra vez, quizá Flint regresara. Pero su inquietud se incrementaba a cada minuto que pasaba. De nuevo, miró arroyo arriba, hacia la boca del túnel. Creyó escuchar el traqueteo de una carreta procedente de aquella dirección —era la hora habitual en que uno de los transportes salía hacia Casacolina—, pero el sonido creció de intensidad y le resultó desconocido. Perplejo, Basalt ladeó la cabeza para escuchar con atención. No era el ritmo constante de los giros de unas ruedas, sino más bien el pataleo de pisadas. De muchas pisadas.
Un escalofrío de terror le recorrió la espina dorsal cuando por la boca del túnel vio salir a más de un centenar de Enanos de las Montañas uniformados y armados. Todos llevaban peto de acero, yelmo con un penacho color púrpura y, colgadas del cinto, hachas y dagas. Tras una palabra del oficial que encabezaba la marcha, los soldados se desplegaron en abanico. Basalt observó que un destacamento de veinte enanos armados se aproximaba vadeando los sesenta centímetros de corriente, ¡justo en su dirección!
Petrificado, el joven enano se tiró al suelo y se hizo un ovillo. «¿Qué hago? ¿Echo a correr? ¿Es una patrulla de rutina, o buscan a alguien? ¡Tal vez apresaron a tío Flint y lo torturaron hasta confesar que un cómplice lo aguardaba en el exterior!». A pesar de su nerviosismo, que le impedía razonar con coherencia, Basalt comprendió que tal idea era ridícula.
Sin embargo, había tantos soldados que sin duda acabarían por encontrarlo. «¿Me matarán como hicieron con mi padre? ¡Tío Flint! ¿Dónde estás?».
El joven se mordió los puños; tenía la sensación de que el corazón le iba a saltar en pedazos. No podía quedarse aquí parado, sin hacer nada, esperando a que se le echaran encima. Dio media vuelta y gateó a toda prisa por la angosta barranca que se alzaba a espaldas de su escondrijo. Unas cuantas piedras rodaron cuesta abajo; se mordió los labios y rogó a Reorx que los Enanos de las Montañas no lo hubieran escuchado.
—¡Tú! ¡Alto ahí!
El grito sonó a sus espaldas, pero no se detuvo y apresuró la marcha por la empinada y sinuosa barranca. Era un buen escalador y sabía que tenía oportunidad de dejar atrás a los soldados que lo siguieran por la escarpada ladera.
Se escuchó un agudo silbido.
—¡El intruso! ¡Cogedlo!
Basalt no se volvió a mirar. En medio de la oscuridad, su atención estaba volcada en hallar asideros en la roca donde apoyar manos y pies, y apenas percibía otra cosa que su respiración trabajosa.
Alcanzó una zona en donde la hondonada trazaba un giro, pero, en lugar de seguirlo, miró en derredor y atisbó una repisa, justo encima de su cabeza, que se extendía llana un corto trecho y conducía a unos protectores peñascos del tamaño de un hombre. Si lograba llegar allí, existía la posibilidad de despistar a la patrulla.
Sacando fuerzas de flaqueza, Basalt se impulsó hacia arriba y escaló la repisa. Echó a correr por el llano repecho de piedra caliza. Con las piernas temblorosas por la fatiga, alcanzó los peñascos y se dejó caer tras uno de ellos para recobrar el aliento. Al cabo de un momento, se asomó para mirar hacia abajo, por donde había ascendido, y no percibió señales de sus perseguidores. Sintió renacer la esperanza; con todo, no podía detenerse todavía.
Agazapado, zigzagueó entre los peñascos y prosiguió montaña arriba. El terreno pedregoso dio paso a un denso pinar; se apresuró a entrar en el refugio que le ofrecían los árboles y corrió sobre el suelo alfombrado de agujas secas, indiferente a las punzantes ramas bajas que le golpeaban el rostro y le arañaban las mejillas. No percibía otro sonido que el de sus propios pasos y el palpitar de la sangre en los oídos. La arboleda terminaba de manera súbita y Basalt, en su precipitada carrera, salió a un claro bañado por la luz de la luna. Al frenarse en seco, resbaló en la hierba cubierta de rocío; miró a su alrededor y, entonces, toda esperanza se desvaneció.
Había irrumpido en medio de un grupo de Enanos de las Montañas.
Los soldados derros estaban igualmente sorprendidos ante la repentina aparición de un Enano de las Colinas, pero reaccionaron con rapidez y lo rodearon. Basalt contó ocho guardias —una patrulla más reducida que la que había despistado—, pero, como estaba desarmado, incluso un solo derro era suficiente para reducirlo.
—¿Qué tenemos aquí? —dijo uno de ellos, mientras rompía el cerco y daba un paso hacia Basalt. El cabello del theiwar, de un color amarillo pajizo, le sobresalía del yelmo en revueltos mechones crespos; sus ojos, exageradamente grandes, le recordaban a Basalt dos trozos de ónix. Pero el rasgo más desconcertante era la piel; a la luz de la luna, su palidez azulada le daba apariencia de traslúcida.
—¿Bien? —El derro empujó a Basalt en el pecho con la punta de la lanza—. No nos gusta encontrar Enanos de las Colinas merodeando cerca de Thorbardin y tú, sin duda, eres uno de ellos. ¿Qué te trae por aquí? —preguntó, mientras miraba de hito en hito su rostro pecoso, la chaqueta de cuero y las viejas botas embarradas.
Basalt deseó que las piernas le dejaran de temblar, en tanto se estrujaba el cerebro en busca de una respuesta convincente.
—Yo… ummm… ¡estoy cazando! —finalizó con premura—. ¿Nos encontramos cerca de Thorbardin? Supongo que estaba tan ensimismado que no reparé en lo lejos que había llegado —añadió, asumiendo una expresión de inocencia.
—¿Y qué cazas de noche? Vosotros, los Enanos de las Colinas, no veis tan bien en la oscuridad. ¿Y las armas? —preguntó desconfiado el derro, mientras le dedicaba una mirada escéptica.
—Mapaches —se apresuró a responder Basalt—. Se los caza de noche, porque es cuando abandonan sus madrigueras.
El derro se balanceó sobre los talones, como si considerara la veracidad de sus palabras, a la vez que buscaba en su semblante alguna señal que denunciara lo contrario; lo único que descubrió, sin embargo, fue miedo. El soldado estrechó los ojos.
—Me he fijado en la expresión de tu cara cuando saliste de la arboleda; huías de algo.
Basalt asintió con un cabeceo.
—Rastreaba a un mapache cuando vi… —Por un momento, pensó en elaborar otra mentira acerca de un oso, pero por último decidió no apartarse mucho dela verdad a fin de no cometer un desliz—. Vi a otra patrulla de enanos que venía en mi dirección. Me asusté y eché a correr.
—¡Está mintiendo, sargento Dolbin! —intervino una voz a espaldas de Basalt.
—¿Qué más da? ¡Matemos a esta basura de las colinas y prosigamos la marcha! —opinó otro.
—¡Sí, nos queda un buen trecho por patrullar esta noche!
Basalt notó cómo se apretaba el cerco en torno a él. De repente, alguien lo empujó por detrás. El sorprendido Enano de las Colinas se tambaleó hacia adelante y se encontró con el mango de una lanza incrustado en el estómago. Se dobló en dos, falto de aliento, y otro mango de lanza lo golpeó en la nuca. Jadeante, se desplomó en el suelo.
El grupo de soldados estalló en carcajadas y lanzó pullas.
—¡Cuidado, granjero, te persiguen los mapaches!
—¡Oooh, aquí viene uno!
Basalt atisbó por el rabillo del ojo un bulto informe y al momento sintió el crujido de sus costillas al chocar la pesada bota del derro en su caja torácica. La fuerza del impacto lo lanzó rodando por la hierba húmeda.
—Levantadlo —gruñó otro—. Quiero tirarlo patas arriba otra vez.
Basalt se recobró un poco del aturdimiento mientras dos pares de manos lo ponían de pie. Alguien lo abofeteó. Alzó la vista justo a tiempo de ver un puño velludo que se estrelló contra su nariz. Una violenta punzada dolorosa le estalló en el cerebro, mientras se desplomaba hacia atrás; cayó sobre el costado izquierdo, hecho un ovillo. La hierba estaba fresca y húmeda, pero también sintió algo cálido y espeso correrle por la faz magullada.
El joven enano encogió las rodillas en un esfuerzo por incorporarse, pero alguien lo empujó de nuevo. Una bota claveteada pisó con fuerza en su nuca, presionándole la cara contra el suelo. Conforme los derros lo acribillaban a patadas y le apaleaban espaldas y piernas con las lanzas, su visión se tornó borrosa; una barahúnda de colores danzaban enloquecidos en la oscura noche. Basalt se mordió los labios para no gritar, pero fue incapaz de evitar retorcerse cuando la serie de golpes se incrementó. Luego, de pronto, cesó.
Sintió que lo agarraban por las axilas y lo incorporaban. Miró a través del sanguinolento velo que le empapaba el rostro tumefacto y vio al derro que lo había interrogado, Dolbin.
—Ahora que mis hombres te han enseñado lo que ocurre cuando vagabundeas por donde no eres bien recibido, vamos a divertirnos de verdad —dijo el sargento, sujetando con firmeza el brazo de Basalt.
El joven se desplomó contra Dolbin, vencido; esperaba que lo mataran de un modo rápido, ya que no le quedaban ni fuerzas ni ánimo para luchar. El sargento lo obligó a incorporarse y luego esbozó una sonrisa altiva.
—Te gustará mi juego… ¡Te daré una oportunidad de escapar! —El semblante de Basalt expresó una leve esperanza, que era justo la clase de respuesta que buscaba el derro—. Bien, ahora estás preparado para escucharme. Las reglas son muy simples. Te dejaré marchar y procuraremos darte caza otra vez. Te daremos un minuto de ventaja, por supuesto, para que sea deportivo.
El ojo derecho se le había cerrado por la hinchazón, pero observó al sargento con el izquierdo.
—¿Y si me cogéis? —resolló, a la par que unas agónicas punzadas de dolor se le clavaban en las costillas magulladas.
El derro meneó la cabeza con un gesto simulado de pesar y chasqueó la lengua.
—No deberías abandonarte a ideas tan feas. Pero, para darte una pista, te contaré lo que le ocurrió a un Enano de las Colinas espía que fue capturado en Thorbardin hace un par de días.
A Basalt le daba vueltas la cabeza y se sentía próximo a desmayarse por las heridas infligidas, pero se obligó a escuchar las siguientes palabras de Dolbin.
—¿Cómo decirlo? —El sargento se dio unos golpecitos en la barbilla mientras adoptaba una fingida expresión compasiva—. ¡Ya lo tengo! ¡Fue liberado de la pesada carga que significa ser un Enano de las Colinas!
Sus hombres estallaron en carcajadas.
¡Flint! Dolbin sólo podía referirse a él. La noticia acabó con el último resquicio de esperanza y dejó al joven más abrumado que la paliza recién recibida. Tuvo la vaga sensación de que Dolbin le hablaba.
—… no estropearás el juego dándote ya por vencido, ¿verdad? Te daríamos una muerte mucho más dolorosa si no le pones interés a la caza —le advertía.
El derro empujó a Basalt con rudeza fuera del círculo de soldados. El Enano de las Colinas cayó al suelo y de nuevo se esforzó por ponerse de pie, mientras los guardias lo pateaban. Dolbin lo cogió por el hombro y apretó con fuerza; luego lo condujo al borde del claro, por el lado opuesto al que había salido un rato antes.
—¡Muévete!
Basalt notó que sus piernas se movían con voluntad propia y se encontró corriendo a trompicones en dirección a los árboles.
—¡Recuerda que estaremos pisándote los talones! —gritó Dolbin, y sus hombres rompieron a reír una vez más.
Basalt pasó el borde del claro; en medio de su aturdimiento, esquivó a duras penas un tronco caído. Corrió con todas sus fuerzas, sin importarle hacia dónde, y, en más de una ocasión, chocó contra un árbol y tropezó en la maraña de enredaderas. Ansiaba detenerse y descansar, o parar a escuchar alguna señal de sus perseguidores, pero no podía; de hacerlo, cabía la posibilidad de que no volviera a moverse jamás. Tampoco ignoraba que sería incapaz de escuchar otra cosa que el sonido de sus propios pulmones presionando contra las magulladas costillas, o el palpitar de la sangre en sus oídos.
Corrió ciegamente, casi de manera inconsciente, hasta que, de pronto, el suelo desapareció bajo sus pies. Dio un paso en el vacío y lo rodeó una negrura plateada. Un instante después, Basalt se zambulló en un arroyo frío como el hielo. Quiso gritar, aun cuando su instinto luchó por mantener el control. Sentía el pecho oprimido como si estuviera vendado.
Aterrado, Basalt gateó por la fangosa orilla y se quedó allí tendido, perdido el ánimo por completo. Las escasas fuerzas que le restaban las dedicó a contener el llanto. No lo haría, se juró, aunque los derros lo encontraran y lo cortaran allí mismo en rebanadas.
—Sé que tío Flint no lloraría de estar en mi lugar —barbotó entre los dientes apretados.
Aun así, no pudo evitar que las lágrimas acudieran a sus ojos por el dolor, el miedo y la desesperación. Y por su tío Flint.
Pasados unos minutos, el llanto cesó. De nuevo percibió los sonidos del bosque. Los dientes dejaron de castañetearle y el zumbido de los oídos remitió. Se arrastró unos cuantos metros más hacia la espesura y allí se quedó tumbado, esperando la llegada de los derros.
Escuchó con atención durante varios minutos, pero no oyó nada. «¿Habrán perdido mi pista?», se preguntó. Pero sabía que tal cosa no tenía sentido. Habituados a vivir bajo tierra, los theiwar podían ver mejor que él en la oscuridad y, además, ellos no estaban asustados y razonaban con claridad. No cabía duda de que había dejado un rastro que hasta un niño sería capaz de seguir. En tal caso, ¿dónde estaban? ¿Por qué no venían?
«O están jugando conmigo, o… o ni siquiera se han molestado en seguirme», pensó Basalt. Cosa curiosa, la primera alternativa no lo asustaba en lo más mínimo, pero la segunda lo enfurecía. Rememoró la humillante paliza, las contusiones, los huesos fracturados; sintió los cortes y arañazos sufridos durante su alocada huida por el bosque. No era más que una diversión para esos derros; primero un saco donde descargar sus golpes y luego un conejo asustado al que ahuyentar.
El sentimiento de vergüenza se agudizó de tal modo que se le hizo intolerable. Exhausto más allá de todo límite, destrozado en cuerpo y alma, Basalt se sumergió en la misericordiosa bruma de la inconsciencia.
Flint rodó por el pronunciado declive del tobogán pedregoso, tan pronto cabeza abajo como cabeza arriba, chocando de lado a lado. Luchó por controlar en parte la caída en picado, mas apenas diferenciaba arriba de abajo. Las aristas del granito le rasgaban la ropa y la carne, mientras sus manos buscaban a tientas algo a lo que agarrarse. De repente, sus cortos dedos chocaron contra algo largo, delgado y duro, y de inmediato se cerraron en torno a ello.
Lanzó un gemido de dolor cuando la mano resbaló a lo largo de la nudosa vara. Su peso propinó un brusco tirón que desprendió fragmentos del muro; una lluvia de piedras y tierra le cayó sobre la cabeza. Miró hacia arriba y descubrió que estaba agarrado a una vieja raíz medio enterrada en la pared del pozo. Apretó aún más los dedos y se aferró a ella con toda la fuerza que nacía de su desesperación.
Sus pies rozaron un saliente rocoso. Temiendo que la piedra se desprendiera, Flint afianzó el agarre a la raíz antes de comprobar con las puntas de los pies el tamaño del saliente. Descubrió con alarma que tenía sólo unos quince centímetros de profundidad, bien que su anchura era el triple. Con la espalda apretada contra el muro, contuvo el aliento en tanto trataba de ordenar sus ideas.
¿Y ahora qué?
Apenas aquel pensamiento había tomado forma en su mente cuando algo pesado le cayó sobre los hombros con un brutal encontronazo.
—¡Socorro!
Aturdido, desequilibrado por el golpe, Flint estuvo en un tris de soltarse de la raíz y precipitarse de nuevo al vacío, pero un ciego instinto lo hizo cerrar los dedos en torno a la rama. A despecho del timbre aterrado de la voz, reconoció en ella a la joven capitana, aunque ni siquiera se atrevió a moverse ni un centímetro para mirar hacia arriba.
—No puedo aguantar más… —gritó la enana, a la vez que se tambaleaba sobre los hombros de Flint y agitaba los brazos en busca de equilibrio.
—¡Pon los pies en el saliente! —siseó Flint—. ¡Arrímate a la pared!
Apretándose aún más contra el muro, el enano la agarró por los brazos con la mano libre y la sostuvo con fuerza mientras ella se afanaba por ponerse de pie en el saliente. Flint le guió las manos hasta la raíz y los dos se aferraron a ella en medio de jadeos producto del miedo y el agotamiento.
Tras un breve descanso, Flint dirigió una mirada a la joven.
—¿Qué haces aquí? —preguntó con sarcasmo, mientras apoyaba la sangrante mejilla contra el hombro—. ¿De paseo? —La tierra que se había tragado le provocó una tos violenta.
—¡Muy gracioso! —replicó Perian, sin atreverse a mover un músculo—. Me arrojaron detrás de ti por orden de ese hijo de perra de Pitrick. Y como a tal lo empalaré y lo asaré a fuego lento, por lo que me ha hecho.
—Eso, contando con que no acabemos empalados nosotros antes —comentó Flint—. ¿Tienes idea de lo hondo que es el pozo, o cómo salir de él, o qué hay exactamente en el fondo?
—¡Claro que no! —espetó Perian—. Es la fosa de una bestia. Nadie baja a explorar. Lo que es más, nadie ha bajado aquí con esperanza de salir vivo.
Un sonido procedente del fondo la paralizó. Sus ojos se quedaron rendidos en los de Flint.
—También lo he oído.
El enano se movió con cuidado a fin de tener una mejor visibilidad del fondo de la sima. El pozo de la vieja mina se retorcía y doblaba conforme descendía. Tras unos instantes, sus ojos enfocaron lo que supuso que era el suelo terroso del fondo, unos nueve metros más abajo. Mientras se esforzaba por captar algún otro detalle, el ruido —algo semejante a un reptar sordo— se repitió. Y una sombra pasó por el fondo.
—En nombre de Reorx, ¿qué es eso? —preguntó Flint, sin apartar la mirada del agujero.
—Algo mortal —contestó Perian—. Es todo cuanto sé. Y, para serte sincera, prefiero mantenerme en la ignorancia. Lo único que quiero es que me dejen de temblar las manos para trepar y salir de aquí.
—Me temo que no será posible —dijo Flint, que escudriñaba el túnel del fondo—. Las paredes de esta sima son ásperas, pero inestables. Si intentas escalarlas, lo más probable es que te precipites al vacío antes de lo que piensas. Si tuviéramos algo a lo que agarrarnos, tal vez lograríamos…
Un ruido rasposo, procedente de abajo, interrumpió su razonamiento; era como si una enorme masa se arrastrara sobre rocas húmedas. Perian soltó una mano de la raíz para agarrarse al hombro de Flint.
—Lo veo moverse allá abajo —susurró—. ¡Ahí está otra vez!
Flint parpadeó en un intento de enfocar el reducido espacio del piso visible en el fondo de la sima. Ahora percibía el ruido con total claridad. Era una especie de arrastre, de chapoteo, acompañado de numerosos golpes sordos semejantes a un palmoteo. A pesar de resultarle familiar, no acababa de identificarlo.
Hasta que el hedor se hizo perceptible. Una oleada espesa, repugnante, de olor a podrido y desperdicios, los envolvió y saturó el aire del pozo. Perian dio un respingo y se apretó contra el muro, en tanto Flint escupía en un vano intento de librarse del repugnante regusto adherido a su paladar.
—¿Qué es eso? —jadeó la muchacha.
—Un carroñero reptante. Comen de todo, siempre y cuando esté muerto. Y, si no lo está, mejor aún, pues de ese modo se divierten matándolo. También trepan, así que imagino que no tardará en subir.
Como si sus palabras hubiesen sido una señal, una sección de carne rosa y púrpura asomó por el fondo de la sima. Al momento, un enorme ojo verde enfocó a los dos enanos. Unos tentáculos brillantes, de más de metro y medio de largo, crecían en torno a unas fauces rechinantes, repletas de cientos de dientes afilados como cuchillas. La cabeza se meció atrás y adelante, de modo que aparecía y desaparecía de la vista de los enanos. Entretanto, la pestilencia se había intensificado y el ruido había aumentado.
—Busca piedras grandes; tal vez podamos ahuyentarlo —aconsejó frenético Flint, a la vez que se soltaba de la raíz y palpaba a tientas la pared del pozo. Unos instantes después, tenía apilado a sus pies un pequeño montón de piedras del tamaño de su puño—. No es que sea mucho, pero quizá logremos retrasar su ataque. Apúntale a los ojos. Y, hagas lo que hagas, no dejes que esos tentáculos rocen siquiera tu piel.
—¿Por qué? —susurró Perian, con la mirada prendida en la cabeza balanceante.
—Su veneno te paralizaría para, de ese modo, devorarte más tarde, con entera comodidad. ¡Ten cuidado!
Flint cogió un par de piedras. Sujetándolas con una mano, apartó la derecha de Perian, aferrada a la raíz, y la forzó a coger uno de los pedruscos.
—Cuando te lo diga, ¡lánzasela y que pruebe el sabor de la roca!
El tacto de la piedra en la mano le proporcionó a Perian un objeto en el que enfocar la mirada. La alzó y la dio vueltas en su palma. «Un buen tiro con esto podría quebrar un yelmo de acero», pensó la joven. Se volvió hacia la sima, con el proyectil alzado sobre su cabeza.
En aquel momento, el reptil carroñero surgió de improviso tras un recodo del túnel, y los tentáculos ondeantes se dispararon en dirección al saliente. Ahora Flint divisaba casi la totalidad del repulsivo cuerpo segmentado que se retorcía a lo largo de los contornos del túnel. Un par de patas, cortas pero gruesas, blancas y cubiertas de limo, se proyectaban de cada sección del cuerpo. Cada pata terminaba en un par de ventosas succionadoras tan grandes como la cabeza del enano. Se veían restos de carne putrefacta de anteriores comidas pegados al cuerpo de la bestia. Flint sintió el acre sabor de la bilis en la garganta y el estómago revuelto. La criatura era mucho más grande que cualquiera de los carroñeros reptantes que jamás había visto o de los que le habían hablado: era el venerable abuelito de todos los carroñeros. Tragando saliva con dificultad, el enano apretó los dedos en torno a la raíz y lanzó la piedra. Tras un seco impacto en la cabeza de la bestia, el proyectil salió rebotado y cayó al suelo de la sima sin que la bestia lo advirtiera siquiera.
Al punto, el brazo de Perian se disparó hacia adelante. La piedra se coló justo en la boca del carroñero y desapareció en medio de una lluvia de fragmentos de diente. Era imposible adivinar si la bestia sentía algún dolor, pero la repulsiva cabeza emitió una especie de rugido y retrocedió con premura. A pesar de que el animal estaba unos dos metros por debajo de ellos, tres tentáculos se dispararon en el aire y se enrollaron en torno al tobillo de Flint. Al instante, el cuero de la bota siseó y soltó vapor; el enano sintió un ardiente escozor y supo que se le habían levantado ampollas en la piel. A pesar de que el cuero del calzado había evitado que sufriera daños irreparables, Flint aulló de dolor. Cogió otra piedra y machacó con ella los delgados apéndices tirantes. Uno tras otro, logró partirlos con golpes furiosos. Bajo el pie del enano, la roca del saliente se manchó de un fluido viscoso y azulado.
Perian lanzó otra piedra a la bestia y acertó a golpearla justo en el borde de un ojo. Encolerizado, el carroñero retrocedió con gran velocidad y propinó un tirón de la pierna de Flint. El enano se agarró desesperado a la raíz con una mano, mientras que con la otra buscaba cualquier cosa a la que sujetarse. Perian lo aferró por los hombros justo en el momento en que el monstruo daba un nuevo tirón; ambos enanos salieron disparados de la repisa y cayeron al vacío. El tentáculo restante, enrollado en torno a la pierna de Flint, se tensó aún más y después se partió en dos. Todavía abrazados el uno al otro, Flint y Perian se precipitaron sobre la bestia y se deslizaron por el lomo segmentado hasta que, por último, aterrizaron encima de un montón de huesos apilados en el suelo.
Flint lanzó un gruñido mientras se ponía de pie. Al parecer, estaba ileso, pero la pierna, todavía con los fragmentos de los tentáculos enrollados a la bota, perdía sensibilidad por momentos.
Echó una ojeada en derredor y vio que se encontraban en un callejón sin salida. No divisaba hasta dónde se extendía la caverna, pero era la única vía de escape factible.
—Aprisa, necesitamos alguna clase de arma —gritó Flint a la postrada muchacha—. ¿No tienes una daga…, cualquier cosa?
—La tenía, pero se me cayó —respondió con un hilo de voz.
—¿Se te cayó? —gruñó él con incredulidad.
—Debió de salirse de la funda cuando resbalé por el pozo —replicó a la defensiva, mientras se esforzaba por incorporarse.
—Busquémosla. Quizá la encontremos y, si no la daga, cualquier otra cosa. No disponemos de mucho tiempo. —Flint alzó la vista hacia la pared del túnel donde el carroñero debía de encontrarse, pero la bestia ya se había dado media vuelta y se movía en su dirección—. ¡Corramos!
El enano agarró a la joven por la muñeca y tiró de ella para obligarla a ponerse en marcha. Flint, que escudriñaba el suelo mientras corría, atisbó un destello metálico entre las piedras y los huesos esparcidos que alfombraban la guarida del carroñero. De un puntapié, desenterró la hoja de una daga, algo oxidada pero todavía sólida, de unos veinte centímetros de largo. Con la mano libre, la recogió con rapidez, sin detener la carrera.
—¡Está ganando terreno! —gritó Perian—. ¿A qué velocidad se mueve esa cosa?
—Más deprisa que nosotros —resopló Flint, a la par que echaba una ojeada por encima del hombro. El terror se apoderó de él al ver que la criatura se encontraba a poco más de tres metros y avanzaba con alarmante fluidez gracias a las numerosas patas que se movían con una cadencia ondulante a lo largo de los flancos. Entonces, mientras Flint la miraba horrorizado, la bestia alargó uno de los tentáculos y lo enrolló en torno al cuello de Perian; el tirón frenó en seco a la muchacha y lanzó a Flint contra la pared de la caverna.
—¡Por todos los dioses! —juró el enano—. ¡Suéltala, maldito gusano apestoso!
Blandiendo la hoja oxidada, giró sobre sí mismo y se abalanzó sobre la bestia que retrocedía. Con una mano agarró a Perian por el jubón, a la vez que acuchillaba el elástico y pringoso tentáculo. El miembro medio cercenado se agitó como un látigo y esparció en el aire una rociada de veneno y sangre espesa y azulada. Fueron precisos tres golpes fulgurantes con el deslucido acero para liberar a la joven enana. Flint se cargó al hombro el cuerpo de Perian, paralizada pero aún consciente, y retrocedió de espaldas, sin perder de vista al carroñero. La bestia pareció quedar momentáneamente aturdida por la herida sufrida, si bien Flint no ignoraba que tenía un cerebro demasiado pequeño como para pensar en rendirse ante cualquier enemigo. En efecto, algo captó su atención: comida. Comida en forma de sus propios tentáculos cercenados, caídos a sus pies.
Flint no podía dar crédito a sus ojos al ver que el horrendo ser de pesadilla engullía sus propios despojos. El enano se dio media vuelta y reanudó la carrera, internándose en la caverna; era consciente de que hasta ahora seguía vivo sólo porque había tenido suerte.
«Esto puede que sea lo último que haga en mi vida —pensó, mientras corría en medio de la oscuridad—. Y no lo estoy haciendo muy bien», agregó, cuando el tobillo entumecido le falló bajo la carga de su propio peso y el de Perian. Enfebrecido, se recostó contra la pared y se obligó a incorporarse. Luego, prosiguió la marcha hacia el interior de la guarida de la criatura, arrastrando consigo tanto a la muchacha como a su pie insensibilizado.
De improviso, la caverna se estrechó. Unos metros más adelante llegaba a su fin. Un muro de roca sólida les cortaba la salida por este lado. Flint dejó a Perian en el suelo; los ojos de la joven lo miraban con impotencia. El apartó la vista de aquella mirada aterrorizada y aferró con decisión la miserable hoja oxidada. Soltó una risita desabrida.
—Te bautizo con el nombre de Trance, pequeña daga, por si te sirve de algo. Eres todo cuanto se interpone entre nosotros y la perdición. Espero que estés a la altura de las circunstancias.
En el momento en que se volvía para enfrentarse al carroñero reptante, captó por el rabillo del ojo un destello de luz procedente de una fisura de la pared. Con decisión, levantó el cuerpo inerte de Perian y la metió de cabeza por la grieta abierta en la roca, condujera a donde condujera. La empujó hacia adelante pero, de repente, la joven se quedó atascada de manera que no podía moverla para atrás ni para adelante.
—Discúlpame, Perian —susurró, a la vez que apoyaba el hombro en las rotundas nalgas y empujaba con todas sus fuerzas.
El cuerpo de la enana se deslizó unos centímetros y luego, de repente, como si desde el otro lado algo tirara de ella, atravesó zumbando el muro y desapareció de la vista. Perplejo, Flint ladeó la cabeza a fin de mirar por el agujero, pero un par de manos lo agarraron por el borde de la túnica y lo arrastraron también a él a través de la grieta.
Flint se incorporó sobre las rodillas y vio a Perian tendida en el suelo, frente a él. Alzó la vista.
Esbozando una mueca bobalicona y con una actitud prepotente, se encontraba la criatura más sucia y barriguda que el enano había visto en su vida.
—¡Que me cuelguen! ¡Un enano gully! —exclamó Flint.
—¿Qué hacer vosotros ahí? Monstruo cogeros —dijo con simpleza el enano gully, y chasqueó la lengua, como reprendiéndolos.
—No me digas —musitó con ironía Flint—. ¿Dónde nos encontramos?
El enano gully, hinchado de orgullo, sonrió radiante.
—Vosotros, en Lodazal.