9.-
Por distintos caminos

Le quitaron su hacha de inmediato; sin ella, Flint se sentía desnudo. Todavía furioso consigo mismo por la facilidad con que había dejado que lo capturaran, el enano dedicó una mirada iracunda a los ocho guardias de la patrulla que lo vigilaban atentos, mientras aguardaban el regreso del destacamento que había partido para informar a su comandante. Los centinelas del túnel eran enanos derros, de piel blanca y ojos desmesurados. Vestían relucientes armaduras negras y se cubrían con yelmos adornados con penachos color púrpura.

A pesar de que habían izado la jaula y, por lo tanto, ya no estaba atrapado entre rejas, los guardias derros obligaron a Flint a sentarse en un nicho abierto en la pared rocosa del túnel. Mientras esperaban, los theiwar se entretenían con una especie de juego de apuestas, para lo que arrojaban unos guijarros sobre el pulido suelo, a la entrada del reducido nicho. La huida, por el momento, quedaba descartada. No podía hacer otra cosa que quedarse sentado mientras el tiempo transcurría con lentitud.

—¿Quién está al mando? —preguntó en una ocasión, cuando había pasado más de una hora.

Uno de los guardias alzó la cabeza lo miró con frialdad. Sus enormes ojos claros demostraban tanta emoción como los de un pescado muerto, pensó Flint.

—Cierra el pico —rezongó por toda respuesta.

Más tarde, Flint escuchó el ruido de varios pares de botas. Los guardias se apresuraron a guardar los guijarros y se pusieron firmes. Los pasos resonaban más cercanos, pero Flint no divisaba a quienquiera que se aproximaba hacia la boca angosta del nicho.

—¡Columna, alto!

La orden, articulada por una voz dura, bien que femenina sin lugar a dudas, detuvo la marcha.

—¿Y el prisionero? —oyó preguntar a la misma voz.

—Aquí, capitán.

Dos derros levantaron a Flint con brusquedad y lo sacaron a empujones del nicho. El Enano de las Colinas se encontró frente a frente con una joven Enana de las Montañas que dirigía un destacamento de guardias. A diferencia de sus subordinados, que manejaban hachas de guerra, portaba un hacha pequeña y llevaba sobre los hombros las charreteras de su rango.

Su semblante apacible y sereno y sus cálidos ojos de color avellana la diferenciaban por completo de los demás soldados, todos ellos varones. Llevaba el mismo tipo de yelmo que sus hombres, con el penacho púrpura, pero bajo él escapaban unos rizos cobrizos que se agitaban sobre sus hombros con cada movimiento de cabeza. Bajo las mangas de la cota de malla se advertían unos brazos nervudos y fuertes, pero el peto de acero sugería las formas plenas de su innegable femineidad.

—¿Por qué se me retiene prisionero? Exijo… —soltó Flint de buenas a primeras, pero lo hizo enmudecer la bofetada propinada por la carnosa mano de uno de los guardias.

—Aquí los prisioneros no tienen ningún derecho —dijo con frialdad la joven enana—. Hablarás cuando se te permita hacerlo. Mientras tanto, sujeta la lengua. Tendrás ocasión de hablar largo y tendido cuando confieses tus crímenes de espionaje a los theiwar. Vamos.

La patrulla lo rodeó. En silencio, regresaron por donde habían venido y se metieron en las profundidades del túnel, en dirección a Thorbardin. Flint advirtió que el pasaje había sido ensanchado hacía poco, o, tal vez, era un acceso reciente; la roca de las paredes no había sido desbastada y en algunas partes se percibían las muescas dejadas por los cinceles. Las rodadas de las carretas eran visibles, pero no habían marcado aún el pétreo suelo.

Más adelante, el túnel torcía a la izquierda y, poco después, desembocaba en una vasta caverna. En el aire flotaba un velo de humo y el repicar de pesadas herramientas de hierro resonaba de manera ininterrumpida y levantaba ecos ensordecedores en la cámara. Ante Flint se alzaban montones enormes de carbón que formaban una barrera negra de unos siete metros de alto. Este parapeto obstaculizaba la visión del resto de la caverna.

—Esto tiene visos de un trabajo importante —comentó Flint con disimulada inocencia—. ¿Fabricáis aperos de labranza?

En principio pareció que la joven enana no lo había escuchado. Después se volvió y le dedicó una mirada sarcástica.

—Me sorprendes. No pareces estúpido…

—Gracias… —la interrumpió.

—… sólo temerario —terminó ella, como si Flint no hubiese hablado—. Acepta un buen consejo: refrena tu curiosidad y tu lengua, si no quieres perder ambas.

El estudió el perfil de la mujer con curiosidad. ¿De qué raza enana era esta capitana? No se ajustaba a la idea que tenía de un Enano de las Montañas y sus ojos y su cabello no encajaban con los de los otros derros. Aun así, no cabía duda de que era un líder y su rango indicaba que su habilidad había sido reconocida y premiada.

Salieron de la gruta por la izquierda y penetraron en un laberinto de calles con aspecto de túneles. Desde la avenida central partían incontables vías adyacentes por las que los Enanos de las Montañas transitaban en silencio y con paso vivo. En lo alto, a unos siete metros, se divisaba el techo pétreo de la avenida. Los edificios construidos a ambos lados de la calle se alzaban desde el suelo hasta el techo; al contar las ventanas de las fachadas, Flint coligió que la mayoría tenía tres e incluso cuatro plantas. Algunos estaban construidos con piedra y ladrillo, en tanto que otros parecían estar excavados en las mismas entrañas de la montaña. Todos ellos, sin embargo, lucían los adornos del labrado elaborado y barroco, característico de las ciudades derros. Toda la arquitectura enana tiende a ser pródiga en esculpidos y tallas, pero los theiwar eran partidarios de un estilo que a Flint le resultaba opresivo, sombrío.

En su deambular a lo largo de manzanas de edificios, el Enano de las Colinas observó los establecimientos y las viviendas; escuchó el ruido inconfundible y alborotador de las tabernas, los sonidos de los hogares que se preparaban para iniciar un nuevo día, el sordo retumbar de industrias y talleres artesanales. Es decir, el ajetreo propio de una gran ciudad.

—Así que esto es Thorbardin —dijo, tan asombrado que por un momento olvido lo apurado de su situación.

—Una de las ciudades de Thorbardin —lo corrigió su acompañante—. La ciudad theiwar, del thane Realgar.

Recorrieron una amplia avenida en la que reinaba una oscuridad casi absoluta, ya que la única iluminación la proporcionaban unas antorchas pequeñas, insertas en las paredes y el resplandor emitido desde el interior de los edificios por chimeneas y cocinas. Flint veía sin dificultad en la oscuridad y suponía que los derros estaban aun más familiarizados con ella. Esta ciudad era tan grande como cualquiera de las grandes urbes que Flint había visitado. ¡Y era sólo una entre las muchas de Thorbardin! Por primera vez, el Enano de las Colinas captó la grandeza del reino de las montañas.

Por fin, dejaron la avenida y entraron en una calle lateral. El inesperado entrechocar de metales hizo que Flint levantara la mirada con alarma, todavía fresco el recuerdo de la jaula en la que había quedado atrapado poco tiempo atrás. El ruido, de hecho, provenía de una especie de jaula, pero esta última era un receptáculo de barras metálicas suspendido de una gruesa cadena. El artefacto se posó con estruendo en un armazón cuadrado de metal que había frente a ellos. La joven enana dio un paso y abrió la jaula.

—¿Qué es esto? —rezongó Flint—. ¿No os conformáis con un calabozo subterráneo para meter a vuestros prisioneros?

Uno de los derros le propinó un empujón para obligarlo a avanzar, en tanto que su capitán miraba al forastero con sorpresa.

—Es un elevador. En verdad, eres un bárbaro. Entra. Nos dirigimos al nivel tres para… mantener una entrevista.

Ella y dos guardias penetraron también en la jaula.

—¿Y después, qué? —inquirió Flint ceñudo, mientras procuraba ocultar su nerviosismo al ascender de improviso el artefacto. Los theiwar, por el contrario, se mostraban indiferentes ante el suave balanceo de la jaula.

—Depende de Pitrick. —La enana lo miró a los ojos por primera vez desde su encuentro—. Deberías haber previsto las consecuencias de tus actos —agregó con un ribete de ira.

—¿Quién es Pitrick?

—El consejero del thane Realgar.

Se sumieron en el silencio mientras el artefacto proseguía el ascenso. La jaula pasó por un angosto cilindro cavado en la roca sólida y a poco emergió a una llana plataforma cuadrada de unos treinta metros de lado. El techo estaba bastante alto, casi en el límite de visión de Flint en la oscuridad. Parecía ser el techo natural de una caverna, no una obra de excavación, si bien cómo o por qué lo sostenían cuatro paredes iguales constituía una incógnita para el enano. Cada una de las paredes tenía una puerta robusta y en cada una de ellas había un par de guardias que llevaban un yelmo con el penacho púrpura, igual al de los centinelas del túnel.

Uno de los derros abrió la puerta de la jaula.

—Sal —ordenó la enana a Flint.

Todos abandonaron el elevador y ella se encaminó hacia una de las puertas, pero se detuvo al llamarla Flint.

—¡Aguarda! —gritó el Enano de las Colinas.

La joven se volvió y lo miró con curiosidad. El advirtió que algunos de los rizos cobrizos se habían escapado del yelmo y le caían sobre la frente.

—¿Qué ocurre? —inquirió, mientras se apartaba los molestos mechones.

—¿Puedo saber cómo te llamas? —se sintió impelido a hacer aquella pregunta.

Ella dudó un momento y Flint tuvo la sensación de que los rasgos de su semblante se suavizaban.

—¿Por qué no? —dijo, mientras giraba sobre sus talones y se dirigía hacia una de las cuatro puertas, que los guardias derros abrieron con premura. Con igual rapidez, la cerraron a espaldas de la joven y Flint la perdió de vista.

—El capitán Cyprium desea veros, señor —anunció el fornido sargento que guardaba la puerta de Pitrick.

—Hazla pasar.

La voz, procedente del interior de la vivienda, le recordó a Perian el siseo de un reptil. Atravesó el umbral y la puerta se cerró de inmediato a sus espaldas.

—¿Me traes noticias o es una visita de cortesía? —inquirió Pitrick.

El consejero, sentado en un sillón de granito y vestido con una túnica de seda dorada, observó con interés la entrada de la joven.

—Hemos capturado a un Enano de las Colinas en el túnel —fue su informe sucinto.

Pitrick se incorporó de un salto; su figura grotesca se movió con sorprendente agilidad.

—¡Excelente! —exclamó, palmeando complacido.

—Parece bastante inofensivo —agregó Perian.

—No me interesa tu opinión —se mofó el consejero—. Lo que es o no, y su destino, lo decidiré yo.

—¿He de llevarlo ante el thane?

El jorobado se acercó a la joven y la miró; sus labios esbozaron una mueca cruel. El rostro de Pitrick estaba tan próximo que su desagradable aliento despertó en ella la habitual repulsión.

—Su excelencia me ha dado plenos poderes en todo lo referente al túnel y la ruta comercial. No es menester consultarlo. Y tal vez sea preciso que te recuerde, mi dulce guerrera, que «en todo lo referente al túnel» te incluye a ti.

Pitrick se apartó de la joven.

—Veré al prisionero, pero no aquí. Llevadlo al túnel situado más allá de los Suburbios Norte… Ya conoces el lugar.

Perian sintió el estómago revuelto. Sí, conocía el sitio.

—Ah —añadió el consejero, volviendo el rostro hacia ella. La mueca se había tornado en una leve sonrisa taimada—. Captura a uno de esos aghar que merodean a cualquier hora entre los desperdicios del basurero. Tráelo junto con el Enano de las Colinas. Estad todos en el túnel dentro de cuatro horas.

—¿Un enano gully? ¿Para qué?

Los aghar, o enanos gullys, eran la plaga común de Thorbardin. Pertenecían a la casta más baja de los enanos y eran tan sucios, malolientes y estúpidos que pocos enanos de los otros clanes toleraban su presencia. Los aghar vivían en cubiles secretos de los que emergían a menudo a fin de revolver los desperdicios y las basuras en busca de «tesoros» que se apresuraban a llevar a sus guaridas. Sin embargo, eran unas criaturas pequeñas e inofensivas, en opinión de Perian.

—¡No importa para qué! —bramó Pitrick, con una vehemencia que sorprendió a la joven—. ¡Me obedecerás, o…! —Su voz adoptó un tono bajo y ominoso—. O pagarás el precio de tu insubordinación.

El súbito destello en los ojos del enano no dejaba lugar a dudas sobre la naturaleza de tal precio.

A Flint le sorprendió la expresión del semblante de la capitana theiwar cuando ésta salió por la puerta y regresó precipitadamente hacia el elevador. La joven eludía la mirada del enano y no contestó ninguna de sus preguntas, excepto una.

—Me llamo Perian Cyprium —le dijo.

—Flint Fireforge —se limitó a responder.

La jaula los bajó de regreso al nivel de la calle y marcharon avenida adelante; torcieron en una esquina, y siguieron a lo largo de varias callejas. Por todas partes Flint veía enanos ocupados que caminaban deprisa y en silencio, absortos en sus propios asuntos. Jamás había visitado una urbe tan populosa y, aun así, tan excepcionalmente lúgubre y sombría.

Llegaron a unos barracones donde varios pelotones de guardias estaban de pie o caminaban por el patio. A Flint lo metieron en una celda donde permaneció sentado y sin que lo molestaran durante varias horas.

Cuando, por fin, un par de guardias derros lo sacaron a empujones y lo llevaron a la calle, se encontró con Perian y media docena de soldados. Flint advirtió que estos últimos arrastraban a remolque a un infeliz enano gully. La nariz del hombrecillo le goteaba y sus enormes ojos desencajados estaban llorosos e inyectados en sangre. Su mirada atemorizada iba de uno a otro guardia. La presencia de un enano gully en Thorbardin resultó una sorpresa para Flint.

—Seguidme —ordenó con sequedad Perian, tan pronto como el Enano de las Montañas se reunió con ellos, sin darle opción a hacer preguntas.

La joven los condujo un extenso trecho, pero se mantuvo ala cabeza de la marcha, por lo que Flint no tuvo oportunidad de hablarle.

Aparte de la cadencia de las pisadas, el único sonido perceptible era el lloriqueo del gully, que no remitió ni cuando uno de los guardias se lo ordenó al tiempo que lo abofeteaba para dar énfasis a su mandato. Dejaron atrás la gran caverna de la ciudad y se internaron de nuevo en un túnel estrecho, de vuelta hacia la misma dirección por donde Flint había entrado en la montaña. No abrigaba ilusiones de que tuvieran intención de liberarlo, sin embargo.

Su suposición se confirmó cuando el silencioso grupo giró y penetró en una gruta estrecha e inhóspita en que se bifurcaba el túnel principal.

«Has estado en situaciones más apuradas que ésta», se dijo Flint, aun cuando no recordaba ninguna peor.

La capitana se detuvo junto al borde de una sima oscura que se abría de manera abrupta en el pétreo suelo. Flint se preguntó cuál sería la causa de los curiosos arañazos marcados por toda la circunferencia del pozo, pero todas las respuestas que se le ocurrían lo indujeron a desechar cuanto antes cualquier suposición. Advirtió que la boca de la sima era bastante amplia, ya que apenas distinguía el lado opuesto, a pesar de su capacidad visual en la oscuridad. Las paredes tenían aspecto de grava suelta —imposible trepar por ellas— y caían casi en perpendicular, aunque con una ligera angulación que les daba forma de tobogán.

Los guardias derros se colocaron en semicírculo en torno a Flint y al aghar. Perian se situó a unos cuantos pasos de distancia. A juzgar por su actitud, aguardaba a alguien.

Poco después, se escucharon unas pisadas que se aproximaban, si bien era una forma curiosa de caminar ya que al sonido de un paso lo seguía un roce sordo, como si algo se arrastrara. La secuencia de ambos ruidos se repitió una y otra vez. Por fin, Flint vio el porqué.

El enano que entró en la gruta era el ejemplo más repulsivo de la raza derro que jamás había visto Flint. Su aspecto grotesco no se debía sólo a su figura deforme ni a sus finos labios —en los que llevaba impresa una mueca cruel, permanente en apariencia— o la rala barba de cabellos finos y grasientos. La diferencia radicaba en sus ojos.

Aquellas órbitas horrendas se clavaron en Flint con una fijeza e impasibilidad que recordaba la mirada de un insecto. Sin embargo, cuando centellearon por el odio, su intensidad golpeó a Flint cual una bocanada de aire procedente de un horno.

—Eres un Enano de las Colinas —espetó el sujeto, articulando las palabras como un insulto.

El interpelado mantuvo la compostura, aunque se sabía incapaz de disimular su repulsión.

—Y tú debes de ser Pitrick —respondió.

Los guardias se apartaron para dejar paso al consejero. Si bien Flint tenía la absoluta certeza de no haber visto a este derro hasta ahora, había algo en el medallón que colgaba de su cuello que…

«El jorobado lanzó el humo azul…».

¿Qué había dicho Garth en el patio de carretas? «… El humo azul que salía del colgante que llevaba al cuello».

La comprensión se abrió paso en su mente como una descarga, le abrasó las entrañas y se propagó como fuego por sus miembros. ¡Aquí estaba el enano que había asesinado a Aylmar, el misterioso «jorobado» mencionado por Garth! De manera deliberada, Flint tensó los músculos. Observó la posición de los guardias que lo flanqueaban; sabía que, tal vez, no se le presentaría otra ocasión para vengarse y que disponía sólo de un instante para llevar a cabo el ataque. Tenía sólo unos segundos para matar.

Con movimientos torpes, Pitrick se apartó a un lado y dos guardias derros se interpusieron entre Flint y su enemigo. ¿Acaso sospechaba algo? «Es un mago, de eso no cabe duda. ¿Pero puede leerme la mente?», se preguntó. Sin embargo, su rostro no reflejaba temor, sino orgullo y odio. El Enano de las Colinas domeñó su cólera, resuelto a esperar otra oportunidad, si bien su instinto lo urgía a lanzarse en un ataque irreflexivo y suicida.

El consejero contempló a Flint unos momentos antes de hablar.

—Voy a hacerte unas preguntas. Tendrás que responderlas. He preparado una demostración, un ensayo general de un futuro posible, llamémoslo así, a fin de asegurarme de que cuento con toda tu atención.

Pitrick miró al derro más cercano al aghar e hizo un gesto con la cabeza. Asqueado, Flint adivinó lo que seguía.

El soldado empujó al hombrecillo y lo tiró por el borde de la sima. Se escuchó el grito del aghar. Flint lo vio arañar con desesperación la pared casi vertical en un intento vano de evitar la caída. Arrastró consigo piedras y arenisca mientras rebotaba y rodaba por la resbaladiza pendiente hacia la negrura del fondo.

De repente, y contra todo lo previsto, el enano gully se las ingenió para detener la caída cuando estaba casi fuera del alcance de la vista. Flint divisó los regordetes dedos del gully aferrados a un saliente de piedra. Poco a poco, el aghar se arrastró cuesta arriba, apoyó un pie en el saliente e intentó auparse un poco más arriba.

Los denodados forcejeos del infeliz parecieron divertir a Pitrick, que reía satisfecho al observar cada movimiento del gully, mientras jugueteaba con el medallón colgado de su cuello. Siguiendo el ejemplo de su cabecilla, los guardias dieron también muestras de regocijo ante la situación apurada del aghar. Flint volvió la mirada hacia Perian y advirtió que, entre todos sus compañeros, ella era la única que no reía; ni siquiera observaba la escena. Había dado la espalda a la sima y tenía los ojos bajos, prendidos en el suelo.

Algo se movió en las tinieblas del fondo y atrajo de nuevo la atención de Flint al drama horripilante que tenía lugar en el pozo. Una forma enorme, negra, indefinible, se movió debajo del enano gully. De la figura informe se destacó lo que parecía una cuerda viviente, restallante. Tanteó en lo alto y rozó la espalda del aghar; después, con gran rapidez, se enroscó en torno a su cintura.

El enano gully aulló cuando aquella especie de látigo tiró con fuerza y lo arrastró pendiente abajo.

—¡Noooooo! —chilló, mientras arañaba y agarraba con desesperación las piedras sueltas. Sus ojos desorbitados se encontraron con los de Flint por un largo y doloroso instante; luego, desapareció en la oscuridad.

El grito que llegó de las profundidades fue un sonido de puro terror primitivo; retumbó en la sima y levantó ecos en las pétreas paredes de la gruta. Flint cerró los ojos y apretó los dientes en un intento inútil de no escuchar aquel aullido espantoso. Este cesó de manera brusca. Para horror de Flint, lo que siguió fue aún peor. Del fondo de la sima llegó un ruido de chasquidos y crujidos. Después, sobrevino un silencio profundo.

Cuando Flint abrió los ojos, se encontró frente a frente con Pitrick.

—Dispones de una sola oportunidad para responder a cada pregunta —siseó—. No satisfagas mi curiosidad y… Me entiendes, ¿verdad?

Flint creyó llegada su oportunidad. Se abrió paso a empujones entre los dos derros y cerró sus fuertes manos en torno a la garganta del jorobado. Ambos rodaron por el suelo y llegaron al borde de la sima.

A Flint lo asombró la fuerza del enjuto Pitrick. Forcejearon como dos posesos; el Enano de las Colinas aumentó la presión de sus manos en tanto el hechicero luchaba por soltar los brazos aprisionados. Las uñas del derro se clavaron en los brazos de Flint con tanta saña que la sangre manó con abundancia y se deslizó por sus muñecas y por la garganta del consejero. Flint se revolvió y rodó por el suelo cuajado de chinarros, a escasos centímetros del precipicio, a fin de eludir a los guardias que gateaban de un lado a otro en un intento de separar a los contendientes.

Pero, cada vez que Flint trataba de empujar al forcejeante derro por el borde de la sima, éste se las arreglaba para apartarse con bruscos movimientos.

Por último, varias manos lo sujetaron por brazos y piernas. Al se estrelló contra su cabeza y Flint estuvo a punto de perder el conocimiento. Luego lo apartaron a rastras del cuerpo de Pitrick y lo arrojaron contra la pared de la gruta, donde dos derros se pusieron a su lado, con las hachas levantadas, listas para desmembrarlo si osaba hacer el menor movimiento.

Pitrick, desplomado en el suelo, se retorcía, jadeaba, abría y cerraba la boca sin articular una sola palabra. Al cabo, rodó sobre sí mismo, se incorporó sobre codos y rodillas, y se frotó la garganta. Dos de los guardias se inclinaron para ayudarlo, pero el hechicero los rechazó con un gruñido. Se quedó en aquella postura durante varios minutos, inhalando a boqueadas, gozando de la simple sensación de respirar, de notar la circulación de la sangre.

Por fin, Pitrick se incorporó tambaleante y buscó apoyo en la pared de la gruta. Se limpió el cuello de la sangre de Flint con la manga de la deteriorada túnica broncínea y examinó con gesto indiferente el medallón. Después, se acercó renqueante hacia Flint, quien seguía todavía desplomado contra la pared.

Pitrick hizo una seña a uno de los guardias, que se quitó uno de sus guanteletes de hierro y ayudó al consejero a ponérselo. Apenas abrochada la última correa, el derro se dio media vuelta y propinó un golpe salvaje al rostro de Flint. Golpeó una y otra vez. El Enano de las Colinas tenía la visión borrosa. Pitrick levantaba el brazo para asestar otro golpe, cuando Flint se sorprendió al escuchar la voz de Perian.

La joven se había interpuesto entre los dos. Era evidente por el tono de su voz que sabía el riesgo que afrontaba.

—Consejero, éste es mi prisionero —dijo con dureza—. ¡Se lo trajo aquí para interrogarlo, no para matarlo!

El semblante de Pitrick se desfiguró de manera monstruosa por la furia que lo consumía. Los ojos casi se le salían de las órbitas mientras miraba a uno y a otra alternativamente. Sin embargo, no golpeó a Perian. La ira demencial plasmada en su rostro remitió poco a poco para ser reemplazada por una sonrisa cruel, astuta.

—Sí, el interrogatorio. —Se volvió hacia el prisionero, que yacía desplomado a sus pies.

Flint tenía los párpados hinchados y sangraba por diversos cortes abiertos en la frente, las mejillas y los labios.

—Eres un caso interesante. Me resultas vagamente familiar —musitó el consejero—. La muerte de un enano gully no puede ser el desencadenante de un ataque tan violento. ¿Quién eres? ¿Nos hemos visto antes?

Flint escupió a través de los labios tumefactos.

—Asesinaste a mi hermano, gusano repugnante —gruñó.

—Tu hermano… —susurró Pitrick—. He matado a muchos hermanos… y hermanas. ¿No puedes ser un poco más explícito?

—Teniendo en cuenta tu apretado programa de trabajo, ¿con cuantos Enanos de las Colinas herreros has acabado por medio de la magia en los últimos tiempos?

—¡El herrero! —Una mueca maligna distendió el rostro de Pitrick—. ¡Qué delicioso! Sí, ahora veo tu parecido con él. Pero tienes que entenderlo: el herrero era un espía. Metió las narices en algo que no le incumbía. Hice solo lo que debía. Y, a fuer de ser sincero, me sentí muy complacido con el resultado… Debería alegrarte saber que tu hermano adquirió un brillante colorido al final, si bien el olor resultaba desagradable.

—¡Bestia asesina! —gritó Flint con voz quebrada, mientras se debatía entre los dos guardias que lo sujetaban.

De forma gradual, recobró la calma. Todavía tenía problemas para ver, pero descubrió que podía entreabrir los inflamados párpados con un esfuerzo doloroso, aunque soportable.

—¿Entonces has venido con un simple propósito de venganza, o eres también un espía? —Pitrick guardó silencio un momento, pero enseguida prosiguió—. No es menester que respondas. Lo eres, sin duda. Sólo un espía lograría atravesar nuestras defensas. ¿Eres también un asesino?

—No sé de qué me hablas —rezongó Flint.

—Oh, por favor. —Pitrick parecía divertido—. Estoy seguro de que fuiste tú quien degolló a uno de mis conductores de carretas en Casacolina, hace unos días. Y, si no fuiste tú, sin duda sabes quién lo hizo. —El derro se acercó al oído de Flint y susurró—: Dame el nombre del asesino, y seré clemente. Sabes que está en mis manos tu destino.

—Ya he visto una muestra de tu clemencia —espetó Flint.

Pitrick lo abofeteó de nuevo, sin perder la sonrisa.

—Pero no hasta dónde puede llegar, mi querido amigo. ¿No es una gran suerte para mi el hecho de que, cualesquiera que sean las menudencias que hayas descubierto sobre nuestro comercio, morirán contigo?

—Sigue en tu error —gruñó Flint—. ¿De verdad piensas que he guardado para mí el resultado de mis pesquisas? A estas horas, medio Casacolina sabe que transportáis armas y no aperos de labranza. —El enano advirtió con satisfacción la alarma que su mentira causaba al jorobado—. Los hylar no tardarán en enterarse; y, después de ellos, ¡lo sabrá todo Thorbardin!

—¡Embustero! —chilló Pitrick—. ¡Morirás por esto!

El enloquecido derro agarró a Flint por la pechera y empezó a arrastrarlo hacia la sima. El Enano de las Colinas alzó velozmente las manos, con el propósito de estrangular al consejero, pero al unto dos guardias le sujetaron los brazos y aunaron esfuerzos para llevarlo hasta el pozo. Pitrick saltó a un lado a fin de ponerse fuera del alcance de la cólera de Flint.

—¡Arrojadlo al foso!

—¡Deteneos!

Los guardias se frenaron en seco ante la orden de Perian; tenían a Flint suspendido al borde de la sima.

—¡Arrojadlo! ¡Cumplid mi orden de inmediato! —gritó Pitrick descompuesto.

—Estáis bajo mi mando. Es a mí a quien debéis obedecer —apuntó Perian con frialdad.

Los soldados miraron a ambos con inquietud, vacilantes, sin saber a quién obedecer y temerosos de tomar partido.

Con un siseo, Pitrick aferró su amuleto. Un fulgor azul centelleó entre sus dedos.

—Vuestro oficial es una traidora. Arrojadla junto con el Enano de las Colinas. ¡Arrojadlos a ambos al foso! —espetó con un siseo susurrante.

Bajo la influencia del encantamiento del hechicero, los guardias no dudaron en cumplir el mandato. El que sujetaba a Flint le propinó un empujón tremendo contra el que nada pudo hacer el prisionero. Arrastrando los pies por el suelo de gravilla, Flint se precipitó cabeza abajo por la sima. Un segundo después, lo seguía Perian, todavía paralizada por el asombro.

El sonido de una risa demencial levantó ecos en los muros de la gruta.