8.-
Compañía inesperada

Las prominentes aletas de nariz se encogieron al percibir el cosquilleante olor, desconocido aunque tentador. Un ojo inmenso, inyectado en sangre y hundido en la profunda cuenca ocular, parpadeó repetidas veces, y después su pareja se abrió. De nuevo, el largo apéndice nasal se movió a fin de constatar la presencia del aroma.

El cuerpo que se levantó con lentitud hasta quedar sentado, era humanoide, si bien su altura rebasaba la de un hombre en casi un metro. Los rasgos, por otro lado, eran horrendos en extremo.

Los brazos, tan l os como la altura de un hombre, colgaban desgarbados de los hombros de la criatura; a pesar de ser delgados en proporción a su altura, las formas nervudas de los músculos, marcadas bajo la piel verdosa moteada de manchas, denunciaban una gran fortaleza. Las piernas de la criatura eran tan largas como delgadas, pero soportaron sin dificultad su peso cuando se irguió.

Sus manos y pies terminaban en tres garras de aspecto siniestro, con una membrana que unía los dedos de manera parcial. Todo el cuerpo presentaba erupciones semejantes a oscuras manchas de moho; en algunas zonas la piel era suave, pero en otras era una superficie arrugada, áspera y con verrugas.

En lo alto de la cabeza de la criatura crecía un penacho enmarañado de pelo oscuro y tieso. Al entreabrirse su boca, dejó a la vista dos filas de dientes picudos y afilados. Sobre la boca, extendiéndose más como la rama de un árbol que como un apéndice nasal, se proyectaba la nariz larga y puntiaguda.

Fue esta probóscide sensitiva la que hizo despertarse al monstruo y ahora olisqueó y venteó el aire en busca de claves. ¿Qué era ese tentador aroma? ¿De dónde procedía?

La guarida de la criatura se encontraba en una cueva, y una brisa ligera, procedente del valle inferior, soplaba en la boca de la gruta. La fuente del aroma, no cabía duda, procedía del exterior de la guarida.

El monstruo recorrió la sucia caverna y pasó sobre numerosos huesos pelados esparcidos por el suelo, restos de previos festines. A lo largo de las paredes se veían cráneos de venados, osos, hobgoblins, humanos y otras víctimas, cual horrendos trofeos o baluartes. Sin embargo, la criatura pasó frente a estos recuerdos sin prestarles atención y se encaminó a la salida en busca de nuevos alimentos y, quizás, otro cráneo que añadir a su colección.

El monstruo emergió al exterior para encontrarse con que el día llegaba a su fin y la luz del ocaso bañaba el valle alto. Desde allí, el rastro era más perceptible y la enorme bestia se lamió los labios con una lengua negra y húmeda. Los oscuros ojos, casi ocultos en las hundidas cuencas oculares, escudriñaron la penumbra en busca del origen del apetitoso olor.

Un olor que, como bien sabía el troll, sólo podía emanar de una de sus comidas preferidas: un enano.

La meta de Flint, el reino de los Enanos de las Montañas, se hallaba a unos treinta kilómetros al suroeste de Casacolina. Las carretas tenían que proceder de allí; además, Garth había dicho que el derro al que había visto era un hechicero y sólo existía un tipo de enano capacitado para realizar algo más que conjuros sencillos: el clan theiwar de Thorbardin.

Sospechaba que su hermano mayor había descubierto el secreto de los derros y estaba decidido a hacer pagar con la vida a quienquiera que fuese el responsable de su muerte.

Su ardiente deseo de venganza —tenía que admitirlo— estaba exacerbado por el legado de amargura y odio dejado por la Guerra de Dwarfggate, en la que otro Fireforge, el respetado cabecilla enano Reghar Fireforge, había muerto a manos de los Enanos de las Montañas. Aquel conflicto épico había abierto un abismo entre las dos razas que, cual una herida supurante, tenía visos de no cerrarse jamás.

Flint carecía de una explicación clara para estos cargamentos de los derros, pero estaba convencido de que las razones eran siniestras. ¿Por qué, si no, iba a suprimir la marca artesanal una raza que se sentía orgullosa de sus trabajos metalúrgicos?

El enano recorría la calzada del Paso en dirección oeste; viajar durante las horas diurnas le daba cierta seguridad de no tener un encuentro con algún derro. El camino bordeaba la orilla septentrional del lago Mazo de Piedra, cuyas frías aguas tenían un apagado color gris verdoso en este día nublado de finales de otoño. La mayor parte del follaje de esta apartada estribación de las montañas Kharolis, entre Thorbardin y las llanuras de Dergoth, lucía los tonos ocres y marrones propios de la estación. Las hojas caían de los árboles y se esparcían sobre las tierras bajas; sólo el verde oscuro de las plantas perennes cubría en parte las agrestes laderas de las montañas.

El terreno se hizo más y más escarpado conforme los declives de las cumbres meridionales se desplomaban alrededor de Flint. Las elevaciones se encumbraban desde los valles en abruptas perpendiculares, rematadas en estrechas crestas ribeteadas por cantiles verticales, paredes rocosas y bosques de oscuros pinos.

De tanto en tanto, unos bloques de granito se asomaban sobre los valles herbosos; aquellas formaciones pétreas le parecían a Flint unos rostros gigantescos que contemplaban serenos el panorama. La calzada del Paso avanzaba sinuosa como una serpiente, y no había un tramo recto que superara más de un kilómetro o dos.

Jamás había estado en Thorbardin —allí no recibían con los brazos abiertos a los Enanos de las Colinas—, pero su padre le había dicho en una ocasión algo que ahora pugnaba por acudir a su memoria… Sí, eso era. El asentamiento subterráneo tenía dos entradas: la Puerta Norte y la Puerta Sur. En el pasado, dos salientes amplios y amurallados bordeaban las laderas de la montaña en las entradas, pero el saliente norte se había destruido casi en su totalidad durante el Cataclismo y ahora quedaban sólo en pie unos restos ruinosos que se alzaban a trescientos metros sobre el valle.

La calzada del Paso parecía guiarlo hacia la entrada norte y, a menos que su padre estuviera equivocado, aquella puerta de acceso a la enorme fortaleza se encontraba a más de trescientos metros sobre su cabeza. ¿Cómo explicárselo? ¿Cómo era posible que unas pesadas carretas de madera entraran a Thorbardin por el lado norte?

A no ser que la calzada del Paso continuara más allá de la Puerta Norte y circunvalara el extenso remo hasta llegar a la Puerta Sur… Si tal era el caso, a Flint le aguardaba una larga caminata, ya que la circunferencia de la fortaleza medía más de treinta kilómetros.

Sin embargo, tampoco esto tenía sentido. El núcleo de las montañas Kharolis estaba entre ambos puntos y ninguna carreta podría cruzar un terreno tan abrupto. Este asunto era un embrollo.

Hacia casi un día que Flint caminaba, cuando sus aguzados sentidos hicieron que el vello de la nuca se le erizara. Alguien o algo le seguía. No lo sorprendió mucho, ya que esperaba que lo persiguieran. Con todo, quienquiera que fuese no parecía tener prisa por alcanzarlo, ni tampoco que le importara ser descubierto. Hubo un momento en que, incluso, atisbó una figura distante que avanzaba de manera fatigosa por la herbosa cañada que Flint había cruzado poco tiempo antes.

El enano reanudó la marcha y, a intervalos regulares, miraba hacia atrás, pero no volvió a ver a su perseguidor. Tal vez no era más que un granjero que se ocupaba de sus propios asuntos. Flint estaba demasiado lejos cuando había divisado la figura para distinguir si se trataba de un humano o un enano. Con todo, su experiencia le aconsejaba no bajar la guardia.

El tiempo se tornó húmedo y frío la tarde del segundo día desde que había abandonado Casacolina. Hizo un alto para descansar en lo alto de un saliente rocoso, así como para dar buena cuenta de los últimos emparedados de carne fría, queso curado y manzanas secas que Bertina le había entregado al dejar la casa familiar. A su alrededor se alzaban peñascos de granito; varias cuevas jalonaban esta escarpada ladera. Había descubierto un sendero provisional en la base de un barranco angosto y se había salido de la calzada del Paso a fin de despistar a su perseguidor. Ahora, en lo alto del saliente, miró a sus espaldas una vez más y, por segunda vez, vio a su pertinaz perseguidor tras su rastro.

Fue un fugaz movimiento antes de que la figura desapareciese en el interior de una ancha franja de pinos que bordeaba la base del risco, pero la breve ojeada fue suficiente para convencer al hosco enano de que sus sospechas eran fundadas. Decidió aguardar a quienquiera que fuera y obligarlo a un enfrentamiento donde él impusiera las condiciones.

Flint se deslizó sendero abajo, agazapado, rastreando sus propias huellas durante una docena de metros. Se enjugó el sudor de la frente con la manga, mientras miraba en derredor en busca de un escondrijo; lo halló en una repisa escondida, desde la que tenía una buena vista del barranco. Se tumbó, sacó el hacha del cinto y la colocó en el suelo rocoso, a su lado.

La circunstancia de encontrarse en una posición alta, incrementada por la verticalidad del risco, le daba una ventaja considerable. Reunió un surtido de piedras, algunas tan grandes como su cabeza que lanzaría con las dos manos, así como otras del tamaño de su puño que le sería fácil arrojarlas utilizando sólo una. Concluidos los preparativos, se acomodó a la espera de los acontecimientos.

Pasaron varios minutos sin que hubiera señal de movimiento en la parte baja, pero ello no sorprendió al enano. La franja de árboles al pie del risco era extensa y enmarañada; incluso al más rápido rastreador le llevaría casi una hora atravesarla e iniciar el ascenso de la ladera.

De repente se puso en tensión al percibir un movimiento un poco más abajo, muy cerca de su posición. Aferró el hacha, a la vez que reprimía una exclamación. El desconocido no era humano ni enano, sino algo diez veces peor; por la pendiente ascendía con cautela un troll tan grande como un ogro, con la piel cubierta de manchas verdosas y verrugas. Flint nunca se había enfrentado con uno de su especie, pero lo identificó sin dificultad. Era notoria la reputación atribuida a estas criaturas de voraces y malignas.

Sintió un momentáneo alivio, no exento de sorpresa, al percatarse de que él no era el foco de atención del troll. Lo que es más, también el monstruo observaba vigilante la zona del barranco desde su posición, unos treinta metros por debajo de Flint. La criatura adoptó una postura extraña, con los largos miembros rígidos. A Flint le recordaba a un cangrejo; un cangrejo gigante, maligno.

Un soplo del viento le trajo el repulsivo olor de la bestia, un hedor acre semejante a pescado podrido. Las espantosas garras del troll, tanto de las manos como de los pies, se aferraron a la roca a fin de sostenerse en un saliente del risco, mientras se asomaba con cautela y escudriñaba el sendero con aquellos ojos oscuros e impasibles.

Flint tuvo que contener una carcajada al comprender la intención de la bestia. Preparaba una emboscada para algo o alguien que trepaba por el risco; ¡quizás era el mismo que le seguía el rastro y al que esperaba para un enfrentamiento!

«A esto lo llamo yo justicia —pensó para sus adentros—. Alguien me rastrea por las montañas durante días para acabar en la barriga de un troll».

Con todo, la proximidad del monstruo era un motivo de alarma; en consecuencia, el enano decidió esperar, en silencio y con paciencia, a que el pequeño drama que se desarrollaba unos metros más abajo siguiera su curso. Después, cuando el troll estuviera absorto con su víctima, sería el momento para llevar a cabo una huida rápida.

El sonido de unas piedras al caer rodando captó la atención del enano hacia la parte baja del escarpado risco. No divisaba movimiento alguno, pero era obvio que el rastreador escalaba la pendiente. «Quienquiera que sea, avanza sin la menor precaución», musitó Flint, mientras su perseguidor trepaba con dificultad por la pared.

Un nuevo desprendimiento de piedras descubrió al enano —y, sin duda, también al troll— que el rastreador había remontado un buen tramo. Tal vez la bestia tenía ya a la vista al desconocido, pues Flint observó que su cuerpo se tensaba. En efecto, el enano atisbó un movimiento en el risco y enseguida divisó una pequeña figura —de un humano bajo o un enano— que remontaba la pendiente a un ritmo constante.

Una capucha marrón cubría la cabeza del sujeto, por lo que Flint no le distinguió el rostro. De hecho, eran pocos los detalles visibles. El individuo hizo un alto para recobrar el aliento; alzó la vista y escudriñó la angosta trocha que serpenteaba hasta la cumbre del risco, como si calculara la distancia. Por fin, y a pesar de la creciente oscuridad, Flint vio el joven rostro barbudo.

Su perseguidor no era un humano ni un espía derro. El enano que se encontraba allá abajo, en inminente peligro de ser atacado por un hambriento troll, no era otro que su sobrino Basalt.

—¡Que Reorx lo confunda! —siseó Flint, estupefacto.

No sabía qué demonios hacía allí ese estúpido mocoso, pero el enano se estrujó el cerebro para idear algún modo de advertir a su sobrino de la mortífera emboscada que lo amenazaba.

Agarró una de las piedras pequeñas y se la arrojó al monstruo; para su satisfacción, el proyectil le acertó justo en la grotesca cabeza.

—¡Basalt, cuidado! —gritó, a la vez que se incorporaba de un salto.

El troll, en medio de quejidos lastimeros, giró sobre sus talones para mirar a lo alto, mientras se frotaba la cabeza; sus fauces se abrieron con una mueca maliciosa. A pesar de la luz mortecina, Flint divisó los dientes picudos y afilados de la criatura.

Acto seguido, el monstruo se lanzó hacia arriba con gran rapidez; Flint se sorprendió por la fuerza y longitud de los saltos. El enano tiró cuesta abajo una de las piedras grandes, pero el pedrusco rebotó por encima de la cabeza del troll y casi alcanzó a Basalt, que había reanudado la trabajosa escalada detrás del veloz monstruo.

Flint levantó otra de las piedras grandes y la alzó sobre la cabeza mientras el troll acortaba distancias. Las oscuras y hundidas cuencas oculares de la criatura contemplaban con fijeza al enano; la inexpresividad hacía aún más terrible su mirada. Apuntando con cuidado, Flint arrojó el pedrusco cuando el troll se encontraba a unos diez metros por debajo de él. La pesada piedra, impulsada por los musculosos brazos del enano, golpeó al troll con gran fuerza en la pierna izquierda.

—¡Toma eso, asqueroso barriga verde, comedor de goblins!

«Una pulla digna de Tasslehoff», pensó Flint con satisfacción. Gritó de alegría al ver que el impacto le había roto la pierna al troll. Este profirió un grito —un sordo siseo escalofriante de dolor— y se tambaleó hacia atrás.

La pierna se le retorció.

«Ahora, a rematarlo», se dijo Flint. El Enano de las Colinas asió su hacha y bajó del repecho de un salto. Alzó el arma sobre la cabeza y se abalanzó sobre el monstruo cuando la bestia cayó entre dos rocas. La pierna le colgaba, inutilizada.

Sin embargo, antes de que el enano alcanzase al troll, la sorpresa le hizo frenar en seco su ataque. La pierna del monstruo se retorcía ligeramente; se escuchó un sonido raro, chirriante, como si dos piedras dentadas se rasparan. El troll se llevó las enormes garras palmeadas a la antepierna y colocó los huesos retorcidos en su posición normal. Aterrado, aunque fascinado, Flint se acercó de manera inconsciente para observar; el troll miró hacia arriba, con los ojos inyectados en sangre, y emitió un siseo a la vez que le lanzaba un manotazo con su ganchuda garra. El enano se apartó un poco, pero la bestia hizo caso omiso de él y centró de nuevo su atención en la pierna herida.

En medio de un espantoso sonido chirriante, bajo la piel verdosa y áspera del troll crecieron ampollas y bultos. Poco a poco, las hinchazones se aplanaron y el horripilante sonido cesó. Antes de que Flint comprendiese el significado de tan macabra escena, el troll reparó de nuevo en su presencia y, sin apartar los ojos de él, se incorporó, adoptó una postura agazapada y se lanzó al ataque ¡sobre las dos piernas ilesas! La extremidad, hecha puré un momento antes, había recobrado de algún modo la firmeza y estabilidad y de nuevo soportaba el peso de la bestia.

—¡Dioses benditos! ¡Te regeneras! —gritó Flint, pasmado.

El troll lanzó un manotazo con su horrenda garra, pero el enano salió de su estupor justo a tiempo de cercenarle los dedos con su hacha. Repitió el golpe con velocidad y, en esta ocasión, cortó la mano del monstruo. La sangre, espesa y verde, salió a borbotones en medio de un repulsivo sonido gorgoteante. Flint echó una ojeada inquieta hacia la parte baja del talud. Basalt trepaba tan rápido como le era posible, jadeante, con la corta espada empuñada, pero aún estaba bastante lejos.

El monstruo parecía sentirse más perplejo que dolorido por la pérdida de la mano. Flint aprovechó la ligera ventaja para atacar de nuevo con el hacha y el troll retrocedió. A pesar de que su estatura duplicaba la del enano, éste lo aventajaba a causa de la pronunciada pendiente. Flint mantuvo la iniciativa y golpeó y esquivó luna y otra vez.

De nuevo, su aparente ventaja resultó ser ilusoria. El troll eludió con facilidad sus embestidas mientras se sostenía el sangrante muñón con la otra mano. Flint no era escrupuloso, pero aun así se sintió asqueado al ver brotar tres pequeñas garras de la ensangrentada herida. Escuchó cómo se estiraba la verdosa piel, y la nueva extremidad creció a una velocidad increíble, primero los dedos y luego, en cuestión de segundos, las afiladas garras. Por completo regenerada, la criatura emitió un ruido semejante a un gorgoteo, ronco y profundo —Flint habría jurado que se estaba riendo—; y acto seguido avanzó hacia él.

El enano retrocedió con torpeza la empinada cuesta arriba, esforzándose por mantener el equilibrio en un terreno cuajado de piedras sueltas. Una caída lo haría deslizarse, indefenso, al danzante remolino de garras y dientes que le esperaba abajo.

—¡Tío Flint! —gritó Basalt.

El enano no se detuvo ni siquiera para ver dónde estaba su sobrino.

—¡Esto no es una fiesta campestre, Basalt! ¡Huye, insensato cerebro de mosquito!

Si el troll se lanzaba sobre su inexperto sobrino, el muchacho sería devorado antes incluso de tener tiempo de levantar la espada.

—¡Te ayudaré! —jadeó el joven, mientras se resbalaba con las piedras sueltas.

El troll giró sobre sus talones.

Impulsado por el miedo, Flint se abalanzó hacia adelante y hundió la afilada hoja del hacha en la espalda de la criatura. El golpe lanzó una rociada de sangre pegajosa, verde y viscosa, sobre Flint, quien sufrió una náusea y escupió con violencia. Casi partido en dos, el troll se retorció mientras siseaba con dolor y furia, lo que dio tiempo a Basalt para esquivarlo.

—¡Apártate! —bramó Flint, a la vez que saltaba hacia adelante y lanzaba un nuevo hachazo.

Pero Basalt tenía otras ideas y, con un golpe seco y violento, hundió su corta espada en el vientre de la criatura. El monstruo había empezado a regenerarse, pero las nuevas heridas lo hicieron doblarse en dos y cayó rodando por la pendiente. El joven enano, con el brazo derecho empapado de sangre verde y el semblante iluminado por una sonrisa de satisfacción, se dispuso a ir tras él.

—¡No! —ordenó Flint, mientras agarraba a su sobrino por el hombro—. Tienes que aprender cuando es el momento de retirarte, chico.

—¡Pero la ventaja es nuestra! —protestó Basalt, con una mirada anhelante.

Flint le dio un brusco tirón del cuello de la túnica.

—Sólo hasta que se regenere y esté otra vez de una pieza. —De improviso, estalló en carcajadas; después frunció el entrecejo, simulando un gesto severo—. ¡No importa! En primer lugar, ¿qué demonios haces aquí? Me gustaría saberlo.

Basalt inició una enrevesada explicación, pero su tío lo interrumpió golpeándolo con el índice en el pecho.

—¡No es el momento, mocoso! ¡Hay un troll ahí abajo que en cualquier momento estará en plena forma! ¡Tienes mucho que aprender sobre andanzas y aventuras!

Acto seguido, con Flint a la cabeza, los dos enanos corrieron cuesta arriba tan rápido como les fue posible; poco después alcanzaban la cima del risco. El troll seguía allá abajo, en algún punto fuera del alcance de su vista al haber sobrepasado en su caída un recodo del barranco.

Basalt fue en pos de su tío, que mantenía un trote constante. La noche se cerró sobre ellos, pero los dos enanos no frenaron la marcha. Descendieron a trompicones por la otra ladera del risco del troll y recorrieron a toda prisa el terreno nivelado de la siguiente vaguada.

Por fin, se desplomaron en el suelo, exhaustos, en un pequeño claro rodeado de pinos oscuros. A pesar de que la noche era negra como boca de lobo, no osaron encender una fogata.

En medio de la oscuridad, Flint levantó la mirada hacia su sobrino.

—Tienes mucho que explicarme, hijo. ¿Por qué no empiezas por decirme qué haces aquí?

Basalt le dirigió una mirada hosca.

—También tú tienes mucho que explicar. Como, por ejemplo, adónde te diriges.

Flint apretó los labios con enojo.

—No tengo que dar explicaciones a nadie. Y menos a un jovencito lengua larga como tú.

—¡No soy un jovencito! ¡Te habrías dado cuenta si hubieses venido a casa más a menudo o hubieses estado más un día!

Por un instante, Basalt le dirigió una mirada tan beligerante, tan rebosante de la tozudez de los Fireforge, que Flint apretó los puños de manera involuntaria. Pero, un momento después, estalló en carcajadas de regocijo, con las manos apretadas sobre el estómago.

Basalt se sentía perplejo y, en cierto modo, ofendido.

—¿Qué te hace tanta gracia? —demandó.

—¡Tú! —dijo Flint, mientras las carcajadas remitían—. Sí, mocoso. Eres un Fireforge. ¡No cabe duda! ¡Hacemos buena pareja!

—¿A qué te refieres? —rezongó el joven, reacio a que le tomaran el pelo a costa de su mal humor.

—Para empezar, eres tan cabezota como yo. —Flint cruzó los brazos y escudriñó con atención a su sobrino—. Tampoco te asusta enfrentarte a tus mayores. De vez en cuando, incluso, los mandas a hacer puñetas, ¡si bien te aconsejo que no lo tomes por costumbre! Tampoco dudaste un momento en enzarzarte con un troll hecho y derecho. —Miró al joven con cariño—. Y, para acabar, no venías tras de mí para espiarme, ¿verdad?

—¡Por supuesto que no! —se apresuró a negar Basalt, a la vez que se sentaba de un salto—. Tenías razón, tío Flint —admitió el joven enano con suavidad—. Lo que dijiste acerca de que estaba furioso con mi padre y conmigo mismo, es cierto. Lo comprendí cuando intenté darte un puñetazo en la taberna de Moldoon… —El muchacho bajó la mirada con gesto avergonzado—. Pero, supongo que no me hizo gracia que fueras tú quien pusiera el dedo en la llaga.

Basalt guardó silencio un momento, mientras daba tirones de los cordones de sus botas. Luego levantó la cabeza y carraspeó para aclararse la garganta.

—No me gustaba que las cosas quedaran sin aclarar entre nosotros. Cometí ese mismo error en otra ocasión, y el recuerdo me acosará el resto de mi vida.

La voz de Basalt se quebró, y éste inclinó la cabeza sobre el pecho. Flint aguardó en silencio a que el muchacho recobrara la compostura.

—Ni siquiera mamá lo sabe —comenzó de nuevo, con la mirada perdida en la oscura noche—. Papá y yo tuvimos una pelea la noche en que murió. No la habría cogido por sorpresa, sin embargo. Papá y yo discutíamos casi a diario. Y siempre sobre lo mismo. «Deja de beber y consigue un trabajo decente», me decía.

Basalt miró a Flint a los ojos.

—Lo que me irritaba, lo que no podía digerir, era que, además de trabajar como su aprendiz, también tenía otro trabajo. Pero a él no le gustaba que cargara sacos de forraje para los caballos de los derros, eso es todo. —Basalt exhaló un hondo suspiro y meneó la cabeza con tristeza—. Me siguió hasta la taberna de Moldoon aquella noche y empezó con el mismo tema; dijo que los derros no estaban detrás de nada bueno y que lo probaría. Le contesté que no se metiera en mis asuntos y luego lo dejé en la taberna.

De nuevo, la mirada del joven se perdió en la distancia, desenfocada, extraviada en la oscuridad; tenía los ojos empañados. De improviso, su expresión triste se trocó en otra perpleja.

—Hay algo que no entiendo. Papá decía que le parecía detestable que el pueblo trabajara con los Enanos de las Montañas y que él no levantaría ni un dedo para ayudar a un derro aunque lo encontrara moribundo en la calle. —Basalt se tiró de la barba con gesto meditabundo—. En consecuencia, ¿por qué se encontraba en la forja trabajando para ellos la noche en que le falló el corazón? ¿Por qué ese día, precisamente?

Basalt alzó los ojos al cielo. Mientras Flint escuchaba la confesión de su sobrino, rebosante de dolor, se debatía en un mar de incertidumbre al rememorar las sospechas que abrigaba en torno a la muerte de su hermano. El relato de Basalt sobre la discusión mantenida con su padre reforzaba aún más su corazonada. ¿Podría confiar en el muchacho? Apretó con afecto el hombro de su sobrino.

—Basalt, creo que la muerte de tu padre no fue un accidente.

El joven lo miró de una manera extraña.

—¿Te refieres a la «fatalidad» o alguna paparrucha por el estilo?

—Ojalá fuera así —respondió Flint con tristeza—. No, sospecho que a Aylmar lo mató el hechizo de un derro nigromante.

—¡Esto ya es demasiado! —protestó furioso Basalt—. He oído las incongruencias de Garth y sé que mi adre consideraba malvados a los derros. ¿Pero por qué iban a querer asesinarlo? ¡No tiene sentido!

—Lo tiene si tu padre hubiese descubierto que transportaban y vendían armas, no aperos de labranza; ¡y en cantidades suficientes para iniciar una guerra!

Al ver la expresión desconcertada del joven, Flint prosiguió su relato y le contó cómo había registrado una de las carretas y lo que había hallado en ella. No se guardó nada para sí, ni siquiera sus peores suposiciones; también le dijo que había matado al derro.

—No tuve más remedio que hacerlo —concluyó.

Basalt se esforzaba por asimilar las noticias.

—¿Sabías todo esto y, aun así, no se lo dijiste a nadie? ¿No se te ocurrió otra idea que marcharte? —preguntó con vehemencia. Flint resopló.

—Como Tybalt expuso con gran tino: «¿—Quién creería al idiota del pueblo?». Hasta el momento, es la única prueba que tengo, Bas: las «incongruencias» de Garth. Y lo que vi con mis propios ojos en esa carreta; pero, cuando me relacionen con la muerte del derro, el alcalde Holden no se sentirá muy inclinado a ordenar un registro de las carretas para verificar mi versión. —El enano se encogió de hombros—. Puesto que los theiwar proceden de Thorbardin, no me quedaba otra alternativa que introducirme en la fortaleza y encontrar a esa escoria derro que mató a Aylmar.

La expresión escéptica de Basalt había desaparecido.

—¿Cómo hallarás a un derro en particular, cuando tiene que haber cientos de hechiceros en Thorbardin?

Flint esbozó una sonrisa aviesa.

—Ah, pero ¿cuántos de ellos son jorobados? Garth, los dioses bendigan su inocencia, llamó en repetidas ocasiones a ese derro «el jorobado». Es mi única pista, pero es buena.

Basalt se puso de pie de un salto.

—¿A qué esperamos? Vayamos en busca de ese maldito derro asesino de mi padre, que Reorx confunda.

Flint palmeó la mano del joven enano.

—Como dije antes, eres un verdadero Fireforge. Pero no vamos a ninguna parte en medio de esta oscuridad. —Hizo una pausa y suspiró antes de proseguir—. No estoy seguro de requerir ayuda alguna, pero tampoco puedes regresar por el mismo camino que viniste… Un mocoso torpe como tú acabaría sin duda en la barriga del troll —se burló—. Supongo que no queda otra alternativa que me acompañes, pero no partiremos hasta por la mañana.

—¡No te arrepentirás, tío Flint! —exclamó el joven, con una sonrisa anhelante.

«No estoy tan seguro de eso», se dijo el enano para sus adentros. ¿Qué iba a hacer con Basalt cuando llegaran a Thorbardin?

Cayó una llovizna fría y desapacible que poco después se convirtió en nieve. Buscaron una repisa saliente bajo la que resguardarse —apartada de la calzada del Paso, ya que era previsible que una o dos carretas la recorrieran durante la noche—, e instalaron un burdo campamento. Tío y sobrino hablaron largo y tendido sobre el padre del muchacho y también acerca del abuelo. Aunque detestaba dar por finalizada tan agradable conversación, Flint le puso fin pues sabía que si le robaban horas al necesario descanso lo pagarían a la mañana siguiente con el agotamiento.

A última hora de la tarde del día siguiente, en el que abundó la nieve, la calzada se metió en un angosto valle e inició una ascensión progresiva y empinada. Flint y Basalt se asombraron ante la dificultad que representaba maniobrar con carretas pesadas por estos terrenos agrestes, pero las rodadas marcadas en el suelo ponían de manifiesto el trasiego continuo de vehículos.

Se encontraban cerca del corazón de las montañas Kharolis y los picos del entorno se habían tornado más abruptos. Las pendientes se encumbraban cientos de metros, con vertiginosos precipicios y peñascos pelados expuestos al viento.

Flint gemía por el esfuerzo que suponía remontar las alturas, dificultad que agravaba la intensa nevada. Maldijo la vida sedentaria que lo había dejado en tan baja forma física. Estaba convencido —o al menos quería convencerse— de que esta escalada no le habría costado el menor esfuerzo sólo veinte años atrás.

Con todo, las cumbres despertaron en el enano una sensación de regocijo; el panorama de las irregulares crestas, que se extendía más de cien kilómetros, con los picos cubiertos por las nieves otoñales; la imponente curvatura de los valles; la inexorable fuerza aplastante de los torrentes montañosos… Todo ello devolvió a su viejo corazón un júbilo cuya falta ni siquiera había advertido.

El sol se ponía a su derecha cuando, de forma inesperada y brusca, la calzada terminó en la corriente somera de un arroyo; daba la impresión de que una escoba gigantesca, salida de la nada, hubiese barrido el sendero. La ribera de la orilla opuesta trazaba una cuesta pronunciada en la que no se percibía una sola huella de pies o rodadas; el camino y las señales morían en el gélido arroyo de sesenta centímetros de profundidad, tan transparente que Flint podía ver el lecho de grava. Los copos de nieve, grandes y esponjosos, caían en el riachuelo y se fundían con la tranquila corriente. Flint sonrió para sus adentros; disimular una senda en el lecho de un río era el truco más viejo en el manual del aventurero.

El enano oteó corriente abajo; luego volvió la mirada a la derecha, corriente arriba. Se arrodilló al borde del agua y distinguió un giro a la derecha apenas perceptible en las rodadas que se dirigían al arroyo.

—¿Lo ves, Basalt? —dijo, señalando las huellas—. Creo que las carretas tuercen aquí, al entrar en el agua. Siguen corriente arriba.

El joven escudriñó con atención el punto que le indicaba su tío; después se dio una palmada en el muslo, sorprendido.

—¡Vaya, tienes razón! ¡Sigamos!

Adelantó un paso hacia la corriente, pero Flint se apresuró a detenerlo.

Agua. Agua cuya profundidad cubría, como poco, la mitad de su metro veinte de altura. Flint se estremeció de manera involuntaria mientras contemplaba el rápido fluir de la gélida corriente. El arroyo no tenía riberas, a no ser que como tal se consideraran las paredes verticales del cañón por el que discurría, y su cauce medía entre siete y nueve metros en a arte mas ancha.

—¿Qué ocurre? ¿No vamos a seguir corriente arriba? —preguntó Basalt.

Flint se esforzó por no ponerse pálido. No quería que su sobrino se enterara de la aversión que sentía por el agua y que iba más allá del rechazo innato de cualquier enano por el líquido elemento, hasta convertirse en un terror ciego, irracional. Ni siquiera quería admitirlo en su fuero interno. Después de todo, no era culpa suya, sino de ese condenado majadero, Caramon Majere.

Cierto día, no hacía muchos años, cuando Flint aguardaba en Solace a que Tanis regresara de un viaje a Qualinesti, Tasslehoff Burrfoot propuso que Sturm, Raistlin, Caramon y Flint dieran una vuelta por el lago Crystalmir en un bote que el kender había «encontrado». Así lo hicieron y todos estaban disfrutando de la excursión hasta que Caramon intentó coger un pez con la mano. Se inclinó demasiado y con su peso la pequeña barca se ladeó y todos fueron a parar al agua.

Raistlin, siempre el más listo del grupo, emergió bajo el bote volcado y se encontró bastante seguro en la bolsa de aire atrapada bajo el casco. El bruto de su gemelo no salió tan bien parado y se hundió como una piedra. Sturm y Tas, dos buenos nadadores que no se atemorizaron por la apurada situación, no tardaron en dar la vuelta a la barca y a Raistlin con ella, mientras Flint se ocupaba de rescatar a Caramon.

Los tres componentes del grupo que ya se encontraban subidos a la barca, aguardaron ansiosos a que el enano y el guerrero emergieran, pero todo cuanto vieron fue un descomunal chapoteo y cantidades ingentes de burbujas; luego, la superficie del agua se quedó quieta, silenciosa. Asustados, tanto Sturm como Tas se zambulleron de nuevo; el caballero sacó a la superficie a Caramon, que tosía y daba arcadas, y lo llevó hasta el bote. Fue Tas quien encontró al enano, medio ahogado e histérico y, para subirlo a la barca, precisó la ayuda de sus cuatro amigos. Flint se quedó tendido, temblando, mientras juraba y perjuraba no volver a poner un pie en el agua.

—¿Tío Flint?

—¿Qué? ¡Oh, sí! ¡Estoy pensando! —replicó con brusquedad. Si quería vengar a Aylmar, no tenía más remedio que aventurarse en el arroyo—. ¡Oh, de acuerdo! —gruñó por último, a la vez que se subía el cinturón y ordenaba a su pie derecho que diera un paso hacia la corriente. Pero el pie permaneció inmóvil.

—¿Qué te ocurre? ¿Tienes miedo del agua? —inquirió Basalt con incredulidad.

Aquello fue la gota que colmó el vaso. Con las mandíbulas a retadas, Flint avanzó un par de zancadas en el interior de la rápida corriente, reprimiendo apenas un grito cuando la gélida agua del re ato le entró por el borde de las botas de cuero. Se mordió el labio con tanta fuerza que casi le sangró. De repente, un remolino fuerte le embistió las piernas y lo hizo resbalar sobre el legamoso e inestable lecho de grava.

—¡Uauu!

Basalt alargó el fuerte brazo y cogió a su tío por el cuello de la túnica; lo sujetó justo a tiempo de que Flint no cayera de bruces en el frío arroyo.

El hacha del enano chocó contra las piedras de la orilla. Flint limpió con gesto distraído las gotitas de agua que empañaban la brillante superficie acerada, mientras procuraba hacer acopio de valor para intentarlo de nuevo.

—¡Suéltame! Eh… quiero decir, que ya puedes soltarme, Bas —pidió más calmado, a la vez que se arreglaba la túnica empapada y retorcida. Ahora tenía una nueva meta que restaba importancia a todas las demás: llegar al final de este arroyo, lo más deprisa posible y sin caerse. Y, si se caía, rogaba a Reorx para que su fin fuera rápido.

Flint se puso en marcha despacio, tan concentrado en sus pasos que la cabeza le empezó a doler por el esfuerzo. Tenía los dedos de los pies entumecidos, al igual que las piernas bajo los empapados pantalones de cuero. Las aristas de las piedras se le clavaban en las delicadas plantas a través de las suelas de las botas.

Los dos enanos habían avanzado unos treinta metros corriente arriba cuando Flint escuchó un ruido, si bien en principio creyó que se trataba de las palpitaciones de sus sienes. «No —concluyó por último—. Suena como las ruedas de una carreta». ¿Pero por qué transitaba a esas horas? La tarde llegaba a su fin, justo antes del ocaso. El Enano de las Colinas alzó una mano para advertir a Basalt y escuchó con atención el ruido cada vez más cercano. Llegaba de detrás de ellos; con probabilidad, era una carreta vacía que regresaba tras un viaje a través de Casacolina desde el Nuevo Mar.

No era posible retroceder ni tampoco superar la velocidad de la carreta. ¡Tenían que esconderse! ¿Pero dónde? Flint apartó la mirada de sus pies y divisó unas ramas de sauce que colgaban sobre la corriente desde la estrecha orilla derecha. Se agazaparían bajo aquellas ramas y, con un poco de suerte, pasarían inadvertidos.

A toda prisa, avanzó trabajosamente hacia el improvisado escondrijo e indicó con un ademán a Basalt que lo siguiera. Flint contuvo el aliento de manera instintiva al arrodillarse sobre el limoso lecho de grava; el frío torrente de montaña le llegaba a los hombros y la tensión que lo dominaba creció de intensidad hasta el punto de temer que no lo resistiría. Sintió a Basalt ponerse rígido.

«¡Aprisa, malditos! —gritó para sí a los ocupantes del cercano carromato—. Ojalá me encontrara en esa carreta seca y los derros estuvieran en esta condenada agua fría», pensó. Aquello le dio una idea.

—Bas —llamó con un susurro apenas perceptible—. Espera mi regreso entre la maleza, donde el camino desemboca en el arroyo. Dos días, nada más. Si para entonces no me he reunido contigo, vuelve a casa.

—¿Qué? ¡Ni hablar, voy contigo! —replicó al punto el joven, en un siseo contenido. Luego, al ver la firme decisión impresa en el semblante de su tío, sugirió—: Me necesitas…

—Mira, Bas, ni siquiera estoy seguro de lograrlo yo —comenzó Flint con un tono pesaroso, casi de disculpa—. Pero de lo que no cabe duda es de que nos atraparán si vamos juntos. ¡Dos días, nada más! ¡Estaré bien, no te preocupes, Bas!

La carreta había llegado casi al lugar donde se escondían. Al saberse cerca de su hogar, era obvio que los guardias no temían sufrir un ataque dormían tranquilos, mientras que el conductor daba cabezadas, dominado sin duda por el tedio. Los cuatro caballos tiraban de la carreta a un paso constante y regular, corriente arriba. Flint calculó mentalmente la distancia y el tiempo de rotación de las inmensas ruedas de madera con sus llantas de hierro.

Salió de su concentración justo lo preciso para mirar a Basalt a los ojos.

—Cuídate, hijo.

El carromato pasaba en ese momento frente a los enanos, en medio de traqueteos y el chapoteo que los cuatro caballos levantaban con los grandes cascos. Flint se lanzó entre las peligrosas ruedas y acertó a agarrarse al fondo del receptáculo con tres dedos de la mano derecha. Con rapidez, se balanceó como un mono hasta lograr que la mano izquierda alcanzara la abrazadera del eje de la rueda delantera derecha. Enlazó brazos y piernas al eje y se aferró con todas sus fuerzas. Así transportado, y zarandeado por las sacudidas del vehículo, el enano rogó para que ninguna roca puntiaguda que sobresaliera de la corriente lo empalara.

De improviso, la carreta se frenó con brusquedad y se escuchó la animada conversación de los derros.

—Despeja el acceso del túnel —decía uno.

—¡Te toca a ti! —replicó otra voz soñolienta—. Yo quité las piedras que cortaban el camino cerca de aquel risco, hace unos días.

—¡Oh, está bien! —aceptó el que había hablado en primer lugar.

La parte delantera de la carreta se meció ligeramente cuando uno de los derros saltó al suelo y aterrizó en el agua con un chapoteo.

Flint se apretó contra el eje y trató de no ser visto. Bajó un poco la cabeza para mirar por debajo de la parte frontal del carromato y vio que un espeso matorral obstruía la orilla junto a la que se habían detenido. El Enano de las Colinas no distinguía más que ramaje, agua y al Enano de las Montañas, a quien la corriente le llegaba a la cintura; después, el theiwar apartó el follaje a los lados de la carreta y dejó al descubierto una abertura.

Unas profundas rodadas se marcaban en el terreno de la orilla antes oculto por la vegetación. Con un juramento, el derro condujo a los caballos, y las dóciles bestias tiraron del pesado carromato y la sacaron del arroyo con gran esfuerzo hasta el camino disimulado.

El conductor no detuvo la marcha del vehículo mientras los guardias reemplazaban con rapidez el montón de matojos y ramas y enseguida se montaban de nuevo en la carreta por la parte de atrás; Flint escuchó sus pasos en el piso de madera hasta alcanzar su sitio junto al pescante.

Recorrieron una distancia corta, y el rumor del arroyo se amortiguó hasta desaparecer. De repente los envolvió la oscuridad, y Flint imaginó que habían entrado en el túnel. Los brazos le dolían, y temió no aguantar mucho más colgado del balanceante eje. Aflojó las manos agarrotadas, los brazos y las piernas, y cayó en el suave suelo arenoso, con cuidado de eludir las peligrosas ruedas de hierro. Se quedó agazapado en la oscuridad y aguardó a que el traqueteo de la carreta se perdiera en la distancia. Su infravisión térmica apenas funcionó en el frío túnel y sólo captó la tenue silueta rojiza de las paredes.

Dio un par de pasos; las suelas de sus botas crujieron con suavidad en el piso del túnel. Entonces se frenó en seco. Otro sonido breve se percibió a continuación de sus pasos, hacia la derecha. Después, otro, éste más perceptible; y otro más. Cuando escuchó un chasquido, justo sobre su cabeza, Flint se revolvió con desesperación y saltó a la izquierda, pero ya era demasiado tarde: una jaula de barrotes de hierro se desplomó sobre él, con su salto sólo consiguió golpearse contra un costado de ésta. Encolerizado, aferró los barrotes con ambas manos y empujó, tiró y zarandeó, pero la jaula era demasiado pesada. Se puso de rodillas y escarbó el suelo del túnel; aparte de una fina capa de grava suelta, era de roca sólida.

—¡Maldición! —exclamó, recostándose contra los barrotes.