7.-
Un reino de oscuridad

Las montañas Kharolis no conformaban la cordillera más alta de Krynn, ni la más extensa. No contaban con ardientes volcanes, como los Señores de la Muerte en el septentrional Sanction o los grandes glaciares de la cadena montañosa del Muro de Hielo. Sin embargo, el accidentado suelo de cada valle y cumbre no tenía parangón en todo el continente de Ansalon.

Las paredes escarpadas de los cañones se precipitaban en vertical miles de metros sobre barrancos tortuosos y angostos. Los arroyos fluían con caótico abandono desde las alturas y se abrían camino entre los cortantes lechos rocosos en los que dejaban su huella día tras día. Los árboles sólo sobrevivían en las laderas más bajas y en los valles; la mayor parte de la cordillera Kharolis era demasiado accidentada o alta en exceso para que creciera en ella otra cosa que parches de musgo y líquenes.

Los picos de la cadena montañosa permanecían cubiertos por perpetuos neveros que descendían en glaciares hasta las cuencas circulares de las zonas altas. Desde allí serpenteaban y se extendían en todas direcciones para, por último, detenerse en las frígidas aguas de los lagos altos.

La región de las montañas Kharolis, inhóspita en extremo, era el asentamiento de un reino populoso que había desarrollado una cultura próspera, provista de las comodidades precisas. Tanto es así, que eran contadas las ocasiones en las que sus moradores contemplaban el paisaje que se extendía sobre sus cabezas.

Eran los enanos de Thorbardin.

El emplazamiento era una poderosa fortaleza que contaba con siete ciudades populosas y una red extensa y completa de calzadas. En su conjunto, Thorbardin ocupaba un área de más de treinta kilómetros de largo por veintidós de ancho.

Dedicados al duro trabajo diario, los enanos apenas prestaban atención a los acontecimientos del mundo exterior. En su mundo subterráneo existían intrigas más que suficientes para mantenerlos ocupados durante centurias.

En el corazón de Thorbardin se hallaba al mar Urkhan. No era en realidad un mar, sino un lago subterráneo de unos siete kilómetros de largo. Botes arrastrados por cables lo cruzaban de un lado a otro en una red intrincada que comunicaba entre sí a la mayor parte de las ciudades del remo enano. En el centro de mar se alzaba la más espectacular de todas: el Árbol de la Vida de Hylar. Los veintiocho niveles de la ciudad estaban tallados en el interior de una inmensa estalactita que colgaba del techo de la caverna y se sumergía en las profundidades del lago.

Thorbardin obtenía sus reservas de alimento de tres zonas de suburbios. En estas enormes cavernas destinadas a albergar una agricultura que no precisaba del sol, se obtenían grandes cosechas de hongos y otros productos comestibles derivados del moho. Cada suburbio lo compartían entre varias ciudades, pero cada plantación individual se vigilaba con gran celo.

A despecho de su tamaño, sólo dos puertas históricas, situadas en los límites norte y sur del reino, conectaban a Thorbardin con el mundo exterior. La Puerta Norte había sido destruida durante el Cataclismo. Los enanos se habían recluido en sus dominios subterráneos y, tras sellar la Puerta Sur en prevención de cualquier posible ataque, habían dado la espalda al mundo.

Aunque considerado como un reino homogéneo por los forasteros, de hecho Thorbardin albergaba al menos cuatro clanes diferenciados, o naciones: los hylar, los theiwar, los daewar y los daergar. Cada uno de ellos estaba regido por un thane y tenía sus propios intereses, metas e incluso tendencias raciales.

Las escisiones se agravaban con la ausencia de un verdadero monarca que rigiese la totalidad del reino. Según la antigua leyenda, Thorbardin alcanzaría la verdadera unidad cuando uno de sus thanes obtuviese el Mazo de Kharas. Desde hacía siglos, se ignoraba el paradero de este objeto arcano, conocido así en honor al héroe enano más grande de su historia. Eran incontables los esfuerzos, tesoros y vidas empleados en continuos intentos, siempre infructuosos, para hallarlo.

Sin aquel símbolo, que habría significado su unión, las naciones del reino enano se mantenían enfrentadas unas con otras. Se enviaban agentes para espiar las actividades delos clanes rivales; se guardaban bajo estrecha vigilancia las cámaras de los tesoros, ya que la riqueza —en particular el acero y las gemas— era la medida que determinaba la posición social.

Los hylar, la raza más antigua de los Enanos de las Montañas, eran los dirigentes tradicionales de Thorbardin. No obstante, la Guerra de Dwarfgate había menoscabado en gran medida dicha prerrogativa, y a partir de entonces la prominencia de las otras naciones se había incrementado de manera paulatina. Entre todas, la más notable era la del clan theiwar, formado por enanos derros controlados por sus hechiceros.

Los derros, de tez más pálida que la de sus primos hylar y algo más altos que éstos, habitaban en la zona septentrional de Thorbardin. Practicaban la magia negra, hecho que despertaba en los otros enanos un cierto temor supersticioso. Se habían ganado una merecida reputación de desleales, traidores y manipuladores de hechicería. Los otros Enanos de las Montañas los miraban con temor y gran desagrado.

Fueron los derros los que excavaron una salida nueva y secreta al norte de Thorbardin, a través de la cual enviaban sus carretas con armas hacia el mar, sin que los otros clanes supieran nada acerca de estos transportes. Riqueza significaba poder, y los theiwar estaban decididos a ser muy, muy poderosos.

El gran Salón del Trono daba la impresión de ser un espacio ilimitado, como un claro del bosque bajo el silencioso cielo nocturno. En torno al perímetro de la cámara se erguían columnas altas que se perdían en la oscuridad cual inmensos troncos de árbol. La luz derramada por cientos de antorchas titilaba por doquier y bañaba la cámara en un resplandor dorado y cálido.

No obstante, el vasto salón se hallaba a más de trescientos metros bajo la superficie de Krynn. Grandes corredores, protegidos por inmensas puertas de acero y oro, conducían desde el Salón del Trono a las diferentes zonas de la ciudad theiwar. Un centenar de enanos, vestidos con relucientes cotas de malla y armados con hachas y ballestas, guardaban vigilantes las distintas puertas.

En ese momento, una de ellas se abrió con lentitud y un enano jorobado penetró en la cámara. El repulgo de la túnica de color bronce se arrastraba por el suelo tras él. Se acercó con premura al centro del salón.

Allí, el thane Realgar descansaba con gran comodidad en el amplio trono, con las piernas extendidas y cruzadas. El dirigente era un enano anciano, y en su barba y cabello, largo y suelto, de color rubio pálido, se entremezclaban mechones canosos. Gobernaba el clan theiwar desde hacía muchas décadas; la mayor parte de los asuntos rutinarios del clan los solucionaba su consejero mayor, lo que permitía a Realgar dedicarse en exclusiva a la búsqueda del Mazo de Kharas. El thane consideraba tedioso cualquier tema que no estuviera relacionado con este objeto.

Realgar estaba flanqueado por sus guardias personales: un par de horrendas gárgolas cernidas en sus perchas cual estatuas vigilantes, inmóviles a excepción de sus pupilas que seguían con fijeza el avance del derro jorobado. La piel de las gárgolas era tan dura y gris que no se diferenciaba de la piedra. Sus alas coriáceas, del mismo color, se extendían cual amenazantes garras tras el trono. Sus rostros guardaban un vago parecido con rasgos humanos, endurecidos por los afilados colmillos, ojos pequeños y crueles, y un par de cuernos retorcidos que les crecían en la frente.

El jorobado llegó al trono y, de improviso, las gárgolas lanzaron un agudo siseo. Batieron las alas y saltaron hacia adelante para situarse a la izquierda y la derecha del thane. Extendieron las garras y abrieron y cerraron las fauces en un mudo gesto de advertencia mientras el enano jorobado saludaba con una inclinación obsequiosa.

—Ah, Pitrick, me alegro de que estés de regreso en la ciudad —dijo el thane de los theiwar.

—¿Qué tal os fue en el consejo de thanes? —inquirió el consejero.

—¡Bah! —Realgar apretó los puños—. ¡Todo se redujo a una sarta de traiciones de los hylar! ¡Buscan enredarse en una alianza con los daewar que, como siempre, nos excluya a nosotros! —El thane se inclinó hacia adelante, sus labios distendidos en una sonrisa conspiradora, y agregó en voz baja—: Pero, mi querido consejero, ¡me parece que empiezan a temernos! —El cabecilla de los theiwar se llevó el grueso índice a los labios—. Ahora, cuéntame cómo ha ido todo durante mi corta ausencia.

—Seréis complacido —respondió con entusiasmo Pitrick—. La producción casi se ha duplicado y hay expectativas de que aumente aún más. Esto es también válido para el número de carretas que salen. Casi se han alcanzado los niveles óptimos de transporte.

—Espléndido. —El thane centró su atención en un rollo de pergamino que tenía en el regazo, a la vez que despedía con un gesto a Pitrick. El consejero carraspeó.

—Hay otro asunto, excelencia.

El thane alzó la cabeza con sorpresa y lo instó en silencio a proseguir.

Pitrick se movió con dificultad, molesto por el dolor de su pie tullido.

—Al parecer, mataron a uno de nuestros conductores un Casacolina. El asesino, un Enano de las Colinas, huyó. —Pitrick respiró hondo—. Tenemos razones para creer que ese enano entró de manera furtiva en el patio de carretas y descubrió la naturaleza de nuestros cargamentos.

—¿Cuándo ocurrió? —La voz del thane era tranquila, casi aburrida.

—Unos cuantos días atrás. Uno de los conductores me informó apenas hace dos horas.

El thane se inclinó hacia adelante; las cadenas de oro tintinearon con suavidad al entrechocar los pesados eslabones. La túnica azul oscuro de Realgar, amplia como un saco, cubría el trono a su alrededor. Cada vez que el dirigente quería andar, precisaba de la ayuda de varios pajes que manejaran la voluminosa vestimenta.

—Resuelve el problema cuanto antes —ordenó al consejero, con el mismo tono aburrido de voz—. Eres quien ha abierto esta ruta y es responsabilidad tuya mantenerla abierta y secreta.

—Desde luego, excelencia. —Pitrick hizo una profunda reverencia y aprovechó el gesto para ocultar la sonrisa que bailaba en sus finos labios. Cuando se irguió, su rostro era de nuevo una máscara inexpresiva—. Me ocuparé de ello de inmediato. Tengo un favor que pediros, excelencia.

—¿De qué se trata? —preguntó Realgar con aire ausente.

—Debemos reforzar la guardia en el túnel. Incrementar tanto el número como la calidad de las tropas que tenemos allí.

—Especifica.

—La guardia del thane —respondió con premura Pitrick—. Son las tropas más fiables de vuestro ejército y llevarán a cabo la tarea con absoluto rigor. Necesitaré un par de docenas de guardias al mando de un buen capitán…

El thane estrechó los ojos.

—Imagino que ya tienes en mente a un capitán en particular, ¿verdad?

Pitrick esbozó una sonrisa leve.

—Cierto, excelencia. Opino que Perian Cyprium es el oficial adecuado para esta tarea.

—¿No tendrás alguna otra razón para seleccionarla?

Pitrick carraspeó otra vez, a la par que inclinaba la cabeza con modestia. El thane reflexionó un momento mientras contemplaba el rubio cabello crespo de su consejero. Perian era una capitana buena y leal, una de sus mejores oficiales. Sus padres lo habían servido bien hasta que murieron. A la joven no le iba a gustar la misión… Su desagrado por el consejero era tan evidente como el deseo lujurioso que despertaba en Pitrick. El propio thane encontraba a Pitrick desagradable, pero apreciaba profundamente la perspicacia y eficacia del hechicero.

Más aún, Pitrick era el artífice del acuerdo con Sanction. Su diplomacia y facultades mágicas podían ser la llave de la futura grandeza de los theiwar. El thane lo consideraba indispensable si la nación estaba destinada a alcanzar la gloria que le pertenecía por derecho. Así las cosas, a Realgar no le fue difícil acceder al deseo de Pitrick.

—De acuerdo. Desde este momento, el capitán Cyprium está bajo tus órdenes. Duplicaremos la guardia, hasta nueva orden. En lo referente a Casacolina, tal asunto requiere un poco de reflexión —concluyó el thane—. La actitud desagradecida de esos Enanos de las Colinas y su desmedida avaricia empiezan a causar mi enojo.

Pitrick hizo otra reverencia a fin de ocultar su sonrisa.

Perian caminaba con paso decidido por el segundo nivel de la ciudad y se disponía a ascender al tercer nivel, cuando le comunicaron que debía presentarse ante Pitrick, el consejero del thane. Luchó contra la creciente sensación de repugnancia que amenazaba con dominarla.

A lo largo de varios años, había refrenado las detestables insinuaciones de Pitrick, pero una convocatoria a presentarse en los aposentos del consejero la ponía en clara desventaja. Con todo, el thane le ordenaba entrevistarse con el consejero, y su deber era obedecer.

Perian, hija única y la última descendiente de un extenso linaje de guerreros, se vistió la armadura y empuñó la espada cuando le llegó el turno de seguir la tradición familiar. Su padre, su madre —hasta el nacimiento de Perian— y sus tíos habían servido con gran mérito en la Casa de la Guardia del thane. En dicha milicia de élite, consagrada a la supremacía racial de los derros, se agrupaban los soldados más fiables y leales de las tropas theiwar.

Perian había mostrado su valía tanto en el aspecto físico del combate como en los retos mentales inherentes al mando; en consecuencia, ascendió con rapidez en las filas de la guardia personal del thane. En la actualidad dirigía la Casa de la Guardia y se sentía orgullosa de ejercer tal cargo, que la igualaba con los cuatro o cinco oficiales de más alto rango al servicio de Realgar.

No le cabía duda de que el thane Realgar era el rey más poderoso de Thorbardin, principalmente por las habilidades mágicas que poseían muchos theiwar, lo que le proporcionaba ventaja. De manera indirecta, tal circunstancia tendría que haberla echo sentirse orgullosa. Por el contrario —y sólo en su fuero interno—, admitía que semejante predominio le causaba inquietud y cierto sentimiento de culpabilidad.

Ello se debía, tal vez, a que, a diferencia de la mayoría de los enanos theiwar —moradores de las dos ciudades regidas por Realgar—, Perian era sólo semiderro. Los derros puros encontraban siempre un placer salvaje en la parte oscura de las cosas. La otra mitad de su ascendencia enana procedía de los hylar, y la muchacha se preguntaba a menudo si tal aspecto no dominaba su personalidad.

Sentía una desconfianza innata por la magia, y Pitrick era el hechicero más poderoso entre los theiwar; un ser grotesco, ladino y pérfido. Su innegable habilidad mágica era la única manifestación exterior de otros muchos rasgos reprochables. Sin olvidar el tema de sus lascivas proposiciones sexuales que llegaban al mismo límite de la fuerza bruta.

Por desgracia, no podía permitirse el lujo de mostrar un rechazo total hacia él. Recordó, como siempre con frustración, el enmarañado predominio que Pitrick ejercía sobre su vida.

Los padres de Perian habían sido también soldados leales, condecorados, del regimiento Huscarle o de la Casa de la Guardia. Al nacer ella, su madre se retiró del servicio activo y se dedicó a criar a su hija única. Fue indulgente con Perian y, a menudo, contemplaba a la niña con melancólica seriedad. Su padre, por otro lado, se distanció emocionalmente de ambas, tal como era la obligación de un verdadero soldado, según había opinado siempre Perian. Dadas estas circunstancias familiares, no encontró dificultad en integrarse a la Casa de la Guardia —el diez por ciento de sus filas estaba compuesto por mujeres— ni en alcanzar con rapidez el rango de sargento. Entonces fue cuando Pitrick, el afectado consejero del thane, apareció por primera vez en su vida.

La hizo enfrentarse a la evidencia de sus verdaderos orígenes con unas cartas de su madre dirigidas a un soldado hylar —el amante secreto de su madre—. Según Pitrick, Perian era producto de aquella unión ilícita. Por lo que sabía, nadie excepto ella misma, su madre y Pitrick estaban enterados de que por sus venas no corría pura sangre derro y que no era hija del valiente guerrero cuya reputación era sobradamente conocida. Cierto que su rubicunda piel y su cabello castaño rojizo eran rasgos poco habituales en los derros de sangre pura; como también era un hecho que la Casa de la Guardia de los theiwar exigía a sus integrantes esa pureza racial. Perian temía el día en que Pitrick utilizara esta información como un último recurso y chantaje para lograr sus propósitos. No disponía de pruebas que confirmaran las circunstancias de su nacimiento, pero tenía que admitir que la muestra de la escritura de su madre era legítima. En la misma época en que se anunció su nombramiento de capitán, este secreto la puso en manos de Pitrick. Hasta ahora, se las había arreglado para salvar la situación con añagazas, sin incitarlo a llevar a cabo su amenaza, pero el consejero era demasiado inestable y peligroso para tomarlo a la ligera.

Muchas veces Perian se preguntó si su padre se había mostrado distante por naturaleza, o porque albergaba alguna sospecha. Ojalá su madre no hubiese escrito jamás esas cartas, ni hubiese sido tan estúpida. Se preguntaba a menudo cuán fuerte debía ser un sentimiento amoroso para inducir a alguien como su madre a arriesgarlo todo.

Absorta en tan perturbadores pensamientos, Perian llegó al elevador que la conduciría a los alojamientos de la nobleza, situados en el nivel superior de la ciudad. Pitrick no era noble de nacimiento, pero como consejero del thane estaba considerado como el segundo enano más importante de la ciudad theiwar. Poco después, vio descender una caja metálica en la que penetró. Con un firme y regular traqueteo metálico, el mecanismo de arrastre de cadenas elevó el artefacto treinta metros a través de una columna hueca tallada en a montaña.

Cuando se detuvo, la joven salió a la terraza de la zona noble. Hizo caso omiso del panorama que se ofrecía sobre el pretil, desde donde se divisaba en todo su esplendor la mayor parte de la ciudad theiwar: sus calles de trazo recto, las altas murallas, las gruesas columnas, las casas y tiendas que cubrían el suelo de la caverna. Se dirigió al la puerta del alojamiento del consejero y fue admitida e inmediato.

La recibió un sirviente uniformado, cuyo rostro estaba desfigurado, pero su señor entró presuroso en la antecámara y le ordenó marcharse con un gesto amenazador. Como ocurría siempre, la mirada del jorobado la hizo sentirse incómoda.

—Buenas noticias —comenzó Pitrick, mientras unía las manos en una actitud complacida—. Te han asignado a mi servicio. Ahora… ¡soy tu comandante!

Perian sintió un escalofrío aprensivo recorrerle la espina dorsal.

—¿En calidad de qué? —preguntó, obligándose a mantener un tono firme.

—Se incrementa el número de vigilantes en la boca del túnel de carretas. ¡Vamos, no finjas sorpresa! Conoces la existencia de ese acceso. Estarás al mando de las tropas. —La rala barba de Pitrick no ocultaba su expresión lujuriosa. La deformación de su espalda lo obligaba a inclinarse hacia adelante, razón por la cual no tenía más remedio que alzar la cabeza para mirarla.

—Prefiero continuar en mi puesto, como instructor de la guardia —objetó.

Pitrick se acercó y su aliento le rozó la mejilla.

—Estoy harto de tu juego, querida. ¡Ten presente que puedo hundirte con una palabra!

—¡Hazlo, pues! —replicó con brusquedad.

Con una sonrisa desdeñosa, Pitrick se apartó de ella y la contempló de arriba abajo.

—Me conoces muy bien, querida muchacha. Aun así, tal vez lo haga… algún día. Sí, quizá lo haga, si insistes en atormentarme de este modo.

Perian advirtió que se llevaba la mano a un amuleto de hierro que colgaba de su cuello. Por entre los dedos se filtraba un tenue resplandor azulado.

—Me servirás bien —dijo el jorobado con tono suave.

La joven sufrió un leve vahído y la sorprendió la grata musicalidad de su voz. Tal vez lo había juzgado mal.

El resplandor azul se intensificó, oscureciendo su visión hasta que sólo distinguió el rostro de Pitrick. Sintió su cálido aliento en el rostro. Su adiestramiento de soldado le advirtió, amortiguado, que debía resistirse. Percibió la mano del consejero rodearle la espalda resguardada con la cota de malla. Su aliento, cargado del áspero aroma a hongos destilados, se le pegó, húmedo y maloliente, en la cara. De repente, alzó la cabeza con brusquedad. Su mano izquierda se lanzó hacia adelante y arrancó el amuleto de entre los dedos de Pitrick, al mismo tiempo que la mano derecha se cerraba en torno a la pequeña hacha que colgaba de su cinto. Apretó los dientes y al punto se despejó su mente.

—Aguarda —urgió Pitrick, con un tono todavía suave.

Pero el conjuro estaba roto. La mirada rebosante de odio de la joven frenó en seco al consejero.

—Si intentas hechizarme otra vez, te mataré —amenazó con voz ronca.

Pitrick la contempló, su momentánea sorpresa reemplazada rápidamente por una expresión divertida.

—Es hora de que te reincorpores a tu nuevo destino —instruyó—. Echa una mirada por los alrededores y establece las guardias. Dentro de poco bajaré a inspeccionar la situación. Si hay alguna señal de intrusión, o incluso el menor atisbo de un Enano de las Colinas, quiero que me informes en persona. Y, si capturas a algún merodeador, tráelo a mi presencia de inmediato.

—Así lo haré —dijo Perian y giró con rapidez sobre sus talones.

Sólo cuando la caja del elevador la llevó un nivel más abajo, recobró la serenidad y respiró hondo.