6.-
Una marcha precipitada

Flint eludió pasar por el pueblo; de igual modo, dirigió sus pasos en una dirección que lo alejaba del hogar de los Fireforge. Se sentía incapaz de explicar a su familia el porqué de su aspecto deplorable; desde la cabeza hasta la punta de los pies estaba pringado de barro y sangre. Su mente era un tumulto y precisaba ordenar las ideas antes de compartir con alguien sus sospechas.

Sus pies, helados y escoriados, se encaminaron hacia las colinas orientales que se alzaban al sur del Paso. Por medio del acero de su navaja y un pedernal, encendió una fogata en el reducto de una pequeña cueva, frente a la que corría un arroyo cantarín. Se despojó de sus ropas, las lavó en la gélida corriente del regato y las extendió sobre unas piedras junto a la hoguera para que se secaran. Luego, el agotado enano metió la cabeza en el agua hasta librarse del último grumo de barro; a continuación, regresó junto al fuego, desnudo, y tomó asiento. Permaneció con la mirada prendida en las llamas danzantes un largo rato, con una expresión ausente.

La túnica de algodón no tardó en secarse; cuando se la puso, agradeció que la prenda fuera lo bastante larga como para llegarle hasta las rodillas, ya que los pantalones de cuero tardarían mucho más en secarse. Sobre todo, echaba de menos sus botas.

Por si esto fuera poco, el estómago le rugió, recordándole que no había probado bocado desde por la mañana. Divisó peces en la somera corriente del arroyo y, sin más preámbulos, se arrodilló junto al agua y se remangó. Metió la mano en la corriente y, poco a poco, condujo a una trucha incauta hacia una zona donde le sería más fácil sacarla a la orilla de un manotazo. Realizó cuatro intentos fallidos pero, por fin, una pequeña trucha —aunque alcanzaba unos catorce centímetros de longitud— brincaba y coleteaba sobre el suelo arenoso de la cueva. Flint abrió el vientre plateado del pez con su navaja, lo limpió y lo ensartó en un palo. Recordaba haber visto en el camino a la cueva algunas bayas; en consecuencia, mientras la trucha se doraba con las llamas de la fogata, recogió dos puñados de frambuesas a la luz de la luna creciente.

Sólo después de tener el estómago lleno con el suculento pez y las dulces bayas, se sintió capaz de elaborar algún razonamiento. Aun cuando sólo tenía la confusa cháchara de un bobalicón en la que basar sus sospechas, Flint estaba convencido de que Aylmar había sido asesinado y, con toda probabilidad, a causa de haber averiguado la verdadera naturaleza de los transportes derros. Había matado a uno de ellos impulsado por el instinto, mas, ¿con qué evidencia? ¿La palabra del idiota del pueblo? Aunque su familia le creyese, iría a parar a la cárcel y con ello traería la ruina y la humillación al apellido Fireforge. Sin embargo, lo que más le preocupaba era que desde el calabozo no tendría oportunidad de desenmascarar al asesino de Aylmar y vengar su muerte.

Flint estaba decidido a lograr ambos propósitos, o morir en el empeño. No revelaría sus sospechas hasta que dispusiera de una evidencia irrebatible.

—¡Buen ejemplo has dado a tu familia! —rezongó una voz áspera desde la puerta del establo cuando Flint llegó a la granja a la mañana siguiente.

Había pasado la noche en la cueva y, al amanecer, se encaminó hacia la casa familiar dando un rodeo por la parte sur del pueblo. Ruberik, con el cubo de ordeñar en la mano, lo contemplaba con expresión altanera.

—Mira, hermano —comenzó Flint, clavando en él una mirada que lo dejó paralizado—, no sé cuál rama de la familia pudo engendrar a un cara de vinagre engreído, pomposo y zahiriente como tú.

Ruberik abrió unos ojos como platos, sorprendido ante la diatriba de Flint, que prosiguió.

—Sea cual sea el motivo que incitó a la caprichosa naturaleza para hacernos hermanos, no por ello dejas de ser mi hermano pequeño y has abusado en exceso de mi buen carácter. Estoy más que harto de tu actitud altiva y pragmática. No tienes ni idea de dónde he estado ni que he hecho, así que, ¡guárdate tus opiniones y muestra un poco de respeto hacia tus mayores!

La faz de Ruberik, rubicunda de por sí, se tornó grana; giró sobre sus talones con tal precipitación que golpeó el cubo contra el marco de la puerta del establo en su afán por alejarse cuanto antes. Flint suspiró hondo y entró en la casa; acababa de ocurrírsele preparar un poco de achicoria cuando Bertina surgió de las habitaciones del fondo con el mismo propósito.

Dirigió a Flint una mirada apreciativa, pero se guardó su opinión para sí misma.

—Estuviste fuera hasta muy tarde, ¿verdad? —Sus ojos se fijaron en los pies descalzos y enrojecidos del enano—. Apuesto a que las viejas botas de Aylmar te servirán si necesitas un par —ofreció con gran tacto. No daba muestras de desconcierto y, sin aguardar respuesta, le trajo de la parte trasera de la casa un par de botas muy similares a las que Flint había perdido.

Se las calzó; eran un poco grandes, algo que, en estos momentos, era de agradecer, teniendo en cuenta la hinchazón de sus pies.

—Gracias, Berti —dijo con suavidad—. Por las botas… y por no hacer preguntas.

Su cuñada comprendió lo que quería decir y asintió en silencio, mientras batía algunos huevos en una escudilla. Tomaron el desayuno, consistente en huevos revueltos, jamón, pan con mantequilla y achicoria amarga. Flynt iba a ofrecerse a ayudarla a recoger cuando la puerta principal se abrió de golpe y Tybalt penetró en la estancia como una tromba, con un par de botas embarradas en la mano.

Era evidente la gran agitación del joven enano al acercarse a Flint.

—¿Las reconoces? —inquirió, mostrándoselas. Miró los pies de su hermano—. ¡Ésas son las viejas de Aylmar! ¡Sabía que éstas eran las tuyas!

—También yo te doy los buenos días, hermano —dijo con ironía Flint, procurando adoptar un tono indiferente. ¡No se le había ocurrido que lo rastrearan por las botas! Bebió un sorbo de achicoria tratando de evitar que la mano le temblara.

—¡Déjate de bromas! —gritó Tybalt, mientras descargaba el puño sobre la mesa—. ¿Qué tramabas? ¿Por qué demonios dejaste allí tus botas? —Tybalt perdía los estribos por momentos.

—¿De qué hablas, Tybalt? —preguntó Bertina, mientras le tendía una taza de achicoria.

El interpelado agitó los brazos en un gesto de exasperación.

—Al parecer, nuestro recién llegado hermano se dio ayer un paseíto por el patio de carretas de los Enanos de las Montañas. Encontraron sus botas junto al establo.

Tybalt empezó a pasear de un lado al otro de la estancia.

—No es eso lo peor. Cuando llegué a la estación de policía esta mañana, me informaron que un derro había muerto degollado y que el asesino ¡se había dejado las botas en el escenario del crimen! En principio me reí, pero después me quedé sin aliento al ver las botas —bramó, apretando los puños. Tybalt contempló con fijeza a su hermano antes de proseguir—. ¡También tienen una buena descripción tuya! Los guardias sobre los que saltaste te vieron la cara antes de que te dieras a la fuga. Claro que la descripción puede encajar casi con cualquiera… si no fuera por las botas.

El enano reanudó sus paseos arriba y abajo, con las manos en la espalda.

—Además, está Garth… Ese imbécil escuchó la descripción y empezó a balbucear incoherencias sobre Aylmar, que había regresado de su tumba para causarle pesadillas.

Por fortuna, los derros no hacen mucho caso del idiota del pueblo, pero hay otros que saben que te confunde con nuestro hermano mayor.

—¡Tybalt! No permito que te refieras a ese infeliz con semejantes epítetos en esta casa —lo reprendió Bertina—. Garth es una buena persona que ha tenido la mala suerte de encontrarse entre el martillo y el yunque más veces de lo deseado, eso es todo —concluyó con suavidad.

—Bertina, ¿qué importa Garth? —gritó Tybalt—. ¡Flint mató a un derro en el patio de carretas!

—¿Me condenas aun antes de preguntarme si lo hice o no? —inquirió Flint.

—Bien, ¿lo hiciste? —demandó vacilante su hermano.

—¿Importaría?

—¡Por supuesto que sí! —Tybalt se dejó caer en una silla con pesadez y, llevado por la agitación, se tiró de la barba—. ¿No comprendes que me has puesto en una situación muy comprometida? ¡Ahora que estaban a punto de promocionarme! ¡Debería entregarte al alcalde Holden! ¡Debería, y tal vez lo haga!

Flint lo miró a los ojos.

—Haz lo que tengas que hacer. Pero tú mismo has reconocido que la descripción podría encajar con cualquier enano de Casacolina. ¿Por qué no te olvidas de que has visto antes esas botas?

Tybalt parecía debatirse entre dos fuerzas antagónicas.

—¡No puedo hacer eso! Sé que son tuyas; y he jurado defender la ley, ¡sea quien sea quien la infrinja!

—¿Qué evidencia hay de que el asesino y el propietario de las botas sean la misma persona? —sugirió Flint—. Tal vez, las echaron al patio de carretas algunos jóvenes gamberros que gastaron una broma pesada a un pobre enano viejo que dormía vencido por el exceso de alcohol.

—¿Fue eso lo ocurrido? —preguntó con ansiedad Tybalt, incorporándose en la silla.

—¿De verdad quieres saberlo, Tybalt?

Este cerró los ojos, y denegó con una brusca sacudida de cabeza. Se pasó los gruesos dedos entre los ralos mechones de pelo oscuro.

—No debería siquiera pensarlo, pero… —comenzó, con los dientes apretados—. Pero, si abandonas la ciudad antes de que esto estalle, me olvidaré de tus botas. —Frunció el entrecejo al mirar al Flint—. No te muestras muy preocupado por tu suerte, pero te ruego que consideres que el resto de tu familia vive en Casacolina, ¡aunque creas que nuestras vidas son tediosas y carentes de valor!

—¡Basta! —lo interrumpió Bertina, al advertir el rostro tenso de Flint—. ¿Eres un humano o un enano? ¡Te aseguro que hay ocasiones en las que me siento avergonzada de ti y de tu ambición, Tybalt!

—Gracias, Berti —dijo con voz débil Flint, a la vez que posaba su mano sobre el carnoso brazo de su cuñada—. Pero Tybalt tiene razón… No quiero traer la desgracia ni la vergüenza sobre la familia. Partiré ahora mismo.

Dicho esto, se dirigió al pequeño cuarto trastero situado detrás de la cocina y recogió su petate y su hacha. Tybalt esbozó una sonrisa de alivio y se acercó a Flint mientras éste se colocaba el hatillo a la espalda.

—Siento lo ocurrido, de veras. No es nada personal. ¿Me guardas rencor? —dijo, tendiendo la mano a Flint.

Su hermano contempló la mano carnosa de dedos rechonchos; luego se dio media vuelta.

—Eres un hipócrita, Tybalt Fireforge, y de la peor clase, por esperar que te ayude a simular que eres un bendito en lugar de un egoísta.

El otro retrocedió como si lo hubiese golpeado.

—¡Pero si tú mismo dijiste que tenía razón al aconsejarte que te marcharas!

Flint le dedicó una sonrisa conmiserativa.

—Y la tienes, pero no por los motivos que crees. —Sacudió la cabeza y luego se volvió hacia Bertina, deseoso de acabar el tema con su hermano. A sus espaldas, escuchó la marcha apresurada de Tybalt.

La cuñada de Flint guardaba silencio, con los ojos anegados de lágrimas. El rubor que antes teñía sus mejillas se había reducido a un suave sonrojo.

—Puedes sincerarte conmigo, Flint. ¿Hiciste algo tan terrible? —preguntó, pero en su voz no se advertía reproche o critica.

Flint sintió que, como esposa de su hermano asesinado, le debía al menos parte de la verdad.

—Fue en defensa propia —admitió con ambigüedad, midiendo sus palabras.

El rostro de ella se iluminó.

—Entonces, ¿por que no te quedas y le dices eso al alcalde? Te creerá. ¡Es tu palabra contra la de esos derros!

—¿De verdad crees que lo haría, aun cuando hacerlo supondría perder las ventajas del negocio con los Enanos de las Montañas? —Flint meneó la cabeza—. No, no es tan sencillo, Berti. —La abrazó con gesto torpe y se dirigió a la puerta.

—¿Adónde irás?

—No lo sé —respondió de manera evasiva—. Pero no te preocupes, Berti. Algún día regresaré… Pronto. Despídeme de los demás.

La enana le puso en las manos una bolsa repleta de provisiones, besó la barbuda mejilla y volvió a todo correr a su habitación, en la parte trasera de la casa.

Flint permaneció un momento más sumido en un pesaroso silencio y echó una última mirada al hogar de sus mayores. Ojalá hubiese tenido oportunidad de dejar las cosas arregladas con Basalt; despedirse de Bernhard y de sus hermanas —la picante Fidelia y la inocente Glynnis—; pero estaban en la aldea, trabajando. Sabía que Ruberik se encontraba en el establo, pero no se sentía con ánimos de darle explicaciones sobre su marcha precipitada y aguantar sus habituales frases zahirientes. Por consiguiente, colgó su brillante hacha en el cinto y se encaminó hacia la puerta.

Flint no se percató de que una sombra cruzaba su camino. Tampoco advirtió que alguien lo seguía mientras avanzaba a zancadas por las colinas al sur de la población.

No es de extrañar que el enano no viera nada, ya que su mente estaba ocupada con la única y determinada idea de hallar al asesino de su hermano; para ello, se dirigía a la vasta ciudad subterránea de Thorbardin.