5.-
Allanamiento

En los años mozos de Flint, el patio de carretas era parte de las instalaciones de la forja, propiedad de un hosco y viejo enano llamado Delwar. Es conocida la inclinación nata de la raza enana por las artes metalúrgicas, pero, en tanto la mayoría de sus miembros se procuran sus propios clavos, bisagras y otros objetos sencillos, Delwar fabricaba para sus convecinos ruedas de carros, herramientas pesadas, armas y otros productos de metal de realización más compleja.

Una parte importante de los conocimientos de Flint en este oficio la había adquirido en aquellos años, transmitida por el viejo artesano cuyos brazos y pecho, surcados con cicatrices de quemaduras, asustaban y fascinaban por igual al joven Enano de las Colinas. Flint y otros muchachos se sentaban en el grasiento patio, frente a la forja de Delwar, para observar al herrero a través del lado abierto en el cobertizo de tres paredes; a Flint le gustaba el olor a humo y sudor que impregnaba el ambiente cuando Delwar martilleaba el metal al rojo vivo, casi tanto como la melcocha y la sidra que la robusta esposa del herrero les ofrecía cada tarde.

Pero tanto Delwar como su mujer habían muerto largo tiempo atrás y ahora, en torno al otrora familiar paraje, se levantaba un muro de piedra de más de dos metros de altura. Alguien le había comentado (quizá Tybalt) que se había construido una forja «moderna» en el lado oeste de la ciudad, y la de Delwar llevaba mucho tiempo abandonada cuando los Enanos de las Montañas reclamaron como propia la vieja instalación como parte del acuerdo alcanzado con las autoridades de Casacolina. Los derros construyeron el muro que, según las estimaciones de Flint, abarcaba un área de seiscientos metros cuadrados. El único acceso al patio lo constituía un portón de robusta madera de tres metros de ancho, instalado en el lado sur que daba a la calle Mayor. No se veía a ningún guardia apostado en el exterior del portón, pero, sin duda, estaba vigilado desde el interior.

Flint caminó calle abajo de manera ostentosa y pasó frente al patio amurallado sin apenas dedicarle una ojeada, más interesado aparentemente en los apetitosos patos colgados en el escaparate de la carnicería, al otro lado de la calle. Unos veintitantos metros mas adelante, el muro giraba en ángulo y formaba la pared este. Entre ella y el edificio opuesto, se extendía un callejón tan angosto que dos enanos, hombro con hombro, no podían recorrerlo. Flint prosiguió su tranquilo paseo hasta que perdió de vista la calle Mayor. Entonces cubrió los últimos diez metros a toda carrera hasta alcanzar la esquina noreste del muro; faltaba poco para la puesta del sol y debía apresurarse si quería aprovechar los minutos de luz que restaban.

El recién construido muro no ofrecía salientes ni huecos donde agarrarse para escalarlo; Flint giró la esquina hacia la pared norte, pero la valla de piedra acababa cinco metros más allá, donde se unía con el viejo edificio del establo y la forja, de cinco metros de altura.

Un joven roble, débil y fino, había arraigado, a saber cómo, en el corto callejón. Flint sabía que no soportaría su peso; miró desesperado a su alrededor y, un poco más allá, atisbó un viejo tonel de agua al que le faltaban varias tablillas. Se acercó a él, lo tumbó de costado y probó su resistencia; no era mucha, pero el fondo era bastante sólido y quedaban suficientes tablones para sostenerlo, al menos durante un minuto.

Arrastró el barril hasta la esquina cercana al arbolillo y lo colocó sobre el extremo abierto. El barril tenía una altura similar a la del enano, por lo que llegaba un poco más arriba de la mitad de la valla. Flint alzó los brazos, se aferró al aro metálico que rodeaba la parte superior del tonel, y procuró auparse. El destartalado recipiente crujió y se tambaleó de manera peligrosa bajo su peso. Sin un punto de apoyo, resultaba imposible subirse en él.

Con el entrecejo fruncido, Flint consideró una vez más la posibilidad de trepar por el arbolillo. Quizá las ramas más gruesas soportarían su peso el tiempo suficiente para saltar desde ellas hasta el barril. Puso en práctica la idea, para lo que arrastró el tonel hasta situarlo entre el endeble roble y la valla. Se remangó los pantalones y alzó el pie derecho, que posó en la rama más fuerte, a unos sesenta centímetros del suelo. Respiró hondo, aferró el tronco del arbolillo con ambas manos, y se dio impulso. Un segundo después, la rama se quebraba y Flint resbalaba por el escuálido tronco; en su caída arrastró consigo todas y cada una de las finas ramitas, que se partieron con sonoros chasquidos.

Frustrado por el intento fallido, el enano se propinó tirones de la barba mientras buscaba otra solución. Probó la flexibilidad del tronco del arbolillo y llegó a la conclusión de que la verde madera se doblaría. Agarrándolo con firmeza con la mano izquierda, tiró del tronco hacia el suelo hasta combarlo a una altura desde la que podía subirse a él. Contó hasta tres y luego se lanzó sobre el árbol doblado; oyó que el tronco chascaba y se quebraba justo en el momento en que sus manos se cerraban sobre el borde del barril, mas tuvo tiempo suficiente para treparse sobre él. Con un nuevo brinco, alcanzó el borde de la valla. Salvó de un salto los dos metros que lo separaban del suelo y aterrizó junto al establo, sobre un terreno cubierto de una capa de barro de varios centímetros de profundidad.

—¡Vete, márchate!

La inesperada exclamación hizo a Flint dar tal respingo que estuvo en un tris de salirse de las botas, que estaban aprisionadas en el espeso barro. Alzó la vista y, a la mortecina luz del ocaso, atisbó a un enano corpulento, cargado con un saco de carbón, que se encontraba a unos pasos de él; una expresión de terror transformaba su semblante en una máscara grotesca.

—¡Garth! —siseó Flint, con una mezcla de alivio y consternación.

Hizo esfuerzos denodados por sacar los pies de la presa succionadora del barro, pero las botas no cedieron ni un centímetro. Cesó en su empeño y dirigió una mirada suplicante a Garth.

—¡Déjame en paz! ¿Por qué te empeñas en perseguirme? —gimoteó el infeliz bobalicón, a la par que emprendía la huida.

—Garth… —comenzó Flint, procurando calmar al enano antes de atraer la atención sobre ellos—, no soy el que encontraste muerto en la forja. Era mi hermano, Aylmar. No tengas miedo de mí. Soy Flint Fireforge, tu amigo.

Garth lo miró de reojo, con desconfianza, mientras se encogía sobre sí mismo en una actitud de autoprotección.

—¿Prometes que no volverás a perturbar mis sueños? Soy inocente; yo no te hice daño. —Sacudió la cabeza con frenesí—. Fue el jorobado el que lanzó el humo azul, no yo. Sólo te encontré.

—Garth, no era yo… ¿Qué humo azul? —inquirió Flint, súbitamente intrigado.

—¡El humo azul que salió del colgante que llevaba al cuello!

—¿El cuello de quién? ¿De un derro?

—¡Si! Estabas allí, ¿por qué me preguntas? —dijo Garth enojado, aturdido por la sucesión de interrogantes—. He de volver a mi trabajo. Sal de aquí, ¡o, sea quien sea el jorobado, utilizará de nuevo su magia contigo!

Tras aquella advertencia, Garth recogió el saco, pero Flint alargó la mano y lo detuvo.

—Garth, no digas a tus jefes que me has visto aquí. Promételo, o… ¡o te acosaré en sueños!

A Flint le asqueaba tener que utilizar semejante artimaña con el aterrorizado enano, pero no le quedaba otra alternativa. Con los ojos desencajados por el miedo y la faz tan pálida como la de un cadáver, Garth asintió en silencio, incapaz de articular una sola palabra, y luego se alejó a trompicones y se perdió tras la esquina del establo.

Flint reflexionó sobre los balbuceos sin sentido articulados por Garth, a fin de sacar alguna conclusión. ¿Acaso eran producto de sus pesadillas, causadas por el impacto de hallar muerto a Aylmar, o tal vez había sido el único testigo de un suceso espantoso?

El Enano de las Colinas se movió para dar un paso; con un gruñido, recordó que todavía estaba atrapado en el barro. Curvó los dedos de los pies y tiró hacia arriba, pero las botas se encontraban tan atascadas que sólo consiguió sacar los pies de ellas. Enojado, agarró las botas y tiró con todas sus fuerzas; por fin, en medio de un escandaloso sonido succionador, logró sacarlas del barro. Sin duda, ahora pesaban siete kilos cada una y Flint no disponía de agua, trapos o hierba con que limpiarlas, puesto que todo el terreno del patio era un lodazal. Si se las calzaba, su avance resultaría tan escandaloso como el de un escuadrón de ogros. Flint no era del tipo de gente a la que le gusta andar descalza; sin embargo, y no sin cierta renuencia, las dejó junto a la valla de piedra; las recogería cuando se marchara.

Llegó a la esquina del establo y, asomando la cabeza con precaución, dirigió una mirada escudriñadora al patio de carretas. En el barro se marcaban las huellas de profundas rodadas. Había dos pesados carromatos colocados costado contra costado, con los pescantes de cara a Flint; no había ningún vigilante a la vista. Tybalt le había dicho que una de las carretas venía siempre de Thorbardin, mientras que otra hacía el recorrido inverso, nunca en tándem. En consecuencia, ¿cuál de los carros transportaba la carga hacia el Nuevo Mar, y cuál estaba en camino de regreso al reino de los Enanos de las Montañas? Flint sabía que apenas disponía de tiempo antes de que el grupo de derros se despertara o regresara de las tabernas; por consiguiente, no cabía margen para el error: tenía que elegir el carro correcto.

De repente, avistó a un derro que salía de la forja, enclavada en el centro de la pared norte, a unos diez metros a su izquierda. El guardia theiwar rodeó las carretas estacionadas y se agachó para mirar debajo de la que estaba a la izquierda.

—Nos pondremos en marcha antes de una hora —dijo el derro, dirigiéndose a alguien que estaba en el interior del edificio—. Ansío regresar a Thorbardin. ¿Te dijeron Berl y Sithus cuando volverían?

—Esos siempre se demoran hasta el último minuto —respondió una voz flemática desde el interior del establecimiento—. Te preocupas demasiado. Vuelve aquí y aprovecha para dormir otro rato antes de iniciar el largo trayecto.

—Tienes razón —admitió el derro que estaba junto a los carromatos, mientras se encaminaba hacia el oscuro cobertizo—. Además, todo está en orden aquí fuera. Oh, veo que el idiota ha traído el carbón para la forja; al menos, el equipo de mañana no se quedará sin combustible. Las ruedas se rompen con frecuencia al transitar por estos caminos montañosos.

La conversación prosiguió durante unos minutos, pero Flint apenas entendió lo que decían al sonar sus voces amortiguadas entre las paredes del cobertizo. Poco después se callaron y no tardaron en escucharse ronquidos.

El vigilante había mirado debajo de uno de los carros; Flint observó con fijeza el otro, el que estaba más alejado de la forja. Con cautela, avanzó un paso; la delicada planta del pie tocó un charco frío y profundo y Flint retrocedió. Tras sacudir la pierna para librarse de los pegotes viscosos adheridos a su piel, el enano decidió dar un rodeo por la izquierda, donde no había tantas rodadas. Lo que es más, su avance pasaría inadvertido al ocultarlo las enormes carretas.

Por fin, tras salvar el embarrado piso por medio de grandes zancadas, llegó junto a los carromatos. Los pesados vehículos reposaban sobre cuatro ruedas con llantas de hierro, tan altas como el bastidor destinado a la carga. Flint se asomó por el borde, que le llegaba justo a la altura de los ojos, y vio que estaba tapado con una lona tirante. Se esforzó por desatar una de las esquinas de la cubierta y, al cabo, consiguió apartarla lo suficiente para trepar por los radios de la rueda y meterse dentro del carro. Descubrió con sorpresa que apenas había lugar para moverse en el interior.

«¡Arados! Por Reorx, ¡los Enanos de las Montañas hacen un largo recorrido para cargar barcos con arados! Y, de escasa calidad, por cierto», se dijo para sus adentros Flint, sin salir de su sorpresa. La carreta transportaba cinco enormes arados de hierro; las rejas tenían un aspecto impecable, como si acabaran de ser forjadas, pero el metal presentaba imperfecciones propias de una deficiente fundición. ¡Deberían sentirse avergonzados de ofrecer productos de tan baja manufactura!

En cualquier caso, esto no era lo que Flint esperaba encontrar. ¿A quién le importaba que la notoria avaricia de los Enanos de las Montañas los obligara a reducir a tales extremos su habitual calidad metalúrgica? Flint, forzado a mantenerse en cuclillas para evitar que la cabeza combara la lona, se puso de rodillas para aliviar la incómoda postura y se sumió en hondas reflexiones. De improviso, el dolor de espaldas le hizo concebir una idea sorprendente.

¿Por qué demonios tenía que estar encogido en un carro que, al menos, igualaba su altura? A no ser, claro, que hubiese dos receptáculos en lugar de uno, concluyó con gran excitación. Examinó el suelo de la carreta, pero no encontró compartimientos secretos.

Flint asomó la cabeza por encima de la lona; escudriñó los alrededores y escuchó con atención: la tranquilidad reinaba en el patio. Sacó un pie y lo apoyó en uno de los radios; a continuación bajó en silencio por la rueda. Gateó debajo de la carreta, con cuidado de guardar el equilibrio al pasar por las profundas rodadas del suelo, a la par que inspeccionaba los bajos del bastidor. Quitó un poco del barro pegado a la madera y hurgó con su navaja de tallar en todas las grietas que dejaba al descubierto.

Su primer intento fue fallido, pero, al girar sobre sí mismo, descubrió el panel disimulado. Instalado entre los ejes, había un largo rectángulo formado por dos de los tablones.

Con rapidez, Flint escudriñó la trampilla en busca de algún pestillo. Sus dedos tantearon y empujaron una y otra vez hasta que, por fin, percibió el mecanismo oculto en un nudo de la madera. Tras presionar con la hoja de la navaja, sintió que el pestillo saltaba; el estrecho panel se abrió hacia abajo.

¡Cuán cerca estaba de alcanzar su objetivo!

Rogando porque las sombras lo ocultaran bajo la carreta unos cuantos segundos más, Flint introdujo la cabeza en la cavidad revelada por el panel. Atisbó varias cajas de madera y, sin perder un instante, forzó la tapa de la más cercana con su navaja. La punta de la hoja se quebró, pero Flint hizo caso omiso de su arma ya que la tapa de madera saltó y cayó a un lado.

Miró de hito en hito el par de espadas de acero que quedaron al descubierto; sólo con una ojeada se advertía la calidad extraordinaria de las armas, en nada parecida a la de los arados del receptáculo superior. Abrió otra caja y encontró una docena de puntas de lanza, también de acero, afiladas como cuchillas y dotadas de unas lengüetas punzantes de aspecto ominoso. No disponía de más tiempo para inspeccionar el resto de las cajas, pero tampoco era preciso, pues sabía lo que contenían: ¡armas!

Pero no cualquier clase de armas, sino las creadas por una artesanía excelente, sin parangón. El brillo deslumbrante y puro del acero denotaba su calidad fuera de lo común y su alto precio.

Sin embargo, no llevaban impresos ni sello ni marca de su artesano. Dondequiera que fuera el punto de destino de estas armas, era obvio que los Enanos de las Montañas deseaban guardar en secreto el origen de su procedencia. Durante casi un año, a diario, una carreta repleta de armas había salido de Thorbardin hacia una ensenada desconocida. ¿Qué nación de Krynn precisaba semejante arsenal?

Sólo en una guerra se requiere un armamento de tal magnitud.

Flint había encontrado respuesta a muchas de sus preguntas; pocos eran los interrogantes sin dilucidar. ¿Había descubierto Aylmar esto antes de morir? Flint tragó saliva con esfuerzo al recordar la incoherente cháchara de Garth sobre «el jorobado y el humo azul mágico». ¿Acaso su hermano había muerto por haberlo descubierto?

Con el corazón en la garganta, Flint bajó de un salto al suelo y se disponía a regresar a toda carrera hacia la valla sur, cuando una pesada bota aplastó su mano derecha en el barro.

—Ignorabas que un semiderro ve a la luz del día, ¿verdad?

Flint alzó la cabeza con lentitud y se encontró con la mirada maliciosa de un theiwar, erguido ante él. Con una fugaz ojeada, Flint constató que el guardia, por ahora, se encontraba solo. Llevado por la desesperación, agarró al derro por un tobillo con la mano libre y le propinó un brusco tirón. El Enano de las Montañas, cogido por sorpresa, resbaló en el suelo embarrado y se desplomó sobre su espalda con tanta fuerza que los pulmones se le vaciaron de aire. Flint, a pesar de tener poco espacio para la maniobra, se las arregló para lanzarse sobre el forcejeante theiwar y, con un único y fugaz tajo, lo degolló con su navaja. Los forcejeos del derro cesaron de inmediato.

El Enano de las Colinas echó una rápida mirada en derredor y luego, de nuevo bajo la carreta, examinó el cobertizo. Atisbó una figura que salía del edificio envuelto en sombras y que llamaba en voz alta al derro muerto. En cualquier momento, se acercaría a los carros en busca de su amigo.

Flint recorrió con la mirada la muralla bañada por la luz del ocaso y la detuvo en el punto por el que había entrado y en las botas, abandonadas sobre el barro. Ahora no disponía de barril ni arbolillo que lo ayudaran a salvar los dos metros de valla. Sus ojos se volvieron hacia el portón de madera que se hallaba justo enfrente del cobertizo; las carretas obstaculizaban su visión de manera parcial. No estaba lejos de la puerta, pero ésta estaba reforzada con listones entrecruzados, muy juntos entre sí. De haber estado calzado, sus botas no habrían entrado en los angostos huecos, pero tal vez con los pies… Tenía que salvar los quince metros que lo separaban de aquella puerta a toda carrera.

Agazapado, Flint corrió tan deprisa como le fue posible, con la mirada en el suelo para eludir las profundas rodadas del terreno en las que podría tropezar. Se abalanzó sobre el portón y metió los pies en los huecos de los listones.

—¡Eh!

El grito sonó a sus espaldas. A pesar de los desenfrenados latidos de su corazón, Flint, llevado por la desesperación, trepó por la puerta. Ya en lo alto, se balanceó sobre el estómago, y ya alzaba una pierna para saltar al otro lado cuando el portón en el que se encaramaba se abrió de golpe. Flint miró abajo con ansiedad. Otros dos guardias regresaban de la taberna, tambaleantes, riendo, ajenos a la presencia del Enano de las Colinas, encaramado en lo alto del portón sobre sus cabezas.

Mas el guardia del cobertizo ya lanzaba la alarma a voces. Sus compañeros alzaron la mirada a tiempo de ver la expresión de gozosa exaltación impresa en el semblante de Flint mientras se arrojaba sobre ellos desde lo alto del portón. Los cuerpos de los guardias amortiguaron su caída; el impacto los lanzó como bolos en todas direcciones y arrastraron con ellos al otro guardia que llegaba a toda carrera. Flint se incorporó de un brinco, ileso. Los desconcertados derros, aturdidos por el golpe, se limitaron a sacudir las cabezas mientras el descalzo Enano de las Colinas enfilaba como una exhalación por la calle Mayor y se perdía de vista.