—Ése era el asiento preferido de Aylmar —suspiró Bertina, enjugándose una lágrima mientras señalaba el sillón tapizado donde se sentaba Flint.
La viuda de Aylmar llenó otra jarra con la cerveza del barrilete y se lo entregó a Flint en medio de suspiros de congoja.
Para entonces, eran ya muchas las jarras que se habían alzado en memoria de Aylmar; y por «el bueno y viejo Flint», y por un sinnúmero de cosas más, mientras las horas pasaban. Era muy tarde, y los componentes de esta improvisada reunión caían en el estupor de la bebida.
—¡Es una vergüenza que se deshonre la memoria de mi hermano muerto con una noche de luto como ésta! —rezongó Ruberik con desdén. El tercer hijo de la familia Fireforge (Aylmar y Flint eran el primero y el segundo, respectivamente) se hallaba de pie junto a la chimenea, tieso dentro de su chaqueta negra, en exceso estrecha. Encogió la nariz al mirar la nueva jarra de cerveza que le tendía Bertina y frunció el entrecejo en un gesto de desagrado al mirar los recipientes vacíos, los charcos de cerveza vertida en el suelo y los enanos dormidos en cualquier rincón de la sala.
—Oh, Ruberik —se mofó Fidelia, una de las hermanas mayores, una moza descarada de orondos senos—. Cálmate o se te reventará alguna vena del cuello. Esto no es tanto un duelo por Aylmar, lo que ya hemos hecho a lo largo de un mes, como una celebración por el regreso de Flint.
—Terminó de un sorbo el contenido de su jarra y la alargó para que la volvieran a llenar.
La mano encallecida por el duro trabajo de Ruberik apartó de un tirón el recipiente que su hermana se llevaba a los labios expectantes.
—¡Si no sientes respeto por tus mayores, jovencita, intenta al menos guardar un poco de mesura en memoria de los muertos!
—Tú y yo demostramos nuestra tristeza de manera diferente, eso es todo —replicó ella, acostumbrada a los arranques intempestivos de Ruberik. Subiéndose la falda de cuero hasta un punto lo bastante indecoroso como para provocar la cólera de su puritano hermano, la moza se sirvió otra jarra sin mostrar la menor perturbación.
La modesta y robusta Glynnis, nacida a continuación de Ruberik —y, en el mejor de los casos, no muy brillante—, rompió a reír de forma inesperada, ajena ala tensión que reinaba en la sala. Tras soltar un sonoro hipido, dedicó una sonrisa risueña a su hermano mayor.
—Fide tiene razón, Rubi. ¡Flint sólo viene a casssa cada veinte añosss! Y cuando lo hace… yo…, yo me… —Glynnis estrechó los ojos en un gesto de concentración. Un nuevo hipido sacudió sus prietas carnes y al momento su cabeza caía hacia adelante. Un segundo después roncaba, con el rostro hundido en un charco de cerveza. Ruberik puso los ojos en blanco, como si dijese: «No tiene remedio».
—Su sillón favorito —reiteró Bertina, como si no hubiese advertido la interrupción—. Se pasaba horas enteras sentado en él. —Miró con fijeza a Flint, acomodado en el amplio mueble de madera con mullidos cojines de plumas de ganso.
El enano, que ya se sentía bastante incómodo al presenciar el altercado entre sus familiares, se rebulló en el asiento ante la mirada de su cuñada. Ansiaba levantarse y sentarse en cualquier otra parte de la habitación, pero hasta el último rincón de la estancia —mesas, sillas o suelo— estaba ocupado por un Fireforge durmiente. Flint se estremeció al pensar en la resaca que reinaría en la casa a la mañana siguiente.
Se reclinó en el respaldo del sillón de Aylmar y suspiró, sumido en un estado de ánimo depresivo, producto de la embriaguez. Ésta no era la bienvenida que había esperado; la idea lo hacía sentirse culpable, pero lo cierto era que sus amigos de Solace le parecían más su familia que este montón de desconocidos.
La reunión había tenido un buen comienzo. Ni que decir tiene que la llegada de Flint había proporcionado al clan Fireforge una excusa para organizar una celebración muy necesitada por todos. Primos, familiares y vecinos se amontonaron en la casa familiar a los pocos minutos de su aparición. El amplio edificio, hogar de los padres de Flint, lo ocupaban ahora la familia de Aylmar y Ruberik, que estaba soltero.
Situada en la ladera de la colina, cosa común en la aldea, la casa era grande para la norma enana y daba la sensación de espaciosa. En estos momentos, la familia estaba reunida en la sala principal, que tenía un techo alto, al igual que los vanos de las puertas, para acoger visitantes humanos, de quienes los Fireforge recibían más que cualquier otra familia de enanos debido a su carácter aventurero. Las paredes eran de piedra, reforzadas por vigas de oscuro roble. Era la única estancia con ventanas, dos aberturas redondas que ahora aparecían clausuradas para proteger el interior del frío otoñal. Una amplia e impoluta chimenea ocupaba el lugar más prominente y el moblaje lo componían alrededor de una docena de sillas y una gran mesa rectangular, con el propósito de servirse en ella las comidas.
El resto de la casa se extendía al otro lado de la puerta principal. Cinco habitaciones más se habían cavado en la ladera de la colina y estaban apuntaladas con piedras cortadas y encajadas a la perfección, de modo que no se veía ni un grano de tierra entre las junturas. Posteriormente, se habían añadido otras dos habitaciones en el lado este, cercano al granero, para uso de Ruberik, cuyo oficio era el de granjero.
Glynnis era ama de casa; Fidelia trabajaba en el molino; los siguientes hermanos, Tybalt y Bernhard, eran, el primero policía, y el segundo carpintero. Ellos y los restantes hermanos y hermanas se habían marchado de casa al hacerse adultos y vivían por las cercanías. Para la fiesta de esta noche, habían traído una bulliciosa multitud de sobrinos y sobrinas, muchos de los cuales habían nacido tras la última visita de Flint, así como cuñados y cuñadas que parecían superar en número a sus hermanos.
Con todo, Flint se preguntaba dónde estaría su sobrino favorito, el primogénito de Aylmar, Basalt, que brillaba por su ausencia. Resultaba extraño que el muchacho no se encontrara al lado de su madre en aquellos momentos de aflicción. Por otro lado, los hermanos y hermanas de Basalt —Aylmar y Bertina tenían más de media docena de hijos, según el cálculo de Flint— se habían esforzado por superarse unos a otros en hacer cómoda la estancia de su notable tío Flint, quien no lograba fumar ni beber con bastante rapidez para mantener el ritmo con que ellos llenaban pipa y jarra. Un desfile aparentemente interminable de platos, cada uno de ellos cargado con viandas extraordinarias, fueron colocados frente a él por un sobrino o una sobrina. Probó huevos de ganso con especias, pasteles de crema y tartas de frutas, lonchas de carne suculenta, alevines de pescado y otras delicias exóticas.
Se habían sacrificado un par de gansos y la improvisada fiesta había dado comienzo.
Ahora, mientras daba un mordisco a un muslo de ave, Flint decidió entablar con Ruberik una conversación más acorde con el sombrío estado de ánimo de su hermano. Sacó un pañuelo del bolsillo con el que se limpió el bigote y la barba, manchados de grasa.
—Cuéntame, por favor, todo cuanto sepas sobre la prematura muerte de nuestro hermano —comenzó.
La expresión de Ruberik se tornó aún más sombría.
—Aylmar estaba trabajando en la forja, y el corazón le falló. —El enano sacudió la cabeza con tristeza—. Así de simple.
—¡Le advertimos que no trabajase tanto! —exclamó Bernhard, que se sentaba en una dura silla de madera, junto a Flint. El séptimo hermano Fireforge, cuyo suave cabello negro daba muestras de una incipiente calvicie, se echó hacia adelante y entrelazó con fuerza las manos encallecidas—. Mas ésa era una de las razones que lo convertían en el mejor artesano de su oficio.
—El dinero fue una tentación muy fuerte —interrumpió Ruberik—. Fue incapaz de resistirse a la oferta de trabajar para los derros.
—Sí —redundó Bernhard, con expresión vacía—. Sea como fuere, una mañana, a última hora, solicitaron los servicios de Aylmar para trabajar en la fundición del campamento de los derros, que ahora dirigen la forja de Delwar, para que arreglase una rueda. Flint no podía creer que el Aylmar que él había conocido aceptase trabajar para los derros, pero lo cierto es que llevaba mucho tiempo ausente, sin ver a su hermano… El enano recordó el patio amurallado, adyacente a la fundición de la ciudad.
—¡Ese lugar se ha convertido en un reluciente agujero repleto de perversos derros! —interrumpió Ruberik, una vez más—. ¡Una mancha repugnante que ensucia el perfil de nuestras colinas!
Bernhard se meció sobre las patas traseras de la silla.
—No te parece tan despreciable cuando llevas allí tus quesos para venderlos —comentó con intención—. Ni tampoco cuando ampliaste tu casa con los beneficios obtenidos. —Entrecerró los párpados y observó el semblante de su hermano, enrojecido por la furia.
—¡Eso son negocios! ¡Mide tus palabras cuando hablas con tus mayores! —fue la brusca respuesta de Ruberik.
Bernhard puso los ojos en blanco y echó la silla hacia adelante dejando que las cuatro patas reposaran en el suelo con un golpe seco.
—En cualquier caso, Aylmar fue a la forja aquel día. «Una emergencia», dijeron. Cualquiera habría aceptado; a estos derros los aterroriza la idea de perder una sola noche de viaje, así que pagan muy bien por un día de trabajo…
—Y Aylmar, el maldito estúpido, tuvo que encargarse de este trabajo urgente, precisamente él —interrumpió de nuevo Ruberik, incapaz de ocultar su angustia—. Murió junto a la forja; y, lo que es peor, entre extraños.
—Garth, ese tonto simplón, lo encontró tendido en el suelo, con el rostro amoratado —concluyó Bernhard.
Bertina dio un respingo y Fidelia propinó un cachete a su hermano.
—Ten cuidado, ¿quieres?
—Oh, lo siento, Berti —se excusó el carpintero con un hilo de voz, en tanto salía de la estancia con rapidez para ayudar a abrir un nuevo barril.
—Pero si son Enanos de las Montañas, ¿por qué no hay entre ellos un herrero que arregle las carretas? —inquirió Flint.
—Te lo explicaré —intervino Tybalt, apartándose de la chimenea para unirse al grupo. Era un enano rechoncho, circunspecto, que había heredado los peores rasgos de los Fireforge: nariz bulbosa, la talla de la madre y la débil mandíbula del padre. Aun cuando estaba fuera de servicio, vestía su uniforme de policía, que consistía en un brillante peto de cuero y hombreras protectoras endurecidas con aceite hirviendo y teñidas en azul; una túnica gris hasta las rodillas, que asomaba bajo la armadura; unas tiras, también grises, enrolladas a sus piernas a guisa de espinilleras o protectores, y zapatos de cuero de gruesa suela. Sólo se desprendía de este atavío una vez a la semana, para bañarse.
»El alcalde Holden, con gran habilidad, impuso como condición al acuerdo el que los Enanos de las Montañas utilizaran los servicios de los habitantes de Casacolina cuando se encontraran en la aldea; ello reportaría ingresos extras para nuestros artesanos. —Tybalt sacudió una hebra de cuerda adherida al peto del uniforme—. Por otro lado, los derros detestan la luz en tal medida que jamás instalarían a uno de sus herreros en la superficie, tan lejos de Thorbardin. De no ser por Casacolina, se verían forzados a llevar consigo a un forjador en cada viaje, en prevención de alguna rotura, lo que resultaría gravoso en extremo. Es opinión general que el alcalde Holden hizo un pacto excelente con los theiwar —concluyó Tybalt, adoptando una pose altanera.
Fidelia resopló burlona y revolvió el oscuro cabello de Tybalt mientras pasaba junto a él.
—¡Eso es lo que repites a todo aquel que quiera escucharte, porque lo que buscas es un ascenso, hermano! —La enana se echó otro trago de cerveza.
Puesto que la conversación había llegado al asunto que había motivado su viaje, Flint se inclinó hacia adelante, con los codos apoyados en las rodillas, y observó con atención al grupo.
—Me he desplazado desde Solace para saber el motivo que había impulsado a Casacolina a tratar con los Enanos de las Montañas, ¡y, peor aún, con los derros! ¿Alguien puede darme una buena razón?
Todos rompieron a hablar a la vez, y Flint tuvo que alzar los brazos sobre la cabeza a la vez que lanzaba un silbido para imponer silencio. Volvió la mirada hacia su hermano policía.
—Parece que tú estás enterado de los detalles sobre este «acuerdo», Tybalt. ¿Por qué no me lo explicas?
Aparentemente halagado por la atención que le dedicaba su hermano mayor, Tybalt carraspeó antes de responder.
—Todo empezó hace un año, más o menos, cuando ellos comenzaron a utilizar el Paso. Parten de Thorbardin y llegan a la calzada en algún punto cercano a la ribera occidental del lago Mazo de Piedra. Transportan su cargamento a la costa del Nuevo Mar. Se rumorea que han instalado un muelle en una ensenada, donde se reúnen con barcos procedentes del norte a los que transbordan sus mercancías.
—Bien, ¿y cómo empezó todo?
Tybalt hizo una pausa y se rascó la mejilla.
—Cierto día, uno de esos derros, un tipo bajito y jorobado, apareció en la aldea y se entrevistó con el alcalde y un grupo de ancianos. Ofreció pagar veinte monedas de acero por carreta…, veinte monedas de acero, repito, si les permitíamos utilizar nuestro Paso.
»Claro que había algunos, como Aylmar, que no querían tener nada que ver con ellos. Pero el trato estaba cerrado. A partir de entonces, las carretas empezaron a pasar por aquí —prosiguió Tybalt, apretando los puños para dar más énfasis a sus palabras—. Hacen su trayecto hasta la costa y, en el camino de regreso, los derros se aprovisionan de grano, cerveza, queso y toda clase de productos que son inasequibles en un lugar donde no llega la luz del sol. Pagan con buenas piezas de acero; el doble o más de lo que nadie habría soñado con cobrar antes. Al principio fue una sola carreta al día que iba y venía, conducida con unos pocos derros. En la actualidad, deben de haber duplicado el número de vehículos, tal vez más.
—¿Y siempre son derros theiwar? —preguntó Flint.
—Ajá. Algunos se quedan junto a las carretas, pero la mayoría duerme en las posadas de la aldea durante el día.
No tienen mucho trato con la población. Han surgido algunas reyertas y enfrentamientos, pero procuran no buscar jaleo… por regla general.
»El erario de la ciudad jamás fue tan abundante, y a todos nos va muy bien, como nunca hubiésemos imaginado —concluyó Tybalt, con expresión defensiva.
—Lo que tratas de decirme es que Casacolina admite la presencia de los Enanos de las Montañas por un mero beneficio económico —replicó Flint, con impasible frialdad.
—¿Se te ocurre una razón mejor? —intervino Bernhard, con llana ingenuidad.
Flint se levantó de un salto y dio rienda suelta a su cólera.
—¡No se me ocurre ninguna razón que justifique realizar tratos con los Enanos de las Montañas! —Dirigió una mirada furibunda a los reunidos—. ¿Es que todos habéis olvidado la Gran Traición? ¿La Guerra de Dwarfgate, en la que el abuelo dio la vida por recobrar el lugar que correspondía por derecho a los Enanos de las Colinas en Thorbardin y que nos había sido arrebatado por los Enanos de las Montañas? ¿Lo has olvidado, Tybalt?
El interpelado se irguió con ofendida dignidad.
—¡No lo he olvidado! Yo no dicto las leyes, pero sí me he comprometido a hacerlas cumplir bajo juramento. ¡Tanto es así que, si he de encarcelar a alguien, no dudaré en hacerlo, ya sea un Enano de las Montañas o uno de las Colinas!
Flint frunció el entrecejo y se volvió hacia Bernhard.
—¿Y tú?
Su hermano se encogió bajo su mirada severa.
—Sólo soy un carpintero… —Se mesó la barba, temeroso de enfrentarse a los ojos de su hermano mayor, mientras se debatía con encontrados pensamientos—. ¡No puede olvidarse lo que nunca se conoció, Flint! —estalló por último—. Jamás me relataron esos acontecimientos como a ti; padre había muerto. ¡Y todas esas historias tuvieron lugar hace más de trescientos años!
Bernhard parecía aliviado al haber expresado su opinión. La dura expresión de Flint se suavizó, si bien de manera leve.
Fidelia no aguardó a que su hermano le planteara la pregunta.
—Para ser sincera, admito que estoy a favor de cualquier cosa que me dé dinero —dijo, mientras sus manos alisaban con gesto sensual la falda de cuero, un atuendo harto distinto del sencillo paño que su madre acostumbraba vestir—. Me agrada la idea de que estamos recuperando un poco de todo cuanto Thorbardin nos debía; una compensación por todos estos años de pobreza.
Flint se frotó el rostro con gesto cansado. Era obvio que no conocía en absoluto a su familia. Miró a sus hermanos.
—¿Qué dices tú, Ruberik? Al menos, pareces no sentir gran estima por esos derros.
Ruberik mostraba una expresión pensativa, como si calibrase toda la conversación.
—No, es cierto. Y tampoco he olvidado la Gran Traición, Flint. De haberme consultado, me habría opuesto al acuerdo; pero nadie pidió mi opinión. El consejo, con el apoyo de la mayoría de los ciudadanos, tomó la decisión. —Su voz había perdido el característico tono ampuloso—. Pero, ahora que están aquí, no soy contrario a obtener un poco de provecho… lo justo para hacernos la vida más fácil. No soy ambicioso, como la mayoría de nuestros vecinos —agregó a la defensiva.
Flint se frotó de nuevo la faz con aire cansado.
—¿Qué transportan esas carretas? ¿Y adónde van? —preguntó, cambiando de tema.
Fue Tybalt quien respondió.
—El alcalde Holden dice que acarrean hierro en bruto, en su mayor parte. A veces llevan herramientas; arados y cosas por el estilo. Recorren en una noche los veintitantos kilómetros que nos separan de Thorbardin, y llegan aquí antes del amanecer; pasan el día en las tabernas de la ciudad o durmiendo, y al caer la noche se ponen en camino hacia un muelle en el Nuevo Mar. Por regla general, un par de días más tarde, regresan a Casacolina y luego reanudan el viaje de vuelta a Thorbardin.
Flint cogió la pipa que había dejado en la repisa de la chimenea, la encendió y dio unas cuantas chupadas mientras contemplaba a sus tres hermanos a través de las volutas de humo.
—¿Sabe alguien adónde llevan una cantidad tan grande de aperos de labranza? —inquirió con suspicacia.
Sus hermanos intercambiaron una mirada perpleja.
—¿Por qué iba a preocuparnos hacia dónde se dirigen después de embarcar en el Nuevo Mar? —exclamó Tybalt—. Los derros nos pagan con piezas de acero, la moneda más valiosa de Krynn. ¿Y todo por qué? Por permitirles transitar por el Paso y venderles nuestras mercancías a un precio ligeramente elevado.
—¡Es como si nos regalasen el dinero! —añadió Bernhard.
Mas, en lugar de persuadir a su hermano mayor, los comentarios acrecentaron la irritación de Flint.
—Nunca se da nada gratis —rezongó éste en voz baja.
Ruberik guardó silencio, con el entrecejo fruncido.
Un silencio extraño se adueñó de la sala y con él desapareció el último retazo del espíritu festivo. Uno tras otro, los miembros de la familia Fireforge se marcharon. Ruberik se retiró a sus aposentos y en la habitación se quedaron solos Bertina y Flint.
Al cabo, el enano se levantó del sillón y se sentó en el banco de madera ocupado antes por Ruberik; dos razones indujeron a Flint a cambiar de sitio: estar más cerca de Bertina y —por fin— dejar libre el asiento favorito de Aylmar.
—Lamento no haber regresado antes, Berti —se obligó a decir, con torpeza. Incluso con el estómago repleto de cerveza, no le resultaba fácil expresarle su sentimiento de culpabilidad. Con todo, notó que ella lo comprendía.
—Basta con tenerte ahora en casa —respondió su cuñada, en tanto le palmeaba con afecto la encallecida mano—. Era justo lo que la familia necesitaba.
Flint apretó los puños.
—Pero, quizás habría podido ayudarlo…, ¡hacer algo!
Bertina apretó con cariño el brazo de su cuñado para infundirle ánimo y meneó la cabeza.
—Rubi y yo fuimos allí tan pronto como nos avisaron. —Su mirada se quedó perdida en el vacío—. No debes culparte por lo ocurrido.
De forma inesperada y brusca, la puerta principal se abrió de par en par y chocó contra la pared.
—¿No es propio de «tío Flint» preocuparse por su familia? —gruñó una voz sarcástica desde la puerta.
Flint supo quien había hablado antes incluso de alzar la vista: Basalt. Sus ojos se encontraron. Su sobrino ya no era aquel jovenzuelo de cincuenta años. Lucía una barba tupida, de un tono más oscuro que su cabello pelirrojo; unos ojos verdes relucían sobre las mejillas salpicadas por multitud de pecas. Su estatura aventajaba a la media enana, pero era algo más que la altura lo que le confería su altiva apariencia.
—¡Basalt! —gritó Bertina, incorporándose con trabajo y sonriendo feliz por primera vez desde el inicio de la velada—. ¡Flint está aquí! ¡Tu tío Flint ha venido a casa!
También se incorporó Flint y dio un paso hacia su sobrino, mientras esbozaba una cálida sonrisa.
—Lo sé. —Algo en el tono de voz de Basalt arrojó una sombra sobre la sala—. Me enteré hace horas, en la taberna de Moldoon.
Los ojos verdes de Basalt contemplaron con frialdad a Flint. Bertina carraspeó, violenta por la situación. El propio Flint sintió como si se encogiera bajo aquella mirada helada. Aun cuando ignoraba cómo podría haberlo evitado, supo que le había fallado al muchacho al hallarse ausente cuando Aylmar murió. A pesar de estar convencido de que debería censurar la descortés actitud del hijo de su hermano, se encontró incapaz de hacerlo.
—Me alegro de verte, Basalt —dijo por fin—. Lamento lo ocurrido a tu padre.
—¡También yo! —bramó el joven enano, mientras agarraba una jarra medio llena de cerveza que alguien había dejado sobre la mesa. Se bebió de un trago el contenido y Flint se percató de que no era la única que se había tomado aquella noche—. Muy considerado por tu parte regresar, tío. ¡Aunque tu hermano lleve enterrado casi un mes!
—¡Basalt! —exclamó Bertina con un respingo, cuando se recobró de la sorpresa.
—Deja que el chico…, que Basalt diga lo que siente —se corrigió Flint, contemplando a su sobrino con una mirada dolida.
Por regla general, cualquier joven enano que hubiese hablado con tan poco respeto a un familiar de mayor edad, se habría hecho merecedor de una buena reprimenda, cuando no de un puñetazo en la nariz o un corto destierro. Pero, de algún modo, la actitud de su sobrino despertaba en él una profunda compasión por el joven, a la par que cólera contra sí mismo por haberse despreocupado de su familia durante tanto tiempo.
—No tengo nada que decir —susurró Basalt, mientras sus ojos lanzaban un destello producto de la pena, la cerveza, y la furia—. El tema me aburre.
Sin agregar otra palabra, desapareció en las sombras que envolvían la casa más allá del resplandor de la chimenea.
Bertina seguía de pie, inmóvil, retorciendo entre sus dedos nerviosos el mandil, mientras su mirada angustiada iba de Flint hacia la salida por la que se había marchado su hijo.
—No lo decía en serio, Flint. Pero es que no parece el mismo desde…, desde… Es la bebida la que le hace hablar así. —Con un sordo gemido, salió corriendo tras el muchacho.
Flint la vio marchar y luego se recostó en el respaldo de su asiento frente al fuego, sumido en sombrías reflexiones. Un trozo de leño ardiente cayó de los morillos y rodó fuera de la chimenea; Flint se incorporó y lo echó de nuevo al fuego con un suave puntapié. Contempló el chisporroteo de las ascuas y cómo se tornaban del rojo púrpura al gris ceniciento conforme transcurrían las horas.
Con las primeras luces del alba, las sonoras pisadas de Ruberik, que calzaba sus pesadas botas de granjero, atravesaron la helada habitación y despertaron a Flint. Este no recordaba haberse quedado dormido. En algún momento de la noche, alguien lo había arropado con una manta de tosca lana, que cayó al suelo al incorporarse de un salto.
—No tengo dónde preparar un poco de achicoria caliente en mis nuevos aposentos —gruñó Ruberik, a modo de disculpa.
Los pucheros y las marmitas repicaron al manejarlos con torpeza mientras ponía agua a calentar en el fuego y después la vertía en una burda manga que contenía una pequeña cantidad de raíz tostada y machacada. Preparada la infusión, dio un sorbo y se estremeció.
—Caliente y amarga. En su punto —concluyó, con una expresión tan placentera como el granjero era capaz de mostrar.
Sin más preámbulos, se puso una pesada chaqueta de cuero y se encaminó al exterior, cerrando la puerta a sus espaldas. Una corriente de aire frío y húmedo se coló en el interior de la sala y agitó el fuego de la chimenea.
El malhumor de su hermano arrancó una sonrisa a Flint, a despecho de la fatiga que lo dominaba. Se frotó los párpados con los puños, se desperezó y chasqueó los labios. Con la esperanza de atenuar el gusto amargo de su boca, cogió la marmita de agua y se encaminó a la cocina. La estancia era pequeña pero estaba bien organizada. Utilizando la manga de colar de Ruberik, Flint se las ingenió para prepararse también una taza de infusión. Bertina guardaba la crema en el mismo lugar en que acostumbraba hacerlo su madre: contra la parte trasera de un armario instalado en la fría pared norte, donde se conservaría fresca más tiempo.
Tras haber consumido la suficiente cantidad de achicoria como para sentirse más despabilado, Flint miró a su alrededor y advirtió que la casa parecía hallarse vacía; al parecer, sus habitantes habituales se encontraban ocupados en los quehaceres de cada jornada. Decidió echar una mano a Ruberik en las labores de la granja.
Se preparó dos buenos trozos de pan y queso, se calzó las botas y salió a la brillante pero gélida mañana. Siguió el camino estrecho y embarrado que conducía desde el pequeño patio delantero hasta el granero, situado a la derecha de la casa. Hizo una parada en el pozo y se aseó; dejó que el cortante aire otoñal le secase las mejillas y la barba y reanimara su espíritu cansado.
Tragándose el último trozo de pan de un bocado, Flint cubrió el restante tramo que lo separaba del establo.
Se detuvo frente a la enorme puerta del granero y aferró la gruesa anilla de bronce que servía de tirador. Estaba suave y pulida por el uso a lo largo de cientos de años. Recordó las ocasiones en las que, siendo niño, había tirado con todas sus fuerzas de aquel aro metálico sin lograr siquiera que la imponente puerta se moviera un centímetro. Ahora le dio un tirón y la pesada hoja de tablones se abrió de par en par.
Antes incluso de que sus ojos se ajustaran a la mortecina luz del interior, los olores impregnaron sus fosas nasales. El heno, los animales, el estiércol, las cuerdas, la piedra, las vigas; todo se mezclaba en un aroma único en el que, sin embargo, cada efluvio podía separarse del resto e identificarse de manera individual. Flint se quedó parado un momento, saboreando aquel olor.
Las gallinas zascandileaban por doquier, saltaban de un palo a otro con sus torpes aleteos, picoteaban el grano mezclado con la paja fresca esparcida por el suelo. Tres vacas, atadas a unos limpios pesebres, alzaron las cabezas de los comederos repletos de avena y miraron a Flint con desinterés. En la parte trasera del granero, seis cabras se empujaban y saltaban unas sobre otras en su afán por llegar a los dos baldes de agua que Ruberik había puesto en su corral. Un par de golondrinas se zambulleron en el aire desde lo alto de las vigas y salieron por la puerta pasando a escasos centímetros sobre el crespo cabello de Flint. El enano se agachó de manera instintiva y enseguida se echó a reír por su reacción.
Ruberik irrumpió de improviso en la zona iluminada desde la oscura parte trasera del granero, con un reluciente cubo de ordeñar en cada mano. Al ver a su hermano, se sorprendió; luego pareció estar a punto de soltar una palabrota, pero se limitó a poner con brusquedad uno de los cubos en las manos de Flint.
—Veamos si recuerdas cómo ordeñar una vaca, chico de ciudad —dijo, con un tono inesperadamente jovial.
—Solace no alcanza la categoría de ciudad —se burló Flint, que al punto aceptó el reto—. He ordeñado vacas antes de que tú supieras siquiera que existían, hermanito.
—Remangándose las perneras de las polainas, se instaló en una banqueta de tres patas junto a uno de los animales, de pelaje blanco con manchas marrones.
—Asegúrate de que no tienes las manos frías. Margarita no lo soporta… No te daría ni una gota de leche —advirtió Ruberik.
Flint se limitó a mirarlo de arriba a abajo, y se frotó las manos con entusiasmo. Acto seguido se lanzó a la tarea; en cuestión de segundos, los chorros blancos caían en el cubo. Margarita rumiaba con expresión satisfecha.
—No está mal… —opinó Ruberik, asintiendo con la cabeza mientras miraba por encima del hombro de su hermano—, para ser un tallador de madera.
Flint pasó por alto la pulla y alargó a su hermano el recipiente lleno de leche cremosa.
—¿Sabes una cosa? —dijo, mientras se limpiaba las húmedas manos en el chaleco—. Había olvidado lo mucho que me recuerda a padre el olor del granero.
Respiró hondo, y su mente evocó otras mañanas en las que lo habían sacado a rastras de su cama caliente, al amanecer, para que trabajara en este lugar. En aquel tiempo lo había odiado…
—Eres afortunado de guardar recuerdos de él —repuso Ruberik con envidia—. Murió antes de que yo le sirviera de alguna ayuda. Aylmar tenía su forja… y, entonces, un buen día, tú te marchaste también. No tuve más remedio que aprender por mí mismo el manejo de la granja —concluyó, utilizando las manos a guisa de cuenco para echar más avena en el comedero.
Flint se quedó paralizado junto a Margarita, en mitad del ordeño. Había abandonado Casacolina hacía muchos años, sin detenerse a pensar qué efecto tendría su marcha sobre los más pequeños. Sintió la necesidad imperiosa de decir algo, de dar alguna explicación… y lo intentó.
—Eh, bien, yo… —Entonces enmudeció, incapaz de discurrir nada. Miró de reojo a Ruberik.
Su hermano iba de acá para allá por el granero, silbando con suavidad, ajeno a Flint y a su frase titubeante. Terminó de alimentar a los animales y se sacudió las manos para limpiarlas de la cascarilla del grano.
—Tengo que remover unos cuantos recipientes de queso. ¿Te apetece ayudarme? —preguntó, consciente una vez mas de la presencia de su hermano.
—Mmm… no, gracias. —Flint tragó saliva; detestaba el acre olor del queso fermentado. Tomó el cubo de debajo de Margarita y se lo tendió a su hermano—. Me encargaré de terminar las tareas de aquí, si te parece bien.
—¿Lo harás? —preguntó sorprendido Ruberik. Flint asintió con un cabeceo y el enano granjero enumeró las faenas matinales pendientes. Luego salió por otra puerta abierta en el costado derecho del granero; el olor agrio del queso flotó en el aire.
Flint se tapó la nariz en un gesto de desagrado; después comenzó a exprimir las ubres de la segunda vaca que ordeñaba después de varias décadas.
Concluyó los quehaceres a última hora de la mañana. Ruberik se había marchado para distribuir quesos; por consiguiente, Flint se sentó en el brocal del pozo y contempló el paisaje que se extendía más allá de la granja familiar, el follaje adornado por multitud de tonos otoñales, las perennes coníferas verdes, Casacolina allá abajo. La casa de los Fireforge se encontraba a medio camino del extremo sur de la cañada que bordeaba la aldea; el desfiladero, conocido simplemente como el Paso, cortaba por el lado oriental del valle; la calzada del Paso atravesaba la población y proseguía cañada abajo hasta la orilla este del lago Mazo de Piedra.
Desde su puesto de observación, Flint advirtió que la aldea empezaba a moverse con la actividad de un nuevo día; sin saber cómo, se encontró recorriendo la calzada que descendía ondulante hasta el centro de la población. La caminata le sirvió para desentumecer las rígidas articulaciones y levantarle el ánimo. Pasó frente a muchas casas similares a la de su familia, ya que la mayoría de las viviendas estaban construidas en las laderas, con bloques de sólida roca, techos apuntalados con vigas y pequeñas ventanas redondas.
El pueblo en sí estaba, más o menos, nivelado, por lo que contaba con muchos edificios de madera; de hecho, muchos más de los que Flint recordara. Al salir de un recodo de la calzada desde donde se contemplaba el conjunto de la aldea, Flint se sorprendió una vez más ante los grandes cambios operados en Casacolina.
El inmenso patio de carretas y la forja parecían ser el punto central del trabajo en torno a las pesadas carretas de transporte. La ruta comercial iba de este a oeste, atravesando Casacolina por la calzada del Paso. El interior del patio se ocultaba tras una alta empalizada de piedra. Nuevos edificios se apiñaban a lo largo de la calle Mayor, extendiendo la ciudad más allá de la fábrica de cerveza, la cual, según recordaba Flint, marcaba los límites de la población por el lado oeste. Fuera de la calle Mayor, todavía se conservaban las bonitas casas de piedra con sus patios, las callejuelas estrechas y llanas, los pequeños comercios… Mas el ritmo de vida parecía febril por doquier.
Semejante actividad inquietaba a Flint, aunque ni el mismo alcanzaba a comprender el porqué. Su intención era recorrer Casacolina a fin de contemplar las nuevas vistas, pero, en lugar de eso, e incapaz de soportar los cambios, se encontró a sí mismo encaminándose hacia el tranquilo refugio de la taberna de Moldoon, para disfrutar una vez más de la agradable familiaridad que respiraba el establecimiento.
—¡Bienvenido, amigo mío! —lo saludó Moldoon, mientras se secaba las manos en el delantal, antes de cogerlo por el brazo y conducirlo al interior. A esta hora del día, la taberna estaba apenas concurrida; tres humanos ocupaban la mesa frente a la chimenea, y en otra se sentaban un par de derros que bebían en silencio.
—¿Tienes un vaso de leche para el delicado estómago de un viejo enano? —preguntó Flint, a la vez que giraba una de las banquetas para ajustarla a su altura. Se acodó en la barra y apoyó la barbilla en la palma de la mano. Moldoon arqueó las cejas y esbozó una sonrisa cómplice.
—¿No querrás decir para el estómago de un delicado y viejo enano?
Sin abandonar la sonrisa, cogió de debajo de la barra un cántaro de peltre y vertió el cremoso líquido en una jarra. Flint se bebió la mitad de un solo trago.
—Me han contado que vuestra familia se reunió anoche —dijo el tabernero, llenando de nuevo la jarra con leche—. ¡Me dejasteis sin la mitad de mi clientela habitual!
El enano esbozó una sonrisa irónica, mientras giraba la jarra entre las manos. En ese momento recordó a un miembro de la familia que había preferido quedarse en la taberna en lugar de dar la bienvenida a su tío.
—Basalt no faltó —dijo a Moldoon—. Tampoco se mostró muy complacido de verme… cuando por fin llegó a casa.
El tabernero suspiró, en tanto llenaba dos jarras de cerveza.
—Lo afectó mucho la muerte de Aylmar, Flint. No creo que tenga que ver nada contigo. Se culpa a sí mismo; era aprendiz de su padre, ¿sabes? Pero se encontraba aquí, no en casa, cuando Aylmar fue al patio de las carretas la noche en que murió.
—Sé cómo se siente —gruñó el enano, y apuró el último sorbo de leche.
—Tabernero, ¿vamos a tener que esperar todo el día? —Un derro de aspecto desaliñado que se sentaba a la mesa a espaldas de Flint, agitaba dos vasos vacíos sobre su grasienta cabeza rubia, a la par que chasqueaba los labios y contemplaba con descaro a Moldoon.
Éste cogió las jarras llenas a rebosar y dirigió una mirada de disculpa dividida entre Flint y los derros.
—Enseguida —respondió con un tímido susurro—. Volveré en un momento —dijo a Flint, antes de alejarse presuroso hacia la mesa. Cuando regresó a la barra, musitó—: Conductores de carretas.
El enano miró con fijeza a su viejo amigo cuando lo vio depositar dos piezas de acero en la caja.
—¿Por dos cervezas? —inquirió después, sin salir de su asombro.
Moldoon asintió en silencio con una actitud mezcla de incredulidad y cierta vergüenza.
—En cualquier caso, es el precio para ellos. Por lo visto, no disponen de buena cerveza en Thorbardin y, por ello, casi todos se «cargan» bien a última hora de la tarde, antes de iniciar su viaje nocturno. —Limpió con el paño un redondel de humedad marcado en la barra—. Los negocios nunca han ido tan bien como ahora…, cualquier clase de negocio. La mayoría de los comerciantes pensamos que los beneficios obtenidos compensan el soportar de vez en cuando a unos cuantos alborotadores.
Expresada su opinión, Moldoon se disculpó y se encaminó hacia la cocina, a fin de resolver una disputa con el carnicero de la aldea que lo llamaba a gritos desde la puerta trasera.
Flint rodeó la barra por el extremo y se sirvió una jarra de cerveza. Echó sobre el mostrador una moneda de acero. Sintió frío de repente y se estremeció; se dirigió a la chimenea, ansiando con desesperación devolver un poco de calor a sus viejos huesos.
En vista de que el fuego no lo reanimaba, el enano sacó del saquillo colgado del cinturón el afilado cuchillo de tallar y un trozo de madera. En ocasiones, cuando la bebida no le levantaba el ánimo, tallar un rato era lo único que lo ayudaba. Ensimismado en su tarea, se olvidaba de todo excepto del tacto de la madera en sus manos conforme cobraba vida con sus toques precisos. «Concéntrate en la talla», se dijo a sí mismo, mientras tomaba asiento frente al hogar.
Como la mayoría de los enanos, Flint no era propenso a exteriorizar sus sentimientos, a diferencia de su emotivo amigo, Tanis, que siempre se estaba atormentando por un motivo u otro. Para Flint las cosas eran como eran y tanto daba preocuparse o no, pues no se podían cambiar. Mas, algunas veces, algo le calaba hondo, como por ejemplo las inquietantes sensaciones que lo asaltaban desde su regreso a Casacolina. Flint se estremeció de nuevo, por lo que se obligó a centrar su atención en la talla.
Se quedó toda la tarde en la taberna, dando forma al inanimado pedazo de madera con cortes lentos y concienzudos hasta que adquirió la delicada apariencia de un colibrí. De tanto en tanto, Moldoon se acercaba y le llenaba la jarra y, muy pronto, todo quedó olvidado, relegado por la satisfacción que le producía su creación.
A medida que transcurrían las horas, el establecimiento se fue llenando de Enanos de las Colinas y otros conductores de carretas que reemplazaron al grupo anterior. Sin embargo, Flint apenas se percató de lo que ocurría a su alrededor, tan absorto estaba en dar los últimos toques a la figurilla del pájaro.
—Vaya, pero si es el querido y viejo tío Flint.
El enano estuvo a punto de cortar de un tajo una de las intrincadas alas del colibrí. La voz sarcástica sonó a su espalda, cortante como el hielo. Basalt. Flint alzó la vista poco a poco. Su sobrino estaba de pie junto a él y lo contemplaba con fijeza; su rostro, cubierto por la rojiza barba, esbozaba una mueca tirante y desabrida.
—Un poco temprano para beber, ¿no te parece? —preguntó Flint, quien deseó haberse mordido la lengua en el momento en que pronunció las palabras.
—Tampoco es leche lo que estás tomando tú —replicó Basalt, fijándose en la jarra de su tío.
Flint dejó a un lado la herramienta y se obligó a domeñar la creciente irritación que sustituía al buen humor de un momento antes.
—Mira, cachorro, siempre he sentido debilidad por ti. —El enano buscó la mirada de su sobrino—. Pero, si persistes en hablarme con ese tono e voz, acabaré por olvidarme de que eres de mi propia sangre.
Basalt se encogió de hombros y ocupó una silla vacía que había junto a Flint.
—Creía que ya lo habías olvidado.
Flint jamás había golpeado a alguien por decir la verdad y no tenía intención de empezar a hacerlo ahora. En consecuencia, agarró al joven por los hombros y lo zarandeó.
—Mira, me siento terriblemente mal por lo de tu padre —empezó, mirando cara a cara a su sobrino—. No soy de los que se lamentan por lo que pudo ser y no fue, pero daría cualquier cosa por haber estado aquí, por haberlo sabido. Pero no estaba, ni lo supe, y eso no se puede cambiar, Bas.
El joven enano hizo esfuerzos denodados por mantener una expresión imperturbable; después, puso los ojos en blanco en un gesto de incredulidad y apartó la mirada.
—No me llames así —susurró, refiriéndose al cariñoso diminutivo que se le había escapado a Flint de manera involuntaria.
Pocas veces había visto Flint un sufrimiento tan hondo como el que se reflejaba en el rostro de su sobrino; y él mismo lo había experimentado sólo en una ocasión: después de la muerte de su propio padre.
—Aylmar era mi hermano mayor…, mi amigo. Como lo éramos tú y yo antes de marcharme.
—Nunca podrás compararte con mi padre.
Flint se pasó la mano por el cabello.
—Ni es ésa mi intención. Sólo quería que supieses que también yo siento su pérdida.
—Lo lamento, viejo. No puedo ofrecerte consuelo. —Basalt le dio la espalda. Flint empezaba a estar furioso.
—Todavía soy lo bastante joven como para abofetear a un deslenguado como tú, muchachito.
Sin embargo, Flint reparó en que su sobrino no lo escuchaba. Por el contrario, se pavoneó frente a su tío y esbozó una sonrisa altiva.
—No se te puede reprochar que hayas regresado en este momento; ya sabes, cuando hay ocasión de obtener buen dinero —comentó, sin molestarse en disimular la amargura que impregnaba su voz.
Era el turno de Flint para zaherir a su sobrino; su grueso dedo índice se alzó acusador a menos de un centímetro de la bulbosa nariz de Basalt, típica de la familia Fireforge.
—No te aguanto ni una sola inconveniencia más. Lo que quieres es un chivo expiatorio en el que descargar tu ira; y me has elegido a mí, ¡cuando las dos únicas personas con las que estás realmente furioso es con tu padre y contigo mismo!
Las mejillas del joven enrojecieron y, de improviso, su puño derecho se disparó contra la cara de Flint. Éste detuvo el golpe a la vez que descargaba un gancho en la cuadrada mandíbula de Basalt. La cabeza del joven Fireforge salió lanzada hacia atrás, con los ojos desorbitados por la sorpresa, y se fue de bruces al suelo. Se limpió los labios con el dorso de la mano y, al retirarla, vio que estaba manchada de sangre; alzó los ojos hacia su tío, que estaba de pie junto a la barra, y lo contempló con una expresión mezcla de consternación y vergüenza. Flint se dio media vuelta y cogió su jarra, con un rictus amargo plasmado en su semblante. Al cabo de un momento, Basalt se puso de pie y salió de la taberna.
Flint hundió el rostro en las manos. Había luchado contra lobos y muertos vivientes, y ninguno de ellos le había infligido tanto daño como el sufrido en los enfrentamientos arrostrados este día. Sentía los gritos y el ajetreo reinante en la taberna, percibía el olor a cuerpos sudorosos y sucios que impregnaba el ambiente. Pero todas esas cosas familiares ya no le parecían tan reconfortantes y acogedoras como antes. Nada en Casacolina parecía ser igual. Resolvió en aquel momento despedirse de su familia por la mañana temprano y regresar a Solace, a la vida que comprendía.
Justo entonces, un grupo de derros de azulada piel pálida hicieron una ruidosa entrada en la taberna. Asqueado, les dio la espalda e intentó no prestar atención al bullicio que lo rodeaba. No conocía a nadie de los que estaban en la taberna, salvo a Moldoon. Sin embargo, aunque dos camareras de aspecto serio y grave se habían unido al tabernero al anochecer para ayudarlo, el humano estaba demasiado ocupado atendiendo al tropel de clientes como para conversar con él.
Tal vez se debía a la cerveza, a la pelea con Basalt o a la combinación de todo ello en un día perturbador; lo cierto es que, de repente, la presencia de los derros en la taberna se le antojó inaguantable. Había caído la noche; al lado del agitado enano se sentaban un par de theiwar rubios, de enormes ojos, quienes, embriagados ya, pidieron más cerveza a Moldoon con gritos groseros.
—¿No os enseñan a tener buenos modales en esa covacha subterránea de donde procedéis? —espetó Flint, mientras hacía girar su banqueta para enfrentarse a los dos Enanos de las Montañas.
—Es una ciudad magnífica, algo de lo que jamás podréis presumir los de tu clase —se mofó uno de ellos, poniéndose de pie con movimientos tambaleantes.
Flint también se levantó de la banqueta, con los puños apretados. El segundo derro se situó al lado de su compinche y el Enano de las Colinas lo vio alargar la mano hacia el puño de una fina daga. Flint tenía también su cuchillo colgado del cinto, pero por el momento no hizo intención de cogerlo. A despecho de la cólera que sentía, no buscaba una pelea a muerte con dos borrachos.
Por fortuna, Garth entró en la sala en ese momento, cargado con un saco de patatas, y se dirigió a la puerta de la cocina que estaba tras la barra. Al posarse su mirada en el semblante iracundo de Flint enfrentado cara a cara con los derros, lanzó un alarido lastimero que suscitó un profundo silencio. Moldoon, que se hallaba en un extremo del mostrador sirviendo a unos parroquianos, dirigió la mirada hacia el aterrado enano. Garth señalaba de manera alternativa a Flint y a los derros, balbuceaba y sollozaba mientras se sujetaba la cabeza con las manos. El tabernero cubrió la distancia que los separaba en cuatro zancadas. Se apresuró a dar instrucciones a una de las camareras para que llevase a Garth a la cocina a fin de tranquilizarlo; de inmediato, Moldoon se plantó entre Flint y los derros.
—¿Qué pasa aquí, muchachos? No estaréis pensando en renovar mi establecimiento, ¿verdad? —Mientras hablaba, Moldoon sólo miraba a los theiwar.
—¡Nos ha insultado! —protestó uno de ellos, agitando el puño a un palmo del rostro de su oponente.
Flint apartó con brusquedad la pálida mano del derro.
—Vuestra presencia es un insulto para todos los que estamos en esta taberna —rezongó.
—¿Lo ves? —exclamó el theiwar con indignación.
Moldoon cogió a los dos derros por el brazo y los llevó a empujones hasta la puerta.
—Lo que veo es que vosotros dos tenéis que abandonar mi establecimiento de inmediato —dijo a los desconcertados enanos.
Una vez en la puerta, los theiwar se soltaron de un brusco tirón y se dieron media vuelta, con las manos posadas en las armas colgadas de los cinturones, como si tuvieran intención de atacar a Maldoon. Este los miró con fijeza desde su aventajada estatura hasta que, por fin, apartaron las manos de las dagas y se marcharon. Meneando la cabeza, el tabernero cerró la puerta a sus espaldas y se encaminó hacia la barra, donde estaba Flint.
El enano se llevó la jarra a los labios y se bebió de un trago la mitad del contenido.
—No me hace falta que nadie luche en mis batallas. Sé defenderme solo —gruñó, con un ribete de ira.
—¡Y a mí no me hace falta que nadie me destroce el local! —replicó Moldoon. De forma inesperada, estalló en carcajadas, lo que acentuó las arrugas de su rostro—. ¡Dioses, eres igual que Aylmar! No es de extrañar que Garth perdiera la chaveta cuando te vio a punto de enzarzarte con esos derros. Probablemente creyó que había regresado de la tumba para tomar parte en otra pelea.
Flint alzó la vista y miró al humano con atención.
—¿De qué hablas? ¿Hubo alguna reyerta entre mi hermano y los erros?
Moldoon asintió con la cabeza.
—Al menos, una, que yo sepa. —Su expresión se tornó perpleja—. ¿De qué te sorprendes? Tú, más que nadie, deberías haber adivinado que detestaba su presencia en Casacolina.
—¿Recuerdas cuándo tuvo lugar esa pelea y qué la motivó?
—¡Oh, ya lo creo que sí! Fue el mismo día en que murió, lo que no deja de ser una triste coincidencia. Aylmar no acostumbraba frecuentar mi taberna, pero vino en busca de Basalt. Se enzarzaron en su disputa diaria sobre la afición del muchacho por la bebida y el que trabajase para «esa escoria derro», como tu hermano decía. Entonces el chico perdió los estribos y empezó a soltar pestes.
Flint se acodó en el mostrador.
—Pero ¿y la pelea con los derros?
—A eso voy —dijo Moldoon, llenando la jarra del enano otra vez—. Después de que Basalt se hubo marchado, Aylmar, que seguía muy agitado, se quedó un rato, en tanto los derros se volvían cada vez más escandalosos. Y entonces… estalló. Se abalanzó sobre tres de ellos, desarmado. Se lo quitaron de encima como quien espanta a una mosca y se mofaron del «viejo enano».
Flint hundió la cabeza en el pecho; su corazón se estremeció acongojado al comprender la humillación que habría sentido su hermano.
—Por cierto, esta conversación me recuerda algo —añadió de repente Moldoon. Flint alzó la cabeza con un atisbo de esperanza. El semblante del tabernero denotaba una expresión sombría que no era habitual en él.
»Después de la pelea, Aylmar me contó que había aceptado un pequeño trabajo en la forja de los derros. Como supondrás, ello me sorprendió. Tu hermano se acercó a mi oído y me dijo en un susurro —Moldoon bajó el tono de voz a un murmullo— que sospechaba de los derros y que había cogido el trabajo con el fin de entrar en el patio amurallado y echar una mirada a las carretas. Me preguntó si sabía algo sobre sus medidas de seguridad y yo le dije que se rumoreaba que cada grupo formado por tres individuos dormía durante el día por turnos y siempre había uno que vigilaba las carretas en todo momento.
El asunto había picado la curiosidad de Flint.
—¿A santo de qué vigilaban con tanto interés unos cargamentos de aperos de labranza?
—Eso mismo se preguntaba Aylmar. —Moldoon suspiró—. Supongo que nunca halló la respuesta y, si lo hizo, se la llevo con él a la tumba, ya que le falló el corazón esa misma noche, cuando estaba en la forja. —Dio unas palmaditas a Flint en el brazo en tanto meneaba la cabeza con pesar. Después se alejó a atender a otro cliente.
Flint permaneció sentado varios minutos, sumido en hondas reflexiones, antes de abrirse paso entre la multitud y salir del atestado establecimiento.
El sol declinaba en el horizonte. Se detuvo un momento en el porche de la taberna pero, cuando echó a andar, en lugar de dirigirse hacia el extremo sur del valle, en dirección a la casa de los Fireforge, el Enano de las Colinas se encaminó calle Mayor abajo, hacia el este, con la mirada prendida en el amurallado patio de carretas que se alzaba a unos sesenta metros de distancia.