3.-
El trato

El general bajó la mirada a la ciudad tendida a sus pies, consumida por el fuego. Divisó el puerto de Sanction, destruido por fuerzas tanto geológicas como místicas. Sus habitantes habían abandonado en masa la localidad, empujados por las erupciones volcánicas que cambiaban la configuración del terreno y los ríos de lava que fluían hasta el Nuevo Mar.

También vio en lo que se convertiría la torturada ciudad: el corazón de un imperio regido por el Mal que abarcaría todo Krynn. Sanction sería el baluarte que protegería el centro nervioso de dicho imperio con una barrera de armas y con otra, aún más pavorosa, conformada por los Señores de la Muerte. Estos tres volcanes gigantescos marcaban tres puntos cardinales del panorama general y su ininterrumpido vomitar de lava y ceniza cambiaba de manera gradual la estructura de la ciudad y del valle. Activos durante los últimos años, los humeantes picos dominaban Sanction y el caótico terreno circundante de montañas escarpadas.

Las aguas del puerto, teñidas de marrón, y el Nuevo Mar marcaban el cuarto punto, hacia el oeste. Los volcanes ardían, vertían rocas incandescentes que, poco a poco, asolaban la ciudad a sus pies. El Nuevo Mar se mecía con placidez; ésta sería la ruta que el general y sus ejércitos seguirían en su camino a la conquista del oeste. Posando los puños enfundados en guanteletes sobre las caderas, el oficial oteó a través de las angostas rendijas de la máscara que le cubría el rostro y se sintió muy complacido por el panorama de destrucción que se ofrecía allá abajo.

El general vestía la armadura de gala, negra con ribetes rojos. Unas botas altas de lustrosa piel le protegían las musculosas piernas. El peto, de un bruñido negro azulado, reflejaba destellos oscuros, en tanto los bordes, jalonados con rubíes enormes, emitían fulgores carmesíes.

Su semblante quedaba oculto por completo tras la grotesca máscara del yelmo. Una pluma escarlata, que arrancaba de lo alto del casco y colgaba como una estela a su espalda, acrecentaba su ya de por sí imponente estatura. Unas piezas, del mismo acero negro y pesado del peto, le cubrían los hombros y acentuaban su soberbia constitución.

En estos momentos paseaba solo por lo alto de la pétrea torre de muros negros situada al sur de la ciudad, una de las dos atalayas existentes en la fortaleza conocida como el Templo de Duerghast. Esta inmensa estructura amurallada se erguía en la ladera del más pequeño de los Señores de la Muerte, el monte Duerghast. Desde las torres del templo se disfrutaba de una vista espléndida de Sanction, las montañas y el mar.

El Templo de Duerghast era, de hecho, más una fortaleza que un lugar de culto. La muralla, alta y negra, circundaba por completo la estructura, en cuyo interior había espacio para barracones, campo de entrenamiento de tropas e incluso una arena para combates de gladiadores.

El templo y toda la ciudad se extendían, ahora como siempre, bajo un cielo encapotado y plomizo. El manto gris tenía su origen en el humo y la ceniza arrojada por las cumbres del entorno, sin olvidar la particularidad de que el valle de Sanction era una terminal del Mar Nuevo en la que se frenaban los vientos.

Un río de lava ardiente fluía rojo por el valle sumido en un perpetuo ocaso y atravesaba por el centro de Sanction. Otro afluente de roca hirviente serpenteaba por otro camino y corría a fundirse con él. Las dos corrientes ígneas se encontraban poco después y formaban un canal que rodeaba el otro templo.

La mirada del general se detuvo en la otrora grandiosa construcción, reducida en la actualidad a un montón de rocas moldeadas poco a poco por la lava y la ceniza. El Templo de Luerkhisis, se llamaba éste, en honor del segundo Señor de la Muerte. El templo guardaba la llave que abriría el futuro, pues en sus entrañas se encontraban los preciosos huevos de los dragones del Bien. Aquellos óvalos de oro, plata, cobre y bronce obligarían a los especímenes benignos —cuando llegase el momento— a mantenerse neutrales y, de ese modo, nada impediría el renacimiento del imperio de la oscuridad.

Mas todavía había mucho que hacer antes de que tal cosa ocurriese. Tenía que crearse un ejército, equiparlo y entrenarlo. Se trazarían planes, se acumularía poder. Todo ello tomaría algún tiempo, pero él sabía cómo sacar provecho de la espera.

El general había empezado a organizar sus tropas. De hecho, ya había reunido un millar de mercenarios en la carbonizada ciudad que habían reemplazado a los innumerables refugiados que habían huido a otras tierras más seguras cuando los rugientes volcanes entraron en erupción. El general había enviado agentes a través de las tierras salvajes de Ansalon a fin de reclutar tribus enteras de ogros y hobgoblins, engatusándolos con promesas de guerras y saqueos. Y, al otro lado del valle, en el templo donde se guardaban en los más recónditos escondrijos los huevos de los dragones del Bien, se empezaba a crear la punta de lanza de sus ejércitos: los draconianos.

El equipamiento requerido para un ejército de tal magnitud era lo que motivaba al general a asistir a la inminente reunión.

De repente, un sonido chisporroteante y atronador levantó ecos en el valle como si se hubiese descargado un rayo. La cumbre del Duerghast, al sur del templo ocupado por el general, expulsó de sus ardientes calderas rocas y peñascos de tamaño monstruoso. Con tranquila indiferencia, la figura enmascarada contempló cómo se desplomaban sobre la ladera trozos de piedra del tamaño de una casa y rodaban a tumbos por la pendiente colaborando a su paso en la titánica destrucción. El yelmo obstruía la visión periférica del general, pero, de pronto, detectó una presencia a la izquierda, fuera de su campo de visión. Giró sobre si mismo y divisó al recién llegado que acariciaba con gesto ausente el anillo de acero que lo había teleportado hasta allí.

—Llegas tarde —espetó el general con su voz profunda y ronca.

El interpelado, un enano, hizo caso omiso del reproche y se deslizó hacia la formidable figura que se encumbraba frente a él. La estatura del general acentuaba la pequeñez de este nuevo personaje. Cuando el enano se despojó de la capucha con que se cubría, su grotesco semblante quedó a la vista; aquel rostro daba buena réplica a la máscara del general, si bien los rasgos del enano eran naturales.

La piel de un blanco lechoso que le cubría el cuerpo tenía una tonalidad azulada que le otorgaba una vaga reminiscencia de cadáver. Sus ojos eran pálidos y muy, muy grandes. En este momento, incluso bajo el oscuro cielo encapotado, se veía forzado a entornar los párpados para eludir la luz diurna. El cabello, de un color amarillo pajizo, le crecía crespo y enmarañado. Su boca se ocultaba bajo la enredada barba que, a despecho de su longitud, crecía en feos mechones ralos por los pómulos, barbilla y cuello.

Era un derro, una raza cuya estirpe era menos pura que la de los Enanos de las Colinas, o los hylar de la montaña, ya que era el resultado de la mezcla de sangres humana y enana en un pasado remoto. Con todo, era un Enano de las Montañas, miembro del clan theiwar.

Llegaba de Thorbardin, el reino subterráneo de los Enanos delas Montañas, en donde ostentaba el cargo de consejero del thane Realgar, regente de los theiwar. Este era el único clan en el que había derros, y competía con gran celo contra sus rivales los hylar, daergar y otros clanes.

Además de las diferencias innatas a su raza derro, este enano se distinguía del típico Enano de las Montañas en otro punto importante: era un experto hechicero. A pesar de que todos los enanos eran reacios a la magia, unos cuantos tenían capacidad para realizar conjuros. Entre ellos, los hechiceros derros eran los más poderosos; y, de estos últimos, Pitrick, el consejero del thane, era el más temido.

Pitrick avanzó con torpeza, arrastrando ligeramente el pie derecho. Su cuerpo se encorvaba en una postura poco natural, contraído por una joroba que le deformaba la espalda y el hombro derecho.

—Me has llamado y he acudido —dijo el enano—. Eso es lo que importa, ¿no? —Ladeando el cuello, alzó la mirada hacia el general.

El enmascarado humano se dio media vuelta sin pronunciar una palabra. Con expresión pensativa, el enano miró las rectas espaldas del general, bien protegidas por la armadura.

—Veo que portas mi regalo —dijo el guerrero, aunque sus ojos estaban fijos en la ardiente ciudad de Sanction.

Había entregado al pequeño derro un amuleto de hierro forjado a semejanza de cinco cabezas de dragones entrelazadas, como presente al cerrar el acuerdo del cargamento de armas. El general en persona lo había recibido de su señora, la Reina de la Oscuridad, y confiaba en que su presencia en el amuleto influiría para inclinar al taimado consejero en favor de su causa.

—Ya he tenido ocasión de probar su utilidad —comentó Pitrick con indiferencia, sin molestarse en dar las gracias—. Pero, hablemos de negocios. Mi viaje, aunque rápido, no está exento de riesgo —agregó pasando por alto que el general se encogiera de hombros—. Si nuestra transacción llegase a oídos de los otros clanes de Thorbardin, excuso decirte que desaparecería tu fuente de abastecimiento de armas.

El general guardó silencio. La inmensa horda de hombres reunida en el valle no sería más que una chusma enfurecida hasta que se la equipara con armas; armas de excelente acero afilado, del tipo forjado por los enanos theiwar de Thorbardin.

—Por eso es que nos reunimos hoy —dijo el humano—. Para discutir sobre los cargamentos.

—Confío en que no estés descontento con nuestros productos —comentó el enano, con un ribete de engreída seguridad.

El general pasó por alto la pregunta. Ambos sabían que estaba de más cualquier respuesta ya que los maestros armadores enanos eran los mejores artesanos del acero en todo Krynn. En ningún otro lugar encontraría un soldado armas de igual calidad y solidez.

—He de incrementar la cantidad requerida en todos los tipos de armas. Duplicarla, para ser exacto —añadió el general, cuya voz sonaba áspera tras la máscara.

El enano jorobado se dio media vuelta y se llevó la mano a la mejilla en una actitud de profunda reflexión. Su gesto ocultó una leve sonrisa de satisfacción en tanto que su mente empezaba a calcular la suma adicional de monedas que entraría a raudales en sus cofres y en los de su clan. Ello significaba más poder para los theiwar, más poder para el consejero del thane.

—Desde luego, si tienes que hablar con tu thane sobre este asunto antes de tomar una decisión… —El tono del general ponía de manifiesto que tal retraso lo consideraría como una contrariedad a tener en cuenta.

—¡Por supuesto que no! —saltó el enano, espoleado por la indirecta—. Estoy facultado para tomar una decisión semejante. Y así lo haré, aunque, por supuesto, existen algunos problemas que habrán de resolverse.

El general permaneció en silencio, con los brazos cruzados sobre el pecho, y la mirada fija en el diminuto derro.

—Los pormenores son múltiples y complejos —explicó el enano, mientras se daba media vuelta y paseaba por la plataforma en lo alto de la torre. Se movía con torpeza, arrastrando el deformado pie derecho, pero tal inconveniente no le impedía caminar con rapidez. Cuando habló, lo hizo con lentitud, como si sopesase cada palabra.

»Hay escasez de materia prima, en especial el carbón. Podemos buscar más aprovisionamiento, pero será costoso y, naturalmente, ello se reflejará en el precio. No tendremos más remedio que triplicarlo.

El general soltó una carcajada que sonó apagada en los cerrados confines de la máscara.

—Un razonamiento muy divertido. —Las risas cesaron de manera brusca—. Los honorarios se duplicarán, al igual que el trabajo. Nada más.

Tras una pausa discreta, el enano aceptó con un cabeceo. Todavía sin variar de postura, que lo mostraba de perfil al general, se llevó la mano de manera subrepticia hacia el amuleto de hierro colgado de su cuello. Mirando de reojo, musitó una palabra y un tenue fulgor azulado brilló de súbito entre sus dedos. Volviéndose hacia el general, Pitrick alzó la otra mano en un gesto misterioso; sus grandes ojos pálidos buscaron los del humano tras las rendijas de la máscara. Tras hacer acopio de valor, el enano empezó a entonar el conjuro.

De repente, el derro sintió que algo lo golpeaba con fuerza en el lado derecho de la cabeza. Soltó un grito de dolor y sorpresa, a la vez que caía despatarrado en la plataforma de madera e intentaba gatear hasta el parapeto de la muralla en busca de refugio. Se frotó la mejilla, en donde percibió la incipiente hinchazón producto del impacto. Pitrick se levantó con esfuerzo y miró a su alrededor; no atisbó nada material que lo hubiese golpeado. Sus ojos se volvieron hacia el general al que contempló con renovado respeto, y sintió una sensación desconocida: miedo.

El humano permanecía inmóvil, enhiesto, vigilante.

—Cuán divertido es el juego de la magia —dijo—. Confío en que no intentes de nuevo utilizar tus patéticos trucos conmigo. En esta ocasión, te he perdonado la vida. La próxima…

—Fue un error carente de intención, te lo aseguro —respondió el enano, tragándose la cólera. Nadie lo había humillado desde hacía décadas—. Considero satisfactoria tu oferta de duplicar los pagos.

—Estos cargamentos deben incrementarse de manera inmediata —ordenó el general—. Los barcos precisos estarán dispuestos en la bahía dentro de un mes y quiero que se carguen sin demora.

Pitrick asintió en silencio.

—Así se hará. El acuerdo alcanzado con los despreciables Enanos de las Colinas sigue en pie, pero estoy tomando medidas con el propósito de obtener una solución más satisfactoria.

»Por el mero hecho de que fueron ellos quienes construyeron la calzada del Paso, creen que pueden controlarnos. Cierto que ése es el único camino existente entre Thorbardin y el Nuevo Mar, pero les pagamos bien por su uso. Aun así, ¡protestan cuando estamos en su ciudad! Nos cobran precios exorbitantes por cualquier mercancía. Si descubriesen el contenido de nuestros transportes, ¡sus exigencias no tendrían límite!

»Ya me he visto obligado a matar a uno de ellos, por espiarnos. Afortunadamente, me encontraba allí en ese momento y tuve oportunidad de abatirlo antes de que tuviese ocasión de decirle a nadie lo que había descubierto. ¡Los muy estúpidos creen que murió de un ataque al corazón!

—Los Enanos de las Colinas son problema tuyo. Eres quien ha insistido en que nuestra transacción se mantenga en secreto. —El tono del general era indiferente, incomprensivo. Se dio media vuelta y contempló la ciudad humeante. Era obvio que no sentía la menor curiosidad ni interés por las insignificantes disputas entre enanos.

El derro se enfureció por el desdén del humano y buscó recobrar aunque sólo fuera parte de su dignidad y orgullo.

—¡Tendrás tus armas aguardando en los muelles! ¡Aun cuando para ello haya de arrasar Casacolina hasta sus cimientos!

Como un reflejo, saludó al general con una inclinación respetuosa, como lo hubiera hecho con su thane, y rozó el anillo teleportador. La banda metálica estaba formada por dos aros entrelazados y partidos en la parte superior, con los extremos doblados hacia afuera. El anillo emitió un suave fulgor que iluminó todo el cuerpo del derro; luego, un chispazo reluciente saltó de un extremo del anillo al otro y, en un abrir y cerrar de ojos, el jorobado theiwar había desaparecido.