2.-
Regreso al hogar

El Bosque Oscuro. En verdad, el lugar merecía semejante nombre, pensó Flint. Altos pinos, cuyas agujas lucían un tono verde tan oscuro que casi resultaba negro, se encumbraban sobre el suelo del bosque; robles gigantescos tapizados de hiedras, musgo y líquenes, y, de vez en cuando, alguno que otro vallenwood cuyo tronco se alzaba hasta desaparecer entre el follaje, conformaban un dosel tan tupido que ningún rayo de sol llegaba al suelo.

El bosque no era extenso, pero Flint sabía que albergaba a ciertos moradores peligrosos. Algunos años atrás, un grupo reducido de mercenarios hizo su entrada en Solace llevando consigo un trofeo poco usual: la cabeza de un troll abatido en estos bosques. Bandas de hobgoblins —y otros seres de aún peor reputación— habitaban entre los añejos troncos del Bosque Oscuro.

La sensación de peligro potencial despertó en Flint un estado de alerta incluso mientras su mente divagaba. La angosta senda serpenteaba entre los troncos de los árboles tapizados de helechos y grandes formaciones de setas y otros hongos. El olor cargado a putrefacción que se desprendía de la húmeda tierra abrumaba al enano con su presencia opresiva y sofocante.

Sin embargo, a Flint no le resultaba desagradable el olor. Muy por el contrario, y tras la larga convivencia con humanos —por no mencionar kenders, elfos y otras razas—, este predominio pujante de la naturaleza le vivificaba el espíritu y le aligeraba el paso. Había algo de gozoso en esta soledad, en esta aventura bucólica, que despertaba en su alma un deleite relegado al olvido.

Durante muchas horas avanzó con lentitud, no debido al cansancio, sino a la paz y tranquilidad que impregnaban su ser. Acarició el suave y desgastado mango del hacha; sus ojos y oídos exploraban el bosque, alertas, casi ansiando captar alguna señal de peligro.

La senda se bifurcó y Flint hizo un alto; se quedó inmóvil un momento, escuchando, pensando. Percibió —como sólo un enano puede hacerlo— la tierra, las vueltas y revueltas del suelo del entorno a través de las gruesas suelas de sus botas. No tardó mucho en captar lo que necesitaba saber y eligió una dirección: hacia el sur durante un trecho.

Flint no seguía un mapa ni precisaba de compás para mantener la ruta que había seleccionado. Esta lo conduciría a lo largo del bosque eludiendo tanto las tierras de los elfos qualinesti, al sur, como la ciudad gobernada por los Buscadores, Haven, situada al noroeste.

«Los Buscadores —rezongó para sí, a la par que hacía una mueca de desagrado—. Iría hasta el límite del continente con tal de no toparme con ellos». Esos apestosos «profetas» ya habían hecho la vida en Solace más que incómoda; pero en Haven —la urbe que era capital y centro de su arrogante culto— no cabía duda de que su presencia debía de ser insoportable.

La región de Qualinesti era diferente. A decir verdad, Flint había acariciado la idea de ir allí, de entrar en aquel nido de elfos para visitar a su viejo —y poco corriente amigo—, el Orador de los Soles. El enano guardaba muy buenos recuerdos del tiempo que había pasado en Qualinost años atrás. Aún hoy, él era uno de los pocos miembros de su raza que había sido invitado al reino elfo, ¡y por el Orador en persona! Un dignatario de la corte había adquirido un brazalete de plata y ágata en una feria regional y, posteriormente, se lo regaló al cabecilla elfo.

El Orador de los Soles quedó tan impresionado por el bello trabajo de orfebrería que siguió la pista del artesano hasta dar con él; la persona buscada no era otra que Flint Fireforge, de Solace, quien recibió una invitación a fin de que demostrara la pericia de su arte en la marmórea ciudad elfa.

Fue durante su primer viaje a Qualinost cuando Flint conoció a Tanis el Semielfo, quien estaba bajo la tutela del Orador de los Soles. El joven Tanis se pasaba horas observando los trabajos del enano y, cuando los demás se marchaban, él permanecía para entablar una conversación con el orfebre. Flint comprendía al muchacho, quien parecía sentirse desdichado debido a su mestizaje, y ambos compartieron muchas horas disfrutando de su mutua compañía en todas las ocasiones en que los negocios llevaron a Flint por las inmediaciones de Qualinesti.

Ahora, el enano sintió la tentación de buscar al semielfo en su tierra natal. Durante la última velada que pasaron juntos en la posada de El Ultimo Hogar, Tanis dijo que emprendía un viaje con la esperanza de que, por fin, alcanzase una tregua consigo mismo y con su herencia mestiza. Flint imaginaba que la intención de Tanis era regresar ala ciudad de Qualinost para enfrentarse a sus parientes de pura sangre elfa, quienes, en realidad, jamás habían aceptado de buen grado al semielfo. El enano estaba algo preocupado por su amigo, pero desechó sus recelos. Después de todo, los compañeros habían acordado separarse durante cinco años, y Flint no estaba dispuesto a ser él quien rompiese dicho acuerdo.

Por consiguiente, había decidido dar un buen rodeo para evitar Qualinost y transitar por los senderos del bosque. Sabía que, si mantenía un buen ritmo, dejaría atrás la espesura alrededor de medianoche.

Ahora Flint se preguntó, en medio de la quietud del Bosque Oscuro, si no habría sido un fantasioso al creer a pies juntillas lo que le había contado Hanak en la tienda de Amos. ¡Enanos de las Montañas —y sobre todo los repulsivos derros—, en Casacolina! Con todo, ¿a santo de qué se iba a inventar Hanak semejante historia? Flint apartó de su mente aquellas ideas, al menos de momento. A no mucho tardar, tendría sobrada respuesta a sus dudas.

Se había vuelto muy perezoso en Solace —y, a fuer de ser sincero, también se había aburrido—, al no tener a sus amigos con él. Había pasado demasiado tiempo descansando. De manera inconsciente, alzó y sopesó su hacha.

Sin saber cómo, se encontró pensando en Aylmar y se preguntó cuánto tiempo hacía que no veía a su hermano mayor. Quince, tal vez veinte años, concluyó, frunciendo el entrecejo. Después, una sonrisa le ensanchó el rostro al recordar las escapadas compartidas, las victorias alcanzadas en el momento oportuno, la búsqueda de magníficos tesoros.

En particular, recordó el tesoro más fabuloso de todos: el hacha Tharkan. Su hermano y él se habían topado por casualidad con ella en una de sus primeras incursiones en busca de fortuna por las estribaciones de las montañas Kharolis, cerca de Pax Tharkas, circunstancia por la que, para ser exactos, los hermanos impusieron dicho nombre al hacha. La habitual codicia de su raza había inducido a los dos hermanos Fireforge a aventurarse en el más recóndito escondrijo de una guarida de hobgoblins, sobre la que se rumoreaba que estaba abarrotada de riquezas. Tras despachar a más de quince de aquellas monstruosidades peludas de casi dos metros de estatura, con contundentes golpes en sus cabezas de piel rojiza, Flint y Aylmar recorrieron las cinco cuevas interconectadas hasta llegar a la cámara del tesoro de los hobgoblins. Allí, en lo alto de un montón de metro y medio de altura de monedas y relucientes gemas apiladas, reposaba la hermosa hacha, resplandeciente cual un faro. Aylmar se apoderó de ella en tanto Flint se colmaba los bolsillos y las mochilas con otras riquezas; después, los dos abandonaron a todo correr la guarida antes de que apareciesen más hobgoblins.

Muchos años más tarde, Aylmar, cuyo corazón empezaba a dar muestras de la debilidad que al cabo de poco tiempo lo obligó a renunciar a aquella vida de aventuras, ofreció el arma a Flint con ocasión de su Día de Barba Cerrada —la celebración de mayoría de edad de los enanos—. Sonriendo con satisfacción y empleando aquel tono burlón que sabía que encrespaba a su hermano, Aylmar dijo:

—Considerando el modo afeminado con que luchas, muchacho, la necesitarás mucho más que yo.

De eso hacía ahora más de cuarenta años.

El enano recordó, no sin cierta ternura a pesar de su rudo carácter, los tiempos en que había blandido el hacha Tharkan durante sus viajes. En la batalla, la magnífica arma lanzaba destellos y trazaba un arco de plata en torno a Flint. A lo lar o de varios años, el hacha le prestó buenos servicios; también le sirvió para recordar a Aylmar.

Flint frunció el entrecejo al acordarse de los túmulos donde había perdido el hacha durante otra correría en busca de fortuna. En medio de montones de monedas, joyas esparcidas y los esqueletos de docenas de antiguos jefes tribales, acechaba una figura de absorbente y letal negrura. El horrendo espectro atenazó el alma de Flint con su terrible presa. Un frío mortal se apoderó de sus huesos, las piernas le fallaron y cayó de rodillas, incapaz de presentar resistencia.

Entonces, el hacha Tharkan centelleó con un resplandor deslumbrante que hizo retroceder al espectro y dio a Flint la oportunidad de incorporarse. Con un denodado esfuerzo, el enano había hundido el arma en la informe —aunque sustancial—, criatura que tenía frente a él.

El espectro había retrocedido, retorcido por unas convulsiones tan violentas que arrancaron el hacha de las manos de Flint. Aterrorizado, éste había huido del túmulo, abandonando el arma. Más tarde regresó, pero en el interior no quedaba rastro de tesoro, espectro o hacha.

Flint ansiaba ver de nuevo a Aylmar, aunque éste, sin duda, se disgustaría cuando se enterara de que su hermano menor había perdido el hacha Tharkan. Flint contempló el arma desgastada y de inferior calidad que ahora sostenía en las manos, con una mirada de desdén apenas disimulada. No guardaba semejanza alguna con la fabulosa hacha Tharkan, cuya hoja encantada había centelleado con el fulgor del acero perfecto; por el contrario, en esta otra se marcaban las señales de una incipiente corrosión y el mango era delgado y estaba tan desgastado que habría debido ser reemplazado hacía tiempo.

Sí, también sería bueno ver al resto de su familia, tuvo que admitir el enano. Aylmar había sido el patriarca del clan desde que Flint era un muchacho, cuando su padre falleció a causa de una enfermedad cardíaca hereditaria, dejando esposa y catorce hijos. La madre, agotada por una vida de trabajo y esfuerzo, había muerto hacía veintitantos años, y fue entonces, con ocasión del funeral, la última vez que Flint estuvo en Casacolina.

Aylmar se había casado, si bien Flint jamás lograba recordar el nombre de su esposa. Tenían, que él supiera, al menos un hijo, el joven Basalt. Recordaba con toda claridad a su sobrino; Basalt había sido un adolescente lleno de vitalidad, incluso, en cierto modo, un poco camorrista. Con la edad y las responsabilidades, el carácter de Aylmar se había tornado más hosco y no dejaba de mostrarse en desacuerdo con su hijo, quien, en su opinión, pasaba demasiado tiempo en tabernas y garitos de juego. Ello dio pie a que Basalt adoptase a Flint como su confidente y consejero.

Por la mente del enano pasaron en rápida sucesión un fárrago de rostros y nombres: los de sus hermanos y hermanas, harrns y frawls como se denominaban los dos sexos en el lenguaje de los enanos. Estaba Ruberik, Bernhard, Thaxtil… ¿o era Tybalt? Los rasgos de la discreta y recatada Glynnis y de la descarada Fidelia acudieron a su memoria. Sin embargo, al haber abandonado el hogar paterno antes de que los siete hermanos pequeños fuesen poco más que unos bebés, había olvidado la mayoría de sus nombres en el tiempo transcurrido desde su última visita.

No era al o inusual entre los enanos el perder el rastro de sus familiares, pero Flint se preguntaba si, tal vez, no hubiese debido prestar más atención a los pequeños. Todos habían sido unos chicos estupendos, siempre ansiosos por servir y hacer favores a su hermano mayor, dispuestos en cualquier momento a ceder un dulce o un trozo de carne al fornido Flint. Y no era que precisamente sobrase la comida en casa.

Con cierto sobresalto, el enano cayó en la cuenta de que, si no se apresuraba, el sol se pondría antes de que hubiese alcanzado el linde del Bosque Oscuro. Aceleró el paso; a pesar de ello, casi había anochecido cuando por fin llegó al río Rabia Blanca. Flint cruzó la arremolinada corriente por un puente colgante que le recordó la ciudad de los vallenwoods, de la que había salido al amanecer; acampó en la orilla oriental, al resguardo de dos arces enrojecidos por el otoño.

A la mañana siguiente, prosiguió por la ribera este del Rabia Blanca hasta llegar al Camino del Sur.

Durante al o más de una fabulosa e inigualable semana de cielos azules, Flint transitó por el Camino del Sur, el cual bordeaba las fronteras de Qualinesti, eludiendo las peculiares moradas de los elfos. En la mañana del noveno día de viaje, dejó el Camino del Sur —cuyo trazado continuaba en dirección sudoeste, hacia la antigua fortaleza de Pax Tharkas—, pues su punto de destino, Casacolina, se encontraba hacia el sudeste.

Se marcó su propia ruta a través de la región montañosa, los densos bosques y las estribaciones al este de la población. Aquí, las vastas laderas de oscuros abetos rodeaban bloques de granito pelados y abruptos. Aun siendo una tierra de barrancos escarpados y valles serpenteantes, las colinas no alcanzaban la categoría de verdaderas montañas; pero su orografía caótica hacía la marcha tan accidentada como por cualquier cordillera nevada.

Éste era el país de los Enanos de las Colinas, la patria de Flint, y el riguroso terreno se le antojaba el más suave y agradable sendero. Pasó la undécima noche, lluviosa por cierto, en una posada enana aislada, acogedora y casi vacía, en las colinas Sangrientas; allí se limpió del cuerpo el polvo del camino y saboreó por anticipado el inminente encuentro con su clan.

Su mente no divagaba tanto acerca de los rumores sobre los Enanos de las Montañas en Casacolina, como en los recuerdos de la aldea: las acogedoras casas de piedra que flanqueaban la amplia calle Mayor; las ovejas y cabras pastando en las verdes laderas circundantes; la fragua de Delwar, donde Flint había visto por primera vez dar forma al hierro con el fuego. Evocó la sensación de seguridad y protección que siempre parecía flotar como humo en torno a la lumbre de la chimenea en casa de su madre.

Y el aroma a panecillos de crujiente corteza recién horneados que su padre y él compraban cada mañana en la panadería de frawl Quartzen después de haber ordeñado las vacas. Eran unos recuerdos hermosos…

A última hora de la tarde del duodécimo día, el viaje de Flint se prolongó a causa del rodeo obligado alrededor de las llanuras de Dergoth. En tiempos anteriores al Cataclismo, hacía unos trescientos cincuenta años, los pozos de agua abundaban en las planicies. Cuando el Príncipe de los Sacerdotes de Istar provocó la ira de los dioses sobre Krynn, la faz del mundo cambió y las tierras al sur de Pax Tharkas se convirtieron en desierto. Una centuria más tarde, durante la Guerra de Dwarfgate —que fue un intento de los Enanos de las Colinas y de sus aliados humanos para recobrar Thorbardin tras la Gran Traición—, la fortaleza mágica de Zhaman se destruyó bajo la presión de un hechizo potente y quedó reducida a un montículo conformado cual un espantoso cráneo, conocido posteriormente por La Calavera. La misma explosión devastó una vez más las llanuras de Dergoth y los pantanos se extendieron por las tierras limítrofes.

Flint no sentía el menor deseo de vadear las ciénagas; el terror que le inspiraba cualquier extensión de agua era legendario entre sus amigos de Solace. En consecuencia, eligió trepar a través de las estribaciones de la cordillera hacia el noreste, por el angosto paso que cruzaba entre las cumbres y conducía a Casacolina. Le llevó cierto tiempo encontrar un claro para acampar, justo al este de la vereda y a un lado de la calzada del Paso; también le ocupó un buen rato el recoger y prender los troncos adecuados para hacer una fogata duradera; por último, se entretuvo en asar en las brasas la loncha de tocino restante que había comprado en Solace. Al caer la noche, Flint dio por concluidas las tareas del día. «Echaré en falta esta soledad», pensó, mientras suspiraba hondo.

Dirigió la mirada a la calzada del Paso que serpenteaba bajo su campamento. Observó las profundas huellas de rodadas que se marcaban a lo largo del sendero. Mientras que en el pasado sólo había soportado el trasiego de los rebaños de ovejas y cabras y alguna que otra carreta de granjero, en la actualidad la calzada era amplia y muy transitada.

El enano evocó la construcción del Paso durante su niñez, si bien por aquel entonces él era demasiado pequeño para colaborar en la obra. Los Enanos de las Colinas trabajaron durante varios años para suavizar las pronunciadas pendientes, echar una capa de piedras sobre el suelo embarrado, y crear una ruta que pudiese, algún día, conectar a Casacolina con la costa, no muy distante, del Nuevo Mar.

El propósito primordial de la calzada había sido abrir el valle adyacente a Casacolina para crear nuevos asentamientos, lo que se había logrado hasta un cierto punto. Con todo, al analizarlo de manera retrospectiva, la calzada no había sido muy rentable si se tenía en cuenta el enorme trabajo que costó realizarla.

De repente, el cuerpo de Flint se tensó como una cuerda de violín.

No estaba solo.

Su primera sensación de alerta la produjo una vaga percepción, más bien un sonido que un atisbo, de algo que se aproximaba por el sudoeste. Se escuchó el crujido de unas ruedas de madera sobre la grava. Flint apartó la vista de los rescoldos de la hoguera y enfocó el Paso; no tardó en ajustar su percepción infrarroja, un atributo natural de los enanos para visualizar la temperatura que los capacitaba para detectar objetos en la oscuridad por el calor que irradiaban.

Un pesado carromato de enormes y gruesas ruedas, más parecido a un enorme cajón rectangular, avanzaba entre traqueteos por la calzada del Paso procedente de Casacolina. ¿Quién conduciría una carreta por el Paso en mitad de la noche?

El enano se apartó de la lumbre y se encaminó a la calzada. Encaramado al pescante, el conductor se inclinó y chasqueó el látigo sobre las cabezas de los cuatro caballos de tiro que se afanaban en arrastrar la carreta por la inclinada cuesta arriba que llevaba al Paso. Los resoplidos de las bestias ponían de manifiesto lo pesado de la carga. Flint no distinguía si la figura del conductor pertenecía a un enano, un humano o algo peor. Ahora divisaba otras dos formas que iban de pie a los costados de la tambaleante carreta en una actitud vigilante. Conforme se acercaban, el enano atisbó tres pares de ojos inusualmente grandes.

Enanos derros. Ello explicaba el porqué preferían atravesar las montañas por la noche.

Los derros eran una raza degenerada de enanos que vivía primordialmente bajo tierra. Odiaban la luz y el sol les producía náuseas, si bien se sabía que se aventuraban a dejar sus moradas subterráneas durante la noche. En tanto que cualquier otra raza de enanos guardaba un gran parecido con la humana, con la única diferencia de las proporciones, el aspecto de los derros tendía a lo grotesco. Tenían el cabello rubio o castaño muy claro, la piel era blanca como leche con un tinte azulado, y en sus enormes ojos las pupilas ocupaban casi la totalidad del globo ocular.

Tenían reputación de ser tan perversos y ladinos que, a su lado, los hobgoblins resultaban buenos vecinos.

La idea de agazaparse tras un peñasco cruzó la mente de Flint, mas ya era demasiado tarde para esconderse: lo habían avistado desde la calzada. En cualquier caso, sentía una gran curiosidad, espoleada al recordar los comentarios de Hanak acerca de la presencia de enanos derros en Casacolina. Los espantosos ojos del conductor clavaron una mirada penetrante en Flint desde una distancia de unos quince metros; al punto, el derro propinó un violento tirón de las riendas y la carreta se frenó en lo alto del Paso.

—¿Qué haces aquí a estas horas, Enano de las Colinas? —La voz del conductor era chirriante y, a pesar de hablar en Común, pronunció las palabras muy despacio, como si no estuviese familiarizado por completo con aquel lenguaje.

Los derros que iban de pie a los lados de la carreta descendieron al suelo de un salto; uno de ellos rodeó el tiro de caballos y se situó con actitud defensiva bajo el conductor, que todavía seguía en el pescante. Ambos manejaban con soltura sendas hachas de guerra con la hoja de acero.

—¿Desde cuando tienen los derros algún derecho sobre el Paso de Casacolina? —replicó Flint sin el menor atisbo de temor, en tanto observaba que la mirada de los guardias armados estaba enfocada en el hacha que colgaba de su cinturón.

Los dos derros vestían oscuros petos de metal y guanteletes de cuero grueso; sus maneras denotaban la seguridad propia de un guerrero veterano. El conductor, que iba desarmado y no vestía prendas de protección, sostenía las riendas y observaba la escena en silencio.

—Vosotros, los Enanos de las Colinas, conocéis el acuerdo —dijo al cabo, con tono ronco y profundo—. Regresa a la aldea antes de que nos veamos obligados a denunciarte como un espía… o algo peor —agregó.

Los guardias avanzaron un paso hacia Flint, a la vez que aferraban las hachas con resolución.

—¡Espía! —barbotó Flint, casi divertido, si bien alargó la mano hacia su hacha—. ¡Gran Reorx! ¿Y qué demonios iba a espiar? ¡Habla, derro!

Los caballos patearon impacientes las piedras de la calzada del Paso y relincharon sus resoplidos lanzaron volutas de vaho al gélido aire nocturno. El conductor los contuvo con un tirón de las riendas y luego amenazó a Flint con los puños.

—Te lo advierto, apártate de nuestro camino y vuelve al pueblo —siseó.

Flint comprendió que no obtendría de los derros las respuestas deseadas. Cuando habló, se obligó a mantener un tono calmado.

—Ya habéis conseguido que se queme mi tocino con vuestras estúpidas preguntas, así que, seguid adelante si es eso lo que queréis hacer, que yo reanudaré mi achicharrada cena.

Flint vio que los dos derros armados se separaban conforme se acercaban a él. Ambos enarbolaban listas sus hachas; las miró con envidia momentánea al pensar en la hoja desgastada de su propia arma.

Con creciente irritación, enarboló el hacha. Su cuerpo bulló con una oleada de energía en previsión de la inminente batalla. No buscaba un enfrentamiento con estos Enanos de las Montañas, pero ¡que Reorx lo maldijese si capitulaba ante sus enemigos atávicos!

—¿Puedes probar que no eres un espía? —preguntó uno de los derros, con un tono despectivo y burlón.

Flint se apartó a un lado de la fogata.

—Podría, si creyese que merecía la pena molestarse en dar explicaciones a una escoria derro como vosotros —espetó, perdida la paciencia.

El guardia más próximo se abalanzó sobre Flint; el hacha silbó al hendir el aire. El Enano de las Colinas retrocedió velozmente, justo a tiempo de eludir también al segundo derro, que había cargado con un golpe bajo. Las dos hachas de los Enanos de las Montañas se encontraron y el choque de los aceros resonó en la noche.

Una sensación de sublime exaltación se apoderó de Flint mientras se giraba para frenar el golpe de su primer atacante; luego obligó a retroceder a trompicones al segundo derro con una serie de bruscas arremetidas. Por medio de atroces hachazos, logró desarmar a uno de sus adversarios al tiempo que el otro saltaba sobre él.

Esquivó el cuerpo a la par que alzaba el hacha para frenar el golpe. Las dos cuchillas entrechocaron con violencia; Flint vio con desaliento que el mango de su hacha se partía en dos y la parte superior que sujetaba la hoja caía al suelo. De un momento a otro, se encontró con que manejaba sólo el resto del mango de madera; se quedó inmóvil, tan indefenso como si estuviera desnudo.

La pálida faz azulada del segundo derro se ensanchó con una mueca grotesca ante la apurada situación de Flint. Un brillo siniestro le iluminó las pupilas mientras levantaba su hacha con el propósito de hendir el cráneo del Enano de las Colinas.

Flint se movió con la rapidez de la experiencia acumulada a lo largo de años de batallas. Blandió el mango de madera como si arremetiese con una espada. Los bordes astillados de la madera se hincaron en la nariz del enano theiwar, que lanzó un grito de dolor a la par que parpadeaba, cegado por la sangre.

Flint golpeó una vez más y el trozo de madera machacó los nudillos del derro que sostenían el hacha. El guardia dejó caer el arma a la par que soltaba otro aullido de dolor y daba unos pasos tambaleantes. Flint se apoderó del hacha caída y amenazó con ella al derro que, ahora, retrocedía. Se volvió hacia el que estaba despatarrado sobre el suelo y lo urgió a retirarse también con un gesto amenazador.

Los dos theiwar, desarmados y maltrechos, saltaron a la carreta al tiempo que el conductor azuzaba con el látigo a los caballos. Temblando de miedo y exhalando entrecortadas bocanadas de vaho en el frío aire nocturno, las enormes bestias se esforzaron por arrastrar el pesado carromato. Unos instantes después, las ruedas se movieron e iniciaron el descenso por la ladera este que conducía al Nuevo Mar. Mientras la carreta se alejaba en medio de tranqueteos, el Enano de las Colinas tuvo tiempo de sobra para percibir las desmesuradas pupilas de los derros fijas en él con una mirada rebosante de odio y no poco temor.

En extremo disgustado por el innecesario enfrentamiento, Flint regresó junto a la hoguera, cogió con brusquedad la sartén con el tocino chamuscado y arrojó al suelo los restos ennegrecidos. Perdido el apetito, se sentó de espaldas a las llamas y reflexionó sobre el extraño encuentro.

Su mente era un hervidero de preguntas apremiantes. ¿Qué clase de «acuerdo» con estos malvados derros habría hecho que los Enanos de las Colinas olvidasen siglos de odio y penuria cimentados en la Gran Traición? ¿Y qué tenían que ocultar los derros para que los preocupara ser espiados?

Thorbardin, el antiguo reino de los Enanos de las Montañas, se encontraba a unos veinte kilómetros hacia el sudoeste, más allá del lago Mazo de Piedra. Flint sabía que los derros pertenecían a la casta de los theiwar, uno de los cinco clanes existentes en el asentamiento enano, escindido por la política. En su conjunto, los Enanos de las Montañas eran gentes clasistas, aferradas a su aislamiento, interesadas exclusivamente en la explotación minera y en la metalurgia. Por consiguiente, de entre todos los clanes, ¿por qué subían los derros a la superficie siendo los más sensibles a la luz?

Flint examinó con atención el hacha que había dejado atrás uno de sus oponentes. Era una pieza de excepcional trabajo artesanal; el duro acero tenía un brillo de plata y un filo tan cortante como una cuchilla. Sus ojos expertos habrían deducido que el hacha era de manufactura enana, a no ser porque faltaba el cuño que todo enano grababa en la hoja de sus creaciones.

Flint se estremeció, si bien no tenía la seguridad de que se debiera al frío ambiente o a su aprensión. Ello, no obstante, le sirvió para recordar que tenía que alimentar el fuego.

Echó dos leños a las brasas, y miró con fijeza las llamas hasta que el efecto hipnotizante del fuego hizo que los párpados le pesaran.

Tendría que dormir sin haber resuelto los interrogantes. Se apartó de la fogata y se acomodó en un punto desde donde podía vigilar el campamento y al mismo tiempo pasar inadvertido. Sin embargo, nada interrumpió su sueño aquella noche.

Se despertó con el alba y al punto se encaminó hacia el este por el Paso, en dirección a Casacolina. No abandonó la embarrada calzada marcada de surcos hasta llegar al último promontorio desde donde se divisaba la aldea, a menos de quinientos metros de distancia. Allí hizo un alto para disfrutar del panorama.

Había empleado menos de dos semanas en el viaje; una experiencia agradable hasta la escaramuza sostenida con los derros la noche anterior. Mas, ahora, lo asaltó una peculiar emoción que le oprimió el corazón al contemplar la sinuosa calzada pavimentada, la agrupación de edificios de piedra, la sólida construcción que era la forja del pueblo en su niñez.

El escabroso valle se extendía del este del Paso al oeste del lago Mazo de Piedra, ensanchándose en una herbosa cañada que abrazaba Casacolina. Varios desfiladeros laterales serpenteaban entre los collados en dirección norte y sur. Flint sintió que se desvanecía en parte la cálida sensación que lo embargaba cuando se percató de la espesa neblina que flotaba sobre el valle, pues en el pasado la atmósfera había sido límpida y transparente. Por supuesto, siempre había habido un poco de humo procedente de la forja del pueblo, pero esto…

¡La forja del pueblo! Flint cayó en la cuenta de que el patio adyacente era tres veces más grande que hacía veinte años. El amplio y embarrado recinto rodeaba la fragua y en el interior había varias carretas estacionadas. Con cierto sobresalto, Flint reparó en que eran iguales a la que había encontrado en el Paso la noche anterior.

De igual modo, donde antes sólo había un tubo por el que se expelía el humo de la pequeña forja, ahora cuatro rechonchas chimeneas vomitaban nubes negras al cielo. La misma aldea en si parecía haber duplicado su tamaño, extendiéndose hacia el oeste en dirección al lago Mazo de Piedra. Era innegable; el soñoliento pueblo de la memoria de Flint ahora bullía con una actividad que desanimaba al enano. La sólida piedra que en su momento había conformado el pavimento de la calle Mayor, aparecía machacada por el incesante trasiego de vehículos y muchedumbre.

Flint se apresuró a reanudar la marcha por la calzada del Paso hasta desembocar en la calle Mayor. Refrenó sus pasos a fin de buscar alguna cara familiar…, ¡cualquier cosa familiar! Mas a nadie reconoció, y tampoco ninguno de los afanosos enanos con los que se cruzó levantó siquiera la vista en su apresurado caminar. Flint hizo un alto para orientarse.

Por un momento, se preguntó si no se habría equivocado de localidad. Vista de cerca, Casacolina guardaba aún menos semejanza con la aldea de sus recuerdos de lo que le había parecido desde el promontorio. Allí estaban los mismos edificios importantes —la mansión del alcalde, la lonja mercantil, la fábrica de cerveza— dominando el área central; pero, en torno a ellos, se alzaba un conjunto de estructuras de menor tamaño, tan apiñadas entre si que parecían querer apoyarse las unas contra las otras.

La mayoría de estos nuevos edificios estaban construidos con madera y en muchos se advertía la premura con que se habían levantado y las manos inexpertas que habían llevado a cabo el trabajo. La plaza de la localidad seguía siendo un amplio espacio abierto, pero donde antaño se alzaba un umbroso parque, ahora no había más que un lugar terroso y yermo.

Los ojos de Flint se posaron en la taberna de Moldoon, al otro lado de la calle. ¡Por fin una imagen agradable! Una jovencita se encontraba en la parte trasera de una carreta de cerveza que había estacionada a la puerta; la muchacha se cargó al hombro un par de barriletes, subió con trabajo los dos peldaños que conducían a la taberna y entró en el establecimiento, cuya puerta mantenía abierta un corpulento enano de mediana edad.

Flint recordaba bien al rudo humano, Moldoon, que había abierto la posada en la tranquila Casacolina. El hombre había sido un mercenario muy aficionado a la bebida que se había retirado de batallas y francachelas. La pequeña taberna se había convertido en un agradable lugar de tertulia para muchos enanos adultos, incluidos Flint y Aylmar. El enano se preguntó si el humano seguiría todavía al frente del negocio.

Con una sensación de alivio, echó a andar hacia la familiar entrada. Pasó sobre las rodadas marcadas en el suelo de la calle y se abrió paso entre la multitud apiñada en la taberna de Moldoon. Los ojos del enano se ajustaron con rapidez a la oscuridad del interior y advirtió, con gran alivio por su parte, que el establecimiento no había sufrido grandes cambios.

Mientras proyectaba la sala, Moldoon había caído en la cuenta de que la mayoría de sus parroquianos serían enanos de corta estatura, pero, por otro lado, quería también disponer de un sitio cómodo para sí mismo. Por consiguiente, no lo hizo a la medida de los humanos (aunque otras personas habrían encontrado divertido ver a los enanos esforzarse por alcanzar un picaporte o subirse a los taburetes) ni a la de los enanos (él mismo habría ofrecido un espectáculo grotesco sentado en una silla demasiado pequeña para su tamaño). A fin de evitar cualquiera de estas dos situaciones embarazosas, fabricó mesas y asientos que se ajustaban por medio de un simple giro en la parte superior; todas las puertas contaban con un par de picaportes. La misma barra tenía dos niveles: la arte de la derecha para los parroquianos de talla enana, y la izquierda para los de tamaño humano. El techo de la sala era lo bastante alto para acoger tanto a los unos como a los otros.

En este preciso momento, una nube de humo grasiento flotaba bajo las oscurecidas vigas de madera del techo. El chisporroteo de la parrilla (Moldoon tenía la habilidad de adquirir siempre los cortes de carne más suculentos) y el familiar rumor de las conversaciones conferían al establecimiento el mismo ambiente que se encontraba en cualquier taberna de Ansalon.

Flint divisó a un anciano tras la sección baja de la barra. Tenía la barba plateada y una mata de pelo igualmente nívea; a pesar de la espalda algo encorvada por la edad, su porte denotaba que en el pasado había sido alto y fuerte.

—¿Moldoon? —preguntó Flint con un ribete de incredulidad y una expresión expectante plasmada en el rostro.

El enano se encaminó hacia la barra y giró la parte alta de la banqueta más cercana hasta ponerla a su nivel.

Al reconocerlo, el semblante del hombre se ensanchó con una mueca torcida.

—Flint Fireforge, ¡tan cierto como que estoy vivo y respiro!

Con una rapidez sorprendente, el hombre salió de detrás de la barra y estrechó al corpulento enano en un abrazo que amenazó con asfixiarlo.

—¿Cuánto hace que estás en la ciudad, viejo gruñón? —preguntó, sacudiendo al enano por los hombros.

—Acabo de llegar. Este es el primer sitio que visito. —El rostro de Flint se distendió con una amplia sonrisa.

El humano volvió a estrujarlo en sus brazos y, tras interminables apretones de manos y palmaditas en la espalda, tomó una jarra y la llenó a rebosar de cerveza; quitó la espuma con un cuchillo y se la ofreció al enano.

—Me alegro de volver a verte, viejo amigo —afirmó Flint con sinceridad, en tanto alzaba la jarra y se tomaba un buen trago. Luego se limpió los bigotes de espuma con el dorso de la mano y agregó con expresión satisfecha—: ¡La mejor, sin comparación!

—¡No será Flint Fireforge!

El nombrado oyó una voz femenina que salía tras el brazo derecho de Moldoon. La propietaria de la voz salió de detrás del tabernero y el enano creyó reconocer a la joven que cargaba los barriletes de la carreta a la taberna. En efecto, cuando Moldoon la agarró del brazo y la hizo adelantarse, Flint observó que todavía llevaba uno sobre el hombro izquierdo. Mirando con descaro al enano, la muchacha soltó el barrilete en el suelo. Su cabello tenía el color dorado tirando a naranja del maíz demasiado maduro y lo llevaba sujeto en dos largas trenzas que enmarcaban sus llenas mejillas sonrosadas. Vestía unos pantalones de cuero ajustados y una túnica roja sujeta con un cinturón que le marcaba el talle, sorprendentemente fino para una hembra de su raza. Flint le dedicó una sonrisa afable y, en cierto modo, azorada.

—Sí, soy yo. Pero no te conozco, lo siento.

Moldoon pasó el brazo sobre el hombro de la muchacha.

—¡Claro que la conoces! Es Hildy, la hija de Bowlderston, el maestro cervecero. Ella es la que lleva el negocio desde que su padre enfermó.

Hildy alargó la mano sobre la barra y apretó con fuerza la del enano.

—He oído hablar mucho de ti, Flint. Soy… mmm… amiga de tu sobrino, Basalt. —La joven se sonrojó.

Flint se dio una palmada en el muslo.

—¡Por eso me resultabas conocida! ¿No habéis sido amigos desde que los dos llevabais pañales? —El enano parpadeó y dedicó a la muchacha una mirada aprobadora bajo sus arqueadas cejas—. Si bien has crecido desde entonces.

Ella le devolvió la sonrisa y el rubor retornó a sus mejillas a la vez que bajaba los párpados.

—Ojalá Basalt se diera cuenta de ello —repuso, pero la sonrisa se desdibujó de sus labios—. Claro que, últimamente, tampoco repara en nada que no sea la bebida, con la tragedia y todo lo demás —agregó, en tanto alargaba de nuevo la mano y apretaba el brazo del enano con actitud conmiserativa.

—¿Tragedia? —La jarra que Flint se llevaba a la boca, se quedó suspendida a mitad de camino. Su mirada fue de los ojos azules de la joven enana a los cansados del humano y de vuelta a los de ella.

De repente, el sonido de cristal al hacerse añicos hendió el aire. Sobresaltado, Flint se giró hacia el lado izquierdo de la barra, donde divisó al mismo enano que había sujetado la puerta para que entrase Hildy. Ahora miraba a Flint de hito en hito, con una expresión de terror impresa en el rostro.

El enano parecía estupefacto y empezó a gesticular enloquecido, señalando a Flint, quien no salía de su asombro.

—¡Estás muerto! ¡Márchate! ¡Déjame en paz! Estás mu…, mu… —El vociferante enano se esforzó por articular la última palabra y, por último, se dio por vencido con un gesto de frustración. Luego se cubrió los ojos con el brazo y sollozó.

—¡Garth! —gritó Hildy, acercándose a su lado e intentando apartarle el brazo del rostro—. Tranquilo. ¡No es lo que piensas!

El corpulento enano se resistió en principio, pero luego asomó un ojo poco a poco sobre el brazo doblado.

Garth era inusualmente alto, más de uno cuarenta de estatura en la que no había un solo músculo. Su vientre protuberante se marcaba bajo la túnica, que le quedaba pequeña: el cuello era demasiado ajustado, y los puños le colgaban dos centímetros por encima de las muñecas.

—¿Qué demonios ocurre? —demandó Flint, tan irritado como confundido por el extraño incidente.

Moldoon también estaba violento y había enrojecido.

—Garth realiza chapuzas para casi todo el mundo en la ciudad. Es un poco simple… y la mayoría lo llama el tonto del pueblo. En fin, lo cierto es que vosotros dos os parecíais mucho —concluyó Moldoon, articulando con rapidez las últimas palabras.

—¿Qué dos? ¿A qué te refieres? ¡Habla de una vez, hombre! —Flint estaba ahora furioso.

—La tragedia —dijo Hildy con un susurro.

Moldoon entrelazó las manos y, por fin, se decidió a hablar.

—Lo siento, Flint. Garth fue quien encontró a Aylmar muerto en la forja, hace un mes.