1.-
Vientos de Otoño

Sin apartar la vista de la ventana, sobre cuyo alféizar caían revoloteando las hojas muertas. Flint Fireforge alzó la jarra y se tomó el último sorbo de cerveza. Un eructo de satisfacción hizo temblar su espeso bigote. Para ser una cerveza barata, no estaba mal del todo, concluyó para sus adentros. Sin embargo, se había terminado. Levantó la botella vacía —la última— a contraluz de la chimenea. El enano se atusó la barba canosa en un gesto mecánico, muy propio de él. Tras un somero examen a la despensa vacía, Flint decidió que había llegado el momento de comprobar si su pedido de vituallas se encontraba ya en la tienda. No tendría más remedio que abandonar la acogedora comodidad de su casa y su chimenea por tercera vez en el mes que había transcurrido desde que sus amigos se habían marchado de la ciudad arbórea de Solace.

Tras acordar reunirse al cabo de cinco años, los compañeros del enano —Tanis el Semielfo, Tasslehoff Burrfoot, Caramon y Raistlin Majere, Kitiara Uth-Matar y Sturm Brightblade— habían partido con rumbos distintos a fin de averiguar cuanto les fuera posible acerca de los rumores que corrían sobre la aparición de clérigos verdaderos. Durante los últimos años, Flint había pasado la mayor parte del tiempo recorriendo los caminos en compañía de sus amigos, mucho más jóvenes que él, y viajando a ferias en las que vendía sus trabajos de orfebrería y tallas de madera. Ahora que se habían marchado, echaba de menos su compañía; pero, a decir verdad, el enano de ciento cuarenta años —lo que en su raza equivalía a un humano de mediana edad— se sentía muy cansado. En consecuencia, y siendo introvertido por naturaleza, se había recluido en su casa y había echo poco más que comer, beber, dormir, alimentar el fuego de la chimenea y tallar figurillas de madera en el mes transcurrido desde que sus amigos se habían marchado.

El estómago de Flint rugió. Propinando unas palmaditas al ruidoso protestón, se levantó con desgana del sillón cercano al hogar y sacudió las virutas caídas en el regazo. Se ajustó el chaleco de lana y recorrió con la mirada la habitación en busca de sus botas.

La casa era pequeña si se la comparaba con las construcciones humanas edificadas en lo alto de los árboles. Pero su hogar, situado en la base de un viejo y hueco vallenwood, era muy amplio comparado con las habituales viviendas enanas; incluso podría considerarse opulento, reflexionó, con una satisfacción no exenta de orgullo. Cierto que no tenía grandes nichos ni tragaluces abiertos en la roca, tan comunes en las cuevas habilitadas como hogares de su aldea natal, en las estribaciones de las montañas Kharolis; tampoco estaba el omnipresente olor que sólo una forja al rojo vivo era capaz de producir. Mas Flint había tallado hasta el último centímetro del interior del tronco hueco, creando estanterías y frisos en los que se representaban vívidas escenas nostálgicas de su patria. Entre ellas se encontraba un concurso de forja, enanos mineros en plena actividad, y un sencillo perfil del pueblo que lo vio nacer. Semejante trabajo de talla no resultaba fácil de realizar sobre las paredes pétreas de los hogares habitados por la mayoría de los Enanos de las Colinas.

El suave y preciso toque de su navaja contra un pedazo de sólida madera constituía la mayor alegría de Flint, si bien el cascarrabias enano jamás admitiría abrigar tal sentimiento.

Con gesto ausente, Flint alzó la mano hacia uno de los frisos y pasó los dedos sobre el relieve de una escarpada cordillera, siguiendo las depresiones y las crestas. Bajó la mano hasta las tallas de los bosques de oscuros pinos que se extendían bajo las cumbres y admiró la precisión del trabajo de la cuchilla, que había dejado plasmado de manera individual el contorno de cada árbol sobre la pared del tronco.

Tras soltar un hondo y prolongado suspiro, Flint cogió de debajo de un banco, situado junto a la puerta, las pesadas botas de cuero curtido y se las calzó en sus gruesos pies. No había que darle más vueltas al asunto; había aplazado el paseo hasta la tienda cuanto le fue posible, pero había llegado el momento de llevar a cabo este recado.

La sólida puerta del vallenwood gimió al abrirla Flint; soplaba un viento frío y la corriente cerró con un seco golpe las contraventanas, que colgaban de los goznes, flojas como las medias de una vieja. Tendría que repararlas; eran muchas las tareas que debía acometer antes de que cayera la primera nevada.

La casa de Flint era uno de los pocos edificios de Solace construidos a nivel del suelo, del mismo modo que el enano era uno de los pocos habitantes de la ciudad que no pertenecía a la raza humana. Si bien el panorama que se disfrutaba desde lo alto de los vallenwoods era muy hermoso, Flint no sentía el menor interés por vivir en una casa llena de corrientes que se mecía de manera continua. Unas pasarelas de madera, suspendidas de gruesas cuerdas atadas a las ramas altas, conformaban las calles de Solace. Con toda seguridad, habían sido de gran utilidad en la defensa contra las hordas de saqueadores que habían asolado las llanuras de Abanasinia a raíz del Cataclismo. Hoy en día, los pasos y edificios arbóreos constituían una obra estética que recreaba la vista, el sello de marca de Solace que daba personalidad a la población. Las gentes llegaban desde kilómetros de distancia por el mero hecho de ver la ciudad de los vallenwoods.

El día era fresco, pero no desapacible, y los cálidos rayos de sol se colaban entre las prietas filas de árboles en brillantes blandas oblicuas. La tienda de comestibles se alzaba en el mismo centro del lado oriental de la plaza de la ciudad, a corta distancia. Flint se encaminó hacia la rampa espiral más próxima que conducía a la pasarela suspendida en lo alto. Cuando sus cortas piernas alcanzaron el final de los diez metros que remontaba la rampa circular de madera, la frente de Flint estaba perlada de gotitas de sudor. El enano se desabrochó el jubón forrado de piel a la vez que en su fuero interno maldecía por haberse puesto unas ropas de tanto abrigo; se despojó de la pesada prenda y se la echó sobre el hombro. Divisó al tendero al final de la extensa y recta pasarela.

Por primera vez desde hacia bastante tiempo, Flint prestó atención al entorno. La ciudad de Solace lucía las vívidas tonalidades del otoño. A diferencia de los arces o robles de otras zonas, las hojas de los inmensos vallenwoods se tornaban rojas, verdes y doradas, en unas perfectas franjas alternativas en diagonal de un par de centímetros de ancho. En consecuencia, en lugar de contemplar las flameantes agrupaciones monocromas, el paisaje ofrecido a la vista era un fárrago de tonalidades. La brillante luz del sol proyectaba sobre las hojas una titilante iridiscencia que variaba de matiz e intensidad con cada soplo de la brisa.

Desde su posición en la alta pasarela, Flint disfrutaba de una extensa vista. Bajó la mirada hasta una de las fraguas donde Theros Ironfled, el herrero, se afanaba en poner nuevas herraduras a un brioso corcel; el dueño, un humano ataviado con túnica, paseaba con aire impaciente.

«Un Buscador», pensó con acritud Flint, notando que se ponía de mal humor. Al parecer, en la actualidad no se podía ir a parte alguna sin toparse con uno de ellos. La secta se había levantado de las cenizas del Cataclismo, la hecatombe provocada por los antiguos dioses en respuesta a la arrogancia del dirigente religioso más influyente de la época: el Príncipe de los Sacerdotes de Istar. Esta nueva agrupación, cuyos miembros se autodenominaban Buscadores, pregonaba a los cuatro vientos que las antiguas deidades habían abandonado Krynn; su propósito era buscar otros nuevos dioses y, en algún momento durante las tres centurias transcurridas, los Buscadores proclamaron haberlos encontrado. Una gran parte de la población de Abanasinia se había convertido a la nueva religión, con la esperanza volcada en sus dudosas promesas. Flint, como otros muchos de naturaleza más pragmática, vio en aquella nueva doctrina lo que realmente era: una estupidez insustancial, carente de fundamento.

Los misioneros de la secta, fácilmente reconocibles por sus túnicas marrones y doradas, recorrían las planicies recaudando monedas de acero para sus cofres. Casi todos los que se dedicaban a esta tarea «apostólica» eran jóvenes, muchachos aburridos y descontentos de los que se encuentran con facilidad en todas las ciudades. El aliciente de dinero y poder, aunque sólo fuese sobre las pobres gentes que aguardaban anhelantes alguna señal de la existencia de los dioses, parecía atraer como un imán a estos matones espirituales. Estos muchachos se convertían en unos vendedores expertos y persuasivos gracias a unas sesiones intensivas de «formación doctrinal» en la sede central de los Buscadores, instalada en la cercana Haven, y afirmaban haber hecho miles de adeptos para su causa.

La secta era lo más parecido a un cuerpo legislativo que gobernaba las llanuras; un cuerpo con músculo, por supuesto: los Buscadores se dividían a partes iguales entre acólitos entusiastas que pregonaban las palabras y normas de los nuevos dioses, y hombres armados que patrullaban las ciudades sin propósito aparente.

Por desgracia, rezongó para sí el enano, su concepción de gobierno se limitaba a poco más que gandulear por ciudades y aldeas que tenían el infortunio ge albergar sus templos y puestos de guardia.

El mal humor de Flint empeoró al divisar a un grupo de Buscadores rondando en la puerta de Amos, el tendero. Un vistazo bastó al enano para conceptuarlos como un hatajo de farsantes, belicosos, groseros y fanáticos, tan incapaces de sanar un simple corte en un dedo, como de hablar con sus «dioses». En una de las contadas ocasiones en las que Flint se había aventurado a salir de su casa durante el último mes, se topó con un montón de gente muy alterada. Al parecer, un vecino se había atragantado con un trozo de carne y se estaba asfixiando; se llamó a este mismo grupo para que acudiese en su auxilio y, después de abrirse paso a empujones entre la reducida multitud reunida en torno al pobre sujeto, el líder de los tres Buscadores —un jovenzuelo plagado de acné— lanzó un suspiro, alzó las manos sobre la cabeza y realizó gestos sin sentido, como si estuviese invocando un conjuro clerical de curación. No hubo milagro alguno. El infeliz lugareño había expirado antes de que los otros dos tipos intentaran siquiera socorrerlo. Los tres compinches se encogieron de hombros al unísono y se encaminaron hacia la taberna más próxima, sin mostrarse afectados por el suceso luctuoso acaecido un momento antes.

Flint sintió que la cólera le endurecía el gesto, al recordarla actitud del grupo que ahora se encontraba en la puerta de la tienda. «Novicios», se dijo, al vislumbrar las burdas túnicas blancas con los remates adornados con bordados que imitaban enredaderas, y el emblema, harto conocido, de una antorcha ardiente sobre la parte izquierda del pecho.

—¿A quién miras, hombrecillo? —demandó uno de ellos, con los brazos cruzados en actitud insolente.

Irritado, Flint estrechó los ojos, pero, por toda respuesta, se limitó a sacudir la cabeza y a resoplar con desprecio. Ladeando un poco la testa, trató de abrirse paso entre los descarados jovenzuelos para entrar en la tienda.

Un dedo huesudo le propinó unos golpecitos en el hombro, si bien fueron tan suaves que Flint apenas los sintió.

—Te he hecho una pregunta, enano gully. —Los amigos del Buscador estallaron en carcajadas ante el insulto.

Flint se detuvo, pero no alzó la vista cuando habló.

—Y yo creo haber dado la respuesta que se merecen los de tu calaña.

Flanqueado por sus compinches, el joven Buscador reincidió en su actitud provocativa.

—Para ser un viejo caduco, tienes una lengua muy rápida para el insulto —gruñó, interponiéndose en el camino de Flint, a la vez que lo agarraba por la pechera.

—Dale una lección, Gar —lo alentó otro de los jovenzuelos.

La irritación del enano se trocó en furia. Miró con fijeza el rostro de su antagonista. En él vislumbró la expresión, mezcla de regocijo y temor, del animal que se acerca a una presa fácil. O, al menos, eso era lo que se imaginaba el Buscador.

Flint decidió que aquel tipejo necesitaba una lección de humildad y buenos modales. En un movimiento veloz como el rayo, incrustó el puño en el estómago del muchacho. Conmocionado, el joven se dobló sobre sí mismo, con las manos crispadas sobre la zona dolorida. Los rechonchos dedos del enano se dispararon a lo alto y tiraron de la tosca capucha sobre el rostro rubicundo. Acto seguido, Flint estiró de los cordones con brusquedad de modo que sólo la nariz llena de granos asomó entre los pliegues del embozo. Manoteando con desesperación, el chico soltó un alarido y se fue de bruces sobre los tablones de la pasarela.

El enano se sacudía las manos como quien se las limpia del polvo, cuando sus agudos oídos captaron el sonido familiar del acero al salir de la vaina. Girando sobre sí mismo con inusitada rapidez, el rechoncho Flint desarmó con sendos golpes a los otros dos Buscadores de las dagas cortas que manejaban. El sol arrancó destellos de las hojas metálicas cuando éstas volaron por el aire en direcciones opuestas. Flint se asomó por la barandilla.

—¡Cuidado ahí abajo! ¡Dagas! —advirtió a voces, en prevención de que hubiese alguien bajo la pasarela. Al mirar al suelo, vio a unos cuantos transeúntes que, sin pararse a preguntar, se apartaban a todo correr; las dagas cayeron inofensivas, con las puntas por delante, y se clavaron en la tierra.

Cuando Flint levantó de nuevo la vista, divisó las espaldas de los Buscadores que se daban a la fuga; los dos secuaces aduladores arrastraban tras de sí a su cabecilla, quien corría a trompicones al llevar todavía cerrada la capucha.

—¡Corred a casa con vuestras madres, cachorrillos! —gritó Flint, incapaz de contenerse.

«Vaya, qué buen día», pensó, echando una ojeada al cielo azul antes de entrar en la tienda, recobrado el buen humor.

Amos Cartney, un humano de unos cincuenta años, era el propietario de la tienda de comestibles Jessab. Flint no podía entrar en el establecimiento sin recordar el día en que él, Tanis y Tasslehoff habían entrado a comprar un tentempié que compartirían en buena armonía frente a la chimenea de su casa; fue poco después de que Tasslehoff llegase a Solace, unos cuantos años atrás.

—Hola, Amos. Por cierto, ¿quién es Jessab? —soltó Tas, de buenas a primeras, a la par que hurgaba en el mostrador de dulces en busca de objetos interesantes—. Ha de ser alguien importante, ya que has puesto su nombre a tu tienda. Quiero decir, que tú te llamas Amos Cartney, no Jessab.

Flint, que sabía la respuesta por los comadreos locales, hizo un intento desesperado por tapar la bocaza del kender, pero el ágil diablillo se escabulló con su habitual rapidez.

—¡Cuidado, Flint! Casi me has asfixiado —regañó al enano—. ¿Era tu padre, quizá? —insistió, volviéndose hacia el tendero, cuyo rostro había adquirido una súbita palidez—. ¿Tu abuelo? ¿Mmmm?

—Era el anterior propietario —fue la queda respuesta de Amos.

—¿De veras? —exclamó el deslenguado Tas, con su vocecilla chillona.

—¡Métete en tus asuntos, kender! —bramó Flint.

Sin embargo, Amos tranquilizó al preocupado enano con un ademán.

—No —dijo luego—. La verdad es que huyó con mi esposa y dejó esta tienda. Dejé su nombre para que me recordase cuán volubles son las mujeres, en prevención de que alguna vez me sintiera tentado a confiar de nuevo en una de ellas.

Al compasivo kender se le llenaron los ojos de lágrimas y se acercó a Amos para darle unas palmadas afectuosas en el hombro; en su atolondrada precipitación, se le cayeron de los bolsillos los nuevos tesoros «encontrados» en la tienda.

—Lo lamento… No lo sabía…

Una leve sonrisa estoica se dibujó en el semblante de Amos Cartney, quien se libró con suavidad de las manos del apenado kender.

—¿Quieres saber una cosa? No he sentido esa tentación ni una sola vez en estos diez años —agregó.

Flint compartía la opinión de Amos sobre las mujeres —también él había sufrido sus propios desengaños— y, a partir de aquel momento, nació una buena amistad entre el humano y el enano.

Ahora, al ver aparecer a Flint por la puerta, el tendero se limpió las manos en el delantal y lo invitó a entrar con un ademán, a la par que esbozaba una cálida sonrisa de bienvenida.

—¡Veo que hoy no te acompaña ese kender vocinglero! —comentó risueño—. Vamos, entra. He tenido algunos problemas con esos Buscadores merodeando por aquí y espantando a los buenos clientes. No encuentro el modo de librarme de ellos. —Amos meneó la calva cabeza con expresión fatigada.

Flint palmeó la espalda de su viejo amigo.

—Tas se ha marchado. Ha emprendido una exploración de cinco años. Y, por otro lado, no creo que esos Buscadores molesten a la gente durante cierto tiempo.

Al captar un destello irónico en los ojos del enano, la sonrisa de Amos se tornó agradecida, si bien no perdió la velada expresión de fatiga.

—Gracias, pero siempre regresan. Tal vez no sean los mismos agitadores, pero su número se incrementa día a día y siempre habrá otros que ocupen su lugar. —Amos se frotó los párpados.

El buen humor de Flint se esfumó al comprender que el tendero tenía razón. Solace ya no era la misma ciudad acogedora que había sido antes de la llegada de los Buscadores en los últimos años; desde entonces, los abusos habían ido en aumento de manera gradual.

—¿Pero qué tonterías estoy diciendo? —Amos se obligó a adoptar una expresión animosa—. No has venido aquí a escuchar mis cuitas. Veamos, ¿dónde tienes tu lista? Prepararé tu pedido en un abrir y cerrar de ojos. —El tendero propinó un codazo al enano en las costillas con aire conspirador—. Tengo esa botella de ron de malta que me pediste.

Tomando el trozo de papel que Flint le tendía, Amos soltó una risita y se dirigió a la trastienda a recoger la mercancía del pedido.

El enano escudriñó con gesto ausente las estanterías del establecimiento. Vio grandes jarros de barro con pepinillos en salmuera, cebollas y otros vegetales. En aquella parte de la tienda había un fuerte olor a vinagre, por lo que Flint se apartó; pasó ante una fila de barriles que contenían harinas de centeno, trigo y avena, a los que seguían otros dos recipientes más pequeños con azúcar y sal. En el lado opuesto, se apilaban las especias y el enano leyó los extraños nombres con divertida curiosidad: ajenjo, clavo, jenjibre, salvia.

«¿Qué inducía a la gente a condimentar sus comidas con cosas tan raras? —se preguntó—. ¿Qué tenía de malo un buen trozo de carne a la brasa, sin más?».

Flint examinaba un tarro de bígaros en conserva, una exquisitez que no había probado hacía años, cuando escuchó una voz grave a su espalda.

—¡Así que hay otro Enano de las Colinas en esta ciudad! Empezaba a sentirme como el proverbial hobgoblin en una merienda campestre de kenders —bramó el desconocido, en tanto palmeaba a Flint en la espalda con alegría—. Me llamo Hanak.

Flint se apartó un paso y examinó de arriba abajo a su interlocutor. En efecto, estaba cara a cara, casi narizota contra narizota, frente a otro enano. Una mata de cabello revuelto, rojizo, crecía enhiesto de su cabeza como hebras metálicas; en el espacio comprendido entre la encrespada cabellera y otra maraña de pelo crespo que conformaba bigote y barba, asomaban unos ojos de un color azul claro. Flint intentó calcular su edad; las arrugas del rostro no eran muy profundas, pero le faltaban los dos incisivos superiores, si bien el que los hubiese perdido a causa de la edad o de una trifulca, era algo que Flint ignoraba.

El desconocido enano vestía una cota de malla ceñida y un desgastado sombrero de cuero fino. Calzaba botas altas, tan ligeras que casi parecían mocasines, las cuales mostraban los estragos de un largo y constante uso pateando caminos. Hanak chasqueó los labios y se frotó las manos mientras examinaba los comestibles de las estanterías.

—Debes de ser nuevo en Solace —comentó Flint. El interpelado se encogió de hombros.

—A decir verdad, estoy de paso; me dirijo a Haven. Procedo de las colinas del sur, bastante lejos de aquí, casi en las planicies de Tarsis. Nunca había viajado tan al norte —admitió.

Flint retornó su atención a los productos que quería comprar, pero notó la mirada del otro enano clavada en él.

—Tú eres también del sur, si no me equivoco.

—No, has acertado —admitió Flint, volviéndose de nuevo hacia el forastero. Las palabras inquisitivas de Hanak lo hacían sentirse incómodo.

—Sin embargo, no eres tan del sur como yo… De las colinas del este, me atrevo a decir —insistió el otro enano, dándose golpecitos en la mejilla con gesto pensativo, en tanto miraba a Flint con los ojos entrecerrados—. ¿Tal vez, justo al norte de Thorbardin?

—¿Cómo lo sabes? —replicó con brusquedad—. ¡No conozco a nadie capaz de adivinar con tanta precisión la región nativa de otra persona!

—Bien, no fue muy difícil —dijo el enano, con un tono insinuante—. Viajo para ganarme la vida, vendiendo productos de cuero. Detecté un ligero acento y observé tu cabello negro. Casi todos los enanos de mi región lo tienen castaño o pelirrojo. Y esa túnica larga, amplia, verdeazulada, y esas botas de cuero curtido… Llevas mucho tiempo apartado de los enanos, ¿no es cierto? Hace años que los nuestros no visten ese estilo de prendas, ¿sabes? Por cierto, ¿de qué pueblo eres, exactamente?

Los comentarios sobre sus ropas habían dejado a Flint algo alicaído —para ser sincero, las botas se las había regalado su madre hacía varias décadas—, pero llegó a la conclusión de que su interlocutor no tenía intención de ofenderlo.

—Me crie en una pequeña localidad llamada Casacolina, entre Thorbardin y el Monte de la Calavera.

—¡Casacolina! ¡Vaya, si no hace ni veinte días que pasé por allí! Estuve vendiendo mis botas y mandiles. Pero ya no es una pequeña aldea. Es una pena lo que está ocurriendo allí, ¿verdad? —dijo, con tono conmiserativo—. Claro que no se puede detener al progreso, ¿no te parece? —El enano chasqueó la lengua a la vez que movía la cabeza con aire triste.

—¿Progreso? ¿En Casacolina? —Flint resopló—. ¿Qué han hecho? ¿Acortar un par de centímetros el largo de los vestidos de las damiselas?

—¡Me refiero a los Enanos de las Montañas! —bramó Hanak—. Atraviesan la ciudad conduciendo sus enormes carretas en dirección al Paso. ¡Incluso pernoctan en las posadas!

—Ese Paso se construyó con el sudor de los Enanos de las Colinas. ¡Con su sangre! —gritó Flint, escandalizado por las noticias—. ¡Jamás permitirían que lo utilizasen los Enanos de las Montañas! —«No, jamás», se repitió para sí.

La historia de las dos razas de enanos era muy amarga; al menos, durante los siglos posteriores al Cataclismo. En aquel tiempo, cuando los cielos dejaron caer su avalancha destructora sobre Krynn, los Enanos de las Montañas se encerraron en su inmenso reino subterráneo, Thorbardin, y sellaron las puertas dejando a sus parientes de las colinas indefensos bajo el azote del castigo de los dioses.

Los Enanos de las Colinas denominaron a aquel acto la Gran Traición, y Flint era uno entre las multitudes que habían heredado este legado de odio hacia sus antepasados. Lo que es más, su abuelo, Reghar Fireforge, había sido uno de los cabecillas del ejército de las colinas en la trágica y fratricida contienda conocida como la Guerra de Dwarfgate. En consecuencia, Flint no podía creer que los habitantes de Casacolina hubiesen olvidado el sangriento hecho y así lo dijo a su interlocutor.

—Pues me temo que sí —replicó Hanak, con un tono suave—. Los que vi eran theiwar, los enanos derro de Thorbardin.

—¿Los derros? ¡Imposible! —bramó Flint. Aquello era peor de lo que pensaba. Los derros…, la raza enana que conformaba la mayor parte del clan theiwar. Sus chamanes practicantes de la hechicería habían sido los principales instigadores de la Gran Traición.

Hanak retrocedió un paso y levantó las manos en un gesto defensivo.

—Me limito a decirte lo que vi, amigo; y repito que vi derros deambulando con absoluta tranquilidad entre los enanos de Casacolina y ni uno solo de los habitantes de la ciudad escupía a su paso.

—Imposible —reiteró en un murmullo Flint, meneando la cabeza—. No puedo creer que mis hermanos permitiesen algo semejante. Nuestra familia ha tenido siempre un gran peso en la comunidad. Quizás hayas oído nuestro apellido, Fireforge. Mi hermano mayor se llama Aylmar Fireforge.

Una expresión sombría cruzó fugaz el rostro del otro enano, quien, por un momento, pareció que iba a asentir, pero luego lo pensó mejor.

—No, no me suena —dijo, y agregó con premura—: Claro que, tampoco estuve el tiempo suficiente como para conocer a todo el mundo.

Flint se pasó una mano temblorosa por el encrespado cabello. ¿Estaría Hanak en lo cierto acerca de la contaminante presencia de los Enanos de las Montañas? Lo sacó de sus reflexiones una fuerte mano al posarse en su hombro.

—Si mis compatriotas estuviesen comerciando con esos demonios, iría a echar una ojeada —sugirió con amabilidad Hanak—. Que Reorx te guíe.

Sin más preámbulos, el enano salió de la tienda dejando a Flint con sus turbulentos pensamientos. Amos regresó de la trastienda y puso sobre el mostrador un envoltorio.

—Sal, una bolsa de manzanas, cuatro huevos, un trozo de tocino, un frasco de pepinillos, dos lonchas de pan fresco, dos kilos de la mejor achicoria de Nordmaar, apreciada por humanos y enanos… —el tendero soltó una risita—, un bote de alquitrán para arreglar las contraventanas antes de que llegue el invierno, y el tan esperado ron de malta —concluyó con satisfacción.

Flint metió la mano en el bolsillo del chaleco con gesto distraído.

—Puedes quedarte con el alquitrán. No estaré en Solace cuando se presente el invierno.

Advirtiendo el tono sombrío del enano, Amos observó a su amigo con preocupación, pero lo conocía lo bastante como para no preguntar. Nunca había visto a Flint tan perturbado; ni siquiera cuando sus jóvenes y alborotadores amigos estaban en la ciudad metiéndose en líos. Cobró el importe de la compra y se despidió del enano con un leve movimiento de cabeza.