El martillo golpeaba incansable contra el yunque con un ritmo sostenido y devolvía al aro metálico de la rueda su forma circular de manera paulatina. La piel del enano herrero brillaba con una fina película de sudor cada vez que se avivaba el fuego de la fragua, pero, cuando las llamas perdían fuerza y se escondían entre las ascuas, las sombras se cernían sobre su figura achaparrada. Se encontraba solo en la herrería, alumbrado únicamente por el resplandor de la forja.
El Enano de las Colinas no sólo se afanaba en el trabajo físico; también su mente bullía en una frenética actividad discurriendo sobre lo que había descubierto hacía apenas unos minutos. Una y otra vez, el martillo caía sobre el aro como si el herrero se propusiera llevar cuerpo y mente al agotamiento. Las chispas brillantes saltaban con cada impacto y chisporroteaban en el aire antes de desplomarse sobre el piso terroso del cobertizo.
La indecisión lo atormentaba. ¿Debía permanecer en silencio o hacer público lo que sabía? El golpeteo del martillo proseguía incansable.
Absorto en su tarea, el enano no se percató de que una figura grotesca atravesaba el oscuro umbral de la puerta. Por un breve instante, las llamas de la forja se avivaron y en su resplandor se perfiló una forma negra, contrahecha, aun más baja que el enano herrero.
La tenebrosa figura avanzó como una sombra más y, cuando de nuevo se alzaron las llamas, revelaron una joroba que contraía el cuerpo de medio lado. El herrero proseguía con su trabajo, los ojos fijos en la rueda, ignorante de la presencia de aquel que se acercaba a sus espaldas con sigilo, a pesar de su andar renqueante.
El jorobado se llevó una mano al pecho y aferró un objeto de tamaño reducido que colgaba de una cadena a su cuello.
Un fulgor azul brilló entre sus dedos cuando el amuleto cobró vida. La otra mano señaló en dirección al herrero. En silencio, con suavidad, la luz azul se propagó en el aire y avanzó lentamente, como una bruma viscosa y penetrante que alargó sus tentáculos irregulares hacia el desprevenido herrero.
Por vez primera, vaciló el ritmo del martillo; con expresión pensativa, el enano alzó de nuevo la herramienta, dispuesto a golpear el metal. De repente, su faz se contrajo con una mueca de indescriptible agonía y su cuerpo se convulsionó con un espasmo violento. Por un instante se quedó paralizado, como si estuviese atenazado entre las garras de un dolor lacerante.
El martillo quedó suspendido en lo alto a la vez que el cuerpo del herrero se ponía rígido bajo el fulgor azul que lo envolvía. La apariencia suave, etérea, casi bella del capullo luminoso, desmentía la extraordinaria fuerza de su presa sobrenatural. Tan sólo los ojos del herrero se movían, cada vez más desencajados, con desesperación creciente ante la presión fatal, inevitable, progresiva, de la magia negra.
La luz se apagó de manera súbita y el jorobado retrocedió con sigilo, haciéndose uno con las sombras.
Por último, el martillo del herrero se deslizó de entre sus dedos enguantados y cayó con estrépito sobre el yunque. Despacio, el cadáver se dobló hacia adelante; el cuerpo rechoncho se desplomó sobre el yunque y la rueda casi enderezada. Después, se desmoronó hasta el suelo en medio de un profundo silencio.