Epílogo

Casacolina se convirtió en una ciudad fantasma en menos de una semana. Lo que la batalla había dejado en pie, el terremoto se encargó de derribarlo. Ni una sola familia había salido del trance sin perder al menos a uno de sus miembros en la Batalla de Casacolina, y la mayoría deseaba rehacer su vida en cualquier otro lugar de la campiña, donde los recuerdos fueran más fáciles de borrar con el paso del tiempo.

Los Diehard, al igual que los Fireforge, cuyas familias habitaban en el pueblo desde antes del Cataclismo y cuyos hogares se habían salvado, al menos en parte, de la destrucción, decidieron permanecer en la localidad y reconstruir su ciudad del mejor modo posible. Aunque la cervecería había sido destruida, Hildy se quedó con Basalt y la promesa de una vida compartida con el joven enano.

Y, así, con gran dignidad y muchas lágrimas, la familia Fireforge enterró a sus muertos, entre los que se encontraban su hermano Bernhard y el valiente aghar Garf. Y Perian.

Tras un breve servicio religioso en el que ofrecieron sus almas a Reorx, Flint se alejó y, con la única compañía de sus pensamientos, deambuló sin rumbo fijo por el cercano cerro desde donde se divisaba el lago Mazo de Piedra al oeste y las ruinas de Casacolina al este. Le parecía que el cielo era demasiado azul, el aire invernal demasiado transparente y… normal, en un día en que su corazón estaba roto. Los recuerdos de Perian eran pocos pero muy intensos; rogó porque el tiempo borrara de su memoria la parte amarga y perduraran sólo los momentos bellos.

Un tropezón a sus espaldas lo sacó de su ensimismamiento.

—Antigua reina muerta —dijo Cainker con tristeza, mientras se acercaba al enano de cabellos grises. Una lágrima solitaria resbalaba por su sucia mejilla.

Absorto en su aflicción, Flint se había olvidado de sus súbditos y la presencia del gully le recordó que estarían aguardándolo para que rigiese sus destinos.

—Sí —musito el enano. Miró con afecto al aghar, pero entonces advirtió algo— ¿Antigua reina? —preguntó.

—Claro. Nueva reina, Pústula, ser buena elección.

—Cainker balanceó la cabeza con entusiasmo.

—¡Hola, regio colega! —Nomscul se reunió con ellos—. ¡Tú luchar bien!

—Gracias —balbuceó Flint, más confuso por momentos—. ¿Qué es eso de que Pústula es la nueva reina?

—¡Oh, si! ¡Ella mi reina! Yo, nuevo rey, ¿sabes?

—¿Nuevo rey? —Flint estaba demasiado sorprendido para reaccionar de inmediato del modo más sensato, es decir, aprobar de buena gana la idea.

—Claro. Ahora que tú no tener reina, ser buen plan. —Nomscul suspiró, al parecer con sincero pesar— Tú, antes, un tipo estupendo. —Luego se apresuró a enmendar sus palabras—. Pero ya no funcionar bien de rey. ¡Tú, real tipo estupendo, de veras!

Flint sonrió entre dientes, sintiendo un nudo en la garganta. Quería reír y llorar a la vez; se limitó a mirar de hito en hito, aturdido y asombrado, al nuevo rey de Lodazal.

Luego, suspiró. Mejor así. Los dolorosos recuerdos estaban muy ligados a su estancia entre los aghar y la presencia de cualquier gully le traía a la memoria sucesos que prefería relegar al olvido.

—No funcionar «Porquería» —dijo Nomscul, encogiéndose de hombros.

El general estaba de pie en la plataforma del templo, contemplando la igniscente ciudad a sus pies. Sanction ya no estaba tan vacía como antes, pues miles de mercenarios, ogros y humanos, se habían dado cita allí. Legiones de hobgoblins formaban vastos campamentos en las laderas cubiertas de cenizas que rodeaban la ciudad.

Al otro lado del valle, bajo el torturado Templo de Luerkhisis, se incubaba el resto del ejército del general: los draconianos, engendrados por medio de un proceso corrupto de los huevos de los Dragones del Bien, sustraídos con artimañas y llevados en secreto a este reducto.

Los draconianos complacían sobremanera al general; formaban compañías disciplinadas de feroces guerreros ávidos de guerra y derramamiento de sangre.

Ciertamente, su ejército crecía día a día y ello convertía el tema del armamento en una cuestión enojosa. Un día, los cargamentos que llegaban a la ensenada secreta se habían interrumpido y ya no volvieron a reanudarse. Todos sus intentos de comunicarse con el grotesco theiwar, Pitrick, habían sido en vano, y al general no le gustaban los fracasos. El no le fallaría a su Oscura Majestad, al dragón de cinco cabezas, la diosa Takhisis.

Los preparativos continuarían. Disponía de suficiente armamento de buen acero para equipar a gran parte de sus tropas, y el resto se obtendría a través de otros conductos. No faltarían espadas, escudos, ni armaduras. Su ejército, estaba convencido, sería una fuerza irresistible, arrolladora.

Y, muy pronto, estaría preparado.