En el año cuatro mil novecientos setenta y seis después de la Fundación del Imperio (4.976-dfi[11]) Khan Kharole, el Simha[12], se dirigía hacia Vaikunthaloka[13], a bordo de su nave insignia: la Purandara[14].
Trescientos años atrás los Imperiales habían retirado sus ultimas guarniciones de Vaikunthaloka, dejando el planeta a su suerte, y a merced de las continuas oleadas de invasores yavanas. La Hermandad había empuñado entonces el poder y había luchado por evitar el Avasarpini[15] en Vaikunthaloka. Bajo su mano el planeta había conocido una especie de resurgimiento, llegando incluso a constituirse como capital de la Hermandad, cuando sucedió lo que nadie hubiera esperado: la Hermandad fue violentamente expulsada de Vaikunthaloka tras el sangriento triunfo de la Revuelta de los Vaisyas.
Se dice que los Vaisyas formaron un anillo de estacas, en torno a la base de la babel[16], con las cabezas empaladas de los Hermanos capturados en su interior. No sé si esto es cierto, o se trata simplemente de leyenda. Soy lo suficientemente viejo para haberlo visto, pero, afortunadamente, no lo vi, aunque lo creo muy posible. Los hermanos son sumamente capaces de provocar emociones tan adversas. Esa no fue la primera vez, ni creo que vaya a ser la última…
Lo cierto es que han debido transcurrir setenta años para que la antigua capital de la Hermandad haya sido anexionada a la Utsarpini[17] por los ejércitos de la Hermandad y de Kharole, unidos en una inestable coalición.
Pero iba a suceder algo extraño. En su cincuentaitresavo día de viaje, nuestra flotilla de veleros solares se vio interceptada por una nave de fusión con las insignias imperiales.
Durante toda la aproximación, la nave imperial no cesó de transmitirnos mensajes tranquilizadores, asegurando tratarse de un vehículo diplomático desarmado. A pesar de ello, pude ver cómo se reflejaba en los rostros de los marinos de la Utsarpini el temor y la desconfianza ante la indudable superioridad tecnológica imperial.
Me encontraba rodeado por el ordenado bullicio del puente de mando de la Purandara, que, con el Simha a bordo, era lo más parecido a un trono real, o un recinto sagrado. Desde allí, el senapati[18] supremo de la Utsarpini ostentaba el poder de vida y muerte sobre diez mil naves y sus tripulaciones, formadas por más de un millón de seres humanos.
En aquel momento Khan Kharole observaba la imagen de la nave imperial, repetida insistentemente por una docena de monitores. Esta tenía una forma rechoncha, con un gran tanque de hidrógeno como centro de su estructura. Sin adorno alguno sobre su negro casco, destacaba contra el fondo luminoso del cúmulo de estrellas. Una miríada de pequeñas luces de posición parpadeaban dispersas por la curva de su casco. Se había aproximado con una elevada velocidad constante para igualar velocidades con la flotilla mediante una espectacular maniobra en la que se habían desarrollado deceleraciones (calculadas por los técnicos de la nave insignia) de hasta diez ges.
—Si pretendían impresionarme, lo han conseguido —dijo Kharole.
Observé como este comentario, pronunciado por Kharole en un tono distendido, contribuyó a relajar la tensión reinante en el puente de mando. Logrado este efecto el Simha volvió a concentrar su atención en la nave imperial, observando ansiosamente sus eyectores. Yo también me volví hacia las imágenes con preocupación. Desarmada o no, ¿qué daños podría causar aquella única nave a nuestros veleros si dirigía contra nosotros sus chorros gemelos de fusión?
Contemplé la negra nave imperial dibujándose contra el llameante fondo de Akasa-puspa. Desde el Límite, Akasa-puspa era una deslumbrante esfera de puntos de luz. Las estrellas estaban muy esparcidas por su borde, densificándose en el centro hasta constituir una sola masa de luz donde no se distinguían detalles. En el hemisferio opuesto, las estrellas raleaban más y más hasta desaparecer por completo, como las pequeñas y solitarias casas que bordean una ciudad.
La nave se aproximaba deslizándose por inercia con una asombrosa facilidad. Un par de estallidos de su horno de fusión, semejantes a explosiones de nova, corrigieron los pocos grados de error para una aproximación perfecta. Alguien comentó que la Purandara, con su velamen de luz, hubiera tardado dos o tres días en ejecutar una maniobra similar.
—Es… increíble —musitó uno de los técnicos de radar a mi derecha. Se encontraba estudiando el gigantesco tablero de posición, un instrumento que ocupaba completamente uno de los mamparos del puente, tachonado con innumerables minúsculas luces de docenas de colores. Las luces nunca estaban fijas, cambiando constantemente en un laberinto multicolor dentro de una pauta sólo comprensible para los pocos iniciados en su uso.
Le interrogué sobre lo que opinaba de aquel artefacto de la tecnología imperial.
—Pienso que es una nave asombrosa, monseñor Kautalya —comentó mientras la observaba fijamente—. Con naves como ésas, imagínese lo que podríamos llegar a hacer nosotros.
Aquella respuesta me hizo reflexionar sobre el viejo bulo de que el Imperio era cobarde y decadente, y que por este motivo jamás reconquistaría sus territorios abandonados en aquel sector, y que nunca se enfrentaría abiertamente a la Utsarpini a pesar de poseer naves infinitamente mejores. Tal vez al Imperio le convenía que siguiéramos pensando así.
Pero, al menos, el daño que nos causarían con la pérdida de cien de nuestros veleros, sería infinitamente menor de lo que representaría para ellos la destrucción de uno solo de esos aparatos.
Y además está la tripulación. ¿Tiene alguien idea en la Utsarpini de lo que se tarda en entrenar a un especialista capaz de manejar una de esas naves?
Los hombres de la Utsarpini son, en su mayor parte, luchadores de primera clase, hombres escogidos uno a uno en los frentes de batalla, curtidos bajo el fuego enemigo en un millar de planetas. Hombres en los que la shakti[19] fluye ricamente por sus venas, mientras especulan con tétrica indiferencia sobre sus posibilidades de sobrevivir al siguiente ataque. Nosotros podemos reclutar en las colonias a miles de jovenzuelos dispuestos a todo para escapar de su destino de destripaterrones. Pero los imperiales necesitan años para preparar una tripulación capaz de manejar una de esas naves. Son hombres demasiado valiosos para arriesgarlos locamente. Quizás es eso lo que les ha hecho ser tan cautos hasta el momento.
Pero sería un terrible error por nuestra parte confundir cautela con cobardía.
Centré mi atención en el problema más inmediato. Un pequeño transbordador había partido del hangar de la nave de fusión, y cruzaba lentamente el espacio que nos separaba. Se nos anunció que en su interior viajaba el adhyaksa[20] Sidartani.
Me pregunté sobre qué extraordinario acontecimiento podría justificar una actitud tal por parte de Sidartani, pues la situación no podía ser más anómala desde el punto de vista diplomático.
Por aquellos días, la situación era tensa. Nosotros hacíamos todo lo posible por mantener la alianza con la Hermandad; pero otro tanto trataba de hacer el Imperio. Creo que Su Divina Gracia tenía más interés en nosotros que en el Imperio. Pero la entrevista secreta que mantuvieron Su Divina Gracia y el adhyaksa Sidartani nos inquietó, y mucho.
Actualmente, no creo que la Hermandad quisiera abandonarnos; pero entonces la situación era muy distinta, y Kharole se enfureció. Fue cuando se produjo el penoso asunto de Krishnaloka: el arresto de Su Divina Gracia.
Kharole, que tenía un temperamento fuerte, juró que «lo fusilaría si ponía un pie fuera de su habitación». Textualmente.
Posteriormente nos reconciliamos con la Hermandad, pero el daño ya estaba hecho, y lord Sidartani había realizado una excelente siembra de cizaña…
Sin embargo, cuando Kharole contenía su fogoso temperamento, no había diplomático más suave en Akasa-puspa. Por consiguiente, dio estrictas órdenes para que la Purandara se dispusiera a recibir al adhyaksa Sidartani, subandhu[21] del Imperio y único representante de los intereses del Trono en aquel sector, con todos los honores previstos por el Reglamento para tal circunstancia.
(Tomado de la biografía de Sanser Kautalya: MI VIDA JUNTO A LOS DOS KHAROLE. Editorial Samskara[22], 4.980-dfi.)