TRES

Durante el viaje de regreso, la cabeza de Jonás era un torbellino.

Descubrir que el antiguo hogar de la Humanidad, la Tierra, había sido capturado por Akasa-puspa en el pasado era bastante impresionante.

Descubrir que ellos eran los descendientes de los fanáticos religiosos, que se negaron a abandonar sus Lugares Sagrados cuando Akasa-puspa se les vino encima, también lo era.

Pero descubrir de pronto que toda la Galaxia estaba repleta de hostiles máquinas autorreplicantes, y que ellos eran los únicos humanos que quedaban en el Universo, los únicos que podrían hacerles frente en algún momento del futuro… Bueno, aquello era… Se preguntó cuántas generaciones deberían de transcurrir en Akasa-puspa antes de que su población se adaptara a esta nueva visión de las cosas. Se preguntó qué haría la Hermandad cuando se difundieran estas noticias. ¿Intentaría mantenerlas ocultas en la Utsarpini? Sin duda que sí. Pero, ¿cómo iba a lograrlo en el Imperio?

Recordó lo que le había dicho Yusuf sobre la desaparición de los datos referentes a los colmeneros, y una nueva y terrible idea asaltó su mente. ¿Era posible que la Hermandad supiera toda la verdad desde hacía mucho? ¿Por qué no? Ellos eran los únicos que tenían un acceso directo a las Sastras, y las Sastras fueron grabadas por aquellos primeros pobladores de Akasa-puspa. ¿Quizás en alguna parte de los Textos Sagrados se encontraban reflejados todos los acontecimientos que les había narrado el delfín, y la Hermandad había silenciado estos textos? ¿Incluso los datos obtenidos por los científicos referentes a los colmeneros? Yusuf no lo creía posible; pero él, ahora, ya no sabía qué pensar.

Sería terrible descubrir que la Hermandad era aún más poderosa de lo que el Imperio se atrevía a imaginar.

Desde que emprendí este viaje siempre me he estado enfrentando al mismo problema… —comprendió de pronto—. ¿Cómo no me había dado cuenta? La religión es una idea autorreplicante. En la esfera de las ideas, las ideas crecen, se extinguen, mutan, se reproducen. Y obedeciendo a la misma regla de selección natural. Aquellas ideas que favorezcan su propia reproducción, sobreviven. «Si quieres ganar el Cielo, practica tales y cuales reglas de vida y convence a los demás de esta misma proposición.»

»Pero las ideas no existen aparte de la realidad física. Existen en la mente humana, o en la de cualquier ser pensante. Si la Humanidad se extinguiese, las ideas se extinguirían.

»La religión es ventajosa para los grupos sociales, porque proporciona normas de conducta que preservan el grupo. «No mates», «no robes», «come prasada[144]», todo eso. Pero ahora, la idea de Dios se ha vuelto destructiva contra sus creyentes, se ha transformado en una enfermedad. Dios se ha rebelado contra el Hombre.

»De la misma forma que la Galaxia, infestada por máquinas que también fueron diseñadas por el ser humano.

»¿Y los cintamanis? Ellos también se autorreplican, y también son obra de la mente humana… Como las ideas: Como las máquinas…

»Todo ser autorreproductor tiende a producir tantas copias de sí mismo como pueda. Esa es la única Ley Suprema de este Universo. En algún momento del más remoto pasado, un grupo de moléculas descubrieron la forma de hacer copias de sí mismas. Y desde entonces hasta ahora, todo lo que ha sucedido, ha sido inevitable…

Chait Rai cedió el asiento del piloto a uno de los infantes, y se dirigió hacia la parte trasera del reptador, donde estaba tumbado Jonás.

—Perdona —dijo—, quiero hablar contigo.

Jonás, saliendo de su ensimismamiento, se frotó unos ojos enrojecidos. Le dolía horriblemente la cabeza.

—Si no te importa —dijo—, ahora quisiera dormir un rato. Por lo menos hasta que lleguemos a la Ciudad.

Chait siguió hablando como si no hubiera escuchado las palabras del biólogo. Esta era una característica que Jonás ya había observado en el mercenario: cuando algo no se ajustaba a sus deseos, simplemente lo ignoraba.

—Escucha, Jonás, creo que tú y yo estamos destinados a entendernos.

—¿Qué te hace suponer eso? —preguntó distraídamente Jonás mientras consideraba diferentes maneras, algunas no muy educadas, de deshacerse del mercenario.

—Vosotros los científicos sabéis lo que es la muerte —dijo Chait sentándose junto a él—, porque la habéis estudiado, y conocéis sus causas y circunstancias. Nosotros los militares también lo sabemos, porque estamos destinados a sufrirla. Un político como Jai Shing tiene puntos de vista diametralmente opuestos al nuestro. Él piensa en otros términos…

—¿A dónde quieres ir a parar? —preguntó Jonás, intrigado.

—¿Tú has creído hasta la última palabra de todo lo que nos ha dicho ese pez?

—¿Tú no?

—No.

—Ya veo. Desconfiado por naturaleza.

—No es eso, pero… —Chait bajó la voz hasta convertirla en un susurro—. Los antiguos humanos construyeron la Esfera. Alteraron la estructura y disposición de todo un sistema planetario. Viajaron entre estrellas que estaban separadas por años, ¡años luz!. Descubrieron la forma de crear seres prácticamente inmortales…

»Diseñaron máquinas capaces de autorreproducirse infinitamente, y no las dotaron de un sistema de control totalmente a prueba de fallos. No eran dioses. Para algunas cosas eran tan estúpidos como nosotros.

»Pero alcanzaron un poder inmenso…

—Eso ya lo habíamos adivinado desde el principio. La Esfera es un magnífico monumento a su antigua gloria.

—¿Antigua gloria? Jonás, es eso precisamente lo que no puedo creer. ¿Toda esa tecnología se perdió? ¿Así de simple? —el mercenario hizo un gesto con la palma de la mano, como si ésta fuera un pájaro que se alejara—. ¡Plas!

—No fue tan simple. Akasa-puspa, diez millones de soles, se les vino encima. ¿Crees que eso no fue motivo suficiente para hacer desaparecer una civilización entera, por poderosa que ésta fuera?

—No —dijo enérgicamente—. Nosotros estamos aquí. ¿No prueba eso que sobrevivieron? Y si fue así, ¿por qué perdieron su Ciencia?

Jonás miró hacia arriba como si implorara al Creador.

—¿Debo explicártelo otra vez? Fanatismo religioso, intransigencia de pensamiento unida a la cercanía de los sistemas planetarios en Akasa-puspa. Mira, con la tecnología que tenemos en la Utsarpini, si viviéramos en la Galaxia no podríamos ni soñar con alcanzar la estrella más cercana, ¡incluso el Imperio tendría problemas! Pero aquí ya lo ves, las cosas son distintas. ¿Y qué significa eso…? Guerras, guerras, guerras… Planetas enteros arrasados por salvajes pilotando naves espaciales. Y cada vez que nos hemos elevado de la barbarie, ¿qué hemos encontrado? Las babeles, con las Sastras malignamente impresas en sus paredes…, y de nuevo vuelta a empezar.

—Todo eso lo he entendido tan bien como tú. Pero hay algo que el pez se cuidó mucho de aclararnos…

—¿De qué se trata? —preguntó Jonás intrigado.

—¿Qué sucedió con los habitantes del Halo? Ellos fueron los que desarrollaron los árboles que crecen en el «cascarón» de la Esfera. Los que rediseñaron a los juggernauts. Su especialidad eran las ciencias biológicas, la ingeniería genética, ¿recuerdas? ¿Qué ha sido de ellos?

—De alguna forma el delfín nos lo dio a entender… —dijo Jonás, aunque su seguridad empezaba a hacer aguas por mil sitios—. El Halo estaba débilmente ligado al Sol, al aproximarse Akasa-puspa debió de desorganizar todas las órbitas cometarias… No, no es posible que nadie viviera ya allí.

—Exactamente —dijo Chait triunfante—. Una vez concluida la Esfera, ésta privaría al Halo de la totalidad de la energía solar. Los habitantes del Halo debieron de trasladarse a la Esfera mucho antes.

Jonás observó al mercenario con nuevos ojos. ¿Había menospreciado la inteligencia de aquel hombre?

—Y la Esfera sigue ahí —completó—. No se ha desmembrado a pesar de la influencia gravitatoria de los soles de Akasa-puspa…

Jonás intentó imaginárselo. La Esfera había sido construida en una zona del Universo en la que los soles estaban separados por una media de diez años luz. Las órbitas de cada uno de los miles de millones de asteroides que formaban el «cascarón» debían de estar milimétricamente calculadas para que ocupara exactamente su posición a lo largo de los años… ¿Qué debió suceder cuando la Esfera fue atrapada por Akasa-puspa? De repente cayó bajo la influencia de diez millones de soles amontonados en una bola de apenas cien años luz de diámetro. Jonás imaginó la absoluta confusión que esto produciría en las órbitas asteroidales. Muchos se estrellarían entre sí, o caerían hacia los planetas troyanos. La mayoría escaparían de la influencia del sol.

Y eso no había sucedido.

—¿Crees que sobrevivieron…? ¿Durante veinticinco millones de años?

—Sí. El pez nos dijo que no tenía nada más que ofrecernos. Mentía, él sabe que sobrevivieron. Imagínatelo, ¡veinticinco millones de años de avance tecnológico ininterrumpido!

—No me lo imagino. ¿Dónde están en ese caso?

—En el «cascarón» de la Esfera, por supuesto.

—Por supuesto deberíamos haber tenido ya noticias de ellos.

—Quizás han preferido permanecer ocultos, como el pez.

—¿Y tú crees poder encontrarlos?

—¿Por qué no?

—El «cascarón» es muy grande.

—Podemos dedicarle todo el tiempo que haga falta.

—¿Todo el tiempo? Sospecho que no es precisamente la curiosidad científica lo que te mueve.

—No.

—¿De qué se trata?

—Inmortalidad.

Jonás le dirigió una mirada de asombro. Nunca hubiera imaginado que Chait Rai tuviera esas inquietudes.

—¿Inmortalidad?

—Sí, la juventud eterna. Ese pez ha vivido cientos de años.

—Se trata de una mutación dirigida. Eso no te hará inmortal

—Es posible que en veinticinco millones de años hayan encontrado algo mejor…

—Y si así fuera, ¿cómo esperas convencerles de que lo compartan contigo?

Chait se encogió de hombros.

—De momento lo primero es encontrarlos. Cuando llegue a ese otro puente, ya lo cruzaré.