CUATRO

La Ciudad del Dios parecía poco impresionante a distancia: sólo un pequeño cilindro. Comenzaron a tomar conciencia de su magnitud conforme iban pasando las horas de marcha, y parecía no acercarse. Sólo cuando estuvieron a unos cuarenta kilómetros pudieron apreciar su tamaño real.

La estructura parecía una cadena de montañas a la que un dios caprichoso diera forma de cilindro metálico que yaciera sobre uno de sus costados. Había manchas verdes en su costado superior. Deben ser árboles, pensó Jonás. No deben crecer sobre el metal, sino entre las grietas. El viento sin duda ha acumulado tierra.

En el costado superior se veían parches blancos.

—Nieve —pensó Jonás en voz alta—. Está sucia y medio fundida por las últimas lluvias, pero no hay duda de que es nieve.

El cielo seguía cubierto por una capa de nubes negras, que parecían tener la consistencia del granito. Pero la lluvia había ido amainando hasta convertirse en sólo un lento goteo de barro. Todo el paisaje estaba teñido por el tono ocre sucio de este barro.

El reptador sorteó una grieta producida sin duda durante los recientes terremotos. El vehículo, que había pertenecido a Jai Shing, era mucho más cómodo y lujoso que el primero. Jonás no podía figurarse qué hacía a bordo de una nave espacial. Presumiblemente, al eunuco le gustaba ir bien preparado para lo imprevisto.

Lilith miraba con unos prismáticos.

—Nieve —dijo—. Esto indica la altura. Con este clima, las nieves perpetuas deben estar a unos dos mil metros.

—Con las proporciones que tiene, su largo debe ser veinte kilómetros —Jonás las estaba midiendo con el lápiz al extremo de su brazo estirado. ¿Pero qué es eso?

Jonás miró con atención a uno de los extremos del cilindro.

Preguntó:

—Decidme lo que veis allí arriba. ¿No son motores de fusión?

—Lo son —contestó Chait—. Una de esas toberas serviría de hangar para la Vijaya. ¡Krishna, Cristo y Mahoma! ¡Es una nave!

¡Una nave!

—¿De qué os asombráis? —dijo Lilith—. Para alguien capaz de construir la Esfera, una nave espacial de veinte kilómetros de largo es una insignificancia.

Trató de que su voz no sonara impresionada. Las babeles eran mayores, pero eran demasiado imponentes en su grandeza. En cuanto a la Esfera, el Anillo y todo lo demás que habían visto, había destrozado el sentido de las proporciones de todos.

Pero aquí tenían una pequeña enormidad, por así decirlo. Algo lo bastante grande para impresionar, y lo bastante pequeño para que la mente pudiera abarcarlo.

—Cascadas —dijo Lilith de repente—. Hay algunas cascadas cayendo por el costado. Desde cerca deben ser una preciosidad. Una caída de mil metros. ¡Este chisme es lo bastante grande como para interceptar los vientos húmedos y provocar lluvia!

Jonás tomó sus prismáticos. Preguntó al sacerdote a través del traductor:

—¿Vosotros vivís ahí debajo? Bajo el cilindro veo muchas casas… Una ciudad.

—Oh, claro. Estamos a salvo de la lluvia, y las fuentes que manan de la Casa de Dios nos abastecen. ¿Ves cómo la ciudad se alza sobre un terraplén?

—Hmm… Sí, lo veo.

—Nuestros antepasados viven ahí desde hace mucho. Construimos sobre las ruinas de los edificios viejos. Así estamos protegidos en caso de asedio. Ningún peligro nos amenaza.

Excepto que os caiga el cielo sobre la cabeza, pensó Jonás.

El reptador cubrió el último tramo que les separaba de la residencia de Dios, y se aproximó a la boca abierta del cilindro.

Allí les esperaba un nutrido grupo de sacerdotes ataviados con largas túnicas blancas. Aparentemente, la explanada que se extendía ante el cilindro era el mayor centro de culto del planeta. Había pequeños edificios ordenados en hileras, con calles regularmente espaciadas, suntuosamente decorados y de paredes cubiertas de pinturas. Templos y santuarios. Ninguno era demasiado grande.

Indudablemente, la inmensidad de la Ciudad de Dios apabullaba a su clero.

Tras los templos había un muro con una sola puerta. El interior de la nave debía ser tabú.

El reptador se detuvo a una indicación de su guía. Bajaron.

El sacerdote se acercó con una reverencia a sus colegas. Conferenciaron en voz baja.

—Espero que no nos sometan a una larga ceremonia de purificación —dijo también en voz baja Jonás—. Baños rituales, incienso, esas cosas. Estoy impaciente por entrar.

El guía se volvió hacia ellos. Había sorpresa en su rostro. Aparentemente él también esperaba una ceremonia.

—Dios ha ordenado que entréis. Podéis entrar con vuestro vehículo, pero sólo tres de vosotros. El resto deberá esperar aquí fuera.

Los componentes del grupo se miraron.

—Ni hablar —dijo Chait.

El sacerdote se volvió hacia él con un gesto de horror pintado en el rostro.

—Habéis llegado rodeados de grandes catástrofes —el traductor no dejaba traslucir ninguna emoción en la voz del sacerdote—. No debéis desobedecer Sus órdenes ahora, o provocaréis Su cólera.

—Esto no me gusta —susurró ásperamente Chait Rai.

—¿Por…?

—Quizás ese dios de pacotilla haya decidido que somos justo lo que necesita para un sacrificio. O un banquete en el que figuraríamos en el menú.

Jonás resopló.

—¿Y nos deja entrar con el reptador?

Chait asintió con un gruñido, y dio orden a los infantes de marina de que desembarcaran. Los diez hombres armados descendieron del reptador, y se situaron estratégicamente en varios puntos del poblado. Las mujeres y los niños nativos les miraban con curiosidad, los hombres parecían esforzarse en aparentar indiferencia ante aquellos guerreros cubiertos de acero.

—Por favor —Jonás se dirigió al sacerdote— guíanos.

Los dos biólogos y el mercenario subieron de nuevo al reptador. La máquina caminó hacia la puerta.

—Dime una cosa —preguntó Jonás—; ¿cuál de estas figuras es la de Dios?

Señaló a los templos.

—Pues… ninguna. Dios ha prohibido la reproducción de Su Divina Figura. No existe ninguna imagen.

—¿Ninguna… ninguna?

—Pues… —el sacerdote vacilaba, pero había tomado confianza con los extraños—. En algunos lugares sí, se han levantado. El pueblo es supersticioso… —se encogió de hombros—. Para el verdadero creyente, la Forma Divina no es sino un disfraz de Su Inmanencia Inaccesible e Impersonal.

Jonás asintió solemnemente.

—Nuestros hombres santos dicen que el arcavigraha (esto es, la imagen venerada de Dios, bendecida por el acarya) puede ser adorada legítimamente. Si Dios está en todas partes, como los verdaderos creyentes admiten, ¿por qué no puede estar en una figura de piedra, barro o mármol?

El sacerdote lo miró con asombro complacido.

—Ignoraba que fueras un sabio tan erudito.

—He tenido el privilegio de escuchar a grandes maestros —dijo modestamente Jonás—. Por casualidad ¿no llevas contigo una imagen de Dios?

Era un tiro a ciegas; pero había observado durante el viaje que el sacerdote tocaba algo bajo su túnica mientras murmuraba rápidamente en voz baja. Ahora Jonás clavó su mirada en ese punto.

—¿Eh? —El sacerdote miró en torno suyo. Ninguno de sus colegas les acompañaba—. Pues… a decir verdad, tengo una pequeña… —dijo con embarazo—, regalo de una pobre mujer… Un simple recuerdo de la Divina Forma… No soy idólatra, naturalmente.

—Naturalmente. ¿Podría verla?

El sacerdote parecía sentirse culpable. De repente dijo:

—Haré algo más: te la regalo, como recuerdo de nuestro encuentro.

Sacó de su túnica una pequeña figura de marfil, que cambió rápidamente de manos. Jonás sonrió, inclinándose un poco.

—Muchas gracias. No esperaba tanto de tu generosidad.

Jonás miró la figura, se levantó, sentándose al lado de Lilith.

—¿De qué hablabais tú y el sacerdote? —dijo Lilith, acercándose a él.

—Le he ayudado a deshacerse de un objeto cuya presencia le sería muy difícil de explicar a sus superiores.

—¿Qué?

—Luego te lo explicaré. —Abrió brevemente la mano—. Te presento a Dios.

Dios tenía forma de pez: un cuerpo fusiforme, con aletas, y un cómico morro en forma de botella que parecía sonreír. Lilith lo examinó.

—Un animal acuático, pero no un pez. No tiene opérculo ni escamas… a no ser que sea un convencionalismo artístico. ¿Un tótem?

—Lo veremos pronto… ahí está la puerta.

El sacerdote se levantó.

—A partir de aquí, os dejo. Seguid recto.

—¿No entras?

El sacerdote estaba algo alterado.

—Dios ha ordenado específicamente que entréis vosotros tres nada más. De todos modos, la Presencia Divina debe ser contemplada por aquellos a los que Él llama.

Bajó apresuradamente. Chait Rai miró hacia Jonás, como diciendo lo sospechaba. Pero puso en marcha la máquina.

El interior era una ciudad con avenidas y calles flanqueadas por jardines muertos y abandonados, y casas de sorprendente diseño, ninguna de una altura superior a una planta. No había más iluminación que la que entraba por el extremo abierto, que apuntaba al norte.

Montones de tierra y escombros cubrían muchas de las avenidas haciéndolas intransitables. Chait condujo el reptador entre ellas como una cucaracha moviéndose por un laberinto.

—Es como una mandala —dijo Lilith mirando ensimismada hacia arriba—. Esto está creado para viajes muy largos. Una mandala mayor que cualquiera construida jamás por el Imperio. ¿Pero qué hace en el suelo?

Jonás también levantó la vista hacia el cielo de aquella ciudad. Entre los jirones de nubes pudo distinguir calles y edificios semejantes a los que tenía junto a él. Una imagen semejante a la que vería un aviador contemplando una ciudad a gran altura. ¡Pero aquellos edificios colgaban boca abajo, a dos kilómetros de altura sobre su cabeza Los montones de tierra provenían de los jardines de la ciudad superior. Sin duda se habrían desprendido cuando la ciudad se dio la vuelta. ¿Cómo?

—Esto no pudo construirse aquí —dijo—. Debió nacer en el espacio, y lo hicieron aterrizar de alguna forma en el planeta.

—¿Cómo?

Jonás se encogió de hombros. Uno acaba por acostumbrarse a los milagros.

El reptador siguió sorteando automáticamente los obstáculos durante varias horas. Finalmente se detuvo al otro extremo de la gigantesca nave. Allí el cilindro se combaba formando el lado interno de una semiesfera. En el centro de ella, suspendida a mil metros sobre sus cabezas, se erigía una complicada estructura colgante.

—Eso debe de ser el puente de control —aventuró Jonás—. Me temo que si queremos encontrar algo de interés deberemos de ascender hasta ahí.

—Con el reptador no va a poder ser. Esa pendiente es demasiado pronunciada incluso para él.

—En ese caso, continuaremos a pie —dijo Lilith resueltamente.

Del cubo surgían doce nervaduras, como tubos de unos diez metros de diámetro, con una superficie rugosa que recordaba el aspecto de la tráquea de un hombre. Cada una de las doce se curvaba hacía la periferia de la semiesfera, dividiéndola en doce secciones iguales. Chait Rai se echó su ametralladora a la espalda, y empezó a trepar por la más cercana de esas nervaduras. Los demás y Lilith le siguieron.