Dohin estaba inclinado sobre una mugrienta puerta de acero junto con varios infantes de marina, y un par de científicos del Imperio. Jonás se acercó al grupo, y Dohin se incorporó en cuanto el biólogo llegó a su altura.
—¿Sigues con la idea de hacer esa expedición? —preguntó.
—Sí, el reptador que trajisteis en vuestro transbordador ya está preparado.
—Pero, ¿qué pensáis encontrar?
—Ayuda. Si alguien puede ayudarnos contra los que destruyeron la Vijaya ese alguien debe de estar en ese lugar. Vuestros instrumentos registraron allí una gran concentración de energía, ¿recuerdas? Tendrás que admitir que todo lo que estamos encontrando desde que llegamos a la Esfera es muy extraño. Y los salvajes no dejan de hablar de ese dios que vive justo allí. —Jonás señaló la dirección con el brazo extendido.
—¿Precisamente tú esperando ayuda divina…? ¿Se está agrietando tu ateísmo?
Jonás se preguntó a dónde quería ir a parar el científico imperial.
—Aún no he visto nada que no pueda explicarse con una tecnología muy avanzada. Creo que algún grupo de esferitas ha podido muy bien mantener su civilización a lo largo del tiempo. Si fuera así, sus vecinos podrían llegar a considerarles «dioses».
—Sí, eso todos los sabemos. De hecho, en el pasado, en muchos planetas salvajes han tomado por dioses a los exploradores del Imperio.
—Entonces…
—¿Por qué crees que sea lo que sea lo que encuentres, estará dispuesto a ayudarnos? ¿Por qué estás tan seguro de que no fueron precisamente ellos los que destruyeron la Vijaya?
—Sólo hay una forma de contestar a todas esas preguntas: viajando hasta lo que los nativos llaman la «Residencia de Dios», y averiguar de qué se trata. —Jonás se volvió, señalando a los infantes y científicos que seguían trabajando en la puerta—. Y vosotros, ¿qué estáis haciendo?
—Más o menos lo mismo que tú… creo. Intentamos encontrar algo en esta Ciudad que nos pueda ayudar en su defensa. Las fotos de infrarrojo nos han mostrado que la zona de la Ciudad ocupada por los salvajes es una mínima parte del volumen total de ésta.
—¿Y qué hay en el resto?
—Eso estamos tratando de averiguar. Fíjate en esa puerta, creemos que conduce a las zonas interiores de la Ciudad, pero debe de haber estado cerrada durante siglos; los salvajes no han podido tener jamás acceso al interior.
—Y, ¿podréis abrirla?
Dohin se encogió de hombros.
—Se trata de una simple cerradura magnética. En estos momentos el ordenador está intentando descifrar la clave.
—Ya veo. Bien, en ese caso iré a ver si está todo preparado. Os deseo suerte.
Jonás se alejó por el corredor iluminado con antorchas, y Dohin regresó al trabajo. Tal y como habían previsto, la cerradura de la puerta cedió al cabo de unos minutos, y ésta se abrió con un débil chasquido. El interior estaba oscuro, pero al fondo parpadeaban malévolamente diminutas lucecillas, como los ojos de millares de ratas.
—Bien, ya está —dijo, y entró en primer lugar encendiendo una linterna láser de diseño imperial.
Apenas hubo cruzado el umbral las luces se encendieron, lo que hizo inútil la linterna que Dohin apagó rápidamente. Los infantes y los dos científicos cruzaron tras él.
Estaban en una amplia sala circular de más de doscientos metros de diámetro, por unos treinta metros de altura. A diferencia del resto de la Ciudad, tanto el suelo como las paredes estaban inmaculadamente limpios. En el piso de metal gris perla no era posible apreciar ni una mota de polvo. Las paredes estaban cubiertas de extrañas máquinas cuyas diminutas luces parpadeantes eran lo primero que Dohin había visto. El techo parecía irradiar luz en toda su superficie. Había al menos una docena de puertas en puntos equidistantes de las paredes, y una escalerilla metálica que atravesaba el techo por un orificio circular. El conjunto recordaba a la estación del continente circular.
Uno de los infantes, que había estado fumando, arrojó descuidadamente al suelo su colilla. Instantáneamente, una diminuta trampilla se abrió en un lugar de la pared, y de ella surgió un artefacto rodante del tamaño aproximado de una rata.
El infante se sobresaltó al verlo dirigirse directamente hacia él, y elevó su arma, pero Dohin le rogó con un gesto de su mano que se estuviera quieto. La diminuta máquina pasó rápidamente junto a él, cruzó la sala, y fue a desaparecer por otra trampilla que se había abierto en el otro extremo. La colilla había desaparecido.
—Es sólo el encargado de la limpieza —dijo uno de los científicos—. Este lugar no podría estar tan limpio si no hubiera alguien que se ocupara de ello.
El grupo tomó al azar una de las puertas, y exploró rápidamente el lugar. Encontraron decenas de salas como aquélla, y otras más pequeñas que parecían apartamentos individuales. Los apartamentos estaban dotados de mullidas camas de agua, con colchas y sábanas limpias como si acabaran de ser cambiadas, baños lujuriosos con bañeras del tamaño de pequeñas piscinas, sauna, grifos de los que brotaban tanto agua como bebidas alcohólicas. Parecía haber cientos de estas viviendas en el interior de la Ciudad, todas exactamente iguales, como si se tratara de algo estandarizado; pero cada una de ellas hubiera dejado a los aposentos privados del Emperador reducidos a la categoría de simples chozas.
—Nuestros compañeros que exploraron el continente circular —comentó Dohin— encontraron también apartamentos semejantes a éste.
—Está claro que los esferitas consideraban como algo normal el vivir de esta manera.
—Sí, la Ciudad va rodando, recolectando minerales y materia orgánica del subsuelo, que transforma gracias a la energía que recibe de la «cáscara» en forma de microondas. Con todo esto asegura que sus habitantes disfruten de una vida de auténticos cakravartis. Y cuando la población de la Ciudad ha aumentado tanto que todos no pueden gozar de las mismas comodidades, ésta simplemente se reproduce, creando otra ciudad idéntica a ella que recogerá el exceso de población. Sin duda, algo digno de los constructores de la Esfera.
—Y sin embargo sus descendientes viven en las cloacas de esta Ciudad, a pocos metros del paraíso… —añadió alguien.
—Evidentemente, o bien ellos no fueron los constructores, o ha pasado tanto tiempo que lo han olvidado absolutamente todo.
—¿Se dan cuenta? —dijo Dohin—: La Ciudad sigue funcionando perfectamente, manteniéndose limpia y activa como un ser vivo sano. Pero las criaturas que la construyeron han quedado reducidas a simples parásitos de sus intestinos.