CINCO

Hari siguió al infante Sikh a través de los estrechos corredores de la Vajra. A cada paso que daba sentía flaquear sus piernas. Su cabeza estaba repleta de negros pensamientos de los que le era imposible alejarse.

Finalmente alcanzaron el camarote de oficiales, el ritmo de su corazón se aceleró mientras el soldado adhyátmico abría la puerta.

En el interior se hacinaban el Comandante Isvaradeva, el Segundo comandante, y el resto de la oficialía de la Vajra.

Al verlo entrar, el Comandante, que estaba recostado en una litera, se puso en pie y avanzó hacia él.

Hari observó consternado el rostro de Isvaradeva. En aquellos pocos meses el joven Comandante parecía haber envejecido diez años.

—¿Has venido para saborear tu triunfo? ¿Para disfrutar de las consecuencias de tu traición?

Hari bajó los ojos, y durante un momento sintió que sus fuerzas le abandonaban. Las rodillas se le doblaban, y sus piernas a duras penas conseguían seguir sosteniendo su peso.

—Tienes razón, Comandante, soy un traidor. Un traidor mayor de lo que jamás podrías concebir.

Sin darle a Isvaradeva tiempo para reaccionar, Hari introdujo una mano en uno de los pliegues de su hábito, extrajo una larga y afiladísima aguja, y giró sobre sí mismo clavándola en el pecho del atónito guardia Sikh.

El soldado se derrumbó silenciosamente, con el corazón perforado por la mortal aguja, como si no fuera más que un hábito vacío.

Hari se quedó inmóvil, observando al Sikh muerto, y a la brillante aguja que sobresalía de su pecho, como si él hubiera sido un simple testigo, y no el autor, de aquella muerte.

Se volvió hacia Isvaradeva, y alzó una mano suplicante. La mano se cerró en un puño, su rostro se crispó de dolor, y Hari cayó como un roble herido de muerte.

Isvaradeva saltó, recogiendo al hermano, y evitando que golpeara su cabeza contra las planchas de acero. Depositó a Hari en el suelo con cuidado, y buscó frenéticamente su pulso.

—¡Rápido, Ajmer, no respira!

El oficial médico se plantó junto a él en un par de saltos, tras reconocer rápidamente a Hari, desabotonó la parte delantera de su túnica, y le aplicó al religioso un vigoroso masaje cardíaco.

—¡Ha sufrido un ataque al corazón…! —dijo, jadeando por el esfuerzo— ¡Rattan…, adrenalina!

El oficial de comunicaciones rebuscó en el botiquín del camarote, hasta encontrar varias ampollas, y una jeringuilla de vidrio. Lo llevó todo junto a Ajmer, que rápidamente inyectó el contenido de una de las ampollas en la corriente sanguínea del religioso.