CUATRO

Jonás fue recobrando lentamente la conciencia. Abrió los ojos, y vio que el cielo rebosante de luz estaba siendo cubierto rápidamente. Unos negros nubarrones avanzaban siniestramente por el firmamento, como los tentáculos de alguna monstruosa criatura.

Se llevó una mano a la cabeza y la retiró empapada de sangre.

—¿Qué había sucedido?

El dolor empezaba a abrirse camino a través de su conciencia semiaturdida. Sus piernas parecían haber sido vendadas con alambre de espino… Su cabeza…

Estaba tumbado boca arriba en el fondo de un barranco cubierto de piedras e informes trozos de metal. A unos cincuenta metros de donde se encontraba yacían los restos del «reptador»: un confuso amasijo de hierros humeantes. Cerca de él pudo ver una de las poderosas piernas neumáticas, destrozada como un miembro salvajemente amputado.

Entonces recordó: La babel había caído.

—Las babeles no caen —se dijo.

Ese era uno de los principales dogmas de fe de la Hermandad. ¿Y él lo creía? ¡Sunyavada[139]!

—Es cierto —añadió para sí—. Debería de haber dicho que jamás hemos visto caer una babel… hasta ahora.

Lo absurdo de su discusión consigo mismo estuvo a punto de provocarle un ataque de risa. Pero se contuvo. No estaba seguro de saber parar si empezaba ahora a reír.

El cielo ya se había cubierto por completo, y empezó a llover torrencialmente. La lluvia azotó con fuerza su rostro provocándole un aullido de dolor. Se dio la vuelta colocándose boca abajo, y escupió el agua que había entrado en su boca. Un agua negra y maloliente como la pez que ahora golpeaba con fuerza su espalda.

Decidió que había llegado el momento de intentar hacer lo que había estado retrasando: ponerse en pie.

Había temido que sus piernas no le responderían, pero no fue así. Con un doloroso esfuerzo, logró erguirse sobre sus maltrechas extremidades. Milagrosamente no parecía tener ningún hueso roto. Sólo infinidad de magulladuras, cortes y contusiones por todo el cuerpo. Como si hubiera rodado ladera abajo por una montaña… ¡y eso era precisamente lo que le había sucedido!

Ahora era necesario que encontrara un lugar donde resguardarse. La lluvia estaba arreciando, y sentía como si cada gota que golpeara su cabeza fuese capaz de hacérsela estallar. Miró alrededor intentando orientarse, pero no era capaz de apreciar nada a menos de cinco metros de distancia. Incluso la potente luz de la Esfera había sido tapada por aquellas nubes de tarquín, y esto, unido a la espesa cortina de agua, había conseguido provocar una especie de oscura noche.

Jonás, como cualquier habitante de Akasa-puspa, no estaba preparado para las tinieblas. Sus ojos eran incapaces de adaptarse correctamente a la oscuridad, de modo que avanzó a trompicones, con los brazos extendidos por delante suyo como un ciego indefenso y vulnerable. Resbalando y cayendo una y mil veces, y cada vez que intentaba levantarse se enfrentaba al mismo tormento proveniente de sus atrofiadas piernas.

Finalmente chocó con algo. La pared de roca.

Se arrastró pegado a ella, hasta que dio con un saliente, bajo el cual pudo al fin resguardarse de la lluvia.

Apoyó su espalda contra la roca, y se detuvo jadeante. Entonces se sintió lo suficientemente seguro como para preocuparse por alguien que no era él.

—¡Lilith! —gritó estentóreamente—. ¡Lilith! —Pero era como si los sonidos no pudieran escapar de su garganta.

El feroz chasquido de un rayo al romper el aire le hizo retroceder asustado.

Había caído muy cerca. El sonido del trueno, que llegó inmediatamente, estaba curiosamente amortiguado. Entonces se dio cuenta; desde que había despertado, sus oídos no habían captado apenas ningún sonido. No oía el golpear de la lluvia contra el suelo, sólo un constante zumbido que le llenaba la cabeza. Decidió dejar de preocuparse por eso. Ya lo resolvería cuando le llegara la ocasión. De momento, como principal objetivo, debía de reunirse con Lilith, y con el resto de sus compañeros… si habían sobrevivido.

Un nuevo relámpago le descubrió el contorno del reptador no muy lejos de donde se encontraba. Pegado a la misma pared rocosa, con las cinco patas que le quedaban apuntando hacia el cielo, como una cucaracha muerta.

Se dijo que era allí donde debería de empezar a buscar a los supervivientes, y se dirigió hacia los restos del reptador arrastrando su espalda contra la roca, sin atreverse a separarse ni tan siquiera un palmo de ella.

Cuando llegó junto a la máquina, el temporal había empezado a amainar.

Rodeó el reptador chapoteando en un barro negro en el que se retorcían agonizantes algunos peces. Todo estaba cubierto por una viscosa masa de cenizas.

En el compartimento de pasajeros no había mucho que mirar. Estaba sepultado bajo una montaña de escombros, rocas y árboles arrancados de raíz. Ninguno de los científicos o infantes que lo ocupaban había tenido ninguna posibilidad de sobrevivir. Pero la cabina…

El parabrisas de la cabina del reptador había estallado. Sin duda eso fue lo que le salvó, debió de salir despedido cuando la máquina se precipitó al vacío. Quizás los demás habían tenido la misma suerte, quizás Lilith seguía con vida… quizás…

Pasó entre los dientes de cristal del destrozado parabrisas, y encontró el cuerpo de Gwalior tendido junto a la radio. El techo de la cabina se había combado sobre ésta, atrapando al Ayudante Mayor de la Vajra como un martillo neumático. Su cabeza había desaparecido entre los hierros retorcidos, de los que rezumaba una viscosa masa gris veteada de rojo sangre.

No había nadie más. Jonás salió al exterior, y vomitó junto a la cabina. Había dejado de llover.

—¡Jonás! —La voz le llegó como un débil susurro, casi ahogado por el zumbido que llenaba sus oídos.

Se volvió. Chait Rai estaba de pie, frente a él, su uniforme destrozado como si fuera un náufrago.

—Creíamos que habías muerto —dijo tranquilamente.

—No oigo bien… ¿Y Lilith?

—Está bien. Ven, hemos encontrado un refugio. Aquí es peligroso quedarse…

—¿Peligroso? ¡Casi nos cae una babel en la cabeza! ¿Qué más puede pasar?

—Terremotos.