OCHO

Habían sido bruscamente interrumpidos por la insistente llamada del teléfono de los serviolas, y el tercer oficial de la Vijaya, que se hallaba ante la pantalla del radar, con los ojos desorbitados y gritando con incredulidad: «¡Comandante!», señalaba los destellos indicadores de que estaban a punto de ser interceptados por miríadas de objetos sólidos que un minuto antes no se encontraban allí.

Uno de los técnicos del radar se quitó los auriculares de un manotazo e intentó huir del puente, pero la gravedad había empezado a hacer cosas raras, y el asustado tripulante cayó antes de alcanzar la portilla y rodó ridículamente por el piso sin que nadie le prestara atención.

Resonó por toda la nave el bramido del motor de fusión funcionando al máximo de potencia, transgrediendo todas las normas de seguridad, en un desesperado esfuerzo por evitar la colisión. Casi al instante, y haciendo gala de unos nervios bien tensados, el Comandante Prhuna había radiado a la sala de máquinas la orden casi automática ante un obstáculo a proa:

«¡Timón todo derecho, toda máquina atrás!»

Pero era demasiado tarde. Durante un momento, Ban Cha sintió esa sensación de náusea en la boca del estómago que se experimenta cuando se rompen los cables de un ascensor, y se cae súbitamente al vacío. Todos los objetos que no estaban firmemente sujetos salieron disparados por todo el puente, transformando instantáneamente su ordenado bullicio en una pesadilla surrealista.

Al mismo tiempo, la Vijaya gritó.

El grito, largo y prolongado, surgió al unísono de las gargantas del centenar de seres humanos que formaban la tripulación de la Vijaya, embargados por el miedo y el dolor de la muerte. Un grito que se vio bruscamente sofocado por el alarido desgarrador que surgió de cada remache de la Vijaya, mientras sus entrañas se destrozaban, su casco se desgarraba por un millón de lugares a la vez, y el precioso aire huía al espacio…