Jonás y Gwalior se turnaron para interrogar al nativo. Mientras, el reptador seguía cubriendo la distancia que les separaba de la Ciudad.
Al parecer, toda la población de aquel planeta estaba concentrada en diez Ciudades móviles semejantes a aquélla. Estas eran, de Norte a Sur: Siquemhebebel, Hobbelsalem, Hebabeerst, Hegiberom, Suleimanhebir, Betebel, Hericofasath, Canahanladit, Falconhabibarat y Babraham. Además había que añadir a esto la Ciudad de Dios, que estaba poblada sólo por hombres y sacerdotes dedicados al Servicio Divino. Entre todas formaban una población de apenas doscientas cincuenta mil personas.
¿Qué había más al Norte o al Sur? El sacerdote no lo sabía con certeza, pero de lo que sí parecía estar seguro era de que no había más humanos que ellos.
Jonás consideró la buena suerte que los había llevado hasta allí. Estuvieron a punto de aterrizar en cualquier otro lugar, pero el técnico del transbordador detectó movimiento en esa zona. Entonces no hubiera imaginado lo importante que había sido esa decisión.
—¿Estás seguro de que sólo hay humanos aquí? —insistió.
—Seguro, millones de especies animales pueblan el planeta, pero nosotros somos los únicos humanos. Hay una especie de aves, como cuervos gigantes, al Sur, que son inteligentes y tienen civilización. Pero no humanos.
—¿Cuervos inteligentes? ¿Cómo sabes eso?
—Dios nos lo contó.
—Ya.
Siguieron interrogándole sobre la vida en las Ciudades. Al parecer la paz no reinaba entre ellas. Con frecuencia dos o más Ciudades se constituían en alianza, y atacaban a una tercera. A Jonás aquello le sonaba a conocido; había oído hablar de problemas similares entre las mandalas independientes.
Hobbelsalem y Betebel eran las dos Ciudades más prósperas del grupo. Las dos Ciudades tenían además la fortuna de estar tan lejos una de la otra que nunca tuvieron ocasión de enfrentarse hostilmente. Pero hubo comercio entre ellas a través de las regiones intermedias, y ello benefició a ambas, y a Hebabeerst, que era el único oasis de vida en toda aquella llanura que conducía a la Ciudad de Dios. Era también, por tanto, lugar obligatorio de paso para los peregrinos que se dirigían a la Ciudad Santa.
Hebabeerst llegó a ser tan próspera como estas dos Ciudades. Pero estaba atrapada entre ellas. Nunca pudo gozar de la paz que brinda el aislamiento. Durante toda su historia estuvo dominada por una u otra de las dos Ciudades.
El comercio parecía ser una actividad pacífica que beneficiaba a todo el mundo. Y lo era, si cada uno se contentaba con una parte justa. Pero, ¿cuánto es una parte justa?, se preguntaba el sacerdote. Hebabeerst compraba y vendía. Compraba lo más barato que podía y vendía lo más caro posible, pues la diferencia era el beneficio. La Ciudad podía sentirse justificada de actuar así porque, ¿acaso Dios no la había situado por su voluntad en un lugar tan estratégico? Sin embargo, las dos vigorosas Ciudades que la rodeaban no estaban dispuestas a quedarse sin su ración del pastel.
Hobbelsalem dominaba Hebabeerst desde hacía casi cien años. Conservaba leyendas sobre antepasados, según las cuales éstos se habían apoderado de Hebabeerst en aquella época por voluntad Divina, y desde entonces la tenían sometida a fuertes impuestos. Era difícil para el sacerdote saber hasta qué punto las leyendas se basaban en hechos, pero las gentes que hacían tales afirmaciones las conservaban cuidadosamente porque, en parte, servían para legalizar su soberanía sobre esa Ciudad.
Sin embargo, Betebel (como es lógico) no estaba muy dispuesta a dar crédito a estas leyendas, y había mandado a sus representantes a la Ciudad de Dios para preguntarle a Éste la verdad. Pero sus preguntas no habían obtenido respuesta hasta el momento, y el sacerdote estaba muy preocupado por esto. Temía que estuvieran al filo de una nueva guerra, y que en esta ocasión la Ciudad de Dios (que siempre se había mantenido al margen) se viera involucrada.
Entonces habían aparecido ellos, y el sacerdote suponía que su llegada respondía a algún tipo de señal divina, aunque él había sido incapaz de descifraría hasta el momento.
Cuando el sacerdote terminó de hablar, Jonás y Gwalior se miraron preocupados.
—Esto no me gusta —dijo Gwalior desconectando la traductora—. Parece que nuestra llegada va a desencadenar una guerra.
—La pregunta es: ¿Seremos capaces de mantenernos al margen?
—A mí hay algo que me preocupa aún más: ¿Son estos nativos tan salvajes como pretenden?
—¿Qué quiere decir, comandante?
—Visten como salvajes, se comportan como salvajes, pero habitan ciudades rodantes supertecnológicas. ¿Cómo es posible? ¿No estarán haciéndose los estúpidos?
Jonás negó con la cabeza.
—Demasiado evidente, comandante. Lo más probable es que utilicen las máquinas construidas por antepasados tecnológicos, como hacemos nosotros con las babeles.
—Es posible, pero no vamos a arriesgarnos —dijo Gwalior, sentándose frente a la radio del transbordador—. No avanzaremos ni un metro más sin saber algo más del lugar al que nos dirigimos.
El rostro de Karoshti se materializó en el monitor frente a Gwalior.
—Kalyanam, comandante —saludó—. ¿Cómo marchan las cosas?
—Algo confusas —respondió Gwalior—; vamos a necesitar toda la ayuda que podáis darnos.
—Adelante.
—¿Podéis transmitirnos lo que detectáis desde el espacio de la estructura que tenemos frente a nosotros?
—Por supuesto. Se trata de la Ciudad rodante de la que antes habíais informado, ¿no? Ya hemos dirigido nuestros infrarrojos hacia ella. En breve tendréis la inf… … …
Un estruendo, como el producido por un centenar de alarmas antiaéreas, ahogó el resto de la frase del Segundo. Este se volvió hacia un punto fuera de la imagen con el terror pintado en su rostro.
—¿Qué está sucediendo ahí? —preguntó Gwalior, sobresaltado. Pero la comunicación se cortó y Karoshti desapareció de la pantalla.