SEIS

El reptador se movía, cada vez más lentamente, sobre los inseguros bloques de piedra. Su «cerebro» mecánico imponía a cada una de las seis patas un paso lento y regular, calculando el próximo movimiento idóneo a cada décima de segundo.

Chait Rai había preferido manejar personalmente la máquina.

—No parece difícil de conducir —comentó Jonás, después de haberle estado observando una gran parte del camino.

—No lo es. El ordenador hace la mayor parte del trabajo. ¿Quieres probar? —dijo el mercenario ofreciéndole la palanca de mando.

—Soy un pésimo conductor.

—Con este aparato sólo tendrás que indicarle al reptador la dirección general hacia donde quieres ir, como si fueran las bridas de un phante.

—Te advierto que jamás he montado un phante… —dijo Jonás, pero ocupó el asiento que Chait acababa de cederle.

A los pocos minutos comprobó otra de las maravillas de la tecnología imperial. Sólo apuntaba la palanca hacia una zona a la que deseaba dirigirse, y la máquina obedecía, encargándose de sortear todos los obstáculos que hallara en el camino.

El paisaje se había vuelto desnudo y mineral. El bosque fue cediendo el paso a las especies enanas, rododendros y enebros, que salpicaban las viejas piedras desprendidas de los barrancos. Sólo unas milenarias secoyas, con brillantes troncos de bronce, se apostaban como centinelas sobre los grandes bloques de piedra que estrechaban entre sus raíces. A Jonás le parecieron míticas aves de rapiña guardando la entrada de un mundo prohibido.

El desfiladero se ensanchó bruscamente. El reptador dejó atrás una larga zona sombría para penetrar en la zona iluminada por el lechoso cielo.

Ascendieron bordeando un ruidoso torrente que se deslizaba por su lecho de piedras antes de desaparecer en una insondable sima. El desfiladero labrado por la babel se cerraba tras los expedicionarios. Cuanto más avanzaban, más parecía erguirse el muro, y volverse infranqueable. Finalmente el reptador se detuvo, al tiempo que una luz roja aparecía en el tablero.

—¿Qué sucede? —preguntó Jonás alarmado.

—Nada. Simplemente el terreno se ha vuelto demasiado difícil para la conducción automática. A partir de ahora tendremos que hacer el camino en manual. Déjame.

Chait volvió a ocupar su sitio y la marcha continuó, ahora mucho más lentamente.

El reptador trepó dificultosamente por una pared casi vertical, y alcanzó la vasta llanura que se extendía por encima del desfiladero cavado por la babel.

Una vez arriba, Chait detuvo prudentemente la máquina, y utilizó los videotelescopios para explorar los alrededores. Las cámaras de proa le ofrecieron las sorprendentes imágenes de una gigantesca estructura arrastrándose pesadamente por la llanura. El artefacto se encontraba a unos cien kilómetros frente a ellos.

Chait ordenó inmediatamente que el sacerdote nativo fuese conducido al puente.

—¿Qué es eso? —le preguntó apenas hubo entrado.

El sacerdote nativo elevó su brazo señalando la estructura, mientras mascullaba entusiasmado algo en su idioma.

—Ahí está la ciudad —fue la traducción que los expedicionarios recibieron.

La imagen era algo propio de una imaginación delirante. Sobre una llanura casi desértica corrían frenéticas cientos de máquinas con brazos, piernas, pinzas, tentáculos, ruedas, palas, taladros. Escudriñaban el suelo, el cielo y en torno suyo con lentes, micrófonos, antenas en forma de plato. Taladraban el suelo como insectos chupadores de sangre. Algunas parecían desmontadas y sometidas a reparación, o tal vez eran ensambladas por vez primera. Sobre ellas volaban otras, con hélices, chorros, o cohetes.

El efecto era el de un hormiguero colosal. Se movían en todas direcciones, pero nunca tropezaban unas contra otras, como en un imposible ballet.

En el centro de aquel hormiguero estaba la reina: la Ciudad, como la llamaban reverentemente sus habitantes. Una gigantesca estructura de más de diez kilómetros de diámetro, que se arrastraba pesadamente sobre una base de miles de orugas mecánicas, y que era asistida por aquella pequeña corte mecánica que la rodeaba, en una febril actividad.

—¿Vivís ahí? —preguntó Gwalior al nativo.

—Yo pertenezco a la Ciudad de Dios. Pero mis superiores me destinaron para ser el guía espiritual de esta Ciudad. Su nombre es Hebabeerst.

—¿Desde cuándo vivís en «Ciudades» como ésa?

El sacerdote se encogió de hombros en un gesto común a todos los humanos.

—Desde siempre.

—¿Construisteis vosotros las Ciudades?

El nativo le miró sorprendido. Como si Jonás le estuviera tomando el pelo al preguntarle algo evidente.

—Nadie construye a las Ciudades. Ellas crecen, como tú o como yo.

Según las confusas explicaciones que fueron sonsacándole al sacerdote, la Ciudad era un auténtico ser vivo inorgánico, una máquina capaz de nacer, crecer y reproducirse. Los humanos vivían ocultos en aquella gigantesca mole, como microbios que hubieran infectado sus órganos internos.

¿Qué se necesita para que una máquina se replique a sí misma? —se preguntó Jonás asombrado—. Tres cosas: materia, energía, e información. Si se le proporciona a un ordenador una detallada descripción de sí mismo en un lenguaje codificado, y el control de una serie de herramientas (ellas mismas descritas en las instrucciones), energía (que también debe describirse), la máquina será capaz de copiarse a sí misma, incluido su conjunto de instrucciones. El ADN llevaba miles de millones de años realizando una labor semejante.

—¿Quién hizo la primera Ciudad? —preguntó Lilith—. ¿Fueron vuestros antepasados?

El nativo sonrió con picardía.

—¿Quién hizo al primer hombre?

—Así no vamos a ninguna parte…

—Fue Dios. Eso todo el mundo lo sabe.

—Dios, ¿de qué Dios hablas? —exclamó Chait Rai furioso—. Maldita sea, este tipo acabará por convencerme de que ese loco de Hari estaba en lo cierto.

—Dios creó a los hombres, a las Ciudades, y a las Babeles. Eso todo el mundo lo sabe.

—Sí, ¿pero cómo lo sabes tú?

—En una ocasión vino hasta aquí, y nos ayudó a cambiar el rumbo de la Ciudad. Las Ciudades y las babeles sólo obedecen a Dios…

—Sí, como todo el mundo sabe… —dijo Gwalior, impaciente—. Pero, ¿qué aspecto tiene? ¿Es un hombre como tú o como yo?

El sacerdote parecía cada vez más atónito ante la estupidez de aquellos extranjeros.

—No, Él no es como vosotros en absoluto.

—¿Cómo es? ¿Tiene tres ojos y dieciséis manos? ¿Lo has visto tú en persona…? Oh, vamos… Estamos perdiendo el tiempo. Este tipo no tiene ni idea de lo que está hablando.

—¡Claro que lo he visto personalmente! ¡Todo el mundo lo ha hecho en un momento u otro de su vida…!

—¿Qué aspecto tiene?

—Es… —Durante un momento el nativo pareció no encontrar palabras—. Es como un pez. Un pez enorme que habla y nada por el aire.

—¡Un pez enorme que habla y nada por el aire! Esto cada vez tiene menos sentido.

—Yo creo que nos está tomando el pelo —dijo Chait mostrando los dientes en una media sonrisa.

—Yo os puedo señalar dónde vive —se apresuró a decir el sacerdote—. Cuando lleguemos a Hebabeerst os mostraré dónde se encuentra la Ciudad de Dios.