Hari Pramantha miró a lo lejos. El vacío era muy transparente, y su vista aún era bastante buena, pero no logró distinguir el final de la manada de juggernauts. El pequeño transbordador de la Vijaya se encontraba sobre lo que parecía ser una llanura infinita empedrada de losas verde oliva. En aquel rebaño había suficientes juggernauts para alimentar a toda la población de Akasa-puspa durante cien años. Y ahora sabían que había cientos de rebaños semejantes dispersos por todo el interior de la Esfera.
Los juggernauts viajaban uno junto a otro, tan cerca entre sí que casi era posible moverse entre ellos saltando de uno a otro. De hecho eso mismo era lo que hacían los colmeneros. Los había a cientos, y parecían divertirse saltando, sin motivo aparente, entre las gigantescas moles verdosas de los juggernauts.
Por su parte Hari prefirió usar la mochila impulsadora imperial para recorrer su sendero a través de la gran masa viviente. Su misión era recoger los frascos de muestras que Yusuf había preparado, y que habían sido adosados a la piel de una docena de juggernauts, convenientemente separados entre sí, y marcados con una gran mancha naranja fluorescente sobre sus caparazones. Tres infantes de marina de la Utsarpini le acompañaban y le ayudaban a recoger los frascos.
En realidad, él no era en absoluto necesario allí. Los infantes de marina, acostumbrados a moverse en cero g, habrían cumplido más rápidamente aquella misión si no hubieran tenido que ir cuidando de él, siguiendo sus torpes movimientos por el espacio. Pero Hari no soportaba permanecer más tiempo encerrado en el claustrofóbico transbordador. Deseaba salir, hacer algo, jugar a ser útil. Pero, sobre todo, contemplar a aquellas milagrosas criaturas directamente, y no gracias a los aparatos electrónicos del Imperio.
Realmente eran unas bestias maravillosamente indolentes.
Carecían de rasgos (rostro, ojos, hocico, etcétera) que uno pudiera humanizar. Eran simplemente gruesos husos verdosos de un kilómetro de largo, con un orificio cerrado por un esfínter en cada extremo, y un amplio disco reflectante semejante a la cola de un pavo real, cruzado por un delicadísimo encaje de nervios azules que le permitían plegarlo o desplegarlo a voluntad. El conjunto confería al animal una personalidad serena y majestuosa, que Hari captó inmediatamente a pesar de la falta de rasgos que pudieran transmitirla.
Sin embargo, ahora sabían que el juggernaut tenía numerosas variedades. Yusuf llevaba catalogadas al menos una docena de ellas. Una de ellas, que el exobiólogo había llamado «bestia-lámpara», era similar al juggernaut, pero de menor tamaño (sobre 0,4 Km. en su eje mayor), con el espejo desplazado hacia delante, rodeando su centro como una pantalla. El espejo se había hecho también mucho mayor, y su finalidad añadida era la de concentrar la luz solar sobre las placas de fotosíntesis, que de este modo resultaban más efectivas, lo que explicaba su menor superficie corporal. En consecuencia, podía vivir a mayor distancia del sol, necesitando desplazarse menos, por lo que su chorro propulsor se había reducido en parte. El metabolismo y sus vías eran enteramente similares a la de los juggernauts conocidos hasta entonces.
Había otra variedad a la que bautizaron como «araña de luz». El tamaño de su cuerpo era muy pequeño en relación a sus congéneres, apenas unos pocos metros de longitud. Su espejo, por contraste, se desarrollaba muchos kilómetros (decenas), formando una vela de luz dividida en finas tiras mantenidas en tensión mediante la fuerza centrífuga que proporcionaba el giro del animal. Exactamente igual que un velero de la Utsarpini.
La vela le servía de propulsor y para concentrar la luz en la estrecha cola del animal, donde estaban emplazadas las placas fotosintéticas. Esto les permitía emigrar a las zonas más remotas de la Esfera.
—Su menor tamaño implica menos necesidades de alimento, lo que permite el viaje; en ello radica su principal ventaja evolutiva —le había comentado Yusuf—. Serían unos perfectos mensajeros en el interior de la Esfera. Mucho más rápidos que cualquiera de su congéneres.
—¿Evolutiva? —preguntó Hari escéptico.
—Tiene razón, reverendo. Algo así jamás podría haber evolucionado solo. Usted puede pensar que han sido obra de Dios, yo por mi parte me limito a afirmar que fueron creadas por los constructores de la Esfera. Fueran éstos quienes fueran.
Encontraron otras variedades…
Un juggernaut gigantesco (de unos cinco kilómetros de longitud), dotado de una especie de pinza alrededor del esfínter bucal. Yusuf lo había llamado «hormiga guerrera», y cuando Hari le había preguntado por el propósito de aquella pinza, respondió tranquilamente:
—Fíjese en ella, reverendo: es lo bastante grande como para sujetar un asteroide entero, y moverlo de un lugar a otro. Tal vez una sola de esas bestias no fuese capaz, pero ¿se imagina lo que podrían conseguir diez de ellas trabajando en equipo? ¿Y cien?
También dieron con diversas variedades de la «bestia-lámpara» con apéndices semejantes a las palas dragadoras, azadoras, rastrillos y brazos de grúa; todo ello articulado como las patas de un insecto. Yusuf los llamó «jardineros», y su misión era evidente: eran los cuidadores de los bosques del cascarón. El telescopio les confirmó esto. Alrededor de varios de los asteroides de la Esfera vieron a varias cuadrillas de juggernauts trabajando afanosamente.
Todo aquello eran piezas de un entramado que cada vez resultaba más claro para el exobiólogo. Los diseñadores de la Esfera, habían necesitado una fuerza de trabajo capaz de ir manteniendo su estructura en perfectas condiciones a lo largo de los milenios. Pero cualquier máquina que hubieran desarrollado habría tenido el inconveniente de necesitar a su vez a un equipo de reparaciones… ¿Y quién reparará a los reparadores? La solución era genial a los ojos de Yusuf… Simplemente habían desarrollado una criatura viva capaz de reproducirse, y de ir adaptándose a los cambios que fueran produciéndose en su entorno. Una parte de su actividad estaba consagrada al mantenimiento de la Esfera, de la misma forma que una hormiga se dedica a mantener en condiciones a su hormiguero…
Pero la Esfera era algo mucho más complejo que un hormiguero.
La cáscara de la Esfera estaba formada por millones y millones de asteroides en los que crecían plantas. Tales plantas estaban perfectamente adaptadas al vacío, con gruesas cortezas herméticas y espesas epidermis en las hojas… por llamarlas así. Las «hojas» eran grandes escudos circulares y reflectantes, con el pecíolo unido en el centro del envés. Del centro del haz surgía un pedúnculo, rematado en una esfera de un verde tan profundo que parecía negro. El órgano de fotosíntesis.
Los árboles no tenían tejidos de sostén: como las algas, se dejaban flotar lánguidamente, apenas sujetas a la base del asteroide helado que les suministraba alimento. Aunque no necesitarían mucho, pensó Yusuf; seguramente reciclarían sus nutrientes.
Las plantas, sorprendentes en sí, aún guardaban otra sorpresa mayor.
Un órgano cuya utilidad no acertaban a entender era lo que habían llamado «flores»: se parecían a las hojas ordinarias, pero carecían del nódulo fotosintético. El pedúnculo central era liso, y Yusuf lo había llamado «el estambre». No parecía tener una función relacionada con la nutrición, así que probablemente fuera reproductor; de ahí el nombre.
Fue casi por accidente que descubrieron que las «flores» emitían energía en forma de microondas: ¡las plantas eran colectores de energía solar! Energía que transmitían a los planetas interiores.
—¿Pero por qué una planta? —dijo Hari sorprendido—. Yo pensé en una red de satélites.
Yusuf tenía una respuesta.
—¿Por qué no? Las plantas se reproducen y crecen. Una vez sembradas las primeras, la red captadora crece sola. Los esferitas no son tontos.
Yusuf no podía creer que aquello funcionara automáticamente; alguien debía de dirigir toda esa actividad, y desde luego a los juggernauts, con sus cerebros del tamaño de un melocotón, no los creía capaces. Fue entonces cuando los colmeneros, dotados de cerebros de tamaño considerable, empezaron a adquirir un nuevo significado para el exobiólogo.
Por su parte, a Hari no le preocupaban todos estos enigmas. Simplemente le gustaban aquellas criaturas… Disfrutaba cuando estaba con ellas, aunque no hubieran sido obra de Dios.
Siguió recogiendo los frascos de muestras.