SEIS

Tanto el diseño del ascensor como los tiempos y escalas del viaje habían sido idénticos a los de cualquier babel de Akasa-puspa.

Después de tantas maravillas, Jonás agradeció de corazón la vulgaridad de aquella babel. Por otro lado, esto le convenció, si es que aún le quedaba alguna duda, de que las babeles de Akasa-puspa y las de la Esfera habían tenido un mismo constructor.

Pero Chait Rai no había sido una compañía muy agradable. Prácticamente había pasado la mayor parte del descenso desmontando y engrasando su ametralladora.

—¿Nunca te separas más de dos metros de ella? —preguntó en un determinado momento Jonás.

—Nunca —repuso lacónicamente el mercenario.

Un par de horas después, Jonás volvió a hablar.

—Con las sofisticadas y ligeras armas imperiales que tienes a tu alcance, ¿por qué sigues cargando con ese trasto?

Chait quitó el cargador, y sacó uno de los cartuchos. Era grueso como el dedo gordo del pie de un hombre, y la bala era de plomo revestida con una camisa de acero.

—Fíjate en esto —dijo, lanzándoselo a Jonás, quien lo atrapó al vuelo—. Sopésalo. Un guerrero tecnológicamente muy avanzado, seguro que dispone de sistemas defensivos contra los haces de partículas del Imperio. Pero aún no se ha inventado un chaleco antibalas, que pueda llevarlo un hombre, capaz de detener la coz de una bala de ese calibre. Si no lo mata, por lo menos lo derribará, y de paso le romperá unas cuantas costillas.

Jonás observó con escepticismo el cartucho, y se lo devolvió al mercenario.

No volvieron a cruzar ninguna palabra antes de que, tras las acostumbradas cuarenta y ocho horas de descenso, las compuertas del ascensor se abrieran a la superficie del planeta. Jonás y Chait Rai las atravesaron, y se detuvieron a contemplar el dramático paisaje.

Se hallaban en un vasto anfiteatro bordeado de muros ciclópeos. En torno a ellos sólo había rocas y titánicos árboles. Un largo y asmático silbido, provocado por el viento al deslizarse entre las rocas del desfiladero, les llegó desde lo lejos.

Del cielo llegaba una luz intensamente amarilla, que les obligó a colocarse unas lentillas coloreadas con un filtro. Todo el paisaje estaba bañado por esta luz, lo que le daba un aspecto enfermizo.

Jonás avanzó unos pasos inseguros. ¡Aquella maldita gravedad! Creía que se había ido ajustando a ella durante el descenso, pero ahora sus retorcidas piernas parecían crujir bajo su peso. Los anillos de hierro de su prótesis se le clavaban con saña en las pantorrillas. Levantó los ojos, formando visera con la palma de su mano, mientras intentaba localizar al sol en el cielo. No lo consiguió; la luminosidad parecía llegar de cada punto del firmamento con igual intensidad. Este efecto se debía a la luz plana recibida del cascarón de la Esfera; era como estar en un planeta iluminado por el reflejo de un millón de lunas…

—¿Qué tal tus piernas?

—Sobreviviré… —Dudó un instante—. En realidad me están matando.

—¡Pues siéntate! Ahora no tienes necesidad de hacerte el héroe delante de nadie.

Jonás se sentó en el suelo. De un tirón, aflojó un poco una de las correas.

Sobre sus cabezas se levantaba una amplia pared, cruzada por numerosos y estrechos barrancos cubiertos de vegetación, y que terminaba en una cresta que se recortaba nítidamente contra el cielo, formando una larga arista erizada de titánicas secoyas como centinelas. De la tierra húmeda se elevaba un tibio vapor que se condensaba entre las ramas de los árboles.

Las paredes del desfiladero estaban cubiertas por bloques de piedra de un frío gris metálico; parecían afilados dientes de depredador que surgieran entre las brumas. A Jonás le parecieron siniestras y amenazantes.

—Y éste es, según Hari, el planeta del Creador —dijo Jonás para romper el silencio.

—Me recuerda a Strirajyaloka —comentó distraídamente Chait Rai.

—¿Has visitado Strirajyaloka?

—Sí, pero sólo un par de veces.

Jonás se preguntó si habría algún lugar en Akasa-puspa en que el mercenario no hubiera plantado sus pies. Volvió a concentrar su atención en cuanto le rodeaba. La babel estaba situada en la base de aquel inmenso desfiladero. Mirando hacia el frente las paredes paralelas de éste parecían confluir en un mismo punto. Por otro lado, lo más extraño resultaba que la babel no era perfectamente perpendicular al suelo, sino que, en su último tramo, se inclinaba formando un ángulo de cien grados con respecto a éste. La base de la babel, un disco construido con el mismo material que ésta, de unos quinientos metros de diámetro, sobresalía en parte frente a ellos como una media luna de metal gris.

Jonás le señaló esto a Chait, quien se encogió de hombros confuso.

—Además —continuó—, fíjate en el desfiladero. Parece un lugar poco propicio para la construcción de una babel.

—Tienes razón. Normalmente se encuentran situadas en lugares o zonas elevadas, no en el fondo de un barranco. ¿Tienes alguna explicación para esto?

—Una, pero casi me aterroriza pensar en ella…

—Bueno, ¿de qué se trata?

—¿Has visto alguna vez un arado trabajando la tierra?

—Por supuesto.

—Pues ahora estás contemplando una versión monstruosa de eso mismo.

—¿Quieres decir que..?

—La babel ha ido abriendo ese desfiladero, como un arado gigantesco. No fue construida en el interior de un barranco: ella misma lo creó al ir separando la tierra, las rocas y los árboles a su paso.

—¿Cómo? ¿Sugieres que la babel se ha movido?

—No, la babel no. Es el suelo el que se ha movido. —Y ante la mirada de asombro del mercenario, continuó—: ¿Has oído hablar de la deriva continental?

—No.

—Bueno, no voy a entrar en detalles, pero imagínate a los continentes formando placas que se desplacen como consecuencia de la actividad interna del manto del planeta. Se ha demostrado que sucede en planetas lo bastante grandes como para tener actividad magmática interna, aunque el movimiento es tan lento que resulta inapreciable para nosotros. Una babel individual se movería junto con el terreno sobre el que está asentada, pero ésta forma parte de un todo, de una estructura que es Jambudvida, que la mantiene fija en una determinada posición. Por eso, al moverse la placa continental bajo ella, ha ido abriendo una monstruosa zanja. Lo que me resulta incomprensible es que la babel no se haya partido hace mucho. Su resistencia a las tensiones debe de ser increíble.

—Un momento. Dices que los continentes se mueven muy lentamente; tanto, que ese movimiento resulta inapreciable para nosotros… Entonces, ¿cuánto hace que fueron construidas las babeles? ¿Decenas de miles de años?

—Eso es lo que me preocupa. Si tenemos que contar el tiempo en el que se desplazan las placas continentales, debemos hablar de millones, quizás decenas de millones, de años. Si alguna vez hubo aquí una civilización, ahora hace mucho que está muerta y enterrada. Nada puede durar tanto tiempo… ¿Eh? ¿Qué sucede?

La tensión parecía fluir por cada uno de los músculos y tendones del mercenario.

—En ese caso… —dijo Chait muy lentamente, mientras elevaba su arma—. Ahí tienes a sus descendientes.

Jonás se volvió siguiendo la mirada del mercenario. Trepando por la media luna de la base de la babel, un grupo de unos diez hombres, vestidos con amplios mantos púrpuras, y adornados con plumas y colgantes multicolores, se dirigían hacia ellos.