TRES

Jonás y Chait Rai pusieron en funcionamiento sus pequeños reactores de mochila y se dirigieron hacia la nave más cercana. Era gemela de las otras miles que llenaban el hangar, y sus medidas eran idénticas: doscientos metros de proa a popa, por cincuenta de anchura en su sección mayor.

Al llegar junto a ella, Jonás pasó su mano sobre el gris material del casco. Su mano estaba enguantada por el elástico material producido por los sprays de trajes imperiales, pero éste se ajustaba a su piel como un preservativo, y a través suyo Jonás no logró sentir el menor roce de aquella superficie.

—Es el mismo material del que están hechas las babeles —dijo dirigiéndose al mercenario.

—Debemos encontrar la escotilla de acceso. Debe de haber algún sistema para entrar en esta nave.

Dieron la vuelta en torno a ella, y no vieron nada que se pareciera remotamente a una puerta. Sólo aquellas diminutas troneras circulares.

—Capitán —la voz sonó intensa junto al oído de Jonás. Se volvió, e intento localizar al infante que había hablado. Dos o tres filas de naves más allá, uno de los hombres de Chait hacía señales con su brazo.

—¿Qué sucede, Ozman? —preguntó Chait, reconociendo la voz del que había hablado.

—He encontrado una puerta, mi Capitán.

El grupo se reunió en torno al infante. La nave junto a la que él esperaba era exactamente igual al resto, excepto por una abertura que las demás no tenían. La escotilla de acceso estaba situada en una zona por la que Jonás había pasado su mano un minuto antes sin descubrir nada más que el liso metal.

Entraron. A pesar de su aparente solidez, el casco era increíblemente delgado. Jonás cerró un ojo, y miró hacia el quicio de la puerta. Sí se colocaba perfectamente perpendicular, desaparecía. No debía medir más de unas pocas micras de grosor.

El interior de la nave decepcionó a los exploradores. Estaba compuesta por veinte cubiertas exactamente iguales. En cada cubierta lo único que había eran butacas de viaje, cientos de ellas dispuestas una junto a otra en apretadas filas, y con sólo un estrecho pasillo de acceso entre las filas.

Chait parecía furioso y asombrado al mismo tiempo. Había visto muchas naves, y muy diferentes, del Imperio, de la Utsarpini, de los subandhus en planetas semisalvajes… Pero aquella no sabía cómo catalogarla. Para empezar, ¿era realmente una nave?

—¿Cómo se maneja esto? —dijo—. ¿Por telepatía? No hay controles, ni puente, ni sala de ordenadores. Ni siquiera espacio, con todas esas absurdas butacas.

—Quizás la nave se maneje desde una de las butacas —sugirió Jonás, sentándose en la más cercana—. Tienen un aspecto muy complejo.

—¿Y los motores? Hasta el último milímetro del espacio interior está ocupado, y ya has visto el grosor del casco: no pueden estar ocultos en él.

Jonás se concentró en aquella butaca. Era idéntica al resto, al igual que cada cubierta de la nave era similar a las demás, al igual que cada nave parecía gemela del resto. La variedad en el diseño no parecía ser la especialidad de los esferitas.

La butaca poseía multitud de artilugios que el biólogo identificó al instante. ¿Qué podía ser aquel objeto cóncavo, con muescas laterales, sino un cenicero adosado al brazo de la butaca? Sin embargo, el reconocimiento de otros se le resistió desde el primer momento. ¿Para qué serviría aquella especie de pedales situados junto a sus píes? ¿Y la compleja red de tubos, llenos de líquidos multicolores, que corría paralela a los brazos del sillón?

Levantó la vista; sobre su cabeza el respaldo del sillón se extendía en una especie de sombrilla con dos asas laterales. ¿Qué era aquello? Sin poderse contener, alargó los brazos, y tiró de las dos asas a la vez.

Por el rabillo de su ojo derecho vio a Chait saltar hacia él, al tiempo que le gritaba algo. Pero sólo durante un instante, pues la sombrilla se alargó formando una especie de cúpula que le envolvió hasta los hombros. Tras un segundo de oscuridad total, empezaron a aparecer las imágenes…

Se encontraba en la orilla de una playa, rodeado de arena blanca y palmeras; las olas rompían a un par de metros frente a él, removiendo la inmaculada arena. Miró hacía abajo, pero no logró ver su propio cuerpo. Aquello no podía ser real, no había sido teleportado, ni nada por el estilo; simplemente estaba viendo una película, una filmación directamente proyectada en su cerebro.

Sin embargo los detalles eran muy realistas. Sintió la fragancia del mar, y el roce de la brisa sobre su inexistente cuerpo. A lo lejos, un grupo de extraños veleros de diminutas velas multicolores parecían competir en una carrera. Más lejos aún, azuladas por las capas de aire que se interponían, se levantaban, aparentemente en el centro del mar, una especie de complejas estructuras semejantes a edificios diseñados por algún arquitecto loco.

Pero lo que más le llamó la atención fue el cielo. Un cielo tan extraño, que apenas dedicó un rápido vistazo al resto del paisaje, antes de concentrarse plenamente en él.

Todo el cielo parecía emanar luz. La luminosidad era tan intensa, que Jonás no pudo localizar en ella el sol amarillo que era la fuente.

En el lugar de donde venía, las estrellas eran rojas, por lo que aquella luz amarilla lo teñía todo de colores extraños. Pero lo más sorprendente era un sector casi circular del cielo que aparecía mucho más oscuro. La abertura polar de la Esfera —pensó Jonás. En el centro de aquella zona más oscura destacaba una curiosa formación de estrellas. Una formación que al instante le resultó conocida.

Súbitamente todo desapareció, el cielo, el mar, las palmeras y los veleros. Jonás se encontró con el repulsivo rostro de Chait Rai a escasos centímetros del suyo.

—¿Te encuentras bien, Jonás?

—Sí, ¿por qué?

—¿Te das cuenta de que acabas de hacer una estupidez? —dijo Chait, furioso.

—No te comprendo.

—Eso que has accionado podría haber sido un sistema de expulsión. Podría haberte lanzado arriba aplastándote contra el techo.

—No lo era. Se trataba simplemente de…

—¿No lo era? ¿Qué sabías tú lo que era o dejaba de ser? ¿Acaso entiendes tú mejor que yo todos estos aparatos?

—No.

—Entonces…

—Chait, no he corrido ningún peligro —repuso Jonás tranquilamente—. Está demostrado que cuanto más avanzada culturalmente es una criatura, más apego le tiene a la vida. Unos seres como los que construyeron todo esto no se jugarían la existencia con un aparato tan peligroso como el que tú pretendes. Sin duda que habrían sabido dotarle de los suficientes sistemas de seguridad.

—¿Pondrías tu mano en el fuego para demostrar eso? Bueno, no importa. ¿Qué decías que era ese aparato?

—Una especie de reproductor de imágenes, pero con el detalle ingenioso de que proyecta directamente en el cerebro. Ha sido muy interesante.

—¿Proyección en el cerebro? ¿Cómo? Por lo que sé, ni siquiera el Imperio ha conseguido jamás algo así.

—No lo sé. Tal vez alguno de los científicos romakas pueda tener alguna idea al respecto… Pero más sorprendentes que el proyector eran las imágenes proyectadas.

—¿Qué has visto?

—La superficie del planeta… creo —dijo Jonás pensativo—. Quizás la filmación era muy antigua. Parecía un paraíso; a Hari le hubiera gustado…

—¿Has visto gente? —preguntó Chait ansioso.

—He visto barcos… veleros, quizás tripulados, pero no he distinguido a ninguna criatura humana o no… En el cielo brillaba Akasa-puspa. La filmación debió hacerse en una época en la que el planeta, en su órbita por el interior de la Esfera, pasaba cerca de una de las aberturas polares.

—¿Akasa-puspa?

—Parecía extraño, demasiado alejado y rodeado por una multitud de estrellas que en realidad no existen. Además, había demasiada luz para poder verlo tan nítidamente. Tal vez todo fuera un trucaje.

—¿Un trucaje? ¿Con qué objeto?

—Ya te he dicho que el paisaje era demasiado idílico. Quizás la única función de esa película era la de distraer al pasajero de esta nave durante el viaje. De todas formas, tú mismo puedes sacar tus propias conclusiones, no tienes más que probar uno de esos asientos. Me pregunto si todos contendrán la misma película, o si se podrá seleccionar un programa determinado…

—No. De momento estoy yo al mando de esta expedición, y no voy a permitir que nadie ponga en peligro su vida de nuevo. No habrán más experimentos con máquinas extrañas, hasta que no hayamos averiguado exactamente cómo funcionan.