DOS

—Con toda la tecnología Imperial, ¿no hay forma de descifrar ese mensaje? —preguntó Jonás, tras dos horas de observar atentamente el trabajo de los científicos imperiales.

—No disponemos de datos suficientes para que nuestros ordenadores puedan extraer algún tipo de código —respondió Eknat Sudara, un experto en láseres, que al parecer tenía algunos conocimientos superficiales de criptología—. El mensaje se reduce a una sola frase repetida insistentemente. Yo apostaría que dice algo así: «Cuidado al aproximarse a las babeles», o «Utilice nuestros sistemas de atraque automáticos.»

—¿Por qué? ¿Qué le hace estar tan seguro? —preguntó Jonás mirando fascinado al científico Imperial.

Sudara lucía algo que Jonás no había visto hasta entonces: los lóbulos de sus orejas se descolgaban pesadamente hasta alcanzar una sorprendente longitud. En su interior brillaba una luz rojiza.

—El mensaje se conecta intermitentemente en cuanto pasamos cerca de una de las babeles. Por lógica debe tratarse de un mensaje automático de ayuda al viajero. Tal vez de información sobre el uso de las zonas de desembarco de la babel.

Jonás volvió a estudiar la gigantesca estructura que se deslizaba bajo el pequeño transbordador. Hacia la zona donde cada babel se unía con Jambudvida, pero en el centro del lado mayor de éste, se veían unas diminutas ranuras negras, semejantes a la boca de un buzón, pero el telémetro había acotado cada una de estas ranuras en mil doscientos metros de anchura por cien metros de altura. Alguien había sugerido que se trataba de las puertas de acceso al interior del continente circular. Era la posición más lógica, cerca de la babel, y por tanto del lugar de acceso al planeta. Pero, en ese caso, Jambudvida debía de estar en parte sin presión, pues estas compuertas estaban abiertas. Su interior se encontraba sumergido en unas sombras tan densas que ninguno de los instrumentos del transbordador era capaz de atravesar.

—No averiguaremos nada quedándonos aquí discutiendo —dijo Chait Rai mientras dirigía el transbordador hacia una de aquellas aberturas.

—Un momento —dijo el técnico del radar—; tal vez haya una zona mejor para entrar.

—¿Mejor que cuál? Yo las veo todas iguales.

—He detectado varias fuentes de infrarrojos en movimiento, cerca de la base de la tercera babel a partir del lugar en que nos encontramos.

—¿Infrarrojos en movimiento? —preguntó Jonás sorprendido.

—Podrían ser simplemente grandes manadas de animales en plena migración —le aclaró el técnico—, pero de momento es la única señal de vida de que disponemos. Deberíamos investigaría.

—Entonces, ¿vamos a descender por una de las babeles? ¿No sería más rápido hacerlo directamente con el transbordador?

—Y más peligroso también, Jonás —dijo Sudara—. Un aterrizaje directo, sin haber antes entrado en contacto con los esferitas, podría ser malinterpretado. Quizás ese mensaje que estamos recibiendo diga algo así como: «Largaos a casa.» Si utilizamos una de sus babeles quedará claro que nos estamos poniendo en sus manos, y que por lo tanto nuestras intenciones no son agresivas.

—¡Kamsa y Putana! —gritó Chait, sorprendiéndolos a todos.

—¿Qué sucede? —Jonás observó que tanto el copiloto como el técnico del radar del transbordador parecían tan alterados como el mercenario.

Chait Rai forcejeaba frenéticamente con los mandos. Durante un instante pareció tener diez brazos, como la representación de alguna antigua divinidad. Finalmente, decidió darse por vencido y rendirse ante lo inevitable: se echó hacia atrás en su sillón, cruzo los brazos tras su nuca, y resopló.

—¡¿Qué sucede?! —repitió Jonás, cada vez más aterrorizado. Todas las pantallas habían quedado en blanco, excepto un par de ellas que transmitían símbolos extraños.

Chait intentó aparecer tranquilo y con buen humor, aunque Jonás, que había empezado a conocerle, identificó al instante los signos de tensión ocultos bajo su impávido rostro.

—Han tomado el mando de esta nave, anulando todo control sobre ella por parte nuestra…

—Pero…

—No me preguntéis cómo han hecho algo así, ni hacia dónde nos llevan.

Ante ellos, una de las negras entradas rectangulares de Jambudvida se iluminó súbitamente. La nave se dirigía directamente hacia ella, como un insecto atraído por la fatídica luz de una llama.

—No debemos preocuparnos —dijo Sudara.

—Ah, ¿no?

—No. Debe tratarse del sistema automático de acoplamiento. Esto demuestra que el contenido de los mensajes que recibimos debía de estar advirtiéndonos de esto, y eran asimismo automáticos…

—Supones demasiadas cosas, romaka —dijo Chait furioso—. ¿No crees que debemos interpretar esta acción de privarnos del control de nuestra propia nave como el primer acto hostil por su parte?

—En absoluto —dijo Sudara sin alterarse—. Los técnicos que diseñaron Jambudvida no podían arriesgarse a que un piloto inexperto chocara contra él durante una aproximación. Por eso dotaron al sistema con un mecanismo automático.

—¿Sugieres que un miembro de la ksatrya es un piloto inexperto?

—¡Mirad! —gritó Jonás señalando a través de la tronera de proa.

El transbordador atravesaba en esos momentos la gigantesca abertura rectangular, y sus pasajeros tenían entonces la primera visión del interior de Jambudvida.

Frente a ellos se extendía el lugar cerrado más grande que Chait Rai había visto nunca, y había estado en el interior de varias mandalas imperiales. Se trataba de un hangar, un hangar inmenso en el que se alineaban, una junto a otra en apretadas filas, millares de naves iguales, de sección troncocónica, y construidas con algún material gris perla semejante al de las propias paredes de Jambudvida.